Una corriente helada me sacó de la ensoñación y ahuyentó los efluvios de tu recuerdo, para hacerme retornar a la realidad que te alejaba lacerando mi ánimo. Largas horas de vigilia soñando despiertos, única posibilidad que nos permitían para mantener el humor. Cualquier ruido encogía nuestros corazones. En lo recóndito del pensamiento, en ese momento cuando éste nos evade de la verdad, el miedo desaparece, convirtiendo a la muerte en la amante soñada. Quizás, no debimos abandonarnos tanto al ubicuo pasaje de los deseos, pero ¿qué más podíamos esperar cuando todo ya estaba decidido?
El muro se extendía envolviendo el campamento. Fuera de él, la vida cobraba mayor valor. Setenta y dos horas de guardia. En ocasiones, imaginábamos que el paso de las tropas enemigas era en retirada; entonces, nos sorprendía el siseo de una bala perdida, o el vuelo de un ave espantada.
El viento mecía las ramas y las hojas de los árboles. Mientras, el sol continuaba con su deambular transformando las sombras, ora en monstruosos, ora en los cálidos trazos de tu presencia. La lluvia, copioso encuentro del agua contra un suelo seco, tuvo mucho que ver en nuestro primer encuentro. El aire, invadido por el olor de la tierra humedecida, había pasado a suavizar su aroma mezclándolo con el del romero y otras hierbas aromáticas. No me sorprendió comprobar que tu cabello, repleto de diminutas flores, desprendía la misma esencia hipnótica, excitante. Contrastando con el reflejo de tu negra cabellera, las nubes se trasladaban veloces como un telón que anunciaba el final de la función. Fue entonces que volvió a mí, empujado por el viento, tu perfume. La lluvia persistente, que había convertido la tierra en barro, deshizo las matas de romero desperdigando en todas direcciones su olor, que me atrapó velando mis sentidos. Penetró al tiempo que la bala se alojaba en mí. La muerte hizo usó del engaño, para evitar mi pelea. Su negro manto simulaba tu cabello, los ruiseñores falsearon tu voz, solamente el aroma del romero fue cierto. Desperdigada por el viento, aquella fragancia me transportó hasta sus brazos en la dulce entrega del último suspiro. Pero aunque cree haberme engañado, siempre seré tuyo.
El muro se extendía envolviendo el campamento. Fuera de él, la vida cobraba mayor valor. Setenta y dos horas de guardia. En ocasiones, imaginábamos que el paso de las tropas enemigas era en retirada; entonces, nos sorprendía el siseo de una bala perdida, o el vuelo de un ave espantada.
El viento mecía las ramas y las hojas de los árboles. Mientras, el sol continuaba con su deambular transformando las sombras, ora en monstruosos, ora en los cálidos trazos de tu presencia. La lluvia, copioso encuentro del agua contra un suelo seco, tuvo mucho que ver en nuestro primer encuentro. El aire, invadido por el olor de la tierra humedecida, había pasado a suavizar su aroma mezclándolo con el del romero y otras hierbas aromáticas. No me sorprendió comprobar que tu cabello, repleto de diminutas flores, desprendía la misma esencia hipnótica, excitante. Contrastando con el reflejo de tu negra cabellera, las nubes se trasladaban veloces como un telón que anunciaba el final de la función. Fue entonces que volvió a mí, empujado por el viento, tu perfume. La lluvia persistente, que había convertido la tierra en barro, deshizo las matas de romero desperdigando en todas direcciones su olor, que me atrapó velando mis sentidos. Penetró al tiempo que la bala se alojaba en mí. La muerte hizo usó del engaño, para evitar mi pelea. Su negro manto simulaba tu cabello, los ruiseñores falsearon tu voz, solamente el aroma del romero fue cierto. Desperdigada por el viento, aquella fragancia me transportó hasta sus brazos en la dulce entrega del último suspiro. Pero aunque cree haberme engañado, siempre seré tuyo.
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autora: Carmen Rosa Signes, del blog El libro de Monelle
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