Sigo intentando configurar un pequeño rastro del policial negro en Argentina (intento omitir las obviedades o lo muy trabajado por la academia). Ahora, traigo esta concisa y lúcida reseña de Gandolfo, escrita en los '70, sobre el policial negro de Juan Martini, El agua en los pulmones (1973) (luego, vendrían Los asesinos las prefieren rubias (1974) y El cerco (1977)). Gandolfo separa a la novela de otras que también tienen elementos de policial negro en ese momento y se detiene específicamente en los logros de la prosa de Martini y en la configuración de los personajes. En fin, cortita y al pie, una reseña para otro ejemplar de policial negro en Argentina.
Reseña
Juan Carlos Martini, El agua en los pulmones, Buenos Aires, Goyanarte, 1973.
La primera novela de Juan Carlos Martini presenta varias características que llaman la atención. Se trata, por empezar, de una "policial'' a secas, clásica, con intriga, asesinatos y un investigador privado como protagonista. Esto la diferencia de otras novelas recientes (Triste, solitario y final de O. Soriano; Los tigres de la memoria de J. C. Martelli o The Buenos Aires Affair de M. Puig) donde lo policial era un elemento más dentro de una trama mítica o novelística (Soriano o Martelli), o no existía (Puig). En segundo lugar, la acción se desenvuelve en una ciudad poco frecuentada por la literatura argentina en general y por la policial en particular: Rosario. En tercer lugar, Martini se desenvuelve con una seguridad poco frecuente incluso dentro del panorama de la novela "negra" en general.
La efectividad de su estilo, que debe mucho y lúcidamente a Chandler y MacDonald, se expresa sobre todo en el ojo incisivo y sintético con que define, por detalles externos y materiales, ya sea la personalidad de un personaje o el habitat que lo rodea. Pocos trazos, aparentemente gruesos y al descuido, bastan para "ver" a Vargas, a Ferrer, a la Sra. Iglesias.
Los personajes están estructurados dentro de una compleja pero férrea pirámide de clases y vínculos de dependencia, que va desde la cúspide (el industrial Iglesias) descendiendo a través de Ferrer, la señora de Iglesias, Milton, Vargas, hasta llegar a las mucamas y los mozos, que se mueven como sombras a un lado de la madeja principal. Virginia Soulages queda un poco apartada de esa pirámide. Es cierto que maneja los hilos de la intriga, pero lo hace con la inescrutabilidad y la lejanía de una Parca o del Destino. Esto la vuelve más simbólica que real y cuando aparece físicamente, en las últimas páginas, provoca una de las pocas fallas del libro, de la que hablaremos más adelante.
Por último está el contorno, la atmósfera en que todos se mueven: Rosario. Martini ha sabido tratarla literariamente, como un escenario convincente, sin fisuras ni pintoresquismos, también sin simpatía. Los personajes sólo la soportan o la usan. La humedad y la llovizna permanentes que la cubren dejan de ser propiedades climáticas para convertirse casi en una exhudación de la sórdida cadena de crímenes, traiciones y humillación. Por fin, cuando todo acaba, el cielo es celeste, limpio, el sol da una luz intensa y blanca, y el foco se ha movido desde el centro o los barrios a la orilla del río, la parte menos opresiva de la ciudad.
Dos personajes medios, tanto por su acción como por su ubicación en la pirámide, el ex policía Vargas y el periodista Oliva, son los más trabajados. De ellos conocemos las vidas completas, detalles de la infancia y la juventud. Solís, en cambio, comparte con una larga serie de protagonistas, desde el Quijote hasta Marlowe o Archer, su destino de factor desencadenante. Es un hombre solo que únicamente puede conseguir romperse las uñas arañando la superficie de las cosas. Además, como antihéroe, está destinado a que le bajen los dientes, lo torturen, o a ser simplemente ridículo (la misma puerta que se haría astillas incluso ante el impacto de Marlowe se abre cortésmente y lo deja trastabillando frente a una Luger).
En ese mundo de decisiones masculinas, donde las mujeres quedan a un lado —lejanas (Laura Solís), impotentes (la Sra. de Iglesias), desesperadas o tristes (Lina)— recibiendo de rebote algunos golpes, que es tomado hasta con ironía por los personajes cuando se enfrentan y hablan, todos actúan conscientes de su papel, sobre todo los que están al tanto del asunto de las tierras. Por eso sorprende el papel de Virginia Soulages. No sólo se mantiene inalcanzable, como dijimos, sino que cuando es alcanzada por Solís, provoca en él una reacción poco acorde con el resto de la novela: la ahoga en un bañado, envuelto en vendas, bajo un cielo nublado, en la oscuridad. Aún justificado por la venganza, el fragmento suena discorde, con un sabor un poco grotesco, casi romántico. Este pequeño desfasaje se refleja sobre el final. Toda policial, por su mismo carácter, soporta un andamiaje lógico que, para diferenciarlo de la trama o del estilo, yo llamaría "mecánica". Dentro de esa mecánica, es un poco inconcebible que varios meses más tarde de su asesinato los patrones de Virginia no conozcan su destino, que Marín deba preguntarle justo a Solís qué ha sido de ella. Felizmente la solidez de las 170 páginas anteriores quita trascendencia a este detalle.
Juan Carlos Martini es autor de dos libros de relatos1. En ellos predominaba un estilo experimental, del que se fue despojando con el tiempo, hasta llegar a sus últimos cuentos2 y a esta novela, donde, paradójicamente, en esa prosa descarnada, casi esquemática, parece haber encontrado su voz propia.
1 El último de los onas, Buenos Aires, Galerna, 1969; Pequeños cazadores, Buenos Aires, Centro Editor, 1972.
2 "Pájaro sobre pájaro" en Pequeños cazadores; "La pura verdad" en El lagrimal trifurca, nº 9; "Procedimientos" en La Opinión Cultural, 3 de marzo de 1974; "Cuarteles de invierno", en Crisis, nº 10.
En revista Hyspamérica, nº8, octubre de 1974, pp. 97-98.