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jueves, 7 de junio de 2018

Conan el destructor (1984). Espada y brujería para todos los públicos


Hay determinadas películas que, nada más encontrarlas en televisión, me olvido de lo que estuviera haciendo en ese momento y me quedo a verla. Sin importar que haya empezado, al punto de terminar o el número de veces que la haya visto, que suele superar a lo largo de los años, la media docena. Me pasa cada vez que Jack Burton intenta recuperar su camión y a la novia de su mejor amigo de las garras del hechicero Lo Pan, cada vez que el padre de Conan le revela a este el secreto del acero, y en menor medida, con la segunda aparición del cimmerio en el cine.



Conan el destructor es un título muy poco imaginativo para un personaje al que, igual que en las recopilaciones de relatos, se limitan a poner su nombre y un adjetivo cualquiera. Cuanto más épico, salvaje y prometedor de aventuras mejor. Aunque en este caso sí que es adecuado porque en su camino sí que provoca unos niveles de destrucción bastante irreparables al intentar cumplir las misiones que la reina de Shadizar le ha encomendado: acompañar a su sobrina hasta la fortaleza de Thoth Amon, donde deben conseguir una gema que solo ella puede tocar, y recuperar el Cuerno de Dagoth, el dios al que veneran. La recompensa que le ofrecen a cambio no es oro, ni el reino que algún día conseguirá el cimmerio, sino traer de entre los muertos a su amada Valeria. Aunque el comportamiento del guardaespaldas de la princesa que los acompaña en el viaje le haga sospechar que quizá el papel de esta, y el destino que aguarda a Conan y sus compañeros, sea muy distinto al que le ha prometido la soberana.




No puede decirse que el primer Conan fuera una versión fiel a los relatos de Howard, ni que Arnold Schwarzenegger reflejara la verdadera astucia y desconfianza del personaje original. En cambio, sí habían captado perfectamente, y a veces de una forma un tanto surrealista, la idea de la decadencia de la civilización, y sobre todo, un entorno cargado de violencia y erotismo, a veces sutil, a veces un tanto patoso, que caracterizaba el pulp. Y que para su secuela sería reducido al mínimo con la intención de obtener una calificación inferior a la de la primera película a fin de obtener una mayor amplitud de audiencia y distribución (hace un par de décadas había que huir de la calificación R como de la peste y ahora es algo que garantiza que el contenido será algo más adulto). Este cambio implicó que el guión tuviera menos secuencias violentas. Una disminución no demasiado drástica, porque sigue teniendo sus buenas escenas de acción, espadazos y figurantes que caen como moscas bajo espadas ensangrentadas, pero a la que sí le acompaña un desconcertante cambio de todo al haber incluido más dosis de humor y secuencias cómicas intencionadas, muy alejadas del tono más severo y centrado en la épica de su predecesora. Un tono muy distinto, aunque llevadero, que solo acaba desmejorado a causa de uno de los personajes incluidos: la princesa, apenas una adolescente, que se limita a estar asustada, poner morritos y reírse como una quinceañera, acaba suponiendo un lastre un tanto insalvable, especialmente cuando el papel de esta es uno de los ejes centrales de la trama.


Tú el bárbaro, tú el arquero...

El aspecto cómico viene reforzado por un protagonismo más grupal: a Conan esta vez le acompañan en su misión una serie de personajes que practicamente repasan los arquetipos de la fantasía heróica: un ladrón un tanto bocazas y alivio cómico, un chamán con conocimientos curativos y unos cuantos hechizos, una guerrera salvaje, un paladín, una princesa y...sí, estoy usando las clasificaciones de Dragones y Mazmorras, porque en cuanto los protagonistas se ponen en marcha, el guión acaba pareciéndose una partida de rol: una reina propone no una, sino dos misiones, los protagonistas van encontrando al resto de compañeros por el camino, y, o bien obtienen una serie de recompensas tras el desenlace, o bien el final queda abierto de cara a la próxima entrega. El montaje, casi una sucesión de escenarios y personajes distintos con funciones concretas, hace que si al final de los créditos una voz en off anunciara las puntuaciones y subidas de nivel de los personajes, no hubiera quedado fuera de lugar.

Con un tono más ligero que la anterior, la caracterización de los personajes es un tanto irregular: Conan resulta algo más expresivo que su primera aparición (quizá porque Schwarzenegger es uno de esos actores que va aprendiendo a actuar sobre la marcha), teniendo todavía muchos momentos en los que parece que no sabe ni como tiene que hacer cuando la cámara enfoca a otro actor. Grace Jones da el pego fisicamente y con una serie de diálogos contados donde se tiene que limitar a poner expresión fiera y el resto, dado lo que se puede exigir al guión y la historia, cumple.



El aspecto técnico se defienden muy bien teniendo en cuenta el presupuesto y que nos hace recordar que hubo una época en la que era posible hacer cine fantástico sin tener que contratar a un equipo de informáticos: los paisajes de Mexico son toda una ayuda para los exteriores, los chromas a veces se notan un poco, al igual que en todas las producciones de esa década, y solo salen perjudicados los interiores, donde tanto los palacios imperiales como las fortalezas de los hechiceros tienen un aspecto de corchopan insalvable (bueno, y los monstruitos de goma. Pero en este blog tenemos debilidad por los ochenta y lo artesano). Mucho mejor conservados, en cambio, los vestuarios, que aunque hoy podrían verse un tanto kitsch, lo abigarrado de los diseños palaciegos, y la simpleza de los protagonistas, ademas de evitar la aparición, y el coste que supondría), de armaduras completas, hace que se llegue a acercar a la idea que podría haber tenido Howard en mente cuando empezó a escribir sobre la Era Hiboria.

A Conan el destructor, con cada pase en televisión, se le van notando sus defectos: la voz en off acartonada, los efectos especiales un tanto limitados, y sobre todo, un tono más para todos los públicos que no le hace ningún favor. En cambio, es imposible, con cada uno de ellos, no quedarse a verla una vez más, y disfrutarla como el primer día.

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