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miércoles, diciembre 02, 2020

Charlie Feiling y los reportajes de The Paris Review

Siempre que pueda seguiré exhumando textos de Charlie Feiling escritos para la ocasión editorial. En este caso, se trata de un prólogo al libro Confesiones de escritores. Narradores 2. Los reportajes de The Paris Review (El Ateneo, 1998). El libro, que actualmente se consigue usado y a muy bajo precio, compilaba los reportajes publicados en la revista francesa a escritores como Samuel Beckett, Raymond Carver, William Burroughs, Italo Calvino y otros más. Charlie Feiling se detiene en el subgénero del reportaje a escritores, historiza brevemente la revista y después se despacha con una idea muy interpelante de la confrontación y/o confluencia entre imagen pública e imagen publicada en los escritores de la actualidad. Disfruten del texto. Ojalá pronto se reedite Con toda intención; ojalá aprovechen para ampliarlo con, por ejemplo, estre prólogo.

 

Prólogo a Confesiones de escritores. Narradores 2. Los reportajes de The Paris Review (C. E. Feiling)

 

Odio la televisión. La odio tanto como comer maníes.

Pero no puedo parar de comer maníes.

Orson Welles 

 

...de no cumplir lo que promete vive. 

Don Juan de Tassis y Peralta 

 

Divertirnos, aprender algo, reunir datos para una monografía universitaria, extraer frases para un artículo periodístico que nos encargaron o exorcizar el espeso silencio de la sala de espera del dentista son algunos de los tantos motivos por los que leemos reportajes a escritores famosos. Pese a que dichos motivos no difieren mucho de los que nos llevan a leer Berlín Alexanderplatz o las Églogas de Calpurnio Sículo (o Calvin and Hobbes o Corto Maltés), el prestigio intelectual y académico del género es muy inferior a su popularidad. La injusticia de esta situación, sobre todo en una época en que el discutible arte de la biografía goza de gran predicamento, quizá sea irremediable, pero sus causas no son difíciles de establecer. 

Por un lado, la realidad económica de fines de siglo afecta tanto al África subsahariana y la Feria del Libro de Buenos Aires como a la Feria del Libro de Frankfurt y el precio de las endivias en Manhattan. Editoriales y agentes literarios, conscientes de que sin publicidad directa e indirecta no hay ventas, incitan a sus escritores a “hacer prensa", exponerse a las módicas y temperamentales masas que consumen libros. Incómodos como siempre con el dinero, los escritores —incluso aquellos que adoran ver su foto en las revistas, casi todos— sienten que deben declararse asediados, hartos de que les hagan una y otra vez las mismas preguntas. Por el otro, los reportajes (a escritores famosos) suelen ser leídos sin atender a tres rasgos que los caracterizan en tanto subgénero discursivo: 1) las preguntas, respuestas y descripciones no funcionan como en la cotidianidad, sino de un modo semejante a la de los diálogos en una obra de ficción: 2) el reportaje sale de la pluma de un periodista, y nada de lo que incluye es ciento por ciento textual, y 3) el reporteado a menudo ejerce la censura previa sobre lo que finalmente aparece.1 

La ambigüedad de los escritores respecto del mercado, pues, mala costumbre de pasar por alto que todo reportaje obedece a ciertas reglas —aunque se trate de reglas más laxas que las de una carta comercial— determinan el escaso prestigio del género. Es bastante posible, sin embargo, que aquello mismo que le quita créditos académicos sea lo que le otorgue popularidad: la falsa resistencia de muchos escritores a ser entrevistados, unida a la generosa idea de que un buen periodista siempre sabe cómo arrancarle espontáneas confesiones a su interlocutor, garantizan la demanda y el consumo de reportajes, “entrevista al escritor famoso”, en todo caso, es ya un (sub)género discursivo inevitable de nuestra época. Los escritores están casi bajo obligación contractual de opinar sobre su obra, el mundo y la vida, y el público devora sus obiter dicta con avidez semejante a la que emplea encomer maníes o seguir los episodios de The X Files

 

The Paris Review 

A comienzos de los años cincuenta, un grupo de jóvenes norteamericanos —en su mayor parte de buen pasar, graduados de Princeton, Harvard y Yale— convergió sobre París. Querían ser Hemingway o Fitzgerald, codearse con Picasso, frecuentar a Gertrude Stein; buscaban, en definitiva, recrear el ya entonces mítico París de los ‘20. El novelista Irwin Shaw, que compartió su aventura pero era algo mayor que ellos, los bautizó “The Tall Young Men” (“los jóvenes altos”), en un gesto que marcaba claramente tanto el paralelo como la diferencia entre los nuevos literatos y los de la “generación perdida”. Hijos privilegiados y prepotentes de un país dominante, “los jóvenes altos” se instalaron en la Ribera Izquierda a posar de bohemios, difundir el jazz, pelearse con la policía y disgustar por igual a sus compatriotas turistas y a los parisinos de clase media. Desde luego que George Plimpton, James Baldwin, Harold Humes, William Styron y Peter Matthiessen (para mencionar a los más conspicuos) descubrieron pronto que de la fiesta de los años ‘20 no quedaban ni rastros. Por fortuna, el pequeño detalle no les importó, sino que inventaron su propia fiesta y fundaron una revista para justificarla: The Paris Review, cuyo primer número fue el de la primavera de 1953 y que sigue publicándose (aunque en 1973 trasladó sus oficinas a Nueva York) todavía hoy. 

Los reportajes2 que integran este volumen aparecieron en “Interviews”, la sección fija más importante de la revista. Comenzando por Hemingway y Faulkner en los ‘50, los principales escritores contemporáneos desfilaron por allí, pero los méritos de la sección trascienden a la buena caza de nombres propios y a sus casi trescientas entregas. Puede decirse que “Interviews” constituye un modelo de excelencia para el reportaje (al escritor famoso) en tanto (sub)género discursivo, y que los logros de cualquier instancia de éste deben medirse según se acerquen o aparten de los parámetros fijados por The Paris Review.

 

Lo público y lo publicado 

Incluso sin conocer la obra de cada uno, el simple examen de las fechas de nacimiento de J. G. Ballard (1930), Samuel Beckett (1906- 1989), Paul Bowles (1910-1986), Anthony Burgess (1917-1993), William Burroughs (1914), Italo Calvino (1923-1985), Raymond Carver (1939- 1988), Günter Grass (1927), Milan Kundera (1929) y Alain Robbe-Grillet (1922) sugiere que diferenciarse de la primera oleada modernista (la de James Joyce y T. S. Eliot, aunque también la del fascismo de Ezra Pound y el stalinismo de André Bretón) debe haber sido una prioridad para la mayor parte de ellos. El pronóstico se cumple salvo en el caso de Kundera, Ballard y Carver, pero no se necesita mucho ingenio para darse cuenta de que 1928 marca un significativo límite entre generaciones —separa a los que tuvieron edad de combatir en la Segunda Guerra de los que no la tuvieron—, y con leer de vez en cuando los suplementos culturales de los diarios se puede agregar algo más: que Kundera apuesta —como muchos escritores del ex bloque soviético— a la “trascendencia” de la gran tradición europea premodernista: que el interés de Ballard por Estados Unidos resulta tan explicable como el de Richard Hamilton y otras figuras coetáneas del Pop-Art británico; que el mito norteamericano del self-made man fue básico para la carrera literaria de Carver. 

Quien conozca la obra de los aquí reunidos, sin embargo, posiblemente trate de verificar hasta qué punto sus declaraciones públicas corresponden con —divergen de, contradicen a— los libros que han publicado. Buena parte del trabajo de un escritor reside en proyectar una imagen de tal desde los textos mismos, y entre esta “imagen publicada” y aquella que le presenta a la cámara fotográfica y la prensa —su “imagen pública”— hay una fisura que, máxima o mínima, siempre es interesante y en ocasiones resulta iluminadora. La imagen publicada es la persona3 que el escritor invita a su audiencia a inferir de los narradores, yoes líricos, conocimientos específicos y citas abiertas o encubiertas de sus textos. La importancia de la imagen pública es más reciente, pero no debe ser desestimada: hoy por hoy, casi nadie tiene la presencia de ánimo como para llamarse a sí mismo escritor ante las autoridades civiles o los no vinculados al mundo de la literatura —un funcionario de migraciones, el verdulero del barrio— si no ha sido legitimado como tal por los medios masivos. Se puede discutir, por ejemplo, la inclusión de Bowles, Robbe-Grillet, Burroughs y Kundera junto a los otros autores de este libro: argüir, quizá, que el primero y el tercero deben en parte su fama al auge de la biografía señalado arriba, que el segundo es sobre todo un habilísimo operador cultural y que el último supo aprovechar el prestigio del exilio. No hay duda, en cambio, de que los cuatro consiguieron sus galones a fuerza de proyectar un grado tan alto de coincidencia entre imagen publicada e imagen pública que corren el riesgo de ser sólo imágenes públicas: Bowles como postal de Tánger, Burroughs y la heroína, Robbe-Grillet transformado en sinónimo de nouveau roman, Kundera el intelectual europeo. 

Calificar a Bowles de poseur y despachar la obra de Ballard en media frase sobre su vínculo con las artes plásticas seguramente disgustará a muchos. Más allá de los prejuicios y apuros de quien prologa esta antología, sin embargo, tanto el lector que quiera descubrir en cada caso la amplitud de la brecha entre lo público y lo publicado como el que desee respuestas a preguntas más clásicas (a qué hora escribe Fulano, qué método utiliza para escribir Mengano, etc.) hará bien en comenzar por los reportajes a Samuel Beckett y Anthony Burgess. No es que la alternativa Grass-Calvino (o cualquier otra tan clara como el esfuerzo de Grass por liberar el alemán literario de las huellas del nazismo vs. el de Calvino por mantener separadas literatura y política4) constituya una vía de acceso menos válida, sino que en el plano de las imágenes públicas, el que se pone en juego en los reportajes, Beckett y Burgess se oponen de un modo absoluto. Presentarse como alguien que desconfía del lenguaje y descree del conocimiento (sea éste expresado en tercera o en primera persona) o presentarse como alguien que disfruta de la retórica de muchas lenguas y apuesta al contenido cognoscitivo de la literatura son opciones de máxima: son, de hecho, las dos opciones más extremas que tiene un escritor de fines del siglo XX con independencia —claro está— de aquello mismo que escribe. 

 

Finales y principios 

Las últimas obras de ficción que Beckett y Burgess publicaron en vida fueron, respectivamente, la breve prosa “Stirrings Still” (The Guardian, 3 de marzo de 1989) y la novela A Dead Man in Deptford (Hutchinson, 1993). “Stirrings Still” es el texto cuya primera frase, según Lawrence Shainberg, obsesionaba a Beckett en uno de los momentos del reportaje incluido aquí. Con A Dead Man in Deptford Burgess volvió al mundo isabelino de Nothing Like the Sun, un mundo que —a juzgar por el reportaje de John Cullinam— nunca estuvo muy lejos de su mente. Quizá en la coherencia entre imagen publicada e imagen pública, cuando es la imagen publicada la que condiciona a la pública y no a la inversa, resida ahora la supersticiosa ética del escritor. De todas formas, y aunque el comienzo de la prosa de Beckett y el comienzo de la novela de Burgess no aporten mucho a las ideas de este prólogo, son otro buen motivo para leer entrevistas a escritores famosos5

Beckett: 

Una noche mientras estaba sentado con la cabeza entre las manos se vio a sí mismo levantarse y partir. Una noche o día. Porque su propia luz al extinguirse no lo dejó en la oscuridad. Una especie de luz entró entonces a través de la única ventana alta. Bajo ella el banco sobre el cual, hasta que no pudo o quiso otra vez, solía montar para ver el cielo. El no haber estirado el cuello para ver lo de abajo fue quizá porque la ventana no estaba hecha para abrirse o porque no pudo o quiso abrirla. Quizá porque conociendo demasiado bien lo de abajo no deseaba verlo otra vez. De modo que simplemente solía pararse allí elevado sobre la tierra y ver a través del cristal nublado el cielo sin nubes. Su luz débil inmutable como ninguna otra luz que pudiera recordar de los días y noches en que el día seguía de cerca a la noche y la noche al día. Esa luz exterior cuando su propia luz se extinguió fue su única luz hasta que también se extinguió y lo dejó en la oscuridad. Hasta que también se extinguió. 

Burgess: 

Debes suponer y lo harás (amable o descortés lector, la diferencia no importa) que yo doy por supuestas muchísimas cosas de las que no fui testigo ocular. Lo que un hombre da por supuesto, sin embargo, es a menudo parte sustancial de lo que ve. Hubo aquel filósofo del gato que maullaba para que lo dejasen salir y luego maullaba para que lo dejasen entrar. Mientras tanto, ¿existe el gato? Todos nosotros tenemos una tendencia solipsista que es un simulacro de la fuerza sustentadora del Todopoderoso, vale decir que creemos que lo visto por el ojo existe, pero si el ojo se aparta o es apartado le sobreviene a lo que veía una desintegración absoluta aunque temporaria. Durante el tiempo de la ausencia del gato, con todo, es licito que un hombre suponga que éste se encuentra completa y corpóreamente en el mundo hasta el último pelo de sus bigotes.

 

Notas

1. Aunque hay, por supuesto, interesantes diferencias entre el reportaje a un político, el reportaje a un escritor famoso y el reportaje a una modelo, estos rasgos se aplican a cualquier reportaje, en particular cuando el texto no asume la forma pregunta-respuesta sino que es presentado como la glosa narrativa que el periodista ha hecho de una conversación. Un político puede hasta iniciar acciones legales si el reportaje no le parece lo suficientemente “literal”, pero así como a ningún político le gustaría ser reproducido en todos sus errores gramaticales, muletillas y pausas, ningún lector toleraría encontrarse con un reportaje por completo literal. 

2. El que aquí figura como “reportaje” a Samuel Beckett es un caso extremo de la forma “glosa narrativa” (v. nota 1) que asumen algunas entrevistas, ya que fue el resultado de varios encuentros, temporalmente distantes entre sí, que Lawrence Shainberg mantuvo con el escritor. 

3. “Persona” en el trillado sentido etimológico de “máscara”: “narrador” y “yo lírico” en el sentido técnico en que se dice que el narrador de El Barón rampante, de Italo Calvino, es el hermano del barón Cósimo Piovasco de Rondó y no el propio Calvino. Aunque la imagen publicada, máscara detrás de una máscara, es menos controlable por el escritor que la pública —y más difícil de percibir para el lector—, se discierne claramente cuando el escritor intenta modificarla. El último libro de Raymond Carver (A New Path to the Waterfall, Collins Harvill, 1990), con sus traducciones de Chéjov y sus múltiples referencias literarias —con el anacronismo del poema “Wine”, cuyo punto de partida es Quinto Curdo pero que presenta a Alejandro Magno “volviendo las páginas” de un rollo de papiro—, constituye un esfuerzo final de desembarazarse de la imagen de alguien dedicado exclusivamente a representar a la clase obrera (blanca) norteamericana. 

4. Si es imposible mantener separadas literatura y política, es imposible liberar al alemán literario de las huellas del nazismo. 

5. No se debe culpar por estas versiones a Mirta Rosenberg, que tradujo admirablemente los reportajes.

 

Fuente: Feiling, C. E. (1996). Prólogo en AA. VV., Confesiones de escritores. Narradores 2. Los reportajes de The Paris Review, Buenos Aires, El Ateneo, pp. 1-6.

martes, agosto 25, 2020

Una lectura contemporánea de El agua electrizada, de Charlie Feiling

Reincido en el gran programa sobre publicaciones periódicas de rock llamado Los subterráneos. Esta vez, escucho el capítulo dedicado a Escu(l)piendo milagros, la revista dirigida por Norberto Cambiasso y Emilio Bernini, a principios de los 90 y en la que escribieron Esteban Bitesnik, Pablo Strozza y Alfredo Sainz, entre otros. La revista, publicada entre 1992 y 2001, con un cambio de nombre a partir del quinto número, se fue convirtiendo con el correr de los años en una publicación de culto, difícil de conseguir y con una propuesta académica y jugada de cómo hacer crítica de rock con interés en lo experimental y lo progresivo. Escuchen el capítulo para conocer más. Insisto: no se pierdan de escuchar algunos capítulos de la magia que arrojan Sebastián Benedetti, Ponchi Fernández y compañía. Todo este largo rodeo para conducirnos a la lectura contemporánea de la primera novela de C. E. Feiling.

En esa revista, Alfredo Grieco y Bavio, actual ensayista, periodista, traductor y novelista, publicaba una reseña sobre la novela El agua electrizada, de C. E. Feiling. El material, aparecido en la n.° 2 de Escupiendo milagros, en julio de 1992, me parece precioso por dos razones: por un lado, porque la obra de Charlie y lo que se diga sobre ella me interesa, y sobre todo si es una primera recepción de la misma; por otro lado, porque lo que escribe Grieco y Bavio —desde aquel lejano tiempo en que leí con curiosidad adolescente Cómo fueron los 60 (Espasa Calpe, 1995) hasta sus ensayos actuales en la revista Invisibles— me parece inteligente, agudo y polémico. También es otra excusa para seguir asomándome a los cruces entre rock y literatura, cómo no.

Muy gentilmente Alfredo Grieco y Bavio me cedió la reseña para publicarla en el blog, es un placer contar con alguno de sus textos entre estos posteos. Vaya entonces esta lectura contemporánea sobre El agua electrizada, de Charlie Feiling, en palabras de Grieco y Bavio, preciso lector.

 

   

Del hardcore como incapacidad para soportar las lentitudes en la vida.

A propósito de El agua electrizada, de C. E. Feiling

 

Alfredo Grieco y Bavio

 

1. Ningún punto fijo podía obligarlo, cualquier línea clareadora era tan alargada que moría en el agua electrizada.

Lezama Lima, “Fugados”

El agua electrizada es, ya desde el título, una novela del frenesí, de la rapidez. Pocas novelas desafían más la lectura salteada; hay que leerla lineal, ordenadamente. El estilo es hipercinético, la brevedad es su virtud. Las oraciones son cortas; adquieren por momentos, los ritmos casi musicales de la prosa métrica, del verso y de la métrica que subyace a la conversación cotidiana. Las mujeres, se dice en la novela, prefieron el “vino dulce, además del fino”; el estilo de El agua electrizada es, entonces, seco y viril. Vence una de las dificultades más insidiosas de la novela argentina: cuando los personajes dialogan, el demótico de Feiling ha tratado de destilar la esencia de cada voz más que lo que habría sido exactamente dicho.

 

2. Oh, gigantic paradox, too utterly monstrous for solution

Antonio Hope (UBA-CONICET) es el ideal de su ex profesor de griego, el Dr. Arana Puig. Ha aprobado brillantemente sus exámenes en el tiempo reglamentario, se dispone a doctorarse en East Anglia, tiene hábitos regulares: se masturba todas las mañanas. Goza con las formas de una sociabilidad mil veces argentina (dry martinis, ginebra, bourbon), desconfía de las exageraciones del entusiasmo y la amistad que traen consigo la bebida y la noche. Pero su madre y el teléfono lo despiertan del sueño dogmático. Se trata del accidente o suicidio de quien fuera su mejor amigo en el Liceo Naval (Tony ha estado siempre —pero no lo sabe— en el lugar equivocado). Como el protagonista en The Princess Casamassima, recibe "more news of life than he knew what to do with”. Debe convertirse en lo que ya es: un investigador. La novela comienza como el género policial mismo. Un cadáver y su enigma europeo en tierras americanas, el oro del escarabajo, el interés romántico en códigos secretos, en los significados ocultos de pequeños objetos y acontecimientos (una inscripción casi epigráfica en sus mayúsculas, la torpeza de un dibujo, un video parcialmente sáfico), la confusión de filología y criptología. Del thriller, el relato tendrá la realidad, la consistencia, el interés. Abundan las entradas sigilosas en recintos prohibidos, abunda la erudición, no faltan, siquiera, los desaparecidos. Feiling despliega la tradicional ocupación del novelista del realismo en las relaciones de la élite y el submundo. El agua electrizada, que es una novela de la pérdida privada, es también una novela política que se niega un descanso en la posición ideológica correcta.

 

3. “Polvo y ceniza.” Tal cantas, pero censurar no puedo.

Muertas amadas, ¿qué ha sido de aquel oro, de aquel pelo

que sobre el pecho caía? Tengo frío y me siento viejo.

Entre los varios géneros que reclaman para sí a El agua electrizada figura —quizá también desde el título— la novela naval. Aunque Feiling es meticuloso en las breves descripciones de guardias, iniciación marinera, vómitos en el sollado de grumetes, su interés está en la costumbre, el hábito y la rutina navales en tierra. Hace un uso extensivo del placer que el lector de ficción encuentra en el reconocimiento: los mismos regímenes y ocasiones sociales, el mismo tipo de situación excitante. Uno de los rasgos de la novela naval más honrados en el tiempo es la unión accidental —una promoción, un embarque— de dos hombres disímiles: Ishmael y Queequeg, Jack y Stephen en la serie de Patrick O’Brien, Tintín y el capitán Haddock. Pero el destino de Tony es inescapablemente peor: su amigo ha muerto. La novela es la relación del intento de recuperar aquella armonía preestablecida que se perdió para siempre; así, sobre la novela naval se sobreimprime la policial. En la Chacarita, Tony se encuentra con Irene, la hermana del amigo muerto, y con ella emprenderá la pesquisa. Inútil insistir sobre la importancia de las parejas en la policial. También con Irene comparte Tony un pasado —una tarde bucólica, solos en una quinta de Gonnet— cuya significación también ignora. Tony, inevitablemente, se enamorará de ella (el primer regalo será un juego de fotocopias). A lo largo de la novela, Tony se irá convirtiendo al feminismo, pero su percepción de Irene ocurre bajo las especies mismas que el feminismo condena: es una obra de arte, es enigmática y libre. Como en la novela más tradicional, se funda en lo que está escrito pero no dicho. En la tradición de Jane Austen (sobre cuya heredera P. D. James cf. el nº anterior de Escupiendo Milagros) o Virginia Woolf —y no de Angela Carter— Irene, como la novela, tiene privacidad y libertad, un estilo menos expuesto, más secreto de independencia.

 

En Escupiendo milagros, n.° 2, julio de 1992, Buenos Aires, p. 52.

lunes, noviembre 04, 2013

Una vieja polémica

La idea fija fue una revista cultural online que seguí con dedicada lectura. Todavía pueden revisarse los cuentos, poesías y, sobre todos, los especiales que publicaron. Entre esos especiales (que abarcaron desde Néstor Sánchez hasta The Residents), Leonardo Longhi, Saurio y Cía tuvieron el acierto de dedicar un dossier a C. E. Feiling y la recuperación de varios de sus agusídimos artículos publicados en diarios y revistas. El dossier pueden revisarlo acá, me interesaba particularmente la discusión entre Feiling y Aira sobre el libro de Arturo Carrera y Emeterio Cerro, Retrato de un albañil adolescente & Telones zurcidos para títeres con himen, hacia fines de los '80. La reseña de Feiling que provocó la airada respuesta de Aira empieza así:
CARRERA ENTREPRENDE CEMENTERIO PERRO HACIA GAUCHERIAS GAUCHERIES DADAFEISMOS GIRONDINOS TAN FRANCESES AY TAN MORBOGALICOS QUE REPITEN REMEDAN REPICAN EL CUESCO DE JARRY SO JARRING DEAR CON MUEQUITAS MUESQUITAS MIS MUERTAS MUÑEMOSQUITAS HASTA DEJAR AL PUBLICO HECHO PULVICO DE ESTROFAS ABURRIDAS A BURRADAS SOECES.
¿A quién le hace gracia?
La pregunta es siempre pertinente cuando se trata de un chiste (y no veo de qué otro modo interpretar este libro de Carrera y Cerro). Por supuesto, muchas veces la mera formulación de esa pregunta implica confesar que uno carece de sentido del humor. Mea culpa, entonces.
El resto pueden leerlo acá.

PD.: De paso, si nunca lo hicieron, lean "El culto de San Cayetano" donde Feiling destroza, con delicadeza,  la narrativa de Osvaldo Soriano.

domingo, octubre 13, 2013

Gestos críticos

Las formas son simples: una introducción, el planteo de alguna hipótesis, su aparente demostración con citas y anécdotas, la aparición de dos invitados que reafirman lo expresado, un final con conclusión o intervención de “los alumnos”, que siempre constatan lo dicho. Ninguna contradicción, ninguna discusión, ninguna noción distinta a las de quien enuncia, que se dice descreer del canon de la crítica, canonizándose en el proscenio visual. Pero también se exime, y autocrítico, en la última charla (porque eso hace, dialoga con el imaginario público recluído en el aula de su voz) recomienda ciertos textos de Borges que subraya imprescindibles. El artificio crítico que esto convoca es la inversión, ¿qué textos de Piglia recomendaría Borges? Pero hay otra cuestión más primitiva, o radical. Y ya no es el tono, sino la forma oral con la que Piglia construye su discurso, que remite más al titulado del concepto que a su verificación. Frases como “Borges estuvo más cerca que nadie de ser eso que quería ser”, “Borges iba a donde fuera a decir lo suyo, por eso estoy acá (¿?)” ó “La industria borgeana editorial y la industria borgeana académica, no quieren reconocer que Borges se quedó ciego en 1953 y su capacidad de estilo quedó destruida” (clase 1), demandan otro gesto crítico: la verdad de las mismas no se constatan en ningún momento.
Omar Genovese desmonta las clases de Piglia sobre Borges en la televisión pública en este artículo publicado en Perfil. Las lecturas a las que Genovese nos tiene acostumbrados en Nación Apache y en sus participaciones en Perfil, sumados a su novela Norep (una fantástica novela sobre Perón, construida desde el infierno sobre la parodia ácida al discurso paternalista y mesiánico del peronismo, son una muestra de cómo sostener una posición crítica, precisa y sin complaciencia. Me gusta leerlo en la estela de C. E. Feiling y de Carlos Correas; agradezco su falta de dulzura y su lucidez analítica. 

domingo, junio 21, 2009

Terror argentino

"Pensé en pedirle un caramelo a la azafata, y a punto de hacerlo me compadecí de la pequeña silueta femenina que la luz del botón de llamada hubiese recortado en el panel, sobre mi cabeza. Era tarde, los pasajeros estaban tranquilos y me disgustaba provocar el sonido asquerosamente cortés y suave de la campanilla electrónica.
-¿Sí…?
Aquella voz me hizo dar un respingo. Había una azafata en el pasillo, ligeramente inclinada hacia mí y con la mano apoyada sobre la parte superior del asiento de Leopoldo. Su sonrisa y postura eran perfectas, como de propaganda de una línea aérea, pero era demasiado rolliza –busto enorme, cintura inexistente- y frisaba la cincuentena. Aunque no hubiese podido verla acercarse, ya que venía desde la cola del avión, me extraño no haber oído sus pasos. Tartamudeé.
-Discul… ¿Disculpe?
-Sí, ¿qué necesita?
El rostro también era gordo. Se inclinó un poco más, y la luz de lectura de Leopoldo le arrancó el brillo grasiento a su nariz. Sus dientes no estaban cariados, sino lisa y llanamente podridos.
-Mire, disculpe. Pero yo no la llamé
-Claro que me llamó, compañera.
Confirmando sus palabras, todas las campanillas del avión empezaron a sonar una y otra vez. Al mirar a mi alrededor no descubrí ni rastro de los otros pasajeros: Leopoldo y yo estábamos solos, o yo estaba sola con esa mujer, porque una persona que duerme no es compañía. Mis gritos se quedaron en el intento, degeneraron en una serie de gárgaras penosas. De pronto hizo mucho frío, y cierto olor recordado y nauseabundo se me pegoteó al paladar. La azafata estaba cambiando. Su cuerpo se contraía, se hinchaba, era de gelatina; un ojo que le ocupaba toda la mejilla desapareció de pronto entre los pliegues del cuello, los huesos chirriaban y crujían, una oreja se dobló sobre sí misma hasta fundirse con el hombro. Por unos segundos imaginé que aquello duraría para siempre, que había sido transportada a una suerte de infierno laico y condenada a memorizar cada etapa de la interminable metamorfosis. Entonces los senos de la cosa se vaciaron y reabsorbieron, aspirando jirones de uniforme con un horrible ruido de succión. No me atreví a mirar más abajo, donde la vagina ejecutaba su propio concierto; tampoco tuve tiempo de hacerlo, porque tras un último y rapidísimo cambio de lugar de la azafata fue ocupado por un gigante musculoso. Su rostro estaba cubierto de gusanos, y su pene eyaculaba –rítmica y puntualmente- grandes chorros de una diarrea negruzca sobre el regazo de Leopoldo. Habló con voz de mujer mayor, con la voz que los chistes le atribuyen a una idishe mame.
-Ay, yo no sé, Inés… Para mí que este muchacho no te conviene.
El movimiento de sus labios provocó la caída de tres o cuatro gusanos, que rebotaron contra el apoyabrazos. Uno de ellos fue a dar en el charco de diarrea. Era gris y largo, de aspecto tan previsible que hubiese podido pasar por un trozo de utilería. Intenté el Padrenuestro, pero mis reflejos sólo me alcanzaron para el más elemental de los ruegos.
-Por favor. Por favor.
La mano del gigante se posó sobre la cabeza de Leopoldo, le acarició el pelo.
-¡Por favor, no!
Los dedos se hundieron en el cráneo, y en una explosión sorda llenó el aire de hueso, cerebro y sangre. Mientras pedazos de algo caliente y gomoso me corrían por la cara y el cuello, aquella voz de idishe mame volvió a la carga.
-¿Ves, eh? ¿Ves? Siempre la misma, vos."

Feiling, C. E. (2007 [1996]) El mal menor en Los cuatro elementos, Buenos Aires, Norma, p. 354-356.

sábado, septiembre 27, 2008

God save C. E. Feiling

C. E. Feiling, altísimo novelista argentino, nos dejó una obra literaria breve pero de la mejor de su época. Sus tres novelas (El agua electrizada (1992), Un poeta nacional (1993) y El mal menor (1996)) fueron (y son) la apuesta por un proyecto narrativo de experimentación con géneros literarios masivos (policial, aventuras, terror) que se actualizan y modifican de manera cautivante en contacto con el contexto argentino (y sus problemáticas) en el que Feiling sitúa sus historias: los residuos de la dictadura en la incipiente democracia a fines de los 80; la Argentina liberal y sus conflictos de 1880; y el fin de las utopías tras la caída del muro de Berlín y de la U.R.S.S. Por otra parte, la facilidad con la que manejaba las voces narrativas, las tramas atrapantes, su maestría en el manejo de la intriga y la construcción de personajes sólidos y profundos y de escenarios detallados, plagados de referencias que dan consistencia y no quedan en la mera superficie, son valores que destacan su producción literaria y su capacidad, ante todo, como narrador.

En 1997, Feiling fallece en Buenos Aires y deja el primer capítulo de una novela inconclusa llamada La tierra esmeralda, con la que se proponía explorar el género fantasy, actualizándolo en pleno Buenos Aires de mediados de los 90. El año pasado, la editorial Norma, en una apuesta que aplaudo de pie, reeditó con prólogo de Luis Chitarroni y epílogo de Gabriela Esquivada, esposa de Feiling, Los cuatro elementos, compilado de las tres novelas de Feiling y del capítulo de la inconclusa.

Como soy un hombre bueno, aquí les traigo dicho capítulo para que lo disfruten, para que se lamenten, como yo, de que Feiling no haya podido seguir la novela y para que corran a comprar ya sea el libro de Norma como los viejos libros de Editorial Sudamericana para leer o releer a este fantástico novelista.

God save Feiling.


La tierra esmeralda (C. E. Feiling)


El elegido

Rubén estaba contento. Ya al cruzar Azcuénaga se había deshecho de la bolsita de plástico azul en que le habían entregado el libro, y desde enton­ces, sin disminuir el ritmo de la marcha, no cesaba de examinar su com­pra, volver las páginas, registrar uno a uno los detalles de la llamativa pero confusa tapa, verdadero testimonio fósil de una época de patchouli, ropa chillona y música progresiva. (La bolsita azul, arrojada a la calle con poco civismo y movida por el viento que corría por Marcelo T. de Alvear, esta­ba en ese mismo instante tramitando su ingreso a Ciencias Sociales, pug­nando por sumarse a la hojarasca de colillas, propagandas políticas y pa­peles que adornaban la puerta de la Facultad.) Eran casi las siete de una tarde particularmente cenicienta y desagradable, pero a Rubén le parecía que los veteranos colores de aquella tapa y el sello del unicornio con la le­yenda Original Adult Fantasy brillaban con luz propia. En un puesto del Parque Rivadavia, el año pasado, había conseguido otros dos libros de esa colección, leídos y releídos con maravilla comparable a la provocada por Tolkien o LeGuin: The Water of the Wondrous Isles, de William Morris, y The Lost Continent, de C. J. Cuttliffe Hyne. El que le quemaba las manos ahora, Red Moon and Black Mountain, de Joy Chant, comprado por la ganga de tres pesos, casi le había hecho olvidar su propósito de gastar los cincuenta que llevaba en el bolsillo, regalo de la abuela Dominga por su décimosexto cumpleaños.

Aunque llevaba meses viendo el cartel que anunciaba libros de segun­da mano —viéndolo cada mañana, desde la ventanilla del 152 en que iba al colegio—, hasta ese viernes nunca se había decidido a darse una vuelta por la esquina de Marcelo T. de Alvear y Azcuénaga, quizá porque la vidriera más conspicua del negocio era obviamente la de una papelería, y no mostraba al vulgo los dudosos tesoros amontonados en el fondo, más allá de las máquinas fotocopiadoras. En el plano de las librerías de viejo de Buenos Aires que Rubén iba trazando en su cabeza, la tal Dunken —que así se llamaba el sitio— ya había obtenido su calificación, certera y desapa­sionada pese al hallazgo del Joy Chant: "Mucha basura pero buenos pre­cios, pasar de tanto en tanto a ver si renovaron el stock".

Cuando por fin guardó el libro en la mochila, Rubén se dio cuenta de que había cruzado Riobamba, no conservaba memoria de las cuadras an­teriores y estaba por pasar frente al Carlos Pellegrini. Un grupo de alum­nos de primero o segundo año, menores que él en todo caso, y que fuma­ban con la devota seriedad de los que aspiran a adquirir el vicio aunque el humo les haga arder veinte, cien veces los ojos, le arrojó miradas de sordo desprecio a su blazer verde del Belgrano Day School. Cambió de vereda para evitar problemas, pero eso le hizo revivir la humillación del día, el fruto de que sus padres lo hubiesen ido a buscar el miércoles —su cumplea­ños— a la salida del colegio. Bonadeo no sólo había imitado muy bien a su madre, sino elegido el momento justo para hacerlo, uno de esos espesos aunque brevísimos silencios de vestuario en que todos tenían aún frescas sus deficiencias más recientes como deportista y jugador de rugby. El "Aquí, Ruben, aquí. Papá y Mamá, Ruben, vinimos a buscarte", había pro­vocado inmediatas risas, y durante el viaje de retorno del campo de depor­tes las cargadas del tipo "Elruben Cortellone, mucho gusto", "¿Qué dishe, Ruben?, "Che, Ruben, ¿no queré un sánguche 'e queso 'e chancho?" —su nombre vuelto palabra grave, emblema de inferioridad social— habían re­corrido de una punta a la otra el ómnibus. Salvo un poco a Bonadeo, su enemigo del alma, no odiaba a los demás por esas estupideces. Llevaba desde quinto grado de la primaria una beca en el colegio y los mejores promedios, y se había acostumbrado a ir a las fiestas de sus compañeros o participar de salidas grupales sólo cuando podía permitirse la ropa de mo­da. (El gesto de vestirse excéntricamente y hacer de ello una virtud o un desafío jamás se le hubiera pasado por la cabeza a Rubén Arturo Cortello­ne, que soñaba con la diplomacia —previo Master en Economía de alguna universidad americana— pese a que sus capacidades lo destinaban a un Ph.D. en Historia, Filosofía o Literatura, a algún campus americano pero para llevar una vida académica.)

A los que sí odiaba era a los profesores de Educación Física, lo que constituía una forma de odiarse a sí mismo casi tan penosa como la de considerar un dato objetivo la inferioridad social de sus padres. Que el se­ñor Puchuri o el señor Roblas castigasen su escaso gusto por perseguir pe­lotas y adoptar poses antinaturales era esperable; la decisión de odiarlos para siempre, en cambio, hablaba de una tendencia en Rubén a no cues­tionar convenciones como la de las bondades del deporte y la gimnasia, sino sentir culpa cada vez que no podía cumplir superlativamente con ellas. Una cuadra y media después del Carlos Pellegrini todavía estaba pla­neando terribles venganzas contra los profesores, que en todo el viaje en­tre Ingeniero Maschwitz y Belgrano nada habían hecho para detener las burlas que recorrían el escolares.

Fueron las dos chicas las que se lo llevaron por delante, o mejor dicho por detrás y el costado izquierdo. Conscientes de la propia torpeza, de que cruzar en diagonal desde una esquina, sin mirar y charlando todo el tiem­po, no las autorizaba a quejarse mucho de la distracción ajena, apelaron a la vieja táctica de ser las primeras en el agravio. También llevaban unifor­mes —del Mallinckrodt, que Rubén no reconoció, puesto que de lo con­trario hubiese inferido que las sendas argollas de plata que decoraban sus narices eran estrictamente para después de clases—, y tenían todo el aspec­to de estar, como él, disfrutando del comienzo del fin de semana.

—Pero... ¡qué tipo pelotudo!

—¿Por qué no te fijás por dónde andás... pelotudo?

La segunda en increparlo, que había vacilado en imitar el insulto de su amiga, dejó a Rubén casi sin habla. No estaba acostumbrado a pensar en las chicas de su edad en términos realmente sexuales —de hecho, no es­taba acostumbrado a pensar en las mujeres en términos realmente sexua­les, excepto por las que figuraban en ciertas revistas que contribuían al ba­lance de muchas librerías de viejo de Buenos Aires—, pero le pareció que por aquella hubiese valido la pena vencer su timidez, comportarse como un vulgar Bonadeo. Notó que se tomaba el hombro con un rictus de do­lor quizá excesivo para la mediana violencia del choque, y adivinó entonces que la encantadora y breve presión que había sentido a la altura de la axila debía haber sido causada por uno de sus pechos.

—Sorry, pero las que me chocaron fueron ustedes, yo venía caminan­do de lo más tranquilo.

—Andate a la mierda, imbécil. "Sorry... Ay sorry, sorry..." Pajero.

Esa vez la bonita no agregó ni una palabra a lo dicho por su compa­ñera, que reanudó la marcha de inmediato, pero antes de seguirla —una mano aún tomándose el hombro— midió a Rubén con los ojos. A él le hu­biera encantado saber que el contraste entre sus rasgos de nene y precoces canas en el pelo negro volvían tolerable su fealdad; como de costumbre, sin embargo, interpretó el atrevimiento de aquella mirada en el sentido opuesto al que poseía, por lo que enrojeció de mortificación y no pudo si­quiera responder a los nuevos insultos con alguna frase hiriente. Para cuando salió de su trance, las chicas ya estaban llegando a la esquina de Montevideo. Una de ellas había dejado sobre la vereda, solitario vestigio del encuentro, su bufanda escocesa. "Tartan", pensó Rubén mientras se agachaba a recogerla, ubicando en la otra lengua el sustantivo para ese cuadriculado verde, azul, rojo, amarillo y celeste.

—¡Ey! ¡Che...!

No escucharon sus gritos. Entre el enojo por cómo lo habían tratado, la vergüenza de llamar la atención en la calle y la suavidad de la lana al tac­to, que lo hizo llevarse la bufanda a la nariz para olería —el perfume era denso y a base de sándalo, más propio de mujer que se dirige a una cita con su amante que de una chica del secundario—, pasó el momento de re­petirlos. Mecánicamente, revisó la prenda como si fuera lógico esperar que tuviese los datos de su dueña bordados en alguna parte. Lo único que en­contró fue una etiqueta de tela donde se leían tres palabras: arriba BUR­TON, seguida por el redondelito con la erre de marca registrada, y abajo, en letra más pequeña, OF SCOTLAND. Al mismo tiempo que se preguntaba si la marca no debería figurar como BURTON'S y el redondelito contener una te y una eme —si, en definitiva, la etiqueta toda no constituiría una chabacana estrategia de marketing de la industria nacional—, Rubén salió corriendo tras las chicas, decidido a que el gesto magnánimo de devolver­les la bufanda sirviera para reivindicar su honor, provocarles un buen ata­que de culpa. En la esquina tuvo que detenerse a esperar el cambio de luz, pero aunque el tráfico le permitía ver la cuadra siguiente sólo de a pantallazos, identificó con precisión el edificio adonde habían entrado.

Cuando llegó allí, no supo qué hacer. El edificio era viejo, de un solo piso; la planta baja la ocupaba una panadería en cuyo interior no se divi­saban otras chicas que las empleadas, mientras que la puerta independien­te que llevaba a la planta alta no parecía pertenecer ni a una casa de fami­lia ni a ningún tipo muy identificable de negocio. La chapa, en particu­lar, era bastante extraña: no por su forma —el típico óvalo acostado— ni por el 1540 en esmalte negro sobre fondo blanco, sino porque debajo del nú­mero, calada sobre un rectángulo negro, se leía en blanco la enigmática palabra LIVING. La posibilidad de que fuese una especie de peluquería fi­na asustó a Rubén, le quitó todas las ganas de vengarse y las secretísimas esperanzas de conseguir el teléfono de su amor a primera vista. Tras unos segundos de duda, en que imaginó lo estúpido que podía quedar expli­cando sus intenciones a través del portero eléctrico, se echó la bufanda al cuello y volvió hacia Montevideo. Los cincuenta pesos que le había rega­lado su abuela ya le estaban quemando el bolsillo, y el propósito inicial de gastar parte de ellos en un jueguito ocupó su mente otra vez. Desconocía a qué hora cerraba el negocio de computación de Montevideo y Paraguay, pero supuso que el tiempo empleado en revolver libros no le dejaba mu­cho margen de maniobra. El aroma a sándalo en que iba envuelto, ade­más, lo impelía a regresar a su casa cuanto antes, ponerse a soñar un de­senlace distinto para el encuentro callejero que había tenido.

—Me cago en tu puta madre.

Sebastián masculló la frase, como ensayando para el grito que lanza­ría inmediatamente después. Durante los últimos cinco minutos, y sin el menor éxito, había estado tratando de concentrarse en su rutina con las pesas. Por lo común el ejercicio físico lograba obliterar todo lo que no fue­ra embeleso narcisista ante los movimientos de sus propios músculos, pe­ro lo común y la normalidad —o lo que en el caso de Sebastián Costas pa­saba por normalidad— habían cesado varias semanas atrás, ya no recorda­ba cuántas.

—¡ME CAGO EN TU PUTÍSIMA MADRE, HIJO DE PUTA! ¡CORRRTALA!

Los dos televisores del loft estaban sintonizados en MuchMusic. Co­mo no había otra persona allí y Sebastián se hallaba frente a uno de los aparatos, el arrebato de furia pareció ir dirigido contra el cantante que bai­loteaba en ambas pantallas. (Nasty, el gatito siamés, llevaba un buen rato en el baño ocultándose de su amo, cuya puntería con un par de pilas usa­das le había roto ya una costilla.) Quizá por el grito, pero probablemente no, La Voz que él oía todo el tiempo —que sólo él oía todo el tiempo— le dio un respiro a Sebastián, uno muy breve y que apenas le alcanzó para depositar las pesas sobre la alfombra y abrir la puerta ventana que condu­cía al balcón. Desde allí la vista era amplia, convencionalmente agradable: a la derecha las torres nuevas, el edificio de La Nación y el río; al frente la plaza Roma y el monumento a Mazzini; a la izquierda los árboles y el tráfi­co de la avenida Alem. Sebastián vio poco y nada de todo eso, casi no escu­chó la súbita competencia entre el videoclip de la televisión y el estruendo de Buenos Aires y ni siquiera se dio cabal cuenta —pese a su torso descubier­to, sudoroso por el ejercicio— de que había empezado a tiritar. La tempe­ratura era baja para tratarse de fines de septiembre.

—No no no. Todavía no. Primero lo otro.

El pie descalzo que Sebastián había levantado para sortear la baranda del balcón voló hacia atrás y se estrelló contra el vidrio de la puerta. Un trozo de seis centímetros de largo se le quedó clavado en el tobillo duran­te fracciones de segundo, y luego cayó al piso como el resto de los que ha­bían sido parte del boquete.

—¿Duele, no? ¿Duele mushho?

La Voz sonaba de nuevo acariciante. El hecho de que no proviniera de ningún sitio identificable la volvía aterradora, y el de que le costara articu­lar ciertos sonidos más aterradora aún, más espantosamente real. Sebastián, que tenía los ojos llenos de lágrimas y estaba intentando disciplinar el dolor con el inútil y homeopático método de morderse el labio de abajo, movió la cabeza en señal de asentimiento. Sabía que el gesto era superfluo, así co­mo había intuido incluso desde antes de gritar que aquel poder registraba hasta el último de sus deseos, y sería capaz de infligirle todo tipo de tormen­tos para impedir que se lastimase de un modo permanente. Alrededor de su pie las astillas y trozos de vidrio se iban cubriendo poco a poco de sangre.

—¿Querés que te cure?

Casi no hubo intervalo entre la pregunta y el siniestro milagro: de pronto estaba el dolor y de pronto ya no estaba; de pronto se habían es­fumado no sólo los cortes, sino también la sangre derramada, y los vidrios rotos pero de nuevo limpios eran la única evidencia de lo ocurrido. Un sarcástico "Sí, claro. ¡Cómo no!" se le ahogó en la boca a Sebastián, que al mismo tiempo se sintió mejor que nunca y sexualmente excitado como nunca, con una erección avasallante de puro súbita transformándole todo el cuerpo en mero y prescindible sostén del pene. No es que las imágenes que lo invadieron entonces —el cine del que sueña despierto, tan vivido co­mo imposible de ver cuadro por cuadro— difiriesen mucho de sus fanta­sías anteriores al advenimiento de La Voz, sino que esa vez lo asustaron porque adivinó que iban a cumplirse, que debían cumplirse. Formaban parte del plan.

—Te convendría darte un baño. En un rato salís de caza, y en unash ho­ras vas a eshtar conmigo para shiempre.

El impulso de masturbarse allí mismo se debilitó. Cuando las imáge­nes empezaron a perder coherencia —y su pene rigidez—, Sebastián sorteó los vidrios rotos y volvió a entrar, maravillado de que el pie no le doliese y del extraño, malévolo bienestar que lo envolvía. Era como la exaltación que recorre a un grupo de chicos cuando están esperando al debilucho de la clase para mantearlo. Ya no lo molestaba el persistente fantasma de la resaca, fruto de dormirse noche tras noche a base de diazepam y vodka cuando antes sus mayores vicios habían sido los anabólicos y jugos de fru­ta. Quizá obedecer a La Voz no fuese tan mala idea, pensó; una entidad que obraba milagros y le pedía el curioso sacrificio de llevar a la práctica sus fantasías bien podía impedir que la ley lo castigara por ello. Quizá has­ta pudiese impedir que su padre lo forzara a retomar Administración de Empresas en la UCA. El problema era el "todavía no" con que había dete­nido su intento de aprovechar la distancia entre el octavo piso y el asfalto de Lavalle, lo que a su vez arrojaba dudas sobre el significado de "vas a es­tar conmigo para siempre".

No vash a morir, o mejor dishho vas a morir únicamente para este mundo.

—Qué macana entonces, porque eso es lo que la gente entiende por morirse. Haceme un favor, ¿querés? ¡MOSTRATE SI SOS TAN... TAN...!

Sebastián tuvo que dejar incompleta la frase. Acababa de reparar en otra característica intranquilizadora de La Voz: su timbre no era ni mas­culino ni femenino.

—No podésh verme. Tampoco vas a poder verme cuando eshtésh conmigo.

Los temores de las últimas semanas retornaron. ¿Y si estaba tan loco que no sólo alucinaba La Voz, sino también cosas como la sangre y los vidrios rotos? En MuchMusic habían empezado a pasar un clip de Babasónicos. Se­bastián odiaba el rock argentino, y casi lo alegró que la pantalla se pusiese de golpe negra, salvo porque el mismo chispazo seguido por la misma co­lumna de humo grisáceo se repitió en el otro extremo del loft, dejando sin Babasónicos ni música a la zona del bar y la mesa de pool. (El arquitecto culpable de las reformas padecidas por aquel viejo departamento no había diseñado una vivienda, sino un aviso de shampoo o agua mineral.)

—Allá no. Mirá aquí, que te queda máshh cómodo.

La fuerza que le torció el cuello para dirigir de nuevo sus ojos hacia el televisor más próximo no era irresistible; era apenas la justa para sugerir que resistirse hubiese sido un pésimo negocio. Por unos instantes no ocu­rrió nada; luego la pantalla se puso turbia, lechosa, y finalmente mostró desde arriba lo que parecía ser el fin de un bosque de coniferas y la lade­ra de una montaña. Las dos lunas y la multitud de estrellas del raro cielo —un cielo tan poblado que resultaba poco familiar hasta para Sebastián, incluso sin el detalle de las dos lunas— y cientos de fogatas abajo, entre el bosque y la montaña, combatían con bastante eficacia la oscuridad de la noche. Aunque de silueta humana, las criaturas que se apiñaban en peque­ños grupos alrededor de las fogatas no le provocaron deseos de ver sus ras­gos de cerca. A juzgar por su actitud estaban pendientes de un aconteci­miento que iba a producirse en las ruinas de una edificación que había ocupado la base de ladera. Cuando la imagen cambió para mostrar las rui­nas desde una altura normal y de frente, Sebastián comprendió que aque­llo había sido un túnel de piedra que unía la boca de una caverna en la montaña con una puerta que daba al bosque, de la que sólo quedaba en pie parte del inmenso marco. Los bloques que habían conformado su dintel y ahora obstruían la entrada le recordaron por su tamaño las ilustraciones de los viejos manuales de historia, aquellas que pretendían interesar a los alumnos en las hazañas arquitectónicas de los pueblos primitivos. A pun­to de recobrar en el ojo de su mente alguna página de la Historia antigua y medieval de Cosmelli Ibáñez, lo distrajo un clamor que provenía de las criaturas reunidas en torno a las fogatas. Una de ellas —que había causado el disturbio al encaramarse con pasmosa rapidez y facilidad sobre los res­tos de la puerta— empezó a arengar a sus congéneres en una lengua de mu­chas sibilantes. La criatura era decididamente de sexo masculino; de he­cho, aunque su blanquísima piel carecía por completo de pelos, cejas y pestañas, lo que en ella repugnaba era que se trataba de un ser demasiado masculino: carecía también de tetillas, y sus agresivos ademanes no nece­sitaban afirmar los valores de una vida guerrera por sobre los de otro tipo de existencia, sino que no contemplaban otro tipo de existencia. En su diestra blandía una especie de cimitarra, cuya vaina de cuero llevaba en banderola sobre la espalda junto con un escudo también de cuero. Vestía una falda corta, desteñida pero aún negra, sandalias toscas y medias de la­na cruda. Sus ojos eran amarillos, con un tercer párpado como el de los gatos. Cuando algunos de sus partidarios se adelantaron para formar una barrera protectora a sus pies —pronto se hizo evidente que había tres fac­ciones, la del que hablaba menor que la de sus enemigos, y ambas muchí­simo menores que la de los indecisos—, Sebastián se maravilló de la homo­geneidad de aquellos seres, que prácticamente se distinguían sólo por la vestimenta y la cantidad de adornos, y entre los que sólo al cabo de un tiempo de observarlos podían percibirse las diferencias de edad o altura. Un motivo que se reiteraba en brazaletes, collares, anillos y en el pecho de varios de los que llevaban túnica era el menos armonioso de los triángu­los, el escaleno de lados desiguales.

La arenga, interrumpida tanto por los gritos de apoyo como por los de repudio, se prolongó durante unos minutos y luego degeneró: acaba­dos sus argumentos, el ser comenzó a proferir la secuencia de sonidos tia­rasi drl'oshi frase de por medio, consigna que sus partidarios retomaban, alzando las armas y las horribles voces al cielo. Sebastián supuso que aque­llos sonidos debían estar vinculados con el símbolo del triángulo, ya que el de la arenga a veces los acompañaba enrostrándole a la turba el que le colgaba del cuello, como quien muestra el crucifijo o la medallita de la Virgen para probar su fe católica. Por el rabillo del ojo, con cierto esfuer­zo, Sebastián pudo espiar que el otro televisor no estaba transmitiendo el mismo programa, aunque le fue imposible decidir si eso era más o menos extraño de lo que hubiera sido hallarlo también sintonizado en el canal La Voz. Antes de que tuviese tiempo de arribar a alguna conclusión al respec­to, sin embargo, una figura salió de la caverna y comenzó a caminar a paso firme hacia la asamblea de monstruos. En cuanto estos la divisaron hubo una algarabía generalizada, seguida de un silencio profundo e igualmente general. El de la arenga bajó entonces de su plataforma, revelando por su actitud y nerviosos movimientos que no había esperado aquello y tampo­co lo alegraba. Sus acólitos lucían confundidos.

Los escombros le impidieron muy pronto a Sebastián seguir el avan­ce de la figura, pero mientras fue visible a lo lejos él intentó sin éxito en­tender por qué le resultaba familiar. Aunque el ser no tardó mucho más de un minuto y medio en arribar a su destino, pasando de costado y en puntas de pie entre dos bloques de piedra como quien se adelgaza para pa­sar entre la pared y la silla de un comensal distraído, la expectativa multi­plicó aquel tiempo varias veces. En ese lapso Sebastián cayó en la cuenta de que las imágenes que le mostraba el televisor tenían una profundidad y una nitidez inusuales; concentrándose en la pantalla uno se transporta­ba allí, veía las cosas del mismo tamaño y a la misma distancia que si se hubiera hallado entre las pesadillescas criaturas, pero a la vez —no, a la vez no, sucesivamente: como con dibujo del pato/conejo o el de la copa y los dos perfiles, el reacomodamiento perceptual necesario para distinguir una forma borraba la otra, y viceversa— podía ver el aparato, su casa, los mue­bles y objetos que lo rodeaban.

El ser que emergió de entre los bloques de piedra estaba desnudo. Si bien se parecía a los demás en los ojos y la ausencia de pelos, sus tetillas eran las de un varón de la especie humana. Antes de identificar el rostro, o mientras aún se negaba a reconocerlo, Sebastián constató que la ingle iz­quierda de aquel híbrido ostentaba una cicatriz como la que le había que­dado a él después de que lo operaron de varicocele. Tras avanzar unos pa­sos, su doble quedó a pocos metros del orador, que lo interrogó en un tono donde se mezclaban el miedo, la furia y el asombro: "¿Hosáh? Da drl'os, da vl'tos, ¿hosáh?r'. Sebastián sintió el impulso de pronunciar su nombre, pero lo que finalmente salió de sus labios fue una deformación del mismo muy se­mejante a la lacónica respuesta de su otro yo en la pantalla: "Sebestiar".

Lanzando un grito para darse fuerzas e incentivar a sus conmilitones —"¡DA DR'LOS, DA SEBESTIAR!"—, el orador atacó. No había recorrido ni un cuarto de la distancia que lo separaba de su objetivo cuando algo invisible lo tomó del cuello y elevó a cuatro palmos del suelo. Sus piernas se agita­ron en el aire durante unos instantes; después su cuerpo todo formó una ve corta y cayó, rota la columna vertebral pero aún firmemente aferrada en su diestra la cimitarra, que no había envainado en ningún momento desde la arenga. El doble de Sebastián bajó los brazos, que había estado moviendo de lejos como quien controla a una marioneta. Uno de los par­tidarios del muerto puso una flecha en su arco y lo apuntó. Aunque la ve­locidad con que se descolgó el arco del hombro extrajo la flecha del car­caj y tensó la cuerda fue pasmosa, hasta bella en su bélica precisión, el ase­sino de su jefe fue más rápido: dejó caer la mandíbula, abrió la boca al má­ximo y escupió —fue algo voluntario, no una arcada: escupió como un co­legial seguro de mejorar su marca previa— un vómito espeso. Tras descri­bir una parábola perfecta, el líquido empapó a su enemigo. Los gimoteos de dolor tardaron unos segundos en comenzar, pero aquel ácido pronto derritió el arco y transformó a quien tan hábilmente lo había manipulado en un guiñapo humeante. Pequeños círculos de pasto en llamas marcaban los sitios donde algunas gotas se habían separado del grueso del vómito para precipitarse a tierra. La segunda muerte pareció convencer a las cria­turas de que estaban ante un ser digno de veneración, y mientras la pan­talla se iba poniendo de nuevo lechosa, Sebastián escuchó que unían sus voces vivando a su otro yo, vivándolo a él: SE—BES—TIAR, SE—BES—TIAR, SE—BES—TIAR, SE—BES...

La Voz aguardó a que cesaran las imágenes, permitiéndole a su elegi­do disfrutar del triunfo.

—¿Hay trato?

Sebastián sonrió, una mueca extática. Ya no le importaban el estado de los televisores, que no volverían a transmitir videoclips, o la historia de su vida hasta entonces. La Voz le había hecho ver su destino. Iba a bañar­se, terminar con Nasty —un sacrificio de yapa, pensó— y usar la camioneta para salir de caza por última vez, pero también por única vez verdade­ra. Su respuesta fue casi inaudible.

—¿Que si hay trato? ¿Qué—te—pa—re—ce, loco?

A Clara le ardía el tatuaje reciente. Haber perdido la bufanda no le preocupaba, pero al chocar contra el chico del blazer verde se había pega­do justo en el hombro derecho, donde desde hacía unas horas llevaba el dibujo de una rosa. Si se le infectaba o algo, el Ingeniero Olhagaray y se­ñora se enterarían muy pronto, y no en el verano y en la playa, de que ella había desobedecido sus instrucciones expresas de no tatuarse. Estaba eno­jada con Milita, y bastante enojada también consigo misma; aunque su amiga la había llevado al local de la galería Bond Street y conseguido que el dueño desestimara la advertencia de su propia vidriera Se tatúa a me­nores de 18 años acompañados de sus padres y con DNI—, el modo en que ha­bían agredido al chico, que además era un santo por no haberles contes­tado ninguna barbaridad, le daba mucha vergüenza. No podía dejar de pensar, supersticiosamente, que lo intempestivo y gratuito de aquella agre­sión le traería mala suerte con el tatuaje. Y para colmo iba a volver tardí­simo, o no tardísimo pero sí tarde para no haber avisado. Milita le había prometido que pasaban apenas un rato por la disco, donde su novio tra­bajaba de barman, y después la acompañaba a casa para reforzar ante sus padres la historia de haber ido juntas a la Biblioteca del Congreso —"¿có­mo? ¿seguro que no les avisé?"—, pero ya eran casi las diez. La fauna del Living, la que cenaba allí mismo o se tomaba unos tragos tranquilos co­mo preludio al baile, estaba empezando a llegar. Las dos chicas se habían cambiado el uniforme en el baño, mientras compartían un porro, pero Clara notaba desaprobación en el ambiente. Sabía por anteriores visitas a la disco que el promedio de edad de los habitués rondaba los treinta años: a las tipas no les gustaba la competencia desleal, y los tipos —que no hu­bieran tenido empacho en sacarlas a bailar con el sitio lleno y las luces ba­jas— miraban ahora con cierto fastidio los arrumacos de Milita y su novio, como escandalizándose del estupro del barman.

—Vamos, che. Vamos.

El novio de Milita, un español que se llamaba Roque y al que le de­cían Rocky, se sintió molesto por la nueva interrupción —era la cuarta o quinta— de Clara, que en realidad le estaba haciendo un favor. Rocky vi­vía en la feliz ignorancia de que abundaban los cuerpos jóvenes y broncea­dos como el suyo dispuestos a trabajar en discotecas y pizzerías de moda hasta que las pasarelas los reclamaran. Hizo un esfuerzo por mirar mal a Clara, pero como sus rencores no duraban mucho más que sus restantes operaciones mentales, para cuando Milita había terminado de contestar, ya estaba sonriendo de nuevo. Era una persona encantadora.

—Cinco minutos. Dale, Cla, bancanos cinco minutos, que igual den­tro de un ratito Rocky no nos va a poder dar ni bola. ¿No ves que empie­za a caer la gente?

Clara bufó. No reconocía la música que estaban pasando, y el hecho de que los innumerables televisores transmitieran una y otra vez la misma película de la demolición de un edificio, que al principio le había pareci­do simpático, raro, comenzaba a hartarla.

—Mis viejos me van a matar.

—Dale, Claaa. Me la debés. Y Rocky te hace un gin tonic también a

vos, ¿sí?

La sonrisa de Rocky le decía que sí a todo. Clara se tentó: de su Co­rona, con que no había podido quitarse de la boca la sequedad acre de la marihuana, quedaba sólo un resto tibio, y aunque tenía sus dudas de que el gin fuera a gustarle, la botella azul entrevista mientras el barman le pre­paraba su trago a Milita la había fascinado estéticamente.

—Okey, cinco minutos, pero que el gin tonic sea como el tuyo, de

Bomba...

Milita tomaba cualquier cosa que tuviera bastante alcohol y lo disi­mulara con burbujas, de modo que fue incapaz de ayudarla con la marca. No así su novio.

—Bien por ti, hija. Una conocedora. Marcha un gin tonic de Bombay

Sapphire.

Veinte minutos y más de un gin tonic y medio más tarde, Clara se sentía horrible. Una tal Mónica, de treintaipico no muy frescos, coquetea­ba displicentemente con Rocky: saltaba a la vista que lo hacía casi por práctica, que no estaba empeñada de veras en irritar a Milita, pero tam­bién saltaba a la vista que alguna vez había ocurrido algo entre el español y ella. Chistes en clave, lenguaje corporal de extrema confianza —el saludo, la acariciante y blanda manera en que le había tomado una mano entre las dos suyas al besarlo, estirándose por sobre la barra—, y el colmo de pregun­tar si ya había puesto cortinas en su departamento, no eran el tipo de ac­titudes hacia un muchacho que contribuyesen a la tranquilidad de ánimo de su chica. Clara, cuyos silencios recargaban la explosiva situación, des­cubrió de pronto que tenía que ir al baño, aunque fuera para verificar si allí también el mundo giraba enloquecido. No escuchó cuando Milita le prometía por enésima vez que ya se estaban yendo, que se tomaban un ta­xi y ella pagaba.

De camino por el largo pasillo que rodeaba la pista de baile, llena en ese momento por las mesas de los que se disponían a cenar, Clara fue in­terceptada por alguien del que sólo vio un cinturón con pager, un vientre abultado y una camisa leñadora. La pregunta "¿solita, linda?" le pareció casi inverosímil pese a su evidente carga de ironía —tan antediluviana, in­cluso para un chiste, como la camisa leñadora—, pero por fortuna el gra­cioso no la siguió hasta el baño.

En el espejo se notó muy pálida. Aunque el tatuaje no le ardía menos que antes, esa molestia había pasado a un segundo plano. Al inclinarse so­bre el lavabo sintió las primeras náuseas, que el agua fría sobre la cara mo­rigeró apenas un poco. Estaba transpirando, y el leve olor a marihuana que aún persistía en el ambiente empeoraba su descompostura. Decidió que le convenía irse sin avisar, aprovechando que la salida no era visible desde la barra. No quería ni discutir con Milita ni recibir ayuda ni vomitar pa­ra el amable público. Lo que necesitaba era aire fresco, aunque eso signi­ficara volver a su casa a pie —no le quedaba un centavo, lo que había con­tribuido a su tolerancia con las demoras de su amiga— y exponerse a una reprimenda paterna.

Estuvo a punto de vomitar en el descanso de la escalera, y de hecho sólo consiguió apartarse unos metros de la puerta de la disco antes de que su estómago expulsara los gin tonics y la cerveza sobre el cordón de la ve­reda. Una camioneta que pasaba por la calle frenó violentamente, pero Clara no se dio cuenta de que su ocupante descendía y caminaba hacia ella hasta que se le paró al lado.

—¿Estás bien?

Clara se había vomitado las zapatillas, una manga del pulóver y la mo­chila en que llevaba el uniforme y los libros del colegio. El hombre le ofre­ció un pañuelo, sin esperar la respuesta a su pregunta. —Tomá. Limpiate un poco. —Gracias.

Mientras obedecía, Clara se descubrió rogando que el punzante aroma del Narcise que le había robado a su madre disimulara el del vómito. El ti­po debía tener unos veinticinco años —buenmocísimo, mucho más buen mozo que Rocky: pelo rubio oscuro, ojos verdes, cuerpo de deportista— y su camioneta era una Mitsubishi 4x4, igual a la del hermano de Milita pe­ro negra. Cuando ella terminó de quitarse las manchas lo mejor que pudo, le alargó automáticamente a su dueño el ya impresentable pañuelo. —Dejá. Tiralo. ¿Cómo te sentís? —Y...

—¿Tembleque todavía? Te debe haber bajado la presión.

Clara supuso que para no quedar como una completa idiota se impo­nía decir la verdad, o esa mitad de la verdad que no incluía la marihuana.

—Es que tomé gin, y no estoy acostumbrada al alcohol.

El tipo le mostró unos dientes perfectos. Mirándolo bien se veía un poco demacrado, pero por lo demás era un actor de Hollywood.

—¿Querés que te lleve a tu casa?

—No... Gracias, tengo que encontrar un bar donde cambiarme, en la mochila hay ropa. Si llego así mis padres se van a morir del susto. —¿Dónde vivís?

—Acá cerca... bueno, cerca cerca no. Frente a Plaza San Martín. —Mirá, si te parece podemos pasar por mi departamento... yo estoy en Lavalle y Alem, y después de ahí te alcanzo a tu casa, que es al toque.

Normalmente Clara hubiese desconfiado de la oferta, pero aún se sen­tía mareada, y le encantaba la idea de tener una historia para contarle a su amiga. (Pensó que podía transformar al gracioso de la camisa leñadora en el príncipe azul con el que estaba hablando, justificar su repentina huida de la disco de un modo romántico y sin hacer referencia a las náuseas. También le pareció que un tipo que paraba su coche y se bajaba a ayudar porque veía a una chica vomitando no representaba grandes peligros.)

—Pero eso es mucha molestia, seguro que ibas a algún lado y yo...

—Para nada. Salí a dar una vuelta porque estaba podrido de estudiar, tengo un parcial en la facu el lunes. Yo me llamo Sebastián Costas, ¿vos?

Cuando Clara entró al loft del octavo piso, lo primero que le llamó la atención fue que sobre la cama hubiese una bufanda idéntica a la que ha­bía perdido. Lo segundo que le llamó la atención fue el cuerpo desnudo, boca abajo en medio de un charco de sangre, y lo tercero el gato muerto sobre la mesa de pool.

Fuente: Feiling, C. E. (2007) Los cuatro elementos, Buenos Aires, Norma, págs. 483-498.

Más de la obra de C. E. Feiling:
  • Dossier de La idea fija sobre C. E. Feiling (incluye una reseña biográfica, varias notas escritas por Feiling (inclusive la imperdible "El culto de San Cayetano" en la que destruye a Osvaldo Soriano), algunas traducciones, etc.);
  • Homenaje a C. E. Feiling en el que amigos y conocidos del campo cultural y literario escriben sobre él y su obra con motivo de su fallecimiento;
  • Primer capítulo de Un poeta nacional, novela de aventuras basada en un episodio en la vida de Leopoldo Lugones;
  • Primer capítulo de El mal menor, una de las pocas (si no la única) novelas de terror argentina.
 

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