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viernes, 13 de noviembre de 2020

Lemaître, el maestro

 

¡Pierre Lemaître lo ha vuelto a hacer!   (qué bien puesto el apellido). En esta ocasión, con la misma genialidad que en los dos títulos anteriores de la trilogía Los hijos del desastre,  entrelaza personajes y situaciones en momentos cruciales del pasado reciente europeo en un relato conmovedor en grado superlativo.

“Un inmenso cortejo fúnebre, convertido en el espejo de nuestras penas y nuestras derrotas”, reflexiona Louise, la protagonista en medio del inmenso éxodo que ocupa las carreteras francesas en dirección al Sur, huyendo de la ocupación nazi. Y ese es el marco en el que se mueven todos los personajes de la historia que acabarán confluyendo en el espacio y en las emociones.

“Confundidos, todos los ocupantes del autobús veían aquel vehículo como una metáfora del momento presente. Mientras el país hacía agua por todos lados, aquel autobús ciego avanzaba hacia un destino desconocido del que nadie tenía la seguridad de volver, abriéndose paso entre la masa de parisinos despavoridos que huían en la misma dirección”, otro párrafo memorable del libro que describe el momento histórico en el que se desarrolla el relato pero que es fácilmente trasladable a otros episodios de la más estricta actualidad. 

Uno de los valores de la lectura y, especialmente, de la buena lectura como es el caso es la transversalidad en el tiempo y en el espacio de los asuntos humanos. La desinformación, las fake-news, la desprotección de los débiles (“La costumbre gubernamental de no perdonar a los más pobres la milésima parte de lo que se les permite a los más ricos ya estaba bien arraigada, pero eso no quitaba que aquello resultara muy triste”, se puede leer en otra página), la miseria humana que aflora en lo peores momentos (“A medida que las tropas alemanas avanzaban desgarrando el país, la solidaridad entre franceses había desaparecido, las relaciones se habían endurecido y los intereses particulares se habían despertado y estaban más vivos que nunca. El egoísmo  y el cortoplacismo imponían su ley  y, si alguien los experimentaba en sus carnes incesante  y dolorosamente, eran los extranjeros”)… lo peor de la condición humana recorren las hojas de este libro pero también, cómo no, lo mejor: la ternura, la solidaridad, la comprensión, la ayuda… el amor y,  la picaresca, paradigmáticamente encarnada en ese personaje hábil, escurridizo y engatusador que aparece y desaparece de la escena en  los momentos precisos y con personalidades dispares pero que siempre  responde al mismo nombre de pila “Buscaron al padre Désiré por todas partes, pero fue en vano. Nunca más lo volvieron a ver. A última hora de la tarde, Fernand descubrió que su macuto también había desaparecido” Es el final más acorde posible con este personaje recurrente que nos permite terminar la lectura con una sonrisa que, a pesar del desastre generalizado, hemos estado a punto de esbozar en otros pasajes en los que siempre aparecía el mismo individuo en sus múltiples roles.

 Y es en las últimas páginas cuando el maestro (le maître), además de aliviarnos con humor del peso de las penas  que ya nos anuncia desde la portada, también nos devuelve a la realidad del suelo que pisamos, dirigiéndose a nosotros, los lectores, como interlocutores directos, en una traslocación repentina de personas en la escritura que  evoca ciertas lecturas clásicas y  termina de introducirnos definitivamente en la trama. 



miércoles, 15 de mayo de 2019

Los colores del incendio


Los colores del incendio

Después de una temporada de lecturas históricas y ensayos varios, resulta doblemente placentero embarcarse en la lectura de una novela en el sentido más decimonónico de la palabra. Y es que el seguimiento de las peripecias de una mujer de la alta sociedad parisina en el período de entreguerras no dejan lugar para el aliento, el deseo de pasar páginas y avanzar en la trama se apodera una vez más con la fuerza de las mejores historias. Una dama que, por su condición de género, no recibió la educación apropiada para dirigir los negocios familiares, tarea destinada a su hermano varón que ni tenía interés en ello ni el devenir de los tiempos se lo permitieron, con las desgraciadas secuelas que dejó en él la participación en la Gran Guerra. Todo esto era tema de una anterior novela de Lemaître, magníficamente llevada al cine, Nos vemos allá arriba (Au revoir, là-haut!). En esta que nos ocupa, Madeleine Péricourt va a demostrar que su capacidad supera todas las expectativas y que, si bien no supo mantener el patrimonio familiar tal y como su padre sospechaba y propició, sabrá resurgir de las cenizas del incendio que la abrasó a ella y a su frágil hijito, para diseñar una empresa mucho más difícil y compleja, la de organizar la venganza y saber esperar fríamente a “ver pasar  el cadáver de sus enemigos”.

Aunque los personajes son todos pura ficción, el contexto histórico, las conspiraciones y los perfiles personales están inspirados en la realidad de un tiempo en el que la mancha del fascismo se extendía por Europa. Una situación que parecía irrepetible y que, con tanta inconsciencia generalizada, está intentado de nuevo colarse en el viejo y en el nuevo continente. Por eso, resulta deliciosamente conmovedora, la carta del pequeño y frágil Paul en la que muestra su determinación e intransigencia con quienes flirtean con ideas supremacista.

 Querida Solange:
Su decisión de ir a cantar a Berlín me preocupa mucho. Leo en los periódicos que hay allí muchas personas que sufren, entre ellas numerosos músicos. No entiendo mucho del tema, lo reconozco, pero he visto fotos de la quema de libros y el saqueo de tiendas judías. Lo que me entristece no es que cante en Berlín, sino verla tan entusiasmada con la gente que hace esas cosas. No sé cómo decírselo. Antes de coger la pluma, he estado dándole vueltas a las palabras mucho rato. Le debo a usted mucho. Cuando oí su voz por primera vez fue como si volviera a nacer. Si sigo vivo es gracias a usted. Pero lo que está haciendo ahora no cabe en mi vida. Por eso le escribo: para darle las gracias de todo corazón, pero también para decirle que no volveré a contestar sus cartas porque la persona a la que le gusta esa gente, sin preocuparse por el resto, ya no es la persona que tanto me gustaba a mí.