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jueves, 4 de febrero de 2010

249.- El romero, el engaño y la muerte

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Una corriente helada me sacó de la ensoñación y ahuyentó los efluvios de tu recuerdo, para hacerme retornar a la realidad que te alejaba lacerando mi ánimo. Largas horas de vigilia soñando despiertos, única posibilidad que nos permitían para mantener el humor. Cualquier ruido encogía nuestros corazones. En lo recóndito del pensamiento, en ese momento cuando éste nos evade de la verdad, el miedo desaparece, convirtiendo a la muerte en la amante soñada. Quizás, no debimos abandonarnos tanto al ubicuo pasaje de los deseos, pero ¿qué más podíamos esperar cuando todo ya estaba decidido?

El muro se extendía envolviendo el campamento. Fuera de él, la vida cobraba mayor valor. Setenta y dos horas de guardia. En ocasiones, imaginábamos que el paso de las tropas enemigas era en retirada; entonces, nos sorprendía el siseo de una bala perdida, o el vuelo de un ave espantada.

El viento mecía las ramas y las hojas de los árboles. Mientras, el sol continuaba con su deambular transformando las sombras, ora en monstruosos, ora en los cálidos trazos de tu presencia. La lluvia, copioso encuentro del agua contra un suelo seco, tuvo mucho que ver en nuestro primer encuentro. El aire, invadido por el olor de la tierra humedecida, había pasado a suavizar su aroma mezclándolo con el del romero y otras hierbas aromáticas. No me sorprendió comprobar que tu cabello, repleto de diminutas flores, desprendía la misma esencia hipnótica, excitante. Contrastando con el reflejo de tu negra cabellera, las nubes se trasladaban veloces como un telón que anunciaba el final de la función. Fue entonces que volvió a mí, empujado por el viento, tu perfume. La lluvia persistente, que había convertido la tierra en barro, deshizo las matas de romero desperdigando en todas direcciones su olor, que me atrapó velando mis sentidos. Penetró al tiempo que la bala se alojaba en mí. La muerte hizo usó del engaño, para evitar mi pelea. Su negro manto simulaba tu cabello, los ruiseñores falsearon tu voz, solamente el aroma del romero fue cierto. Desperdigada por el viento, aquella fragancia me transportó hasta sus brazos en la dulce entrega del último suspiro. Pero aunque cree haberme engañado, siempre seré tuyo.
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autora: Carmen Rosa Signes, del blog El libro de Monelle
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viernes, 11 de diciembre de 2009

194.- Pájaros de celulosa

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A Carla con cariño
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Pajaritas. Miles de pajaritas de papel de colores, y en todos los tamaños, poblaban la mesa, las sillas y el aparador; invadían la estantería; se las podía encontrar por el suelo del pasillo; en la cocina; el baño; y también en el dormitorio, por encima de la cama. Aquella colección de aves de celulosa, existía gracias a las manos de Daniel, que vivía bajo la protección de servicios sociales en una casa de acogida.
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De ventana a ventana, Daniel se hizo mayor, pegado al cristal, observando los pájaros que revoloteaban. Por culpa de unos padres de pensamiento arcaico, no si fue a la escuela. Lo sacaron pronto debido a las bromas de algunos niños maliciosos y maleducados: “¿De qué te van a disfrazar tus padres para carnaval? ¿De pájaro bobo? “
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Lo poco que pudo aprender lo atesoró en su mente, que creció libre. Años después, con sus padres ya fallecidos, fue a parar a una casa de acogida. Su cuidado le correspondió a un matrimonio anciano, que no sabiendo que hacer con él —Daniel no hablaba prácticamente con nadie—, se limitaron a darle papel y colores, con la esperanza de que se entretuviera dibujando. Fue entonces que comenzó aquella apasionada colección.
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La primera pajarita la hizo inseguro, rememorando el día en el que en la escuela le enseñaron. Para ella escogió un papel de un blanco hiriente, que rompió dibujándole unos ojos, y una vez terminada se la regaló a los viejos. Cinco minutos después hizo la segunda. Tomó un color azul cielo con el que emborronó la hoja, le dio forma, y la colocó junto a la ventana. Así una tras otra, fue llenando la casa. Le consiguieron papeles de colores y cartulinas. El desparpajo al hacerlas era tal, que cuando se quedaba sin suministros, las hacía con cualquier cosa. Las había de papel de periódico; de envolturas de caramelos; de papel de aluminio; livianas y diminutas, de papel de fumar; incluso de papel moneda sobre un gran globo terráqueo.
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Sentía tanto placer, que no pusieron freno a su creatividad obsesiva, de ahí que en poco tiempo convirtieran la casa en una gran jaula sin barrotes que todo el mundo visitaba.
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autora: Carmen Rosa Signes, del blog El libro de Monelle
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domingo, 1 de noviembre de 2009

154.- Castigo


No logro borrar los recuerdos desagradables de la escuela. Cuando me encuentro con mis compañeros de antaño, tan solo puedo asentir a sus afirmaciones jocosas de un colegio que parece distinto al que yo viví. Trozos de mi memoria perdidos, y la visión del oscuro pasaje que comunicaba las aulas, se atropellan con las de esa otra realidad. Don Gervasio decía que tenía el don de sacarle de sus casillas. Siempre era yo el amonestado, el caneado y expulsado, aunque el ruido, la risa o los insultos salieran desde la otra punta del aula.
—Pero yo no fui.
—¡No repliques! —Decía mientras me halaba de las orejas o del pelo hasta el pasillo.
Salvo el volar de los insectos, el silencio era tan profundo que me hacía caer en lo más recóndito de mis miedos; el tiempo parecía detenerse; la luz desaparecía; tan sólo el sonido del timbre del recreo me sacaba el tiempo suficiente como para deleitarme con las niñas de quinto. Me fascinaba verlas descender por las escaleras tan ordenadas, con las bolsitas del almuerzo colgando y sus lazos coloridos y largos, hasta que algo sucedió. Las nubes escondían un sol cada vez más escaso, ennegreciendo los espacios; momentos antes había reclamado mi atención un gran lazo violeta, seguido de uno verde, y luego otro rojo que jugueteaba con el pelo. Las siluetas proyectadas de las mocitas cambiaban con la intensidad del sol, hasta desaparecer; las niñas dejaron de verse y la luz irrumpió con fuerza anunciando tormenta. Sentí alivio. Creía que la oscuridad era mi peor enemigo, hasta la imprevista visita de aquellas sombras desaparecidas momentos antes de abandonar a sus dueñas. Inalterables, no podría asegurar si subían o bajaban, no tenía forma de huir, debía esperar que aquel mal sueño terminara; cerré los ojos, pero al abrirlos, aún estaban tapizando los fondos, invitándome a seguirlas. Subían, bajaban… bajaban. Negras, grises, borrosas formas perturbadoras. Sonó el timbre, abrí los ojos y ahí estaban de nuevo los colores radiantes en los lazos de las bellas siluetas que ascendían. Nunca volví a verlas. He de confesar que intenté librarme de los castigos, y aún sigo preguntándome, ¿qué hubiera sucedido de haber marchado con ellas?
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autora: Carmen Rosa Signes, del blog El libro de Monelle (cuento con 365 palabras justas).
Colabora en diversos blogs:
Revista Digital miNatura:
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Blog miNatura-Soterrania:
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Blog Contemos Cuentos:
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El cuento está inspirado en una foto de Sergio Larrain tomada en Valparaíso, Chile en 1957
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