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jueves, marzo 04, 2021

Cavernícolas posmodernos. Entrevista a Héctor Libertella (1985)

En 2016, por los diez años de la muerte de Héctor Libertella, la revista Hispamérica, dirigida por Saúl Sosnowski, recuperó esta entrevista de Reina Roffé de 1985 por la publicación de ¡Cavernícolas! Para nosotros, lectores de Libertella, la entrevista es valiosa porque despliega lucidez, redes y continúa indagando en el trabajo con el lenguaje y en su triple condición de profesor, investigador y narrador. Dejo un parrafito introductorio de la revista de Sosnowski y luego va el intercambio entre Libertella y Roffé. Pasen y lean!

Cavernícolas posmodernos. Entrevista a Libertella (1985)

En esta entrevista, publicada el 27 de octubre de 1985 en el diario La Razón de Buenos Aires con motivo de la publicación de su libro de relatos ¡Cavernícolas!, en la editorial Per Abbat, Héctor Libertella, que ya había dado muestra de los significativos y originales aportes de su escritura a la narrativa argentina de esos años, habla del papel de la literatura en la era tecnológica, de otros autores destacados de aquel momento, y de algunas de sus búsquedas: escribir en castellano como si se tratara de una lengua extranjera o la instauración de un sistema que funcione “por desplazamientos”, en definición de algunos críticos. Sus saltos de la teoría a la ficción no se encuentran sólo en algunos de sus libros, sino que impregnan toda su obra. 

¿Existe, a su entender, una generación, un movimiento o una promoción de narradores actuales argentinos? 

Dentro de una gran familia no hay clasificación posible. A veces pienso que todos nosotros somos como robots que repiten una maqueta muy antigua. Recuerdo aquel poema de Borges, “El truco”, que dice algo así: “como las alternativas del juego se repiten y se repiten, los jugadores de esta noche copian antiguas bazas. Hecho que resucita un poco a las generaciones de los mayores, que legaron al tiempo que Buenos Aires los mismos versos y las mismas diabluras”. Y me hago entonces muchas preguntas: ¿Quién sigue hilando esa enorme tela gótica de Mujica Láinez? ¿Será acaso César Aira? ¿Por qué ese lugar tan disputado de Roberto Arlt no podrá ser ocupado por el menos pensado, por un narrador violento y “nato” como Fogwill? ¿Cómo reviven un Bioy o un Felisberto Hernández en esa prosa morosa de Luis Gusmán? ¿Y la piedra filosofal de Macedonio, sigue en manos de Osvaldo Lamborghini? ¿Cómo puedo decirte en diez segundos que con Saer hemos llegado a la madurez del hermano mayor? ¿Tengo el derecho de juntar en un solo grupo a Medina, Asís, Giardinelli o Lastra, sólo porque evoquen algún tipo de realidad? ¿Y en otro a Javier Torre, Rabanal, Sánchez Sorondo o Pichón Rivière, sólo porque evoquen algún tipo de conflicto íntimo? ¿De dónde sale y adonde va esa escritura atravesada de lecturas de un Martini Real? ¿Y las grandes sagas: Nicolás Casullo, Luis Wainerman, Mario Satz? ¿Acaso Marechal se prolonga en Wainerman? Y si nos atenemos a un solo modelo de narrativa, ¿Briante sigue siendo nuestro primer narrador? ¿Y los jóvenes: Gardini, Moledo, Landaburu, Pauls, Caparros? ¿Y las mujeres: Ana María Shúa, Liliana Heer, vos misma? ¿Aceptarán que los agrupe tan arbitrariamente? Tengo más preguntas y más preguntas: ¿Quién clasifica a Laiseca? ¿Y quién atrapa a los cambiantes Ricardo Piglia y Germán García, desde sus primeros libros a los últimos? ¿Y Emeterio Cerro, qué? Con esto te quiero decir que la literatura sigue siendo esa combinatoria de lecturas e inconsciente, y que es muy difícil para mí poner a cada uno de nosotros en una Cifra. Me parece más bien que nuestra generación es como una foto sobreimpresa a toda la tradición argentina, y nadie escapa de ese marco. Al fin y al cabo, una gran familia en un gran ejército de robots: todos cumplen órdenes secretas de no se sabe dónde, y todos terminan reproduciendo la cara de algún antepasado. 

Alguna vez Ricardo Piglia dijo que “…ya no se puede narrar a menos que uno sea inocente, y sin embargo la novela exige relato. Los mejores narradores son quienes conocen esa contradicción y tratan de resolverla”. En este sentido, ¿se siente imposibilitado para contar una historia? 

No me preocupa tanto la imposibilidad o no de contar una historia. Mi problema se da al revés: contar lo imposible. Me parece que eso podría definir aproximadamente lo que es ¡Cavernícolas! 

¿Cómo nace ¡Cavernícolas!

Empezó hace muchos años como una sospecha. La sospecha de que cuando hablamos (estemos en las situaciones más modernas o sofisticadas) siempre aparece un fondo muy antiguo en nuestra lengua. Como un comportamiento salvaje, una maqueta, un modelo que se permea por todas partes y agrieta lo que decimos. La posibilidad de hacer un libro así me daba una especie de furia: unas ganas de escribir con un cuchillo entre los dientes. Como si estuviera obligado a hacer la autobiografía de un energúmeno de la lengua. No fue fácil. Las primeras versiones eran demasiado realistas, muy “representativas” de esa situación. Escribí y taché, me cambié de países, dejé y retomé el proyecto hasta que por fin salió, “coaguló”, este volumen. Después vienen otros que sigo trabajando, y que ya tienen muchas correcciones encima. ¿Puede describirnos este primer volumen? Es casi imposible, porque no sé si describir la anécdota o el tipo de problema que ataca. Son tres relatos más o menos largos. 

Uno, "La historia de Antonio Pigafetta", trabaja explícitamente sobre la crónica. Es la primera vuelta al mundo, contada por el cronista de Magallanes. Un cronista tan dudoso de sí mismo que todo el tiempo está copiando crónicas ajenas para darle un poco de veracidad a lo que cuenta. Al final, esa técnica obsesiva termina vaciándolo como a un robot: ya no sabe quién es, y además perdemos de vista al mismo Magallanes y dudamos de que ese viaje se haya producido alguna vez. Y si ese viaje no existe, el mundo sigue siendo chato. 

El otro texto es “La leyenda de Jorge Bonino”. Ni qué decirlo, es el mismo cómico de la lengua que conocimos en el Instituto Di Tella en los años sesenta. Salvo que, en vez de hablarle a su público, Bonino ahora escribe su autobiografía. Y para escribir usa diccionarios, como un niño que está aprendiendo la “lectoescritura”. Se pierde todo el tiempo en las etimologías. Unas lo llevan a otras, y al final, en esa red, inventa cosas que nada tienen que ver con su vida. Es como la historia de una mentira: una lengua “inventada”, como la que inventó el Bonino real, que parece estar hablando de la realidad y no habla de nada. 

En el tercer relato, “Nínive”, todo pasa por la traducción. Son unos excavadores que saquean tablillas asirias para llevárselas a Londres o a París. Pero lo que ellos sacan son pedazos sueltos, medias tablitas, restos inconexos que sólo pueden descifrar a medias, con la ayuda de un turco pícaro. Finalmente, así penetra en Europa la cultura asiría: a los saltos, loca, fragmentada, un poco a las carcajadas del turco. En fin, me parece que en los tres relatos sobrevive aquel proyecto de hace años: como si la lengua viajara y se retorciera en distintas situaciones y en distintos momentos y aventuras. 

¿Puede adelantarnos algo de los próximos volúmenes? 

Bueno, estoy preparando algo que seguramente se llamará La librería argentina. La imagen me vino en Puebla, México, visitando la biblioteca palafoxiana, la biblioteca que el obispo Palafox se llevó a México allá por el mil seiscientos y tantos. Es algo completamente increíble: una sala abovedada con miles de libros latinos apretados en las paredes. Salvo que la sala tiene la forma exacta de un galeón, de un pequeño barco. Y yo pensé que eso era, justamente, la cultura argentina: un cargamento de libros traídos en el molde de un barco. Pienso en los jóvenes del Salón Literario de 1837, esperando ansiosos en el puerto de Buenos Aires la llegada de uno de esos cargamentos. Pienso también en todo un país que ha esperado libros para devorárselos y después traducirlos, interpretarlos y hacerlos circular. También preparo algo que imprecisamente se llamará Dibujos de la piedra animada. Es un extraño baño, con las paredes llenas de garabatos, en una hostería en Misiones. Pero el baño tiene una clave hermética: es un teatro de la memoria que dejaron los indios guaraníes, como si fuera un “ayudamemoria” para las generaciones futuras. Y entonces tendré que pegarme el tono guaraní, quebrar su fonética, contaminar por todos lados la lógica castellana con esos “ruidos” guaraníes para ver si yo también descifro qué dicen esas paredes. Y hay otros diez o doce relatos en camino. Por lo visto, como usted mismo sugiere, parece un proyecto para toda la vida. 

¿Eso no le impide escribir otras cosas? 

No, para nada. Pronto termino una novela corta, El paseo internacional del perverso, que se construye superponiendo a un abuelo con un padre, un hijo y un nieto. Como si la vida de un hombre fuera eso, un instante inconsciente donde se achican todos los tiempos y uno queda superpuesto o sobreimpreso con todos los de su sangre. Como si, para mí, ése fuera el relato familiar más verdadero del mundo: un bebé muy viejo, que viaja por la banda negra del sueño de su familia, y va dejando por aquí y por allá lagunas, vacíos y olvidos que los demás llenarán. También termino un ensayo literario sobre autores o problemas de literatura en América Latina: Escritores, literatos y patógrafos. Es decir, los tres lugares donde van cayendo ciertas escrituras. Los distintos lugares de una cadena que va del pathos o carácter a la pasión, después al padecimiento, y por último a la patología, enfermedad o morbo de la letra. Y sigo adelante con La muerte lingüística, un estudio sobre el comportamiento de las vanguardias y las escrituras herméticas frente a lo que yo llamaría el Sistema Normal de la literatura. Para este libro me vale mucho el trabajo de investigación que estoy haciendo en el CONICET, precisamente con un objeto que son las escrituras herméticas en América Latina. 

¿Cómo se puede conciliar el trabajo de ficción con la actividad académica y la investigación? 

Son tres momentos. El profesor difunde un saber y lo hace sobre la escena de ciertos interlocutores presentes. El investigador construye objetos teóricos de acuerdo con su estructura conceptual que le dicta su método. El escritor de ficciones se deja hacer en una rede de inconsciente y lecturas. Enseñar, investigar y escribir ficciones, simultáneamente, puede no ser tan complicado. Me parece que hay que poner un acento patólogico en cada caso. Como ir definiendo las pasiones dominantes en cada uno de esos momentos. Sólo tengo miedo de que esta actividad, en un circo de tres pistas, termine agotándolo a uno más rápido de lo que parece. 

¿No existe el peligro de que unas actividades influyan en las otras? ¿De que sea demasiado creativo como investigador y demasiado teórico como narrador? 

No creo. Puede haber préstamos, transferencias disimuladas, yo qué sé. No quiero saber nada sobre esto. Sólo pienso que uno trabaja con la garantía de una enorme tarjeta de crédito atrás, que es la Cifra de cada uno; su combinatoria inconsciente pura, y la obsesión. Se trata de rotar y girar por esas actividades como una especie de “entrenamiento de la posición”, una “práctica de los lugares”. No sé si soy claro. 

¿Y cómo ve a la Argentina, a la cultura argentina, a la literatura argentina después e su regreso? 

No voy a decir que es otro país. Quiero decir que yo me estoy transformando aceleradamente al verlo. Para poder sobrevivir pensando, sólo me estoy aferrando a ciertas ideas. Sobre todo a la idea de “posmodernidad”, que aquí recién empieza a discutirse entre algunos grupos. Me parece que la posmodernidad llegó a la Argentina sin que nadie se dé cuenta. Sería como la llave para entender cosas que algunos no pueden, sólo porque siguen aferrados a la lógica de los años sesenta. No sé cómo explicarlo: se está produciendo un violento contraste entre algo muy antiguo y algo muy del futuro. Un choque eléctrico que deja entre paréntesis nuestras formas de pensamiento de hace dos décadas. Como si nuestras discusiones, nuestras pasiones, nuestro estilo de querer construir o disentir hubieran caído en una especie de abismo. Y como si no hubiéramos armado todavía la red que pueda protegernos del golpe de esa caída. Estoy leyendo de todo, para deshilar el problema desde distintos lados: Habermas, Lyotard, Jameson, Baudrillard. . . En fin, estoy tratando de armar “mi red personal”. 

¿Pero quién es el hombre posmoderno? 

Bueno, posmoderno es un hombre muy antiguo que tiene en sus manos un aparato hipersofisticado, una máquina del futuro. Es un cavernícola que atrapa a su presa con un finísimo rayo láser. Durante diez años, aquí tuvimos a esa clase de hombres. Es un Ello atravesado y armado por los lenguajes del mundo postindustrial. Un orangután con casco ultrasónico: un Mad Max. Por él no pasan las ilusiones del humanismo: es un pozo ciego donde se pierden Freud, Marx, las socialdemocracias y todas las ideas de construcción y cambio que nos habíamos armado desde hace décadas. Un robot desgarbado que nos mira con ojos vacíos, y en el que ya no reconocemos la vieja pasión de aquel argentino típico que conversaba y discutía en los cafés de Buenos Aires. Para decirlo con otras palabras: aquel argentino era un apasionado, un “pasional”. Éste es un joven patógrafo que, cuando habla, habla parco, con gestos, con señales sueltas. Deja marcas, sin que esas marcas se me organicen todavía como mensaje. 

Para terminar, sé que en estos días usted ha regresado de un congreso de escritores, realizado en las Islas Canarias, y que su ponencia versó sobre "vanguardia y posmodernidad " en la literatura. ¿Cómo se da lo posmoderno en ese terreno? 

Ese traslado a la literatura no es fácil. Creo que anida en una vertiente de las vanguardias y en ciertas formas patográficas como la afasia, el grafismo, el idiolecto, el hipergongorismo, el arcaísmo, la hermesis verbal, el neo-neobarroco. Es decir, en aquellas formas “brutas”, puras, de pura regresión, que también dejan un poco entre paréntesis toda una reflexión moderna sobre el texto. En cambio, hay otra vertiente de la vanguardia, Sor Juana, Lezama, Octavio Paz, Severo Sarduy que, por venir de un tronco común hermético, muy antiguo, se muestra como indiferente a estos problemas de modernidad o posmodernidad. Frente a esta polémica, ellos son prescindibles. Siguen funcionando como la oposición ilustrada. 

Fuente: Hispamérica, n. 134, año 45, agosto 2016, pp. 61-66.

sábado, mayo 02, 2020

Ludmer y Libertella, un paseo por el tiempo

Hace diez años atrás se publicaba el último libro de Josefina Ludmer, Aquí América Latina. De vez en cuando vuelvo a sus páginas a pesar de que en su momento lo sentí caprichoso, arbitrario y errático (y me ofendí un poco porque notaba que Ludmer había tomado muchos conceptos de otros teóricos, que pasaban por ser sus geniales desarrollos teóricos cuando en realidad eran préstamos de esas otras especulaciones ajenas). 
Sin embargo, todavía me resuenan algunos fragmentos de este libro. Este en particular es grandioso: un paseo de Ludmer y Héctor Libertella por el centro y el Bajo porteño que es a la vez un paseo por las capas geológicas de la cultura argentina. Lean y disfruten esta máquina del tiempo.



Martes 30 de mayo

Un paseo por Buenos Aires con Héctor Libertella contado por él mismo / In memoriam

Nos encontramos en Filo para almorzar, ¡felicidad! HL me dice:

Mirá, acá mismo, en este restaurante, hace unos meses un amigo español que venía de recorrer mundo me dijo: “¡Coño, en ningún lugar he visto a gente con tanta densidad urbana!”. Me quedé pensando esa expresión curiosa, ¿densidad urbana? ¿Acaso habrá querido decir que hay algo como una prótesis o un fantasma de ciudad encarnado en cada uno de nosotros? No sé, pero si hago un mapa de estos alrededores tengo que pensar que el Bajo es la única zona de la ciudad donde la acumulación de detritus cultural jamás pudo detenerse. Acordate que mientras Nueva York se ponía triste con el crack de la Bolsa hacia 1929, en el mismo momento acá atrás, sin ir más lejos, calle Florida era la vidriera chic de un país muy concreto, pastoso y ganadero. Aquí hicieron su nido los muchachos de Martín Fierro (revista). Todos los días algún happening. Una mañana el barrio se despertaba con las paredes llenas de afiches: Macedonio se postulaba como candidato a presidente (la aventura, claro, duró menos que la duración de una vanguardia promedio). Otro día Oliverio paseaba en suntuoso coche fúnebre a un muñeco con galera, monóculo y capa. Estaba promoviendo Espantapájaros, que solo en un local de Florida agotó ¡cinco mil ejemplares! Y si extendés la mirada desde Retiro a Plaza de Mayo, tenemos que recordar también que a pocas cuadras de aquí, en Reconquista 72, Marcos Sastre fundaba La Librería Argentina allá por 1837, y que esos jóvenes, en ese Salón, con Alberdi y Echeverría a la cabeza, iban a echar nada menos que las Bases y Puntos de Partida Inconscientes para la Constitución de una Literatura; flor de dato.

Salimos de Filo y ahora caminamos por Florida HL dice:

¿Te acordás lo que era esta zona en los 60 y los 70? La llamábamos La Manzana Loca, y no iba más allá de Marcelo T., Alem, Viamonte y Maipú. En esta esquina, ahí arriba, Puzzovio, Squirru y Giménez habían colgado un cartel enorme SOMOS GENIALES, un poco como epígrafe de identificación para todo el barrio. Al lado del Di Tella y sus enormes galpones blancos, la Galería del Este, con cuatro o cinco librerías y atrás, sobre Maipú, el bar Moderno. Lugar “interdisciplinario”, si los hubo: cineastas, los primeros; rockeros de Argentina, los sociólogos y comunicólogos que como al Quijote se les había secado el cerebro de tanto leer todo lo francés —Seuil, Minuit, Gallimard— que se traducía casi en simultáneo. Y a propósito de Francia, acá atrás doblando por Viamonte, la inescrutable librería Galatea, donde para entrar teníamos que ponernos disfraz de eruditos. Más abajo, en la esquina con San Martín, Nueva Visión, con sus libros de arte y semiótica y esas lámparas hipermodernas que anticipaban un mundo por venir (¿habrá llegado alguna vez?). Y junto a Nueva Visión la revista Sur (de allí se veía salir apurados a Victoria Ocampo y Pepe Bianco, raudos para tomar un taxi que podría llevarlos directos a París, quién sabe). Al lado nomás, ¿te acordás?, Filosofía y Letras. Un hormiguero totalmente contrapuesto al olor de paz monástica o funeraria que exhalaba el viejo convento de la vereda de enfrente, Viamonte al 400. La educación laica y la muerte calle de por medio en Buenos Aires (¿siempre habrá sido así?).

Ahora, en la esquina de Maipú y Marcelo T. de Alvear, HL me dice:

Mirá, piso 6; ahí arriba lo veo todavía a Borges. Las veces que le habremos tocado timbre. La puerta de su departamento siempre estaba abierta, como un hospital público. Hasta tenía una o dos banquetas de médico a la entrada y él nos atendía a todos, uno por uno. Pero el verdadero paciente era él, que nos esperaba para inocularnos de a gotas algo del orden de la sabia ejecución literaria (por eso tal vez, desde Drácula y Borges, la literatura siempre ha sido para mí una historia de amor que puede parecer muy larga, pero que es tan breve como el instante de sangre de un colmillo; solo transmisión instantánea por un agujero en el cuello del texto). ¿Y qué se habrá hecho de nuestros lugares de almuerzo y cena? El Tronío, por Dios, sobre Reconquista, donde siempre aparecía Federico Peralta Ramos, lanzando sus discursos herméticos y al vacío, ¡el Dorá, sobre el mismísimo Bajo! Y aquel inmenso galpón en la esquina de Leandro N. Alem y Paraguay, el América. Cuántas noches habremos comido allí, vos, yo, Osvaldo Lamborghini, Tamara Kamenszain, no me acuerdo si también Arturito Carrera y César Aira, cuando programábamos aquella revista Los nietos de Martín Fierro que nunca se hizo porque en aquellos años era imposible una revista de estrellas y además, para qué, si ya estaban los teatros de revistas con sus vedettes y coristas. Y muy cerca, si no me equivoco, El Pulpo, con sus mariscos y su comida española, donde más de una vez ensayamos algún fallido banquete martinfierrista, y al lado nomás la caldera de periodistas y otras intoxicaciones de La Opinión, el diario de Timerman (¿no estaba en esa cuadra también el Buenos Aires Herald?).

Cruzamos a la zona de calle Corrientes. Libertella me dice:

Densidad urbana: me quedé pensando en lo que dijo mi amigo español... Caminar como estamos caminando sería actualizar siempre una calle en la cultura (¿“tener calle”?): como hacerla instantánea, sin pasado posible, ¿no? Y, si querés, hasta un poco prostibular, porque allá en el Bajo estaban los piringundines de 25 de Mayo donde los marineros medraban entre el lupanar y el cafetín de tango, el “Jamaica”, “Scandal”, el “676” de Tucumán, una cosa entre rea y pituca, ¡qué mezcla!, putas, jazzistas y letristas de tango como trazando sobre el pentagrama un paisaje urbano. Mirá, ahora que estoy viendo estas dos o tres librerías Fausto, acá en Talcahuano, y allá enfrente, y allá en la otra esquina, me acuerdo de una historia que me contó alguna vez Bernardo Kordon y que para mí hace literal esta loca relación local entre literatura y prostitución. ¿Sabés qué me dijo él? Que en los años 20 la Zwi Migdal, la magna institución de la trata de blancas, había abierto una cantidad de prostíbulos sobre Corrientes, entre Callao y el Obelisco. Y que cuando el comisario Alsogaray los empezó a perseguir, rápidamente tuvieron que camuflar los prostíbulos como librerías ¡así que las madamas empezaron a vender cultura! Sea cierta o no, me parece que esa anécdota es paradigmática. Hoy veo las librerías de la cadena Fausto y no dejo de ver en ellas el mundo virtual de aquellos prostíbulos, como no puedo dejar de ver el ruidoso Salón Literario de Marcos Sastre en los roaring sixties de La Manzana Loca. Me parece que estamos caminando lugares densos, pero muy cortados y “rayados” por el tiempo. ¿No será el fantasma el que nos da esa densidad urbana? Mi amigo español podía ver en nosotros lo invisible, porque a lo mejor somos la materialización de ese fantasma. ¡Si hasta en un local de videojuegos yo puedo ver todavía una vieja librería! Ese todavía no remite a la nostalgia de un pasado histórico y cultural que se hubiera apagado. O que sobreviviera en nosotros, como si fuéramos sus herederos. No. El tiempo procede, puede ser, de otra manera. Tal vez por cortes, que son tan literales como los cortes de estos versos que ya mismo te recito:

La Historia no llegó
Aún
Hasta hoy
No llegó el Pasado a
Todavía.

Y en nuestra caminata tal vez lo que solo avanza es el instante, como una punta de plumín que va trazando el nuevo mapa. ¿No te parece? Al fin y al cabo, ¿de qué Buenos Aires estuvimos hablando si no de esta?

Nos despedimos en la esquina de Riobamba y Viamonte.

Ludmer, Josefina (2010). Aquí América Latina. Una especulación, Buenos Aires, Eterna Cadencia, pp. 109-113.
 

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