|
Bernd Becher and Hilla Becher |
también para ver.... leer el texto socialismo, tenéis la posibilidad ... en el Blog de la autorA Acá
V
La noche anterior la madre soñó que el cielo era una cereza en su mano. La
cereza resbalaba y caía entre las sábanas con aroma a limpio y ella alzaba la
vista y el cielo era una gran tela blanca. La tela blanca se agitaba y escupía
un hilo espeso de sangre, de sangre de cerezas. El padre no recordaba qué había
soñado la noche anterior. La niña soñaba antes de dormir y, mientras dormía
custodiada por un pez autómata, alguien entró por la ventana
entreabierta de su
cuarto y le cortó la garganta. La brisa nocturna agitaba la cortina a cuadros. Alguien se enredó en el cable de la
lámpara y la desconectó. El pez se detuvo y escupió su fosforescencia, como una
guirnalda de colores endurecida por un baño de semen, al borde de la cama.
La madre miró la mano diminuta que había soltado lentamente una muñeca rubia y
vio cómo, en la cabeza de la muñeca hecha pedazos de porcelana sobre el piso,
el pelo se volvía de ceniza y paja. Lavó el camisón infantil con desesperación,
hasta acabar todos los panes de jabón que había en la casa y colocar cada
puñado de lágrimas en una burbuja. El padre se golpeaba la cabeza contra una
pared y sentía cómo en su cabeza se soltaban y repiqueteaban letras de lata. Su
cabeza era una caja donde se amontonaban-llaves-viejas.
La niña bajó a la tierra en una caja. El jugador de ajedrez colocó en la caja
uno de sus alfiles, pintado de un lila provisorio, y cuando la ceremonia
concluyó y todos se alejaron, se arrodilló, oprimió el tablero contra su pecho
y besó la tierra arrojada por las palas, porque en el cielo no había nadie. El
sacerdote, la empleada de correos,
el médico, la maestra, el policía, el redactor del periódico local y los
restantes individuos identificables del pueblo habían rozado levemente los
hombros de los padres amputados de hija, que serían por un largo tiempo (o al
menos eso suponían los Consolantes) brutalmente infelices o, en todo caso,
ciertamente más infelices que ellos mismos. La infelicidad desatada como una
cinta ciega por un crimen horrendo es garantía de solidaridad. Mendigos y
prostitutas, sombras intercambiables y nómades, fueron aceptados como
Consolantes. Alguien sumó cinco tumbas de niñas. Alguien murmuró que el
culpable pertenecía ciertamente a la colonia.
Esa misma tarde se inició la Gran Persecución. Se diseñaron y cosieron
las redes, se prepararon en dosis exactas los venenos y se enrollaron trapos
embebidos de alcohol en cada palo de escoba disponible. Se pagó por participar
en la tarea a mendigos y prostitutas, con monedas que compraban jabón de pan.
El pueblo airado y compungido se unió en la adversidad del féretro infantil
multiplicado, el féretro expuesto, explícito y terrible de la corta edad.
Querían el estuche que guardaba el encéfalo del asesino. Porque el cráneo del
asesino era un estuche. Dado que nadie en la colonia sabía hablar, fue como si
todos hubieran confesado cinco crímenes al mismo tiempo. En la colonia se
parían hijos sin nombre a los que se dejaba volar y mezclarse con otros padres
y otros hijos, según la anomia inherente a la escuela centrífuga de la
promiscuidad. El vínculo materno-filial se prolongaba hasta que la cría podía
abandonar el hueco. Una cría autónoma raramente reencontraba a sus padres. ¿Qué
respeto podía prodigar una especie así a una garganta de muñeca?
Los vi atar los palos en forma de cruz, seleccionar los trapos con frenesí,
agotar los frascos de alcohol en la tienda del boticario. El sacerdote pegó
hostias al trapo; la empleada de correos, estampillas y sobres; el médico,
prospectos y recetarios; la maestra, láminas de anatomía e índices de manuales
escolares; el policía, fojas de casos cerrados y el periodista, todas las
noticias impresas hasta esa misma tarde. Porque una nueva y gran historia
comenzaba y era, en verdad, como si la Historia
se escribiera por primera vez.
Los escuché afilar sus dentaduras, planificar en conjunto sus estrategias,
encomendar al comerciante de cristales la duplicación de la altura de sus
espejos.
La colonia se colgaba a descansar. Pendía de sus delicadísimas uñas curvas, con
las rodillas rectas, los estuches floridos y los ojos dulces como caramelos.
Ajenos al estrépito del error, al horror de la obstinación atávica en la
cacería.
"Deseo tener una membrana alar, quitarme el brazo que termina en mi mano
hábil", dijiste, avergonzada. "Sabemos que están equivocados y lo
único que hacemos es escribirlo en un cuaderno. Quisiera que me expliques para
qué sirve escribir". Mujer sin hija, niña sin camisón y sin muñeca, te
pusiste a llorar partiendo tus prismáticos cuando la luna marcó el inicio de
los pasos humanos en el bosque. "Quisiera saber para qué sirve, quiero que
me lo expliques, por favor".
8888888888888
88888
88
VI
La noche es un inmenso
animal dormido. Los insomnes velan su sueño sin ventanas. Los ojos de la noche
giran velozmente bajo sus párpados de felpa, enloquecidos, agradecidos,
asustados. Son los ojos de una huérfana inmóvil a la que se implora protección,
como si fuera una santa con medio hemisferio por altar. Asiste en calidad de
ausente al desastre urdido por sus hijos y habilita zonas liberadas del
prejuicio del ojo ajeno. El ojo ajeno gira obscenamente bajo su párpado de
hierro, proyectando el repertorio completo de los pecados. "Déjanos caer
en la tentación, para no soñarla sobre almohadas rígidas", pide mi lengua
de tinta obstinada. Es una petición retórica; ella quemó mi red cuando la vi
soplar, haciendo de su boca una usina de viento, las hebras dispares de un
flequillo tan negro como el pelaje sedoso de la noche. Flequillo de escolar al
que han herido con tres balas de nieve, en esa escuela donde aun le tiemblan
los pies bajo el pupitre. Buscamos el hilo para atar, haciendo un nuevo dibujo,
los escombros. "¿Qué te hicieron allí? No me digas jamás lo que te han
hecho". Las balas fueron tres. No encontré aun su localización exacta, no
he podido extraerlas todavía.
El viento se detiene para
que vuele Ester. Una ignota especie de hojas cóncavas, como sutiles reflectores
parabólicos, recoge y devuelve, transformadas, sus señales sonoras. Ester
evade grácilmente las redes dispuestas por los Consolantes. Extiende sus manos y desciende sobre
una pista imaginaria, hasta posarse, con los dedos impregnados de polen, sobre
una densa y compacta inflorescencia. Contenemos la respiración para dejar de
ser y derramarnos como un magma sobre el espacio del juego. Los Consolantes
ensancharon su cavidad torácica. Lustraron cavidades como planchas de acero.
Los niños se entrenan en la colocación de trampas en el bosque, con trajes a
medida y corbatas a rayas. Las niñas los asisten, vestidas de primera comunión,
sosteniendo un ramito de girasoles secos. Las madres llevan trenzas de vidrio y
látigos anudados en la falda. Los padres no pueden faltar a sus empleos. Ester
se empeña en la reproducción cruzada de su flor, su sonajero vegetal. El polen
cae en cámara lenta de sus dedos hasta alcanzar la cesta del estigma, que
espera refugiada en el gineceo. Es polen de un estambre desconocido, en
tránsito descendente hacia los óvulos de una flor distante. Hoy dos copularán, inmóviles, sin haberse
visto. Ester se mueve, se agita, se acomoda. Es el agente ciego de una
continuidad floral. Tiene el poder del viento que sopla y esparce, cuando
quiere, nieblas de polen.
Ester busca la base del
pétalo, donde se hunde el cofre del nectario. Se apresta a libar su recompensa.
Una esquirla diminuta de vidrio nada en un mar de néctar, infectado por el
polvo vendido al por mayor y con descuento a los Consolantes. Ester despliega
su lengua formidable, previamente enrollada en su cavidad torácica. No advierte
la presencia de la esquirla, ignora la evidencia que deja una trenza de vidrio
tras de sí. Liba estremecida de placer la sustancia que la desgarrará, en la
cúpula a oscuras de la iglesia, en una inesperada convulsión.
Un niño se lustra los
zapatos como planchas de acero y se alisa las mangas del traje. Se perfuma con
agua de colonia y envuelve a Ester en un triángulo de papel de diario. Hay un
ligerísimo temblor, apenas perceptible, en un saco embrionario, que bien
hubiera podido refugiarse en tus pies, bajo el pupitre. El tubo polínico, que
la pulsión vital no diseñó para otro oficio, ha oficiado de revólver. Ester
lucha contra lo que no conoce, rasgando inútilmente su envoltorio, hasta
languidecer. El niño arroja el envoltorio contra el piso y grita, espantado.
Ester escucha un grito que la aterroriza y ya no escucha más. El niño recoge el
envoltorio quieto y lo asegura, emocionado, con una cinta roja. Con este regalo
sorprenderá a su madre, apartará sus trenzas transparentes, hundirá la cabeza
en su pecho y sabrá que su madre está orgullosa. Ha parido a un protector de
niñas. Niñas de cuellos gráciles como cisnes. Los pechos de las madres son
máquinas de guerra.
El asesino de niñas piensa
en los cuellos puestos a su disposición. Bebe un licor barato con el que
alguien pagó sus últimos servicios. Se echa a dormir en su cama barata y sueña
que le ponen una corona. El jugador
de ajedrez
coloca un pétalo envenenado dentro de un caballo. Ester gira dormida en los
remolinos de un desagüe, junto a los restos de la basura diurna. Ester se
aleja, como un jinete al galope, un relámpago succionado por el viento, con su
flor malherida, su néctar trastornado, su lenta y horrible convulsión.
Te veo despertar
súbitamente, empapada en sudor, aferrada a las sábanas. "Vi a Ester volar, la vi libar, la vi convulsionar
sobre una cúpula". Dibujo mi recuerdo de las alas de Ester sobre
tu sien izquierda, tu corazón, tu espalda. Presiono
mi dibujo contra tu delgadez. El recuerdo aletea en los sitios de las balas.
Ester liba en el sitio exacto donde tu carne convulsiona. No me duermo hasta
verte dormir, cabeza abajo.
"También a mí me han
encontrado los centinelas, me hirieron quienes andan de ronda por la ciudad. Me
quitaron mis lápices y mis cuadernos. Hijos de Jerusalén liberada, hijos de
Jerusalén envenenada e inútiles cruzados atados a un estandarte y a una cruz,
¿qué le dirán a mi amada si la encuentran? Que estoy enferma de amor".
M.M.
888888
88888
8888
(… el amor, el vendaje) about SOCIALISMO V & VI,VII
Los cazadores asustados ante su reflejo requisan el espejo
de la inmolación. El sendero entonces se convierte en una ciudad; en un
punto arrogante, agonístico, gnóstico en
la medida en que un lazo inhala a sus caídos. Simplemente agujero. La Gran Persecución repta entonces desde
y hasta la pecabilidad. Amar sin cuerpo, amar aquello que hace
callar. Nos es devuelto el urbe original.
Ahí reescribir tal vez, una
nueva y gran historia. Nos es vetado escribir, pero, pero ahí/aquí, pero lo real se
mudó invisible. Y la niña adalid marcó el indicio de los pasos
humanos en el bosque.
Fruto. Errancia incandescente que desfila en un acantilado,
huella estremecida que (me) circunda. Parte. Cristaliza lo que es frontera
entre el que lee y lo leído. La colonia insemina el ego que desea el reflejo y
lo reprime a la vez, la colonia, se autodestruye. Quisiera que me expliques para qué
sirve escribir. Para polinizar con/en lo invisible, carnalidad en pugna
contra consolantes des(t)ex(t)ualizantes quizás. Niñas adalid. Lo real es
invisible. Una esquirla diminuta de vidrio que…. retrata el rasgo
viril, fecundador allá donde el sangriento funda la civilización, la protege del
exterior con un cálido sentimiento de culpa hasta alimentar al fantasma con un
rostro. Esquirla, ojo intercambiable para dioses sepultados, ¿develarán el
secreto de las ninfas? El fruto es digerido y la hez emparenta con lo bello; la
intimidad del individuo. Las necesidades garantizan, izan un centro, un rostro,
un ajedrez robotizado al alcance de la representación. El centinela explica el
sendero obstruido con la conciencia plena, el centinela guarda la cultura,
mórbida permanencia. Adaptación y orgullo succionan mientras los pechos de las
madres y prolongan la erección. He ahí/aquí el caos en la luz, fruto en la lengua, caos. Tinta obstinada
888888888888888
VII
Recorro con la punta
temblorosa de un índice la superficie exhausta de su espalda. Busco la
evidencia del desamparo, vuelto orificio de arena donde no se hace pie. Ha
decidido dormir con los tobillos anudados a una rama y la boca escondida entre
briznas de césped. Mientras se balanceaba, antes de aquietarse, cerró los ojos,
extendió las palmas de las manos y rozó las hebras que aspiraría sin saber y
sin temblar durante el sueño. Lloraba silenciosamente por Ester, con la mandíbula
tensa y la razón extraviada.
Masticó lentamente un manojo
de briznas impecables, lavadas por sus propias lágrimas. Intentaba limpiarse de
un veneno que también le estaba dedicado, enviar a Ester un antídoto tardío. El
antídoto era raro, tan raro que quizá hubiera envuelto y desmayado las mezclas
criminales calculadas por los Consolantes. A la altura del hueso sacro palpé la
huella circular de una bala y supe por qué, en horas imprevisibles, se le
entumecían las piernas. La imaginé tomada por asalto, corriendo a toda
velocidad por un laberinto de calles de tierra, en una fase previa de la Gran
Persecución. Comenzando a inclinarse y a rotar, a invertir acompasadamente la
extensión soberana de su cuerpo, hasta llegar a esta noche y este árbol, de
cuyas ramas más altas han colgado, rozándose deliberadamente, generaciones
sucesivas de hijos de la colonia.
Dejo que mi índice descanse
en el lugar del impacto. Presiono el hueco, suavemente, para no despertarla.
Presiono aunque ya no sangre, porque es como cerrar el sobre de una carta,
sellar un pacto para combatir el pánico, prometer que la carta llegará a
destino. Retiro el índice, tomo su cintura con el cuidado de quien alza a un
recién nacido y libo el hueco, para llevarme la esquirla y el veneno que pudiera
quedar en el nectario.
Libo como si supiera, como si fuera Ester, que no se imagina cautiva en una
imagen, que no habla ni escribe sobre el gesto preciso de libar. Esther que no
dilapida la potencia del gesto en representaciones, formas humanas de reverberar
que su sonar captaría como el eco pesado de una máscara. Me aplico como un niño
concentrado en su tarea escolar y al aplicarme a imagen y semejanza de alguien
ya he perdido, ya he reducido la entrega de mi concentración desviándola a un
modelo abstracto, escindido del tacto y pobrecito. Porque Ester no podría sino
desenrollar su lengua inaudita sin lenguaje y volcarse íntegramente detrás de
su lengua, derramarse sin alternativa hasta estar por completo, olvidada de sí,
en el contacto irrepresentable con el néctar. Así mi lengua en tu hueco
horadado por la bala, para rastrear y desalojar la pena. Así quisiera curarte y
no me alcanza, sin el don ni el oficio denegados por pertenencia a la
civilización.
Anoto en el cuaderno las dimensiones y los materiales de las trampas
diseminadas por los Consolantes. "El cordero ha abierto el quinto sello y escuché la trompeta del
séptimo ángel. Se esparcieron el fuego, el humo y el azufre, como un viento
caliente y trastornado, salido de la boca de caballos con cola iracunda de
serpiente. Y nada sucedió, solo el terror. Y, entre la mayoría de los vivos, la
mansa costumbre de no verte. Mastiqué los libros que narran nuestra historia,
tan dulces como amargos. La palabra no es brizna aunque la nombre. El número se
ejercita sobre el débil. Sigo viendo los árboles-arder".
Se descuelga silenciosamente y camina hacia mí, con la determinación de una
sonámbula que palpa el filo de un amanecer de estragos. "No es un
filo, es un hilo", afirma, mirándome fijamente. Abre la caja metálica y
busca las tijeras y los bisturíes. Se calza las viejas botas de exploración y
mi camisa a cuadros. Comienza a cortar las redes, los alambres de acero
inoxidable, las lonas de las jaulas sobre las que se alzan las paredes de
alambre construidas para que se estrellen los sospechosos y resbalen,
aturdidos, hasta ser enjaulados. Corta con tenacidad. Sus piernas no la
traicionarán mientras corte. Mi cuaderno enmudece avergonzado, consciente de
sus gesticulaciones en-el-desierto.
Decapitada, quitada del verbo, es transparente, como jamás podrán serlo las
trenzas de vidrio. Miro sus ojos como lagos y siento que está sucediéndome algo
hermoso. Me desborda y lo escribo. Ester no agonizará dos veces, con el corazón
asfixiado por un guante de acero y golpeándose a ciegas contra la noche cerrada
de una cúpula, como un pájaro desconcertado y brutalmente cosido al interior
enloquecedor de un guante.
Ella descose, desanuda y desanda, luego de haberse quitado la cabeza.
Desplazada, desnudada del signo, es invisible. Ella me está ocurriendo y me
coloca un hueco de néctar en la
espalda.
*****
Alguien que se llama Mariel traga vidrios com-pasión de la que sofoca la bendición, la enfermedad que se da en el alma y
entronca a uno, desprende el número, el cara-a-cara que confirma y conforma el
abismo. No adecúa. El verbo se niega a la visión. Tal vez lo infinito sea
esencia, fruto de ser, y el intervalo sea un no-tiempo. “No
es un filo, es un hilo” dice Esther. Ofrece,
desprende su muerte sin sentido para obtener la vida, se debilita en el
lenguaje, y empequeñece. Quiere ser curada contra el tecnocidio quizás. Aquel
que nostálgicamente bautiza su rostro como trofeo y languidece en un lenguaje
puro. La otra… "Decapitada, quitada del verbo, es
transparente, como jamás podrán serlo las trenzas de vidrio". Lentitud sin
atributo, sólo temblor, sin nombre ni común dominador; hombría oficiante de
escombros y genealogía de sucesivas consagraciones significantes. El cuerpo es
un edicto del que quieren apresar el alma, su eclosión, su piel drástica y
sexual donde la parte poética masculla cierta verdad y por otra parte la
anatomía de un aspecto social hace aparecer la sencilla individualidad. Anotar
en este cuaderno- es romper la infinitud y a la vez perpetuarla, como una nuez
danza al quebrar, o el asesino de niñas cuando se enfrenta con la ley el día
que empieza el mundial de futbol. Unos Delta aquàridas, se calcula que veinte meteoros
por hora se verán pasar por la constelación del radiante de Aquarius. Podemos
decir que somos impotentes mientras no sepamos aferrar la mano, a la propia
estela, y está claro que no se encontrará en una prisión. La ilustración y la
revolución lo que si cambiaron fueron las maneras de tortura, y de castigo. En
cambio el asesino de niñas ya no es un personaje que alimenta la ficción. Ahora
me abrigo con la piel del Tikkun y las hormigas danzantes que Ester incorpora
por mi espalda. Pero es el tuétano de la luna quien las atrae. Es la conquista
imposible. Certum est quia impossibile. Tartuliano . Solo es cierto lo imposible. Aquello que no se prolonga y está antes que el lenguaje. Habría que auscultar el corazón del pájaro para acercarse
al desanudarse del signo converge el delirio de la creación EN soledad, y, la genialidad. El presente de lo pensado. Un puñado de palabras adheridas como pulgas al animal político. En poesía el signo deja de pertenecer al cuerpo sin dejar de desempeñar el castigo aportando el residuo psíquico, las sombras de la razón, la reivindicación a la puerta de su prisión
ella, traga vidrios, anda sobre cien fuegos y no desperdicia la vaga espera ni nace para la muerte. Balancea del astro como muchos propusieron milagro imposible, ofrendando el labio sirviente a los huérfanos. La conmoción, la huella, la era del impacto, existencia obstinada
|
Loie Fuller |