Dark
1. La
publicidad política siempre fue su propio museo, su propio recinto de
celebración narcisista. Hace unos días vi a una publicista hablar de una
campaña que le hizo a Rafael Michelini hace como mil años. Con un aire tecno, serio
y un poco solemne, ella habla (no podía ser de otro modo: la publicidad siempre
habla de su propia épica) del problema, del desafío, del poco presupuesto con
el que contaban, de los plazos ajustadísimos, etc. Parece que la primera
intervención fue de impacto y posicionamiento o algo así (era una expresión
bastante graciosa, a decir verdad). Lo cierto es que se diseñaron unos carteles
en los que el propio papel del cartel parece rasgarse para mostrar, detrás, los
ojos del candidato. Detrás de la realidad ordinaria del cartel asoma la mirada
extraordinaria del ídolo. Pero, por definición, el ídolo (la imagen) no es más
que el cartel. Y entonces, detrás del (falso) cartel comienza el (verdadero)
cartel: qué derroche barroco de creatividad. Es el tema de un sueño despertando
en otro sueño y luego en otro y en otro. Pero la publicista ha quedado conforme.
La cartelería, parece, ha cumplido su objetivo. Ella dice: al ver el cartel,
inmediatamente el público piensa “esos ojos no mienten”, y entonces interroga ansioso
el centro del misterio y quiere rasgar el último velo: “¿de quién son esos
ojos?”. Quiero hacer notar que esto es un delirio. Y como nadie dice nada, todo
me hace pensar que hace tiempo ya que vivimos en la estupidez del delirio del publicista,
y que todos somos la monstruosa realización alucinatoria del deseo de la
publicidad.
Pregúntese
en serio: ¿usted cree que alguien, al ver la gigantografía de unos ojos piensa
“sinceridad”, y luego se pregunta “de quién son esos ojos” y sale a buscar al
objeto maravilloso del que emana esa luz? No. A menos que ese alguien sea un idiota
incurable. Lo primero que alguien piensa es, razonablemente, “publicidad”. Y la
primera pregunta que se hace es “¿qué estarán queriendo venderme ahora con la
pamplina de esta nueva operación-suspenso?” Sobre todo si tenemos en cuenta que
estamos en campaña electoral y hay carteles y spots y jingles por todas
partes. Es como jugar una partida de póquer con cartas transparentes: todos
sabemos qué está pasando. Entonces ¿quién cree que el cartel funciona como un
simple envío que remite a lo que se muestra (unos ojos), o más complejamente, a
lo que connota o metaforiza (la sinceridad, la franqueza, la firmeza y la
honestidad de esa mirada)? Nadie. Y el publicista menos que nadie, ya que él es
quien ha hecho el cartel y es el primero en saber que eso es publicidad y un
negocio. Porque antes de vender al candidato al público o al electorado ha
debido vender la campaña publicitaria al candidato. Y eso lo convierte en algo
que en algún momento se llamó un cínico.
El publicista mantiene una distancia tecnológica con lo que hace (y la llama saber o teoría): él sabe de la
mediación, sabe que hay técnicas, protocolos, procedimientos y modos de hacer
que se miden en términos de eficacia, rendimiento, impacto, etc. Entonces, para
que el truco esté a salvo y no se disuelva en la nada del ritual es necesario
entender que el problema se ha desplazado: vimos que el publicista —que a
partir de este punto ya no se distinguirá del candidato— es el primero en descreer
en lo que hace (dada su irreductible condición de mercachifle), pero es también
el primero en creer que hay alguien (por lo menos uno) que cree. Recién acá
aparece el personaje imaginario que está sosteniendo todo el peso en oro de este
enorme monumento, barullento y reiterativo, de políticos, candidatos,
publicistas, expertos, politólogos, semióticos, técnicos, carteles y eslóganes:
el sujeto que supuestamente cree. Es una
versión escurridiza y escuálida del Gran Otro. Nadie cree pero alguien cree que
alguien cree, y por eso se mantiene viva una chispa minúscula y fantasmal que
está sosteniendo todo el principio democrático de realidad con el meñique: la
vocecita fantasmal que preserva la fantasía de la realidad, y nos hace creer
que todo este ritual exasperante y estribillado, este ceremonial repetitivo y
monótono todavía está provisto de cierta racionalidad y de cierta forma
narrativa. De más está decir que un juego o un ceremonial, por definición, no tienen
un sentido, aunque tengan una función y una economía: son puro mecanismo, recursividad,
repetición, bucle y loop. Y, como
toda repetición, se apoya en un plus,
en un más-que. Montos gigantescos y flujos delirantes de dinero contra flujos
de votos o dinero electoral, expresado en la forma no menos delirante de un show histérico de enamoramientos, simpatías
y euforia. La campaña electoral es el momento ritual en el que el padre de
todos los rituales (el gran ritual mecánico capitalista) se pone la versión más
grotesca, fantástica y exasperada de la máscara de la política, la creencia, la
pasión, la sensibilidad y el lenguaje.
2. Pero
el problema no son los políticos ni los publicistas. Y ni siquiera es la infame
subsunción de la política al mercado mediático o a la máquina abstracta de la cuantificación
(axioma de la democracia electoral), y que convierte a la política en algo que
no es política en absoluto. El problema es la forma en la que esa no-política
en la que ya estamos viviendo hace mucho tiempo se replica en el futuro como un
momento que se espera y se calcula. El problema es el desencuentro exacto entre
una tragedia que siempre ya ocurrió y ya no podemos evitar (ese momento no
empírico en que la lógica técnica, mercantil y mediática tocó e infectó a lo político-social),
y ese otro momento que está siempre pendiente y es anunciado, profetizado y
producido como un happening que está siempre
a punto de ocurrir o empezando a ocurrir, como una singularidad de cuenta
regresiva (el punto de no retorno, el momento en que la democracia mediática
alcance su concepto, se cierre en sí misma y ya ni un dios pueda salvarnos) que nos carga con su ritmo frenético,
con su ansiedad y su urgencia. Por eso es que las almas bellas pueden repetir sus
estribillos contra la obscena trivialización de todo, indignados con la furia
pagana del mercado tragándose el último recinto sagrado de la política, sin
saber que ese lamento, desde el comienzo, ya era parte del ritual de la pasividad.
Dicen: las campañas tienen cada vez menos contenido. Dicen: la clase política se está llenando de peligrosos
advenedizos. Dicen: los publicistas están vendiendo candidatos como jabones y los
candidatos están vendiendo propuestas y promesas como jabones. Dicen: los políticos
están a punto de ser sustituidos por publicistas que están a punto de ser
sustituidos por algoritmos y big data;
los spots publicitarios están a punto
de ser sustituidos por fake news, etc.
Pero, para no ir más atrás o para no buscar tejidos demasiado complejos, se
diría que todo esto existe (en potencia o en acto) desde que el primer político
moderno decide hacer el primer cursito rápido de retórica, pragmática,
persuasión y carisma, dibujándose como una casta tecno-profesional apta para
gobernar. En otras palabras, todo esto está ahí desde el momento en que una
técnica (una secuencia de pasos, ordenada y provista de recursividad, destinada
a resolver un problema) suplanta a un concepto. Ahí ya esperaban, subrepticiamente,
desde hace siglos, los medios, la imagen, las encuestas, los algoritmos, los
códigos, big data y las fake news. Es claro que desde que
alguien razona que el circo y el espectáculo distraen a la gente de las
cuestiones políticas, el desfondamiento radical de ese juicio ya ocurrió: el
espectáculo es política (ideología) y, sobre todo, la política es espectáculo (simulacro o reality show), porque espectáculo
no es una cosa que se opone a política,
sino la lógica fantástica en la que la política se expone o está destinada a
exponerse.
Hemos
descuidado la observación hegeliana de que en la historia las cosas ocurren dos
veces: la primera como tragedia conceptual (lo que ya ocurrió) y la segunda
como farsa, simulacro o happening (lo
que está empezando a ocurrir o está a punto de ocurrir), como un eco
hiperrealista de aquello que ya ocurrió. Cuando el alma bella dice “no sé a
dónde iremos a parar si esto sigue así”, o cuando el acelerado se entusiasma
con el ritmo de los acontecimientos y pronostica el momento en el que toda la
política será sustituida por inteligencia artificial, información, algoritmos y
apps, ambos están no sólo anunciando
un momento futuro: están produciendo ese momento como happening, como el homenaje o el monumento al fracaso pretérito de
la realidad, como el eco o la réplica de una catástrofe que ya ocurrió. El
simulacro cumple una función disuasiva, o mejor, y a falta de una palabra
mejor, diré, “despistatoria”. Está ahí para hacernos creer que el principio
narrativo-social de realidad sigue intacto y de pie, esperando el momento de su
realización, y que lo peor (o lo mejor, da igual) todavía no ocurrió. Pero,
como despertamos en la urgencia, la ansiedad y el sobresalto de ese evento que está a punto de ocurrir o
empezando a ocurrir, nunca advertimos que ya ocurrió en concepto. Y, en verdad, lo que ocurre, lo que nunca cesa de ocurrir,
es la repetición: ya no somos capaces de salir de este loop que nos hace despertar de un sueño a otro como el cartel de
Michelini, de estirar indefinidamente la vida de lo mismo con rituales
obsesivos, con ceremonias de entusiasmo y euforia, o de indignación y
decepción. Es como el famoso cuento de Arthur Koestler en el que el verdugo decapita
con un golpe tan certero y prolijo que la cabeza del condenado queda
exactamente en su lugar; el reo entonces se queda muy quieto, sabiéndose muerto
y temiendo que un pestañeo o el menor gesto hagan que su cabeza ruede por el
suelo. Entre el golpe que decapita (la tragedia que ya ocurrió) y el momento en
el que la cabeza caerá al suelo (el eco de lo que ya ocurrió, el simulacro
siempre a punto de ocurrir), se prolonga la vida póstuma de alguien que ya no
tiene historia, ni lenguaje ni tiempo. Y ahí estamos desde hace mucho.
3. Por
eso a veces hay que ser cuidadoso con la consigna “que se vayan todos”. Hay
veces (la mayoría de las veces, supongo yo) en que ese aparentemente extremo y
radical pasaje al acto de hartos e indignados
está inscripto en el juego y en el show
de la repetición, y anuncia, una vez más, el renacimiento perpetuo de lo mismo:
basta de promesas que no se cumplen; basta de políticos corruptos, inoperantes
e ineficaces; me harté definitivamente y voto cualquier cosa, o no voto, o voto
anulado o en blanco, o voto sólo porque el Estado me obliga. En fin. Ese tonto
se llena la boca con el deseo de borrar a todos los personajes de la escena sin
advertir que lo que está mal es la escena misma, la lógica que no solamente
articula la dinámica interna de la escena sino la que hace que eso sea una
escena. Y esa lógica es su (nuestra) propia fantasía. La escena misma (la
fiesta democrática de elecciones libres, competencia, votos, debates y justas
deportivas, ganadores y perdedores, encuestas y números, cifras e indicadores, ofertas
y bravuconadas, carteles y cancioncitas, caravanas y festejos) todavía está
cargada de encanto y promesas de redención que los personajes invariablemente
estropean, ensucian y defraudan. La habilidad del capitalismo para mimetizarse
y desaparecer, y para cargar su incesante fracaso a la cuenta de otro ha sido enorme,
siempre, pero hoy más que nunca: pobreza, indigencia, desempleo, ansiedad
generalizada, apetitos extremos, delincuencia, violencia, microfascismos, son
anomalías de la lógica capitalista que se cargan a la cuenta de la impericia o
la inmoralidad del político o del gobernante (administrador o gerente), o del
educador (su atavismo ideológico corporativo o sindical no permiten que nos
entreguemos enteros a la lógica blanca de la tecnología del siglo 21).
Pero hay otras veces en que
el “que se vayan todos” es síntoma de una fatiga estructural mucho más profunda.
No son las promesas, los políticos y el show
lo que me cansa y exaspera. Es la repetición misma de esa “psicosis obsesiva”:
es mi propia incapacidad de despertar en un lugar distinto a este limbo en el
que el futuro está siempre ya inscripto en las posibilidades del presente.
Porque si alguien me promete canillas de leche y vino en cada esquina me puedo
enojar con él si mañana no cumple (y el principio de realidad se salva
precisamente en el incumplimiento de la promesa y en mi enojo), pero debería
enojarme conmigo mismo por haber tramitado la posibilidad de la promesa, por
haber alojado la fantasía de que una buena sociedad puede entenderse en
términos de canillas de leche y vino en las esquinas. O en términos de más
trabajo, o de prolijidad fiscal, o de inflación cero, o de inversiones
capitalistas, o de empresas públicas que no dan pérdida, o de PBI o exportaciones
crecientes, o de educación técnica para un mundo técnico. Mi fantasía es la
fantasía del propio capital. Entonces, recién cuando asumamos esto, va a aparecer un
síntoma en serio sobre el que habrá que insistir y trabajar.
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