"El único privilegiado", de Rodrigo Fresán
"(Star Quality)", de Edgardo Cozarinsky
Cine (fragmento), de Juan Martini
"La razón principal", de Luis Gusmán
La ciudad de los sueños (fragmento), de Juan José Hernández
Como nada se pierde, todo se retoma, vuelvo a mi estimada renovación de corpus alrededor de la abanderada de los humildes, Evita. En este caso, vía El oasis, dejo el relato de César Aira, "Las dos muñecas". Es interesante cómo recupera "El simulacro" de Borges, la perspectiva de la infancia y el peronismo (que luego desplegará con altísima calidad en El tilo) y lo ominoso de las muñecas como juguetes casi reales. El relato fue escrito en 1995 y recopilado en La trompeta de mimbre (Beatriz Viterbo, 1998).
Las dos muñecas (César Aira)
Evita tenía dos muñecas “Evita” de tamaño real, que había mandado a hacer especialmente, idénticas a ella y entre sí. Las necesitaba por la cantidad de actos a los que debía asistir, en razón de la importancia que tenía su figura en el ritual peronista. La idea original era mandar hacer una sola, para poder duplicarse y satisfacer con su presencia a más gente; pero después se le ocurrió que con el mismo esfuerzo necesario para hacer una se podían hacer dos, y tendría más margen de acción. En realidad, hecha una también se podían hacer diez, o veinte, o mil; pero se limitó a dos nada más porque con dos sus necesidades quedaban cubiertas, y le resultaba chocante tener una legión de réplicas. A los alemanes que se las hicieron les dijo que las quería a las dos igualmente perfectas, porque como nunca se sabe qué va a pasar, nunca sabría cuál de las dos debería utilizar. No quería tener una mejor que otra, una “favorita” y una “de repuesto”, sino dos muñecas iguales. Y las tuvo. Se las entregaron en sendas caja de níquel con cerraduras de seguridad, que fueron depositadas en un cuarto de acceso restringido de la Residencia Presidencial. Los chambelanes de la Señora sacaban una y otra, a veces las dos a la vez, según las necesidades de la agenda, y durante años cumplieron sus funciones sin que nadie cayera en la cuenta de la sustitución. Eran asombrosamente pequeñas pero las medidas estaban bien tomadas, y respondían hasta el último milímetro al modelo. La realidad siempre es ligeramente más extraña de lo que uno espera. Las muchedumbres fervorosas que la veían aparecer en persona ante sus ojos la agigantaban, y llenaban con ella todo el espacio de su memoria, para siempre. Las instrucciones a los fabricantes habían sido cumplidas cabalmente: se había logrado la perfección. Pero sucede que la perfección, como todos los absolutos, es una cuestión muy resbalosa. Eran perfectas, es decir idénticas, pero ese rasgo no era recíproco. Lo cual produjo, llegado el momento, un accidente muy triste, que por suerte para el régimen quedó secreto.
Sucedió en una de esas ceremonias, entre grotescas y conmovedoras, típicamente peronistas, que tenían lugar casi todos los días en alguno de los barrios populares del Gran Buenos Aires. En este caso se trataba de la inauguración del campo recreativo de un sindicato. Era una tarde hermosa de primavera, a las siete. Se había anunciado la presencia de Evita, y allí fue una de las muñecas… y la otra. Porque por un malentendido en el personal a cargo mandaron a las dos, ataviadas con el mismo tailleur pied de pule blanco y negro, el mismo sombrerito, los mismos zapatos de gamuza negra, cada una en su respectiva caravana de Cadillacs y motociclistas que partieron con dos o tres minutos de diferencia.
Todo el barrio se había dado cita. Los bombos hacían latir el suelo y las casas. Por unos parlantes se hacían los anuncios y se pasaban tangos… Una característica del peronismo fue que no se propuso dominar el mundo, sino sólo la Argentina. Eso bastó para hacer de la Argentina un mundo: el mundo peronista. El sol se ponía tras las casitas vacías, al fondo de las calles de tierra. Los pájaros cantaban en los árboles del parque sindical. La multitud se inflamaba en la expectativa… ¡Y de pronto la anunciaron! ¡Ya estaba aquí! Un grito unánime salió de las gargantas y miles de pañuelos se agitaron. “Evita” había aparecido en el estrado, más hermosa que los sueños donde vivía, más real que la esperanza. Como sucedía siempre que se presentaba, nadie podía creerlo del todo. La tenían tan presente, todos los días… Su realidad en cierto modo distorsionaba la percepción, y fue por eso que nadie se dio cuenta que había dos.
Las aclamaciones se transformaron con naturalidad en la marchita, y después empezaron los discursos. En primera fila, flanqueando a “Evita”: el obispo, el intendente, el secretario del sindicato, la representante de la rama femenina, diputados, ministros provinciales y colados. El público fijaba la vista con arrobo en la Señora, en una o en la otra. Los corazones decían “¡Presente!”.
Era la primera vez que las muñecas se veían entre sí (y fue la única). Estaban atónitas, porque las dos ignoraban la existencia de la otra. La ignoraban en la medida que podían hacerlo, en su limitadísima psicología de objetos, que en esta circunstancia tocó sus trémulos extremos. Mientras saludaban, y cantaban la marcha, y volvían a saludar, notaron que todos sus gestos eran los mismos, que se movían al mismo tiempo y lo hacían todo igual. Cuando empezó el discurso del Ministro de Trabajo, las dos clavaron la vista en el mismo punto del vacío, con el mismo gesto cortés de fatiga. Habían decidido ignorarse, porque parecía lo único razonable, pero la curiosidad pudo más. Se volvieron una hacia la otra, se miraron francamente, con la misma duda en los ojos. Pero, ¡qué difícil hablar, hacer una pregunta o responderla, sin que la otra no lo hiciera al mismo tiempo! Cada pregunta que pudiera hacer una, se la haría la otra, y no valía la pena oír la respuesta porque era lo que respondería ella. En una cascada vertiginosa, todo el diálogo se anticipaba a sí mismo y se consumía en un fuego de revelación: no era la única, y eso significaba que no era ella. Una tristeza inmensa la invadía, su tonto narcisismo de muñeca se disolvía, y no dejaba nada en su lugar. Era casi como si todo el mundo se disolviera y se volviera nada: la tarde de primavera, el pueblo, la Argentina… Todo se hacía atrozmente transparente, un desierto que en adelante debería atravesar sin esperanzas, sin ilusiones.
La puesta de sol había difundido por todo el cielo un intenso rosa, que se derramaba en la tierra y afectó su naturaleza de muñecas. Corrían lágrimas por sus mejillas, y el pueblo reunido frente al palco también lloraba, no sabía por qué. Era la infancia de la Argentina, la edad de los juguetes.
César Aira, 21 de Agosto de 1995