Mostrando las entradas con la etiqueta marimón. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta marimón. Mostrar todas las entradas

martes, marzo 24, 2020

algunos relatos de la memoria

Desde hace varios años, para esta fecha de la memoria, vengo posteando algunos relatos de autores que me gustan y que posiblemente no fueron tan tenidos en cuenta a la hora de volver sobre el 24 de marzo. En medio de esta pandemia brutal que nos aísla y nos estanca en un día infinito, preferí recuperar esos textos en un solo posteo a subir algo nuevo. Así que ahí van, un fragmento de cada uno y el correspondiente vínculo para quién/es quieran leerlos o releerlos.



Los taconeos, el acento metálico de las armas al ser cargadas o descargadas, el tintinear de las botellas, los gritos, las órdenes, el roce de las esposas, la caída del agua de los retretes, un encendedor al prender, las toses, los pedos. Pienso que ése era el primer escalón de ruidos. Tenían por característica que se los podía aislar, cada uno transparentaba una acción que yo imaginaba y reconstruía sobre la pantalla de los párpados vendados. Seguía, luego, otra escala más confusa pero reconocible: consistía en la llegada de una o más víctimas. Empezaba como un tropel de pasos. Se escuchaba inmediatamente el choque de huesos contra la pared, los alaridos revueltos, lo que gritaba el desgraciado mientras lo hacían correr a las patadas, a culatazos, rompiéndole los dientes, hasta que se estremecía una puerta al cerrarse y se amortiguaba el curso de la acción. Los policías sobre todo insultaban ¡hijo de puta! ¡apátrida! ¡sos montonero! y los detenidos respondían que no, o decían por favor, tengo hijos, no me peguen, mis viejos, yo no hice nada, ay mamita mamá mamá. No era demasiado extensa la gama de sus respuestas; sino, sencillamente, no hablaban y toleraban el castigo entre quejidos o bruscos soplos de aire.
Fragmento de El antiguo alimento de los héroes (1987), de Antonio Marimón. Sigue acá



El 24 de marzo (1976), los militares argentinos, y dale, tomaron el poder, o así, al menos: o así al menos -para decirlo todo- ellos lo creyeron. La verdad es que el poder lo tomaron los banqueros, los que, ¿los que?, como es tradicional en la Argentina, se pasan la vida rompiéndoles el (los) culos a los militares argentinos. Y gozan con ello: los militares argentinos y los banqueros (que se los cojen). Los militares. Argentinos, y los banqueros. Argentinos, y de cualquier otra nacionalidad, si es que existe -Dud, lo dudo- otra nacionalidad.

LOS MILITARES ARGENTINOS
LOS PREFIEREN EXTRANJEROS

sin embargo.
"Se equivocaban de departamento", de Osvaldo Lamborghini. Sigue acá.

En el marco coyuntural de una alternativa poco favorable a nivel de descuelgue, me está diciendo el pibe éste (cara de aseo muy bueno, conducta muy buena) y por lo que se conoce de él, es como si Ireneo Leguisamo se pusiera a hablarme de la relación de pareja entre los menonitas, o el Cid Campeador, de las virtudes de la soja en la alimentación macrobiótica, cosas por ai importantísimas para que aparezca un Ireneo Leguisamo o un Cid Campeador en este piojoso mundo, pero que a mí, Celestino Vinelli (ex futuro poeta, hoy Harold Dream, o Jeff Matterson, o Dick Heller, según mande para la Serie Negra, la Colección Terror, o la Súper Crimen) me interesan tanto como si abuelita me estuviera aleccionando sobre las dificultades del punto cadena, pero hay que joderse.
"Cacería sangrienta o la daga de Pat Sullivan" (1985), de Humberto Costantini. Sigue acá.


Quizá, en ese momento, el sol, de un melancólico color morado, tiña la habitación, ilumine la mesa, profusamente tallada, como la tarde en que se sentó por primera vez ante el chico, entretenido en desgarrar el cintex adherido al envoltorio de los cuadernos.
—No sé qué hacer con él —le había confiado la mujer, deprimida—. No estudia, se pasa el día leyendo revistas y haciendo crucigramas.
La ventana estaba entreabierta, con la persiana baja hasta poco menos de la mitad, para impedir la entrada del calor y de la luz. Sin embargo, en la sombra, se distinguían los muebles de falso estilo imperio que llenaban la habitación. Eran muebles pesados, severos, pero, en alguna medida se establecía cierta coherencia entre ellos y las paredes, tapizadas con un papel de un lacre desteñido, sobre las cuales distintos paisajes y naturalezas muertas de colores vivaces, colgaban, enmarcados en cedro oscuro.
"Ciudad sobre el Támesis" (1988), de Amalia Jamilis. Sigue acá.

(...) Después de un rato ya no escucha.
Han vuelto al centro y prefiere observar a la gente que pasa por la calle. Recuerda ese ir y venir infatigable, sonámbulo, de sus primeras trasnochadas de adolescente: respirando hondo, con los ojos muy abiertos, deslumbrado por una promesa tácita, ubicua de aventura, se sentía admitido en los misterios encubiertos y al mismo tiempo tan accesibles a la noche. Tantos años más tarde, ahí está, acechando de nuevo la mirada de los transeúntes, pretendiendo leer en sus caras quiénes son, adónde van.
Se los ve cansados, felices, impacientes, disponibles, apurados, tristes: como la gente en la calles de cualquier ciudad. Y no lo miran. Él no olvida, desde luego, que está escrutándolos desde un automóvil en movimiento… pero por otra parte, ¿por qué deberían mirarlo? ¿Acaso él mismo no se siente como un fantasma? Un irrisorio Rip van Winkle, intentando explicar el territorio presente con un Baedeker amarillento, destartalado, confundiendo sus recuerdos con datos, tomando sus deseos por impresiones…
Fragmento de "El viaje sentimental" (1985), de Edgardo Cozarinsky. Sigue acá.

jueves, febrero 28, 2013

Héroe rojo (III) (Antonio Marimón)


Me ha ocurrido con trozos narrativos —fragmentos de infinidad de libros— que haya de súbito una línea impidiéndome seguir la lectura: quedo absorto por la descripción de un cairel, una tela o el brillo liso del océano en un islote. Del mismo modo, con Héctor la conversación por lapsos se detenía; la historia de nuestro hombre estaba tan poblada para nosotros de intensidad o elementos contradictorios, que parecía iba a írsenos de la voz. Entonces permanecíamos callados. A uno de esos encuentros llegué luego de una excursión a Cuautla: tenía fresco el perfil azul de los volcanes al amanecer, un diente sobresalía en la ladera izquierda del Popo. Jamás, ni extremando la imaginación, pude creer cuando el rostro aindiado de Pablo me hacía compararlo con un caudillo de la Revolución Mexicana, que me tocaría ver la madrugada en las tierras donde cabalgó Zapata, y tomaría ron con hielo en las noches de la ciudad del Cónsul. Héctor afirmaba que no hay partido chico ni partido grande: todos, aun aquel puñado de individuos que fuimos nosotros, reproducen una matriz, todos. Así la conversación ingresaba al círculo en que la memoria se adhiere a las preguntas: ¿por qué nuestro crecimiento incluyó nuestra ruina?, ¿por qué sucedió como con esos vasos que resbalan, esas pastillas de jabón deslizándose de los dedos, que los hechos escaparon de nuestras manos hasta parecer producto de otros hombres? Una siesta Ricardo me llevó a su nueva casa; se entraba por una escalera y tenía living-comedor, cocina, varias habitaciones. Era una verdadera casa, no aquella precaria de Güemes. Fuimos en automóvil; desde poco tiempo atrás el Gordo se movilizaba en un Citroen destartalado, de color gris. A partir de 1973, él y algunos más cobraban regularmente sus sueldos de funcionarios, en general inferiores a los del Comité Central. Hasta hubo un detalle comparable al lujo asiático: Ricardo hacía sus viajes a Buenos Aires en avión. Sin embargo, ¿cómo saber que ese módico bienestar de comunistas escondía una crisis? Empezaron a evidenciarse aspectos desconocidos en la conducta del Gordo; por ejemplo, empeñarse en atender las tareas de la Comisión de Finanzas, casi exclusivamente femenina. Luego, los sábados compraba unos kilos de costilla y marchaba a una casa de las afueras, donde vivían Lucrecia y Scofield. Este era pintor, sus exposiciones se basaban en un mismo tema que trabajaba mediante monótonas variaciones de negro, ocre y sepia. Colgados en una galería, sus cuadros impresionaban como un poema desdeñosamente ajeno a la mirada. De pronto supimos que Ricardo sostenía furtivos encuentros con Lucrecia. De pronto se notaban incrustaciones insólitas en su habla; no eran muy coherentes, sino como si tradujera de manera vulgar frases de Nietzsche y Rimbaud —autores favoritos de Scofield—, las que en boca del Gordo sonaban a dichas por un ventrílocuo. También afirmaba que para superar el insomnio era bueno irse a la cama con muchos whiskys y cenado en abundancia. Hedonismo plebeyo, intelectualismo tocado de oídas por un viejo militante, eran síntomas de que algo pasaba con el paradigma que Ricardo había creado de sí mismo; lentamente dejaba asomar raspajes, puntos de fuga hacia otra personalidad. Nombraba con más asiduidad que antes el peligro, como exorcizándolo con las referencias. A mí y a Héctor nos asombraba y ponía ligeramente tensos repasar ese período: un mundo estaba cambiando en el Partido y en nosotros sin que lo notáramos; discursos y acciones anunciaban cierto tránsito que no sabíamos leer, caminábamos sin saberlo entre dos realidades: la que nosotros creíamos y otra ignorada, mensaje informe de quién sabe qué grito en la tiniebla. Héctor hablaba de la asimilación acrítica de las tesis maoístas desde 1972, de un proceso de bolchevización del Partido desde 1973. Yo, en cambio, tiendo por temperamento a vislumbrar sólo la superficie de los hechos. Por eso, creo que el punto clave se ubica en los días postreros de 1974. Entonces, como en la bitácora de un barco hundido, sucedió un corte en nuestra continuidad: se acababa aquel año en que salimos del SMATA para nunca más volver, era un fin de semana rutinario, cuando me llamaron a una reunión. Entonces supe la nueva línea del Partido: consistiría en oponernos al golpe militar apoyando al gobierno peronista. En mi cabeza, y en la de muchos, hubo una implacable sensación de vértigo: ¿apoyar al gobierno de Isabel? Sí, estaba bien como estrategia global; ya habíamos concurrido a recibirlo a Perón en 1972; significaba descorrer un velo de años, no a través de los sueños de la pequeñoburguesía, como pasó con Cámpora, sino del verdadero peronismo, de esa sustancia opaca que veíamos desde la infancia y conmovía de arriba a abajo el país. Yo no vacilaba, incluso ratifiqué la certeza de creerme dueño de la verdad, como tantas veces me sucediera dentro de lo que se llamaba "espíritu de Partido". Pero si el peronismo era un movimiento tan complejo, ¿por qué se hizo lo posible para legitimar a la fracción que dirigía José López Rega? No afirmo que la escena siguiente ocurrió a la hora de la siesta, pues quizás fue a la media tarde, cuando promedia el día y estalla una claridad como fruta, la cual acentúa el roce del aire frío en la cara. Sí pienso que será una escena decisiva. Ricardo y yo nos sentamos junto a la ventana del bar. Digamos que el sol corría milímetro a milímetro la franja de sombra en el encolumnado del templete, a la entrada del Hospital de Clínicas. Allí, él me contó los pormenores de su primera entrevista con el brigadier Lacabarme. La audiencia había ocurrido de noche y apenas horas antes un comando del ERP trató de matar al interventor con disparos de obús. Llegó el Gordo tímidamente manejando su Citroen; luego lo hicieron pasar a un chalet contiguo a la Casa de Gobierno. Entonces, con una cuarentaicinco depositada sobre el vidrio de la mesita ratona, Lacabanne escuchó a la delegación del Partido. ¿Qué se podía hablar? Individuos armados, vestidos de civil, entraban y salían del living. De vez en cuando, el interventor federal —el mismo que había encarcelado a Ríos, a algunos de nuestros mejores camaradas del SMATA—, con su voz gruesa de militar les decía nombres, quiero nombres, ¡me tienen que dar nombres! Los invitaba a ser soplones de "soviéticos", he ahí el grado de cooperación política que proponía el lopezrreguismo. Por eso, un análisis de aquella alianza es irrisorio: fue la aplicación mimética de las orientaciones oficiales de China en la Argentina; fue la búsqueda ingenua del interlocutor más antisoviético en el gobierno peronista; fue un engaño a partir de una totalidad engañosa; fue un deseo forzado y a destiempo por tomar parte en la trama del Gran Juego, que fascinaba a Ricardo como ha fascinado a tantos. Creo que se hizo partícipe, además, el sello de un fenómeno generalizado en la época: que hasta en la versión de Mao —reforzado por la versión de Mao— el discurso "comunista" se diseminaba en resultados históricos abominables. Si habíamos constituido hasta entonces un grupo con excesos y errores —algunos sin remedio— pero de intenciones casi transparentes, eso cambió por completo; si la trama del Gran Juego había correspondido naturalmente a otras fuerzas y sujetos, nosotros entramos de ahí en más a sus fauces, y de la peor manera. Fallecido Perón, nada se opuso a que las instituciones políticas naufragaran entre bandas y señores de la guerra. Unos decían tener fines ideológicos, otros sólo militares, pero todos se intercambiaban los muertos, las alianzas, los mandobles por debajo de la mesa; la sociedad entera satelizaba en derredor de aventureros sin escrúpulos y de ciertos oportunistas que les servían. Ese rasgo había pasado a ser condición estructural de la política argentina en 1975; en él se confundían y rotaban izquierdas y derechas, teniendo como referente a alguna facción o grupo de hombres de armas, institucional o irregular, con o sin contigüidad de ideas. ¿Era posible participar de la historia sin entrar a semejante ajedrez jugado con peones de carne triturada? Hubo quienes en aquella desventurada izquierda por lo menos lo intentaban; aunque los aniquilasen —en un sentido a todos nos ocurrió lo mismo— no perdieron el horizonte moral. Algún curioso que estudie estos problemas se preguntará por qué no renuncié al Partido después de que Ricardo me narró su reunión con Lacabanne; no lo hice. Pareciera que en el camino de la razón a lo irracional quedaran residuos listos para inventar nuevas ilusiones. Un mediodía, en el departamento de Marita y Cacho, defendí con tanto vigor la línea política que me dejaron salir como un extraño; no me soportaban. Otra memorable noche nos reunimos en un restaurante Ricardo, Héctor y yo; nos acompañaban Vera y Edith. Es notable el poder enervante de la buena mesa: luego de un trecho en que sólo se oye el rumor de las mandíbulas, todos los comensales hablan y hablan, como si por la conjunción gozosa de los manjares y el vino con los cuerpos se desprendiera un sonido libérrimo de palabras. Las voces de ese coro se superponen con rara armonía, como asociadas en llegar a un límite donde se posterga el acto de entenderse, como acoplándose en una falta de significado último que afortunadamente a ningún comensal preocupa. Fue cuando el Gordo Ricardo sacó a relucir el tema de la insurrección. Los tres nos pusimos a describirla: enumeramos los puentes que habrían de tomarse, los edificios públicos, la forma en que serían bloqueadas las carreteras, el uso de la radio y hasta frases del discurso que deberíamos leer para llamar al pueblo a las armas. Luego vino el minucioso capítulo de las venganzas: cada uno iba nombrando un enemigo y la pena que le impondría al capturarlo; muchos eran amigos de otros tiempos catalogados entonces de "traidores" y "soviéticos". A intervalos, después de un nombre decíamos ése no me lo quita nadie, lo quiero para mí. Las dos mujeres siguieron un rato el juego, hasta que se callaron. Yo lo atribuí, con resentimiento, a que todas las referencias se correspondían con un mundo en verdad masculino, a la transposición en la política de complicidades de amigos. Más tarde supe que tampoco nos aguantaban. ¿Por qué no renuncié, no me fui? Porque éramos muchos los que vivíamos el mismo hechizo y, si quiero ser veraz, porque también a mí me subyugaba el Gran Juego. Diré que solía imaginarme sobre un camión con altoparlante recorriendo los barrios; al pasar por las avenidas y edificios encontraba piquetes de obreros armados que, para distinguirse, llevaban brazaletes de la CGT. Pablo decía por radio un discurso que yo le escribía, la calle era como una gran casa de todos. Me emocionaba susurrar aquellos versos de Alberti: "Arde Madrid. Ardía / por los cuatro costados", me emocionaba hasta el escalofrío, poblado el pensamiento por ese tumulto.

Marimón, Antonio (1987): El antiguo alimento de los héroes, Buenos Aires-Montevideo, Puntosur, 158-164.

lunes, enero 28, 2013

Héroe rojo (II) (Antonio Marimón)


Es probable que Edith apagara las lámparas del patio antes de irse a la cama. Sin darnos cuenta, nos circundaba una oscuridad de bordes invisibles. La noche surgía poblada de una pesadilla de manos en vuelo, o como si el gran plato cósmico del cielo levitara lleno de ojos y fuera a caerse encima de nuestras cabezas. Era una noche familiar, en realidad fraterna. Se parecía a otras como un leve calco de formas: Héctor y yo apoyados sobre matas de pasto o troncos de árbol, sin otro techo que las estrellas, en jornadas de nuestra juventud transcurridas en sitios tan remotos corno Santa María de Catamarca, la aldea de Yungullo, la villa de Potosí. No dejaba de unirnos siempre el mismo fenómeno: una voz (¿o dos voces?). Era una voz común, ansiosa, acuciada por la insensata posibilidad de decirse pegada al aire denso de los cigarrillos. El efecto de ese diálogo o monólogo cruzado, de este río nervioso —muchas veces brutal— de palabras que los años todavía no moderan, ha de ser nuestra amistad. Había cosas para decir; hay cosas para decir. Yo me distraía algunos instantes pasando los dedos por el cristal ondulado del vaso de ron y, luego de tomar un trago, lo depositaba en el suelo, hundiéndolo a unos centímetros de la reposera. El foco colgante de la galería era un punto de referencia desde una altura ampliada por los escalones. Discurríamos sobre los motivos que permitieron al Gordo inmiscuirse en nuestras vidas. En mi caso, todavía son muchos e indeterminados. Acudía de vez en cuando a visitarme; supongo que experimentaba bienestar en esas visitas: Vera le daba de comer, tomábamos vino los tres y hablábamos mucho, sobre todo de política. El me escuchaba, yo sabía que también me adulaba con astucia, escondiéndose tras una humildad que los comunistas comparten con los sacerdotes; luego pedía algo: dinero para la campaña financiera, la casa para una reunión o para alojar a alguien de Buenos Aires, que yo le escribiera un texto. Pedía y se callaba, con una técnica que revestía a su demanda de un valor decisivo para el futuro. Yo conocía los artificios de aquel juego pero los aceptaba; a lo sumo discutía un punto intermedio respecto a sus ambiciones, casi siempre exageradas: demasiados días para esconder un hombre, horas más que imprudentes en que organizaba una reunión, situaciones que ponían en entredicho la aparente identidad de nuestra casa en el barrio. Esa tensión con los excesos del Gordo era habitual. Cuando se iba, demostraba estar contento: sacaba una sonrisa ancha y hasta un poco aniñada, como un visaje de careta en Carnaval. Pienso que fue naciendo en mí una especie de confianza. Como por arte de encantamiento, las propuestas del Gordo Ricardo se convertían en hechos concretos. ¿Ocupar las grandes fábricas en tiempos de dictadura? ¿Conquistar facultades casi como las cuentas de un collar? ¿Ganarle el SMATA al peronismo? Sí, todo eso que parecía una torsión absurda de lo dado era posible. Los sueños y espejismos de la acción se convertían al poco rato en cosa cotidiana; las metáforas del tiempo histórico encontraban intérpretes, encontraban hombres providenciales dentro de una ciudad que parecía guardar en sus calles un desorden en estado orgánico. No miento al decir que hasta 1973 yo creía en la infalibilidad del Gordo y de otros hombres, en quienes me fiaba porque el acontecer correspondía a experiencias evidentes. No me gustaba, sin embargo, el nominalismo del Partido, que entonces creía iba a superarse con el tiempo; tampoco la costumbre de subordinar la literatura y el arte a reducciones sociales, de decir tonterías sobre Borges; tampoco ciertas fórmulas, como el sonsonete de acabar las frases elogiosas afirmando que algo era "del carajo". No me agradaba una mimesis uniformadora del habla con el lenguaje del dirigente, o con las novedades teóricas del último Nueva Hora, y pensaba que eran aspectos que yo debía tolerar en aras de objetivos mayores. Me atraía, en cambio, aquella manera indefinible de estar en contacto, de componer en la práctica un vago y tangible bienestar. Estaba entre mis amigos, tenía un proyecto que concordaba con la marcha de los tiempos, nos unía el vigor de las tareas, la certeza de que protagonizábamos una empresa de excepción, todavía pequeña pero que alguna vez sería muy grande. Teoría y política tendían a acercarse, por momentos se confundían como un teatro lleno de gritos. Aún no habitábamos un barco ebrio ni la nave de los locos. Y el Gordo Ricardo aparecía siempre en el medio: él y su ancho cuerpo ubicuo eran la piedra de toque de ese prodigio envolvente. Como estoy lejos de escribir una novela, no alcanzaré a abarcar sus jornadas, pero me interesa llamar la atención sobre su virtud más notable: hacer de la agitación política un trabajo artesanal. Era, supongo, como tallar figuras con actos, lenguajes y objetos que se forman y deshacen. Ricardo perseveraba: ganó a unos y otros, discutió, se acomodó a los estilos de cada quien con tal de que hicieran el trabajo que él pedía. Debió multiplicar las técnicas de convencimiento, visitar casas, tomarse infinidad de mates, vasos de vino o tazas de café. Seguramente el Gordo habló de fútbol, de teoría de la organización, de Gorz y Rudi Dutschke, de lo que sabía —más bien poco— y de lo que improvisaba con el instinto de un gato que toma desechos en los rincones, seleccionando con la mirada fosforescente. Los trucos empleados conmigo no habrían de ser muy variados de los que empleaba con otros camaradas. Vera acierta cuando dice que yo quería que él me pidiera tareas, que me resistía al Partido y al mismo tiempo lo necesitaba en secreto. Para qué negarlo, si sus demandas me producían un orgullo íntimo. El optimismo por norma de Ricardo era pueril, simple retórica comunista, pero el llamado de la vida que él encarnaba me convencía como el gesto de llevar una mano al bolsillo; me gustaba llanamente, como un fatalismo que libraba a la suerte —a una masa secundaria de lo real— las consecuencias del riesgo. El Gordo emanaba un despojamiento de hombre que porta un signo como una vestimenta, y lo más raro —lo más difícil de explicar— es que eso pasara porque pasaba, sin ninguna excepcionalidad aparente, cubierto por el ahínco y la costumbre con que un grupo de individuos tiran los dados en una mesa, en un paño sucio. Recuerdo la película A giorno da leone: sale un viejo militante, jefe de partisanos, que muere en la tortura; cuando sus camaradas informan esta noticia a su esposa ella arranca a gritos: "Fueron dieciséis años, dieciséis años de odiar a los fascistas. Nunca pudo trabajar, tener una casa como todos, amar tranquilamente a sus hijos. ¿Ustedes entienden una vida así?" ¡Oh! Ese parlamento es como un retrato del primer Gordo Ricardo conocido por nosotros: no poseía familia, cosas ni red de vínculos fuera del Partido, fuera también de nosotros. Pertenecía a la clase de hombres que describe aquella película del neorrealismo: un héroe oscuro; diría mejor, un héroe rojo, desconocido para los grandes titulares, anónimo como su nombre de guerra para investigadores y cronistas, sin pasado y con una huella como pequeño remolino de viento, pero hacedor de las condiciones —siempre futuras— para que la historia brille un día con los colores de una bandera roja como el universo, roja como la sangre, roja como un gran corazón fraterno. Solía visitarnos el Gordo Ricardo, repito; entraba a nuestra casa con el aire de un tío o un hermano mayor cuyas verdades o mentiras nos gustaban. Estoy seguro de que él no hubiese sido el que fue en aquellos años sin ese placer inexplicable de estar juntos, de vernos sencillamente porque así lo queríamos.
—Buenas tardes —contaban que dijo a la menor de los Jury—. Soy Ricardo.

Marimón, Antonio (1987): El antiguo alimento de los héroes, Buenos Aires-Montevideo, Puntosur, 124-128.

viernes, enero 11, 2013

Héroe rojo (I) (Antonio Marimón)

En El antiguo alimento de los héroes de Antonio Marimon, hay una serie de textos bajo el título de "Héroe rojo" que reconstruyen la vida política de un narrador que comienza a comprometerse en la militancia hacia 1968 y que descubre, en paralelo, el lugar que la poesía y la literatura podrían ocupar en la revolución y en el nuevo orden de cosas deseado. En esa reconstrucción, que va del acontecimiento a la metaescritura, aparece como motivo, como arquetipo dolorosamente humano, Ricardo, el héroe rojo. En su figura, y a lo largo de estos textos, Marimón intenta acceder al núcleo de la ideología y de la experiencia que significó el compromiso de izquierda, sindical y revolucionario en Córdoba desde la dictadura de Onganía hacia la última dictadura. Esta es el primer relato de la serie.

El sol se ocultaba y para mí era como si una mano tapara una herida. El alivio posterior me permitía detener los ojos en un paisaje que no abandonaba cierta extrañeza áspera de telón teatral, de naturaleza animada por alguna fuerza más sólida que en cualquier otro rincón del mundo. Sólo al atardecer yo admitía en sus formas una dimensión amable, cuando las lámparas iluminaban el césped, sobre el muro de tezontle brillaban enredaderas y buganvillas de colores rosa o morado, y tras la medianera iba ascendiendo una fronda de palmeras cuyo olor se confundía con la humedad. Desde la escalinata del porche, el jardín bajaba hasta la puerta de rejas, antes de la calle. Era pequeña la casa de Héctor. Todos los sábados repetíamos la rutina de la cena: Edith preparaba la ensalada y el pan, Héctor ponía a asar las costillas, a las niñas las llamábamos no bien estaba todo listo. No sé si lo que digo suene a una digresión o un comienzo, no sé si todo este relato sea más que una suma de digresiones y, sobre todo, de comienzos que se han quedado truncos. Sin que me abandone la duda, me parece injusto omitir lo que ocurría en la sobremesa: Héctor y yo, solos, mirábamos la noche cerrada, con los sillones hundidos ligeramente en la tierra blanduzca —a dos pasos del escalón de la galería— y los altos vasos de ron entre los dedos. Entonces, nada detenía las ganas de hablar de él, del Gordo Ricardo, o de revivir aquella siesta en que fue conocido en Córdoba. Según contaban, la más pequeña de los Jury —eran tres hermanos— abrió la puerta cancel y lo encontró: estaba en mangas de camisa, con los botones desprendidos y una campera plegada en el brazo; dentro de una valija dura y descascarada llevaba el resto de sus pertenencias.
—Buenas tardes. Soy Ricardo— dijo.
Así empezó su leyenda. Yo no necesito de un esfuerzo demasiado insistente para elegir la escena en que su leyenda se topa con mi vida, como un choque de gotas sobre un vidrio. Corría quizás el año 1968, con Héctor estábamos parados frente a la CGT, nos tocaba participar en un acto estudiantil pequeño y convocado quién sabe por quiénes. Todos los presentes coreábamos consignas de oposición a la dictadura de Onganía. No habría más de medio centenar de personas y la reunión ya terminaba delante del balcón cerrado, cuando vino él, se aferró a nosotros y empezó a gritar ¡ni golpe ni elección, re-vo-lución! ¡ni golpe ni elección, re-vo-lución!; daba saltos de poseso, golpeaba con las palmas abiertas, gritaba, volvía a tomarse de nosotros. De pronto yo cruzaba un brazo en el suyo, lo mismo hacía Héctor y los tres avanzábamos por el centro de la avenida, tirando de una marcha tan inverosímil que se dispersó antes de caminar cien metros. Esta es a mi juicio una buena instantánea de lo que era el Gordo Ricardo de esa época: sacaba chispas de los hombres y las cosas, como el anillo de un Saturno incandescente.
En verdad, duró varios meses nuestra costumbre, posiblemente varios años. Yo, solo o acompañado por Vera y nuestra hija, tomaba el ómnibus los sábados a media tarde. Bajaba en la glorieta y caminaba hasta la casa de Héctor. En cualquier esquina imaginaba el encuentro con un extraño riéndose, o veía las señales de un terror infantil anunciando desgracias. El sol me producía un malestar sordo, como el de una lámpara de mercurio que, poco a poco, envolviera a los objetos en su nitidez dolorosa, como una ebullición dorada a punto de concebir un dios. Los juegos a la par de las niñas y el asado hacían las veces de descanso y prólogo. Después, ya en penumbras, en la hora en que todos dormían y la lenta noche reverberaba tras los muros con una música de fiesta, o acaso con un tiro lejano — eco de otros tiros—, llegaba el pasado como una visita indeseable, como esperado por una suave tristeza.

domingo, marzo 25, 2012

Los taconeos...

La primera parte de El antiguo alimento de los héroes de Antonio Marimón se titula "Lorera" y es un relato, narrado en primera persona por un recluso de un centro de detención durante la última dictadura militar en Argentina. El narrador, con tono intimista-realista-existencialista, propone un interrogante que nos lleva del principio al fin: ¿cómo contar/transimitir esa experiencia de horror y muerte, de pérdida del yo y de afirmación de la carne?
En fin, para conmemorar el Día de la Memoria, vaya este capítulo de tan oscuramente brillante nouvelle (que esperemos algún día vuelva a ser leída y editada en Buenos Aires).


VIII

Los taconeos, el acento metálico de las armas al ser cargadas o descargadas, el tintinear de las botellas, los gritos, las órdenes, el roce de las esposas, la caída del agua de los retretes, un encendedor al prender, las toses, los pedos. Pienso que ése era el primer escalón de ruidos. Tenían por característica que se los podía aislar, cada uno transparentaba una acción que yo imaginaba y reconstruía sobre la pantalla de los párpados vendados. Seguía, luego, otra escala más confusa pero reconocible: consistía en la llegada de una o más víctimas. Empezaba como un tropel de pasos. Se escuchaba inmediatamente el choque de huesos contra la pared, los alaridos revueltos, lo que gritaba el desgraciado mientras lo hacían correr a las patadas, a culatazos, rompiéndole los dientes, hasta que se estremecía una puerta al cerrarse y se amortiguaba el curso de la acción. Los policías sobre todo insultaban ¡hijo de puta! ¡apátrida! ¡sos montonero! y los detenidos respondían que no, o decían por favor, tengo hijos, no me peguen, mis viejos, yo no hice nada, ay mamita mamá mamá. No era demasiado extensa la gama de sus respuestas; sino, sencillamente, no hablaban y toleraban el castigo entre quejidos o bruscos soplos de aire.
Muy cerca de este nivel había un tercero, superior en intensidad, compuesto por lo que se oía cuando la paliza era hasta la muerte. En ese caso impresionaba el jadeo de los verdugos y que lentamente, sin ninguna pausa, cruzaban un límite. A eso lo comunicaba un sentimiento más que una certeza: el ruido se elevaba a nuestras emociones autónomo hasta de la intención de quienes pegaban, adquiría una fuerza de destino superior y como fuera de lo comprensible, pese a que tampoco se podía dejar de escucharlo. Las posiciones de los personajes estaban inhumanamente fijas. Un tronar carnoso explotaba en el cuerpo del golpeado. Era una sonoridad cuyo recuerdo me aterra: los gritos subían y bajaban en vaivenes de frecuencia, se modulaban como un extraño despliegue de improvisaciones sin música, de suspiros donde el ritmo emanaba por un frotarse de la vida y la muerte. Es decir, daba una música para no ser interpretada en ningún concierto porque cada quien la toca con una voz no repetida jamás. Era un canto de médula despedazándose. Y yo torcía los dedos de los pies, sudaba, dentro de diez minutos me toca a mí me decía no dejando entrar otra idea. En aquella catacumba se estaba matando a un hombre.
Después, muy a posteriori, he meditado en algo que hubiera debido pensar o imaginar allí. Cuando mi memoria vuelve a esta escala de sonidos, que como una graduación de transparencias termina en la absoluta confusión, nace una cara de Bacon, el estudio sistemático de un disparate goyesco o un fragmento de cerebro destazado por la grafía de Cuevas. Pero son obsesiones gráficas, trampas, formas para lo que la forma repele. Una pústula anatómica de Leonardo: nueva trampa. En ese momento tan sólo atinaba a afirmar que iba a ser el próximo. Yo anticipaba lo peor que podría sucederme para que no ocurriese, trataba de que aun el padecimiento, por omisión o por engaño, tuviese un sentido dentro de un orden del ser. Orden ya tan frágil como una hebra de seda en el pico de un águila.
Había una última escala de sonidos y no deseo olvidarla: el retumbo de los golpes que yo recibía, su choque con el cuerpo propio, mío, íntimo. ¿Cómo definir este ruido? En ocasiones me lo he preguntado y contesto que ensordecedor, y ensordecedor era la más real de las defensas que a uno le quedaba.

Marimón, Antonio (1987): "Lorera" en El antiguo alimento de los héroes, Buenos Aires-Montevideo, Puntosur, 26-28.

jueves, octubre 27, 2011

Un teatro tallado en zafiro

El antiguo alimento de los héroes (1988) de Antonio Marimón sería, claramente, uno de mis elegidos para los 200 libros. Hasta hace poco, sólo se conseguía la primera edición, la de Puntosur, ahora me enteré de que lo estaban republicando en Córdoba pero no estoy seguro de que en Buenos Aires pueda hallarse esta nueva edición. ¿Qué tiene de interesante el libro de Marimón? Todo, es decir, su variedad: autobiografía y ficción, relato sobre la última dictadura y relato sobre el Cordobazo, pequeñas crónicas (como la que pego abajo) y reflexiones sobre los héroes, historias arltianas y narraciones subjetivas sobre la posible revolución, autocrítica y utopía. El antiguo alimento de los héroes está compuesto de dos partes: la primera, "Lorera", es una nouvelle sobre la experiencia al borde de la deshumanización de un "chupado" por la última dictadura, relato durísimo, reflexivo y detallista; la segunda, "Pasos, es una colección de textos disímiles, autónomos (como "Un teatro tallado en zafiro") o que continúan (como "Héroe rojo"): ficciones, recuerdos, análisis culturales, estampas del deseo de hacer la revolución, estampitas de héroes exiliados o desaparecidos. Y sin embargo, más allá de la heterogeneidad, todos los textos están conectados por la voz del narrador, por el lirismo de la prosa de Marimón, por la exploración de la propia historia (inventada o real, no importa). En fin, lean lo que copio abajo; si quieren más, ya tendrán. Disfruten! 



Un teatro tallado en zafiro (Antonio Marimón)

Cuando me era posible, tenía la costumbre —diría la necesidad— de leer El Gráfico mientras comía. Buscaba cuidadosamente las ocasiones: solo, en una mesa arrinconada de restaurante, por ejemplo, o con el café con leche y un pan criollo untado de manteca. Pienso que existe un método íntimo hasta para leer El Gráfico. A mí me gustaba empezar por los epígrafes de las fotos, o por las secciones de chismes futbolísticos, o por las notas de vestuario que venían en recuadros a un lado de las principales. Si el mozo había traído ya el plato —ravioles con carne, milanesa napolitana— yo elegía un sector más sólido y de lectura continuada: quizás una entrevista, un reportaje o el comentario de un partido en el que no hubiese jugado Boca (no sé por qué causa, lo que se refería a Boca me sonaba poco atrayente, igual que el azul oscuro en las fichas del ludo, o el bando de los bastos en la escoba de quince). Revisaba hasta encontrar la nota apropiada para leer, ya fuese por el asunto, por la extensión, e incluso porque el diagramado permitía anchos pedazos de texto y no era preciso cambiar de posición la revista entre uno y otro bocado. Había una lábil correspondencia entre la página, apoyada contra el sifón, y el plato del que cortaba trozos con ajustado bienestar. Ambos parecían un mismo objeto. No alcanzo a definir mejor esos momentos porque no tienen definición: diré que la cascada sensitiva compuesta por la lectura y la comida simplemente eliminaba el marco, no había otra cosa como no estuviese asociada a esta apoteosis simultánea en la que a veces un elemento se distinguía ligeramente del otro, pero sin apartarse de la unidad, como es la relación que hay entre un ritmo y una melodía.

sábado, mayo 23, 2009

¡Azo! ¡Azo! ¡Azo!

"¿Y qué haría ése que tocaba la trompeta en el crepúsculo, sobre un balcón de Olmos, un tercer piso a cuadra y media de 24 de Septiembre? Historias, hinchado coro de historias sin una escritura. Por Fragueiro miré hacia atrás: muros bajos, grises fachadas en caída y balaustres; en la esquina de Colón la Xerox había sido incendiada. Junto al camión de los bomberos estaba Aldao, colgándole la máquina de fotos en el pecho, se fue retirando hasta un extremo de mi campo visual y luego se convirtió en una franja delgadísima. Detrás suyo asomaba el espectáculo: la avenida era como una sala en silencio en que una voluntad había sembrado las cosas con el desorden de un huracán. Aldao caminaba nervioso, nos enseñaba los Citroën volcados y quemados, hacía el detalle de negocios y edificios que recibieron ataques, a cada rato decía secamente mirá esto, mirá aquello cómo quedó. Después la luz nívea desapareció para dejar paso a un neutro tono acero, y volvimos a quedarnos solos con Abel. Lo que sigue lo recuerdo como si lo hubiera visto detrás de un tul: cuatro muchachos se acercaron a un Renault estacionado frente a María Auxiliadora; como si volara, el auto se balanceó un poco y lo dieron vuelta; un líquido negro salía de la chapa y a esa mancha, segundos más tarde, le echaron un fósforo. Rápidamente se levantaron las llamas. Genet dice que en toda revolución hay una embriaguez pavorosa; el enigma de ese día no es político, sino el origen de aquella embriaguez. Nadie, ni actores ni testigos, lo conocemos: el comienzo se obnubila en beneficio de una totalidad desbordada de sí misma, y por lo tanto sin habla o con un habla inaudible. El Cordobazo tuvo la magia de la peste: la vida era espectáculo y era historia y no era nada." (p. 87-88)

Marimón, Antonio (1988): "La fiesta" en El antiguo alimento de los héroes, Buenos Aires, Puntosur.

jueves, septiembre 25, 2008

Todos somos Osvaldo Lamborghini (Entrega 1)

Ya que parece ser que el 2008 es el año de la resurrección crítico-literaria de Osvaldo Lamborghini, visto y considerando la reciente publicación de Y todo el resto es literatura (Interzona), compilación de artículos de crítica cultural y literaria sobre el autor de El fiord, y ante la inminente publicación de la monumental (en cantidad de páginas y en valor) biografía sobre OL escrita por Ricardo Strafacce (Mansalva), digo, teniendo en cuenta que todos y todas los que nos relaiconamos de alguna forma con la literatura argentina este año deberíamos ponernos la camiseta de "Todos somos Osvaldo Lamborghini", me propongo recuperar algunos artículos no muy frecuentados que creo pueden echar luz sobre la obra ilegible de este autor ¿maldito? o, al menos, desarmar un poco el halo mitificador (como una bella bendición) que varios acercamientos críticos de fines de los 80 a esta parte le han otorgado.

Este primer artículo escrito por el periodista y escritor cordobés Antonio Marimón (quien tiene ESA ¿novela? increíble y nunca reeditada: El antiguo alimento de los héroes (Puntosur, 1988)), fue publicado por la oh extinta revista Punto de Vista (nº 36, diciembre de 1989, págs. 30-32) con motivo de la publicación de Novelas y cuentos de Osvaldo Lamborghini. La reseña se propone desmenuzar el lugar mítico en el que El fiord se encontraba por esos años (yo creo que sigue allí intacto) a través de un recorrido por tres puntos esenciales desde la perspectiva de Marimón que producen cierta excitación en el campo cultural argentino porque se vinculan con características e inclinaciones propias de dicho campo (yo creo que algunas todavía persisten). Lean y después nos cuentan. Ah, y muy buena la idea de que El fiord es lo que sucede del lado de adentro en Casa tomada de Cortázar.


La seducción del gesto

Antonio Marimón

Pasados 20 años desde su primera edición, y 23 desde la fecha asentada por el autor en que empezaron a es­cribirse, las también veintitantas páginas que com­prenden El fiord[1] han de gozar de un impecable mérito: nun­ca se ha hablado tanto, en la literatura argentina, de un texto al mismo tiempo tan breve. El fenómeno creado alrededor de este verdadero objeto de culto, y del conjunto posterior de los textos de Osvaldo Lamborghini, se alimentó hasta ahora del secreto y de las pequeñas cofradías literarias; sin embargo, la aparición de Novelas y cuentos[2]; volumen que propone una reunión de materiales lamborghinianos éditos e inéditos, rea­vivó una lectura menos privada de dicho corpus. El problema que se delinea de ahí en adelante consiste en si el mito sopor­ta esta apertura, a lo cual se agrega el que sea interrogado por miradas no obligatoriamente exegéticas.

El presente articulo plantea los efectos de una relectura de El fiord en tanto piedra fundacional de esa mitología, y a par­tir de la premisa siguiente: creo que es, en clave metafórica, un relato sobre lo que ocurre en el lado de adentro —el lado silen­cioso— de Casa tomada. Es decir, si seguimos las interpreta­ciones más lineales del cuento de Cortázar, de su desarrollo se­ría indisoluble la cuestión peronista. Desde luego que el pero­nismo no es el "tema" de la narración, sino algo mucho más profundo; ahí donde están abolidos los indicios psicológicos y la narratividad realista, se lo encuentra en el corazón de la poética porque surge como uno de los principales constituyen­tes del habla que emplea la voz narrativa. Esta opera median­te indicios, acciones y sucesos de la memoria en los cuales la jerga de la actividad política no es sólo una circunstancia, ya que resulta esencial a su realización como discurso de un na­rrador, determinando sus metáforas y muchos de sus valores de enunciación: "Perdí toda mi tibieza centrista", "Patria o muerte: reaccioné con todo", "Su mirada era poesía, la revo­lución". Pero todavía resta considerar los pliegues y puntos de vista de esta voz, cuyo campo de referencias se desplaza des­de algunas pistas, como el haber pertenecido junto a Sebastián a la Guardia Restauradora o el recibir clases de marxismo de un suboficial "antes de la libertadora", a la yuxtaposición con­tradictoria de siglas; o bien desde la mención del congreso de Huerta Grande al uso de la designación "camarada", salida del campo marxista o comunista. Como sea, en los vaivenes del narrador se apunta un mundo, digamos, que tiene uno de sus bordes en un pasado en la derecha nacionalista y el otro bor­de en el peronismo de la resistencia con un sesgo insurreccio­nal: "Jamás seremos vandoristas", afirma uno de los coros, "La acción —romper— debe continuar".

Así, menos que en las unidades del relato es en el orden del discurso —del significante— que esta poética incluye como núcleo básico a la cultura del peronismo y algunos de sus de­bates en los años '60. Pero además, en el orden de las accio­nes el principal hecho dramático, o sea el levantamiento del narrador, el ideólogo Sebastián y las dos mujeres contra la au­toridad del Loco Rodríguez, bien puede ser interpretado como una prefiguración de las difíciles relaciones mantenidas por Montoneros con Perón. Vale decir, un proyecto de antropofa­gia de un liderazgo que en el caso de El fiord implica la inges­tión del sexo del jefe de esa comunidad ficcional: "Todos nos sentamos a la mesa sin chistar. Nos sirvió (Alcira Fafó) a ca­da uno un pedazo de porongo frito". Al jefe de dicho univer­so los insurrectos le trozan los miembros y comen su órgano viril, que antes penetraba con igual eficacia en mujeres como en hombres, lo dejan aniquilado, vacío de poder y, cerrando el relato con una paroxística fiesta de consignas políticas antagó­nicas, todos salen "en manifestación". Hoy se diría que es ca­si transparente el anticipo alegórico que el texto ejecuta res­pecta a la historia, claro que con un desenlace de ficción; es­to ratifica, empero, el intenso pliegue simbólico con el imagi­nario y la mitología del peronismo.

¿En qué medida ello incentiva una razón del mito que, a su vez, se articula en derredor del texto? Por lo pronto, vale re­cordar que la búsqueda vanguardista de una vinculación no es­pecular, no ingenua, entre el trabajo literario y el fuerte ascen­so de las luchas populares que vivió la sociedad en las '60 y '70, fue una marca de época. Sin duda. El fiord se correspon­de cabalmente con esta demanda de investigación en el len­guaje; y por otro lado, hay que considerar que existen más ras­gos que lo sitúan como un producto en cierta medida paradig­mático. Uno de ellos finca en la impronta experimental: la voz narrativa lamborghiniana, como dice en el ensayo-epílogo de aquella primera edición Germán García, se constituye desde "un lenguaje residual": esto es que además de la jerga políti­ca se halla elaborada por otros elementos no menos "impuros" desde el ángulo bien pensante, como son los que provienen de un uso actualizado del lunfardo, del habla popular para refe­rirse a la sexualidad y el erotismo, así como de los juegos lin­güísticos de la infancia o del consumo infantil de la historieta. Desde luego que todo eso produce un narrador paródico, no re­alista, cuyo plebeyismo embona con una materia narrativa en que a la alegoría de la destrucción del Loco se agrega un cons­tante intercambio de violencia entre los cuerpos, y un tono sur­gido de las particularidades del experimento donde la volun­tad de alterar también los usos habituales de la escritura cie­rra el círculo de manera visible.

Sin embargo, para que lo anterior posea eficacia —la efi­cacia secreta de El fiord— se debe considerar un tercer aspec­to no menos interesante: sus vínculos con el metalenguaje, o con el estado lábil que encarnaba entonces la teoría, no ya de la literatura sino en términos generales. De una parte el forma­lismo, la semiótica y los estudios basados en el modelo de la lingüística estructural habían concretado avances sustanciales en el estudio de la función poética y del análisis del discurso; a la vez, desde otras disciplinas, tales como la filosofía, la an­tropología o el psicoanálisis se habían extendido préstamos con los estudios del lenguaje, y múltiples escritores tentaron inscribir en sus organizaciones textuales la reflexión por la na­turaleza de las mismas. Esta recomposición de lo que pode­mos llamar espacio literario, produjo efectos en cuyo interior escribimos hoy; pero se traía de poner de relieve la influencia de uno de esos efectos: el de la nueva posición que encuentra el metalenguaje, en una palabra: la participación ganada por la teoría literaria y su contigüidad con otros saberes, ya no co­mo cosa a la sombra de los textos sino como factible textua­lidad también ella. La enorme energía contenida por dicha erosión de viejos límites experimentó en los '60 una vuelta de tuerca que me parece explícita en las siguientes frases de Roland Barthes: "Creo que en una sociedad de tipo capitalista co­mo la nuestra la teoría es, precisamente, el tipo de discurso progresista, que se ha vuelto posible y necesario (...) Estamos en el momento de la historia, de nuestra historia, que exige que todas nuestras fuerzas se apliquen en la negatividad. De allí la prioridad de la teoría sobre las obras. Puede imaginarse muy bien un período, por ejemplo el nuestro, en que se produzca teoría y no obras (...) esto es lo que marca nuestro decenio"[3]. Por si no bastara, conviene recordar que interrogado Sollers por la necesidad de "una teoría de la escritura para guiar la escritura". respondió: "Es absolutamente necesaria, pues sin ella se vuelve al empirismo más completo o al positivismo, va­le decir, que se recae en los residuos de la ideología dominan­te, no pensada, de la burguesía"[4].

Nace un registro que cabe denominar acaso militante, jaco­bino, donde los vasos comunicantes entre teoría y escritura li­teraria se hacen solidarios a la manera de un verdadero progra­ma de vanguardia, operación que, dentro de la práctica social comprendida por la producción de textos, ocupaba el espacio negador y desconstructor del enemigo histórico; desde lo es­pecífico, y no desde la representación especular —he ahí lo novedoso—, se proponía y se encontraba un lugar en un cam­po de batalla. Y el resto, decía Sollers, era "finalmente pre-freudiano, pre-marxista y pre-moderno". Como en Europa, creo que tal inflexión tuvo notable espacio en nuestra prácti­ca, o sea, en los márgenes vanguardistas de la Argentina du­rante la segunda mitad de los '60 y la primera de los '70, has­ta que el golpe de estado de l976 obligó a un corte. Con acen­tos múltiples que señalaban diversas estrategias, desplaza­mientos de saber y ejes de lectura, se convergía en apuntar ha­cia una investigación textual donde se solidarizaban teoría y poéticas, en que la primera era condición necesaria y explíci­ta de las segundas, tal cual lo requería con exceso Barthes, ob­jetivo potenciado como un paso homólogo a la convulsión en la sociedad. Por eso, no es casual que El fiord lleve un ensa­yo-epílogo de Germán García, no por discutible convención del editor si no porque fue elegido casi como necesidad; y tam­poco suena a casual, pese al distanciamiento posterior de su autor con Lamborghini, que ese trabajo se firmara con el seu­dónimo "Leopoldo Fernández": ocultar el nombre público, actitud enmascaradora que muchos adoptábamos en esos tiempos, difuminaba la figura teológica del autor, erosionaba la categoría de sujeto y liberaba con más vigor los "nombres de la negación", es decir, la materialidad simbólica de los sig­nos en el mundo material de las relaciones sociales. Claro que el asunto es más sutil que la yuxtaposición de un texto con otro donde se habla de él: la reunión dispuesta en El fiord indica, por un lado, que la escritura y su cobertura metalingüística eli­gieron y necesitaron marchar pegadas, pero además la volun­tad de instituir un sistema de préstamos con cieno plano de la teoría que Lamborghini dejó en evidencia en todos sus escri­tos.

Hemos visto, así, tres fuertes marcas de época: la política incorporada al significante, el gesto experimental y el comer­cio necesario con lo teórico. ¿Hacía falta más para dar origen a un fenómeno de fascinación? Ese plus lo aporto sin duda el mismo Lamborghini con su personalidad, legendaria si las hu­bo en el ambiente literario porteño de los últimos años. Aun­que por límites prácticos —no haberlo conocido— y por de­terminación del objeto, prefiero postergar esta última esfera. Luego, si no se habla desde el lugar de quienes fueron sedu­cidos, se impone una pregunta obvia: ¿despejando las citadas marcas queda algo que no sea "esta obstinada manera de Es­cribir Mal", como la designaba con mayúsculas Germán Gar­cía en su epílogo? ¿Por qué escribir mal debe leerse como otra cosa? Es evidente, de una parte, que corremos el riesgo de in­gresar a "una discusión acerca del Gusto"[5],pero también exis­te la oportunidad de que haya otras nada desestimantes refle­xiones. Barthes fue quien sostuvo a partir de la nueva crítica, que decididamente se angostaba la importancia para los jui­cios de valor sobre los textos; menos que una axiología se pro­ponen áreas de validez, menos que dictámenes, relaciones. Pero esta estupenda libertad también recibió al duende ideo­lógico: el mismo arsenal sirvió para referirse a Joyce o Borges que a Guyotat o Lamborghini. La intención de producir una escritura con acento deliberado, plegada a un campo de teorí­as —lacanismo, marxismo, estructuralismo, etc.—, observa­da varios años después ofrece aristas contradictorias: si en un sentido arrasaba con muchas herencias y revestía un deseo de cambio profundo ante las convenciones de la ley, en el plano de los textos es preciso preguntar si la comparación favorece a la vanguardia de los '60 respecto a las precedentes. Yo diría que no. Sobre todo observo una gran diferencia: que las van­guardias previas, aun en el canon transparente del "Papa" Bre­ton, no saturaron a las poéticas de mandatos teóricos; Los em­plearon con vocación de expandir la escritura, más sin progra­mar efectos metalingüísticos por imperio de necesidad; en fin, no acotaron la autonomía de su trabajo. Los efectos revolucio­narios ocurrieron, pero justamente a favor de su deseo autóno­mo, sin que se los ordenara, por esto, a mi entender, fueron re­volucionarios. Así piénsese en Borges, que al idealismo dia­léctico y a la teoría de la lectura los subsumió magistralmen­te en la "literatura fantástica"; o en Cortázar, cuyas morellia­nas potencian la fragmentación del relato y glosan el experi­mento del estilo, aunque no los aniquilan. Piénsese En la mas­médula, trabajo radical —el más radical que pueda imaginar­se— donde se violentan las unidades mínimas de la lengua, se expande la sonoridad fonética, surge un sistema de dicho mo­vimiento y, además, también hay desplegado un lirismo duro como el diamante. En el espinel opuesto, véase cómo Discé­polo recoge el lunfardo —y con él la violencia verbal de una ciudad que cambió su formación en 20 años— para combinar­lo con el habla cotidiana y con trallazos de la voz subjetiva.

"Siempre estará la necesidad necesaria de un acto por ca­da palabra", afirma el marqués de Sebregondi, enunciado que goza del favor de los lectores exegéticos de Lamborghini. Tal consigna pertenece también al espíritu de época: el acorta­miento de distancias entre acción y escritura, vida concreta y representación simbólica, nace de la vanguardia y me parece su mejor propuesta. Por ella no es ya posible la inocencia po­ética o el muelle refugio en la literatura como institución in­telectual: delante se dibuja una tensión utópica que llama des­de la acción, sea el Carnaval (el puro goce) o la historia (el cambio social). Fundir acción y escritura es el deseo, siempre diferido pero en cuyos bordes se trabajará sin pausas. Claro que sin desconocer, tampoco, la tensión utópica hablante en el texto: del balanceo entre esas tensiones, del diálogo de ambas, de su pugna y de la tarea a través de sus delgados límites se constituye la vitalidad de la literatura contemporánea. Lo que no me parece legible en El fiord es esta dialéctica: desarticu­lada efectivamente la literatura, ¿qué productividad le queda a la literatura, cuál espacio —que no se lee— a la intensidad poética, a la frotación riesgosa de violencia y belleza que ha­ce a los mejores textos límite? No; creo más bien que la jerga peronista, el habla popular, las agresiones corporales, la ale­goría con "la ortopédica sonrisa del Viejo Perón" y la clave de parodia, se acumulan a la manera de una arqueología de reta­zos con un efecto curioso. En conjunto e incluyendo como as­pecto básico su ruptura con el realismo, hacen un producto afín para combinar en un sentido amplio ciertas pasiones de nuestro campo intelectual: la fascinación por la cultura del po­pulismo, una simétrica (oximorónica, diría) fascinación por los aspectos fuertes y aun las ilusiones de los discursos teóri­cos, y un deseo de contestar al gastado modelo liberal de las décadas anteriores. Es en el interior de tal verosímil, tampo­co exento de pruebas de fuerza —de contradicciones— don­de crece el mito lamborghiniano; y curiosamente o no, sus exegetas de antes y de ahora comparten algunas costumbres: el uso de los textos de Lamborghini como prenda de solidari­dades grupales, y en ocasiones la formulación no de experien­cias sino de verdaderas órdenes de lectura, absolutas, autori­tarias, militantes.

Desde luego, todo proceso seductor es protagonizado — tanto por los que están adentro como por los que permanecen afuera— bajo una impronta en el fondo irreductible, y en las líneas que ahora finalizan lo que menos se intenta es conven­cer a nadie, sino proponer preguntas con algunas hipótesis de respuesta. Un desenlace ficcional de los argumentos sobre el mito puede imaginarse de varias maneras, pero siempre con el futuro. No obstante, previo al fin quisiera plantear una última hipótesis: si es por lo menos dudosa la productividad literaria de esta escritura, bien cabe entenderla unida a la singular personalidad de su autor, como un enorme "evento", como una oscilación desplazada hacia el gesto, contigua por lo tanto de expresiones como la bad painting o el arte efímero. Y ya se sa­be que los gestos están cargados tanto de productividad sinto­mática como de signos de época; los buenos gestos, sin duda, hacen migas con la seducción.



[1] Osvaldo Lamborghini, El fiord, Ediciones Chinatown. Buenos Aires, 1969. El ensayo-epílogo, firmado por Leopoldo Fernández, pertenece a Germán García, "Los nombres de la negación".

[2] Osvaldo Lamborghini, Novelas y cuentos. prólogo de César Ai­ra, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1988.

[3] Roland Barthes, entrevista, Literatura, política y cambio, Edicio­nes Caldén, 1976.

[4] Philippe Sollers, entrevista, ob. cit.

[5] Sergio Chejfec,"De la inasible catadura de Osvaldo Lamborghini". Babel, nº 10, julio de 1989.

 

Blog Template by YummyLolly.com - Header Image by Vector Jungle