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jueves, 28 de enero de 2016

Achaques

La relación que mantengo con mi cuerpo entra en una nueva fase. Llego a esta conclusión después de la revisión médica del trabajo. Digamos que inauguro, a mis 42 años, la época de la prevención y el control. Curiosamente, este hecho coincide con la lectura de Diario de invierno, de Paul Auster. Leía sobre los achaques del estadounidense antes de entrar en la consulta del médico y ahora me veo escribiendo sobre los avisos que mi propio cuerpo me envía. Visita al cardiólogo y dieta. Nada demasiado preocupante, en principio: síndrome de preexcitación del tipo Wolf Parkinson White y triglicéridos por las nubes. Por no hablar de la lumbalgia siempre acechante y las señales preocupantes que viene emitiendo mi rodilla izquierda. Tal vez la rotura, allá por noviembre de 2011, del tendón de Aquiles de mi pierna derecha fue el pistoletazo de salida de esta nueva etapa. Un pistoletazo que no supe o no quise escuchar. Aquella rotura me sirvió de pretexto para la escritura de una novela en forma de diario que finalmente no envié a ninguna editorial… El diario como forma ideal para hablar de los achaques del cuerpo, de la relación que mantenemos con él. Al fin y al cabo, hablar de nuestro cuerpo es hablar de nosotros, de nuestra vida. Tal vez debiera buscar editor para aquel Mi Berghof particular (diario de un hombre cojo). El problema es que los achaques de Auster contados por Auster tienen más tirón que los achaques de Cánaves contados por Cánaves. C’est la vie!

 

lunes, 16 de enero de 2012

Diario de un hombre cojo [27]


lunes, 16 de enero de 2012

Ando releyendo El hombre delgado, de Dashiell  Hammett. Fue uno de los libros que me trajo Juan Payeras. En aquel momento, fui incapaz de recordar si lo había leído. Me sonaba que sí, pero no lo tenía claro. Mi memoria siempre ha sido un desastre. Anoche lo empecé. Serían las dos. Fue leer el diálogo inicial entre Nick Charles y Dorothy Wynant y recordar que, efectivamente, ya lo había leído. De todos modos, decidí seguir. La electricidad del relato me atrapó fácilmente. Me encanta la manera en que Hammett escribe sus diálogos. Estaría bien que algo se me pegara.              

(16:19)
En dos horas inicio la rehabilitación. Veinte sesiones, hasta el 13 de febrero. Será entonces cuando ponga fin a este diario. De todos modos, he decidido seguir con el proyecto. Quiero decir: acabado el periodo de rehabilitación, esto es, finiquitado este primer diario, vendrá un segundo diario, algo así como una segunda parte de esta cosa que poco a poco se ha ido convirtiendo en novela. Creo que este proyecto, que día a día voy armando a base de vivencias e imaginaciones, puede dar más de sí, y no estoy pensando exclusivamente en su vertiente literaria. Esto que nació a raíz de la ruptura de mi tendón, de esta obligada estancia en casa de mis padres, ha dado lugar a otra cosa, a algo que excede su intención inicial. Es demasiado importante para mí, al menos es lo que pienso hoy lunes. Estoy poniendo en juego algo más que mi tiempo y mi ocio. De ahí que sea de vital importancia no mentir. Es por esto, también, por lo que voy a dejar de publicar en el blog las diferentes entradas en este diario. Necesito sentirme cien por cien libre. Ahora mismo se trata de algo entre la escritura y yo. Una vez finalizado el proyecto, se podrá vender como novela, esto es, como ficción, y ya no me importará (es más, lo desearé) que la gente ande por aquí curioseando, diciendo la suya sin ningún tipo de restricción. Pero ahora no, ya no. El hecho creador es un hecho dictatorial, jamás democrático. No quiero que mi libertad se vea de ninguna manera restringida, es por ello que debo convertirme en un dictador sin escrúpulos, sordo a cualquier reclamación o sugerencia, por muy justas o bienintencionadas que éstas sean. Es cierto que hasta ahora he escrito con un grado de libertad importante, pero es mejor prevenir. La otra noche se lo explicaba a Salva Ginard con un ejemplo. Le decía: «Imagina que mientras pintas un cuadro tienes a alguien a tu lado diciéndote: pues esta pincelada no me convence, ¿por qué no cambias de color? Como es obvio, tú podrías optar por no hacerle caso, pero de algún modo te verías condicionado por esas palabras. Basta que te digas no quiero que esto me condicione para que ya te esté condicionando». Soy consciente de que, hasta la fecha, no se han producido comentarios de este tipo, pero quién sabe cómo pueden evolucionar las cosas. Además, basta que alguien diga que añora la irrupción de Sancevá, por poner un ejemplo, para ya estar, aunque mínimamente, condicionado. Es mejor prevenir, sin duda. Ahora toca disfrutar y sufrir en soledad de este proceso.
               Respecto a lo ocurrido en mi interior este fin de semana pasado, todavía es pronto para hablar de ello. Dejaré que se asiente, que tome una forma más concisa.
               Ahora ya sólo queda agradecer a los lectores de este diario la constancia y el cariño demostrados. Lo único que temo es que, a partir de ahora, al faltarme “la obligación contraída” con ellos, me vuelva más perezoso.
               Y ahora sí, para despedirme, no, yo no me despido, seguiré con mi cuenta de Facebook y con el blog abierto, o sea, para despedir este diario (quién sabe hasta cuándo) de los lectores que hasta la fecha ha tenido, aporto dos fotografías del pie que motivó estas casi sesenta páginas del documento Word en que se asienta. Las hice esta mañana, recién despertado. Mucho mejor, ¿no?



domingo, 15 de enero de 2012

Diario de un hombre cojo [26]

domingo, 15 de enero de 2012

Ayer me desperté con la firme intención de escribir en este diario, pero no pudo ser. Soy incapaz, ahora, de encontrar una explicación plausible. ¿Qué hice ayer? Veamos. Me levanté tarde, algo así como a las once, aunque antes sucedieron algunas cosas. A eso de las siete y media abrí los ojos. Tenía la vejiga a punto de estallar, la boca pastosa y calor, es decir, estaba de reseca. ¿Es posible? ¿Cuánto bebí el viernes? Si no recuerdo mal, me tomé cuatro cervezas mientras diferentes personas iban desfilando por el escenario del Vamp Café Concert para recitar sus poemas. (Uno de los versos recitado por una poeta catalana cuyo nombre soy incapaz de recordar se me ha clavado en el cerebro y no puedo desprenderme de él. El verso dice así: «Dius que m’estimes i no goses fer-me mare»; en castellano: «Dices que me amas y no osas hacerme madre», aunque me gusta más: «Dices que me quieres y no tienes cojones de hacerme madre». Si este verso acabó incrustado en mi cerebro, no es ni por su originalidad ni por su calidad, sino por algo que está más allá de la literatura y que tiene que ver con mi pasado. Mejor dejo el tema). Luego, durante la cena, bebí una cerveza más. Para matar la noche, Salva y yo nos pasamos por un Lisboa semivacío. Me pedí un JB con Sprite. Fin de la historia. A la una estaba en casa. No sé, me parece una ingesta insuficiente de alcohol para provocar una resaca. ¿Será la falta de costumbre? La cuestión es que me desperté a las siete y media. Me levanté para mear y beber un litro de agua helada. De vuelta a la cama, encendí el ordenador y me puse unos cuantos temas de Lisandro Aristimuño. Al poco estaba medio adormilado. Comencé a soñar. Se trataba de un sueño erótico, tremendamente vívido, un sueño repleto de primeros planos y secreciones. Este sueño, con diferentes variantes, me acompañó hasta que estuve despierto del todo. Una vez desayunado, bajé al paseo que hay frente a la casa de mis padres para caminar un poco. Debo ejercitar el pie. Me detuve en un estanco para comprar la prensa. Curiosamente, me resultó más entretenida la lectura de la sección internacional que la de los diferentes reportajes del suplemento cultural de las páginas centrales. Pasada la una y media, me senté frente al ordenador para escribir mi artículo semanal. No me sentía inspirado, así que tiré de oficio. Después de comer, seguí leyendo a Michel de Montaigne. Luego vino mi hermana, vi un rato la tele (no recuerdo qué) y ya se hizo la hora del partido. La injusta derrota del Mallorca frente al Madrid me deprimió más de lo esperado. No me sentía con fuerzas de encarar el diario, así que acabé el sábado viendo una película americana de abogados. En fin, nada interesante. Un día sin mucha historia. Entonces, ¿por qué tanto detalle?
               Me ahorraré y ahorraré al lector la descripción de este domingo. De todos modos, pese a su apariencia anodina, este fin de semana ha sucedido algo. Todavía no sé muy bien de qué se trata, pero algo ha pasado en mi interior. De momento, no diré nada. Esperaré a que esto que ha despertado en mí se manifieste de un modo más claro. Percibo un cambio, como un principio de radicalidad. Todavía es pronto. Tal vez se deba al tiempo que llevo viviendo en casa de mis padres, tal vez sea cosa de la abstinencia (sexual o poética, no sé) o, por qué no, tal vez este diario esté empezando a hacerme efecto. ¿No lo inicié con fines terapéuticos?
               Las diez y media de la noche. Es hora de terminar. Sólo me falta añadir que en breve dejaré de publicar en el blog las entradas de este diario. Llevaba unos días sopesando la idea. Creo que es lo mejor. Si mañana me acuerdo y me siento con fuerzas, trataré de explicar los motivos.

viernes, 13 de enero de 2012

Diario de un hombre cojo [25]

viernes, 13 de enero de 2012

Hoy me siento perezoso. Sin embargo, me fuerzo a escribir unas líneas para no romper esta dinámica de entrada diaria. No abordaré el plano ficcional. Cuanto más perezoso me siento, más me cuesta inventar. Hablaré un poco de mi pie derecho. Hoy tuve mi primera cita con la doctora encargada de supervisar mi rehabilitación. Me ha parecido una mujer bastante competente, además de agradable. Ha estudiado mi pie con detenimiento. Me pedía que lo moviera y lo dejara quieto en tal o cual posición mientras ella iba tomando medidas con un reglita. Después se ha colocado delante de mí y me ha hecho avanzar hacia ella. A partir de ahora sólo tengo que emplear una muleta. Evidentemente, me ha explicado cómo hacerlo de la manera más conveniente. Por otro lado, me ha tranquilizado diciéndome que es normal que el pie siga hinchado. Si está como está es porque apenas lo he ejercitado. Ahora tengo que caminar, fortalecer músculo y huesos. Me ha contado una historia entretenida sobre el primer viaje espacial, concretamente, sobre cómo afectó la falta de gravedad en los huesos de esos primeros astronautas. La moraleja o conclusión era algo así como que si el hueso deja de soportar peso, es decir, deja de ser útil, de realizar su función, se deteriora rápidamente. La doctora ha empleado la palabra osteoporosis. Gracias a la Wikipedia, ya he averiguado qué significa. Por lo demás, seguí leyendo Cambiar de idea. Como ya dije, Zadie Smith es un ser sumamente equilibrado. Al igual que mi doctora, es encantadora. Es cierto que estar de acuerdo con alguien siempre puede llegar a ser aburrido. A veces necesitamos que nos lleven la contraria. A veces nos sentimos atraídos por aquellos que opinan diferente a nosotros  por el simple placer de discutir. A veces preferimos a los radicales antes que a los moderados porque con los moderados uno no puede cabrearse y eso sí que cabrea. De todos modos, es imposible cabrearse con Zadie Smith. La inglesa habla de Barthes y de Nabokov, concretamente, de la idea de lector y autor que manejaban ambos escritores, y uno se queda encantado. Y hablando de autores y lectores, hace un momento he dado con una afirmación de Michel de Montaigne con la que no sé si el bueno de Nabokov estaría de acuerdo. Dice así: «Un agudo lector descubre a menudo en los escritos de otro perfecciones distantes a las que el autor ha puesto y percibido, prestándoles sentidos y aspectos más ricos». Bien, dejo aquí la cuestión. En breve llegará Salva Ginard. Tenemos planeado acudir al recital poético que se celebra esta noche en el Vamp Café Concert. Por lo general, siento recelo frente a este tipo de actos. No me suelen gustar, esta es la verdad. Para mí la literatura es algo que se disfruta en soledad. Cuando se escribe, evidentemente, pero también cuando se lee. Además, jamás me gustó que me leyeran, ni siquiera un cuento o una noticia del periódico. Prefiero hacerlo yo, a mi ritmo. Así entiendo mejor las cosas. Mi fallo, pienso, estriba en otorgar a este tipo de actos el calificativo de literarios. En realidad, tienen más de espectáculo, de show, que de literatura, al menos tal y como yo la concibo. Se trata, en fin, de relajarse y tratar de pasar un buen rato. Me hincharé a cervezas, no se hable más. Por otra parte, no debo olvidar que alguna que otra vez he protagonizado uno de estos espectáculos llamados recitales. Mejor dejo el tema, que me lío. Lo último que querría es crearme enemigos a causa de las tonterías que escribo en este diario. Voy a asearme. Mañana más.

jueves, 12 de enero de 2012

Diario de un hombre cojo [24]

jueves, 12 de enero de 2012

Creo que la dinámica del diario-novela es buena. Las diferentes entradas, nunca excesivamente largas, funcionan como pequeños capítulos. Los espacios existentes entre una y otra aportan oxígeno a la narración. No se produce, o eso creo, el cansancio visual que sí producen esos libros sin puntos y aparte, sin el descanso que suponen esas mínimas interrupciones. Siempre fui bastante susceptible al desaliento que generan esos párrafos que se estiran hasta el infinito. Me desesperan por anticipado. Soy plenamente consciente de que este comentario me delata. Primero, como lector perezoso. Efectivamente, lo soy o, mejor, lo fui. Con disciplina y constancia y algo de madurez logré vencer esta pereza, al menos en parte. Ahora soy capaz de leer una novela como La montaña mágica. No ha sido fácil llegar a esto. De niño, me encantaban los cómics, pero no los leía; me limitaba a mirar las viñetas e imaginaba la historia. Alguna vez me gustó pensar que esta manera de proceder era consecuencia directa de mi gran imaginación. Prefería inventar yo la historia a que me la dieran masticada. Finalmente, tuve que reconocer que era la pereza y sólo la pereza lo que me llevaba a actuar así. Ya de adolescente, antes de sacar una novela de la biblioteca, escrutaba su contenido. No es que leyera párrafos sueltos al azar (bueno, sí, esto también lo hacía), sino que comprobaba que no hubiera parrafadas excesivamente largas. Algunos buenos libros repletos de parrafadas sin fin me hicieron ver el error en que vivía. De todos modos, algo de aquel niño y aquel adolescente perezosos quedó en mi interior. ¿Es por esto que me decanté por la poesía? Quién sabe. No me apetece profundizar en este punto. Dije que mi comentario sobre las parrafadas sin tregua me delataba. Primero, como lector perezoso. ¿Y segundo? Como un no verdadero novelista, como un no novelista de raza. Que sólo sepa hablar de mí, desnuda o disimuladamente, no hace más que añadir leña al fuego. Después de reflexionar unos segundos (que para ti, lector, no han existido, pues el tiempo que estuve con la mirada abstraída, mirando por la ventana sin ver nada de lo de afuera, han quedado abolidos por la continuación de mi teclear frenético), llego a la conclusión de que todo esto carece de importancia. Las etiquetas, siempre las etiquetas. Nos ponemos de acuerdo en abolirlas, pero siempre acabamos regresando a ellas. ¿Novelista? ¿Poeta? Más allá de estas categorías, soy alguien que necesita escribir. Mi disposición a la hora de enfrentarme a un poema, un artículo o una novela es similar. Necesito contar y muchas veces depende del azar el que acabe escribiendo un poema, un texto en prosa o el que me embarque en la aventura de una novela. Y digo aventura porque jamás sé hacia dónde ha de llevarme. Pero basta. Me cansé de hablar de mí. Tal vez, y esto se me acaba de ocurrir, una de las funciones de este diario sea demostrarme que puedo ser un verdadero novelista, un novelista de raza, alguien capaz de crear personajes con entidad propia, personajes que no remitan inequívocamente al autor, que sean independientes de él. Escribir, por ejemplo, sobre Cecilia Polsen y lograr que el lector se olvide de que yo estoy detrás de ella, moviendo los hilos, que sea capaz de verla como yo lo hago ahora, desnuda, sentada frente al espejo del salón-comedor mientras Alba, su compañera de piso, se pinta las uñas en el sofá de skay. Sí, olvídense de mí y céntrense en Cecilia. Desde que se despertó, pasado el mediodía, no ha hecho otra cosa que mirarse, pensar y fumar. Empieza a tener hambre. En cuanto su compañera se vaya, se preparará algo para comer. 
               - Siempre es lo mismo –murmura Cecilia mientras palpa en el interior de su bolso en busca de cigarros.
               - ¿Has dicho algo, nena? –pregunta Alba sin despegar su mirada de las uñas.
               Una y otra vez se acuerda del viejo. Hay algo hipnótico en su manera de contar. No tiene que ver con el contenido de sus narraciones, sino con la cadencia de su voz, con las palabras empleadas. Curiosamente, no le molesta su aparente autocomplacencia, el deleite que parece experimentar mientras desgrana esas historias insignificantes, tan inexplicablemente tristes. Se agarra a una idea difusa de la bondad, más que al dinero o la tremenda educación con que la trata, para justificar el hecho de que de pronto sienta ganas de que sea martes, de estar sentada en la terraza junto al señor Capllonch, mirando la piscina, el baldío oscurecido, la isla iluminada en que se convierte la gasolinera Repsol al caer la noche. No hay sexo, al menos por el momento. Aunque no es descartable que el viejo ya no pueda.
               - ¿A qué hora entras, nena? –pregunta Alba, ahora de pie, mirando la espalda desnuda de Cecilia Polsen.
               Cecilia observa a su compañera a través del espejo. Alba es de esas personas que nunca miran a los ojos de su interlocutor, que siempre parecen tener prisa o estar pensando en lo próximo que han de hacer.  
               Le dice la hora y enciende el cigarro. El humo denso y azulado se contorsiona perezosamente, creando figuras extrañas que al poco se deshacen. «Todavía tres horas», piensa Cecilia. «¿Qué andará haciendo el viejo?». Se imagina al señor Capllonch en la terraza de su casa, la mirada extraviada, clavada en la piscina, en algún fragmento de su pasado. No puede imaginárselo de otra manera. El pelo blanco y húmedo, la camisa blanca y sin arrugas, el olor del agua de colonia que utiliza, penetrante, como de bosque milenario.
               - Yo me voy –anuncia Alba–. Entro en el primer turno. No olvides cerrar con llave, ¿ok? Recuerda lo que le pasó a Mariana.
               Cecilia Polsen asiente pese a que sabe que Alba ya no la mira. A veces se pregunta si su compañera de piso es capaz de pensar en cosas más allá de sus uñas, el dinero y los hombres/clientes. Resulta fácil elaborar un autorretrato benigno en contraposición con el de Alba, pero ¿no prueba esto que quizá ella, Alba, tuvo menos opciones? De pronto viene a su mente la imagen del niño Danek. Tan rubio, tan endemoniadamente encantador. Rescatado de Gdansk, aquella ciudad miserable del norte de Polonia donde transcurrió su niñez. «¿Mi primer amor?». Cecilia se pone en pie. Acaricia sus senos, la posibilidad de una vida diferente. Danek la observa ir y venir del baño a la sala y de la sala al baño. «¿Y qué fue de ti, pequeño idiota? ¿Qué hiciste con tu vida? ¿Cómo se te ocurre insinuar que debiera volver? ¿Es que te has vuelto loco?». La ventana está abierta (no tienen aparato de aire acondicionado) y es probable que algún vecino se alegre la vista con el ir y venir del cuerpo desnudo de Cecilia Polsen.

miércoles, 11 de enero de 2012

Diario de un hombre cojo [23]

miércoles, 11 de enero de 2012

Es un tipo simpático, bonachón. Seguramente, si le obligaran a definirse, emplearía estas dos palabras: simpático y bonachón. Llega a la piscina. Busca la mirada de Alberto Sancevá, única persona por los alrededores. Desea saludarlo, intercambiar algún comentario sobre el sol, el césped o cualquier otra cosa relacionada con la comunidad de vecinos, pero el escritor no le da el gusto. Se centra en el libro que está leyendo. Por el rabillo del ojo espía la gestualidad de su vecino, sus ganas de llamar la atención. Se despoja de la camiseta. Es redondo, blando, en exceso blanco y peludo. Se lanza a la piscina. Es una máquina de emitir sonidos. Le pega patadas al agua, resopla exageradamente. Se hace inevitable pensar en una morsa. No es más que un buen tipo al que le encanta entablar conversación con sus vecinos. Suele bajar a la piscina acompañado de su mujer, pero hoy ha venido solo. Su mujer también es simpática y bonachona. Catequista. Un día enganchó a Alberto cuando éste ya volvía a casa. Fue imposible desembarazarse de ella. La mujer no tuvo compasión y le contó su vida, de sus lejanos dieciséis años a los actuales sesenta y pico. Ríete de Proust. Evidentemente, Alberto Sancevá lo ha olvidado todo salvo su profesión: catequista. Hablaba de sus chiquillos (así llamaba a sus alumnos) mientras Alberto se veía obligado a hacer esfuerzos para que sus ojos no se estrellaran contra su escote. Ubres de otro tiempo. Ubres generosas, maternales. Ubres de pueblo profundo, incómodas en bañador. Recuerda que el verano pasado Jaime Castell vino a visitarlo con su hija. Entonces tenía siete años. Solo hacía unos días que había llegado de Francia. Allí vive con su madre. La niña jugaba en la piscina mientras Jaime y él discutían sobre algún asunto literario. Creo que el tema era Bernhard. Sí, era Bernhard. Alberto no entendía cómo a Jaime no podía gustarle (extrañamente, los argumentos empleados por Jaime Castell eran los mismos que en su día empleó para criticar a Céline o a Onetti). Entonces la catequista se acercó a la niña y empezó a hablar con ella. Abandonado el tema Bernhard, los dos amigos se centraron en la escena. Parecía que la conversación había encallado. La catequista repetía la misma pregunta una y otra vez. La niña miraba las ubres de la buena mujer y se encogía de hombros. No entiendo, intuyeron que decía. Al rato, la catequista se dio por vencida. Salió de la piscina y se acercó a los dos amigos. Alberto Sancevá se mordió los labios para no hacer un chiste.
               - Buenos días –dijo mientras las gotas de agua resbalaban por la abundancia de sus carnes, sin duda acrecentadas para poder abarcar tanta bondad cristiana-, ¿es su hija?
               Jaime Castell asintió sin incorporase, protegiéndose del sol con la mano.
               - Tiene una hija muy guapa y muy simpática. Debe estar orgulloso.
               - Gracias.
               - Es que verá –sonreía como una santa, como una virgen encendida por la piedad–, me he puesto a charlar con ella y se me ha ocurrido preguntarle si estaba haciendo la catequesis, pero no me ha entendido. 
               La sonrisa de Jaime se tensó. Alberto Sancevá empezaba a divertirse. Volvió a morderse los labios.
               - Es francesa –masculló–, vive en Francia.
               Ésta fue toda su explicación. Por lo demás, la niña ni siquiera estaba bautizada. En un arrebato de malicia, Alberto Sancevá deseó que su amigo aireara tal circunstancia, pero Jaime Castell no añadió nada más a su frase francófona. La mujer asintió sin dejar de sonreír. Fue a decir algo, pero finalmente se lo pensó mejor. Su espíritu evangelizador luchaba por detrás de sus ubres. De esto hacía un año. Debió ser un domingo, un domingo de julio o de agosto. Pese a su mala fama, a Alberto Sancevá siempre le han gustado los domingos. Soleados o lluviosos, lo mismo da. Los relaciona con la literatura. Le gusta, si es invierno, salir de excursión con el coche, solo. Deja que el azar o la intuición decidan la ruta. Lleva consigo varios libros. A veces, si no lo olvida en casa, el reproductor MP4. Paisaje, soledad, música y literatura. Si es verano, se conforma con bajar a la piscina con su silla plegable. Alterna música y lectura. Cuando el calor se vuelve insoportable, se zambulle en el agua y nada. Mientras lo hace, el pecho se le inflama de felicidad, de algo parecido a la felicidad. Cuando no puede más, se dedica a flotar panza arriba. La visión del cielo azul puede llegar a emocionarle. En momentos así, es capaz de llorar. Al cabo de un rato, regresa a la silla plegable, reanuda la lectura que interrumpió. Como ahora. Sólo espera que al vecino simpático y bonachón no le dé por acercarse. No le apetece hablar con él, intercambiar comentarios sobre la temperatura ideal del agua, sobre el calor que hace o el tamaño del césped. Ahora el vecino se seca, busca víctimas, pero no llega a animarse. Como una morsa, se frota contra el suelo. Mejor, así le deja en paz. Quiere terminar la novela que tiene entre manos. Quiere olvidarse del resto del mundo por unas horas. Después, cuando el sol ya haya castigado lo suficiente sus hombros y su pecho, subirá a casa y se pondrá a escribir. Una, puede que dos páginas de su diario, páginas que después, probablemente, acabarán en mi blog. Hablará de este domingo, de la novela que estuvo leyendo, de su vecino ruidoso y bonachón, tal vez de su mujer, la catequista. Le tiene mucho cariño a sus escritos de domingo. Es el día en que más inspirado se siente.

Escritos de domingo:

martes, 10 de enero de 2012

Diario de un hombre cojo [22]

martes, 10 de enero de 2012

Estoy de bajón. No me apetece escribir, pero me fuerzo a ello. He pasado muy mala noche a causa de mis pies: los tenía helados. Normalmente, suelo tenerlos fríos, pero lo de esta noche no ha sido ni medio normal. El helor me llegaba hasta las rodillas y no había manera de que remitiera. Era tan intenso que incluso me producía dolor físico. Ya eran las tres de la madrugada cuando han empezado a adquirir una temperatura medianamente humana. Pero no, este bajón no tiene nada que ver con la temperatura de mis pies durante la noche. El causante, cómo no, es la literatura.
                Ayer recibí los ejemplares que me corresponden como autor de la novela Los artistas. El libro ha quedado precioso. La fotografía que Miguel Ángel Abraham hizo para la portada es estupenda. Posee fuerza y elegancia a partes iguales. Fue un auténtico subidón poder ver y tocar esos libros. Me sentía como un niño en la mañana de Reyes. Cómo no, lo anuncié en Facebook y fueron bastantes los que me felicitaron o le dieron al botón de “Me gusta”. Todo era perfecto hasta que me encerré en mi habitación para volver a leerla. Quizá esto motivó que se me congelaran los pies. Debería estar acostumbrado. Ya me pasó lo mismo tras la lectura, una vez publicada, de La historia que no pude o no supe escribir. Siento horror, un disgusto enorme. No me gusto. Querría hacerme con todos los ejemplares publicados y quemarlos. Que no quedara rastro. Curiosamente, esto nunca me ha pasado (al menos, no de un modo tan intenso) con la poesía. (Tema a analizar). Sé que con el transcurrir del tiempo me vuelvo indulgente. Por otro lado, me consta que hubo personas, entre ellas mi editor, a las que mi primera novela gustó bastante. Me digo que no debería ser tan duro conmigo. Mejor dejo el tema. Se supone (permitidme el chiste) que estoy o debería estar en fase de promoción. Dónde se ha visto que un autor diga de su propia obra que no vale la pena. Volveré al libro unos días más tarde, cuando esté más tranquilo. Seguro que veo las cosas de forma diferente. Será entonces cuando hable de él.
               No obstante, añadiré que esta novela, como le expliqué a Julia anoche por mail, es una especie de ejercicio de estilo donde lo principal es la cadencia enfermiza de las frases. Abuso, ciertamente, de los adjetivos. Caigo en un barroquismo que entiendo que pueda molestar. Pero se trata de algo hecho adrede. Si bien ahora no la escribiría del mismo modo, debo decir que hay pasajes de la novela que me siguen gustando (como el que publiqué en el blog el sábado 3 de diciembre de 2011, así como algunos otros que no desvelo aquí).
               Para finalizar, diré que esta novela forma parte de una trilogía. Esta trilogía (soy poco original, lo sé) se asienta sobre, como diría Kundera, la continuidad del mismo tema. Este tema no es otro que el de la Huida. En La historia que no pude o no supe escribir, me centro en lo que sucede tras esa huida, es decir, en la búsqueda que acontece después de que el protagonista rompa o crea romper con sus asfixiantes circunstancias. En Los artistas (que terminé de escribir en junio de 2008), trato de explicar los motivos (oscuros) que llevan al protagonista a desear la huida. Aquí me centro en las semanas previas a esa huida liberadora y, cómo no, engañosa. En Piscinas iluminadas, todavía no publicada, la huida física ya no es posible, por lo que el protagonista se ve forzado a la huida mental, es decir, a través de  la imaginación, algo mucho más peligroso, sobre todo en una mente enferma como la suya.
               Una vez dicho esto, resulta fácil llegar a la siguiente conclusión: la literatura es mi vía de escape, el viaje que emprenden todos mis protagonistas, lo que preciso para no desmoronarme. 
               Por lo demás, he decidido abandonar por un tiempo La novela luminosa. La paranoia empezaba a ser excesiva. Por recomendación de Julia, he iniciado la lectura de Cambiar de idea, de Zadie Smith. De momento he leído los dos primeros ensayos. La inglesa expresa con claridad, en una prosa muy bien escrita, todas sus ideas, cosa que se agradece. Zadie Smith es un ser equilibrado, razonable, con el que es difícil estar en desacuerdo. Cierto que sólo he leído los dos primeros ensayos ocasionales (así los llama ella) y que, además, estos dos primeros ensayos versan sobre autores  (Zora Neale Hurston y E.M. Foster) de los que no he leído absolutamente nada. Veremos si sigo pensando lo mismo cuando pase a hablar de temas más generales o de algún autor al que sí haya leído.
               Otra vez vuelvo a olvidarme de Sancevá. Seguro que está cabreado. Apuntaba como claro protagonista de este diario y llevo unos días en que no le doy ni bola. Mañana, lo prometo. Tengo la escena que quiero narrar en mente. Transcurre en la piscina comunitaria de mi (su) casa. No, no adelanto nada, por si luego cambio de idea.

(17:51)
Me acabo de dar cuenta de que en el muro de Facebook de Baile del Sol publican cada una de las entradas de este diario (los enlaces al blog, se entiende). Ups. Pienso que es posible que no les haga mucha gracia leer lo que esta mañana escribí sobre Los artistas. Tal vez pueda convencerles de que se trata de una modalidad poco convencional de promoción: hablar mal de uno mismo. Son tantos los que se creen geniales, los que hablan bien de sí mismos, que un poco de autoflagelación puede resultar estimulante. Desde aquí animo a todo el mundo a que compre la novela. Nunca deben hacer caso de lo que un autor opina sobre su propia obra. Como dice Levrero (¡maldición, otra vez!), «es sabido que los autores nunca dicen exactamente la verdad acerca de sus obras, a menudo porque la ignoran». Pues eso.


lunes, 9 de enero de 2012

Diario de un hombre cojo [21]


lunes, 09 de enero de 2012

Acabo de releer lo que ayer escribí. Imagino lo que Jaime Castell diría: «es demasiado fácil, de una vaciedad espantosa; es disimular de la peor manera la ausencia de discurso propio». ¿Discurso propio? ¿Alguien, a estas alturas, tiene discurso propio? (Esto lo diría para fastidiar, para dar inicio a una de esas discusiones desquiciantes, sin solución posible). Yo hablaría, más bien, de grados de disimulo. Pero no, no quiero establecer aquí, ahora, un diálogo con el poeta. Dejaré que se explaye (ya veremos) en su próxima cita con Sancevá. Pero sí querría añadir algo a lo escrito el domingo, algo que me parece de una obviedad apabullante: que un escritor hable o no de sí mismo carece de importancia. Uno puede detestar hablar de sí mismo del mismo modo que a otro puede encantarle. ¿Importa algo? Lo fundamental es cómo cuentes eso que quieres contar, es decir, la forma. (En este punto, Dovtálov, Kundera y Levrero parecen estar de acuerdo). O sea, que si a un escritor le da por narrar una mudanza, por poner un ejemplo, lo importante no es la existencia real, fuera de las páginas, de esa mudanza, ni lo que el escritor piensa verdaderamente de las mudanzas, sino la gracia con que esa mudanza es narrada. Al final, si el escritor es bueno, si tiene verdadero talento, se dejará llevar por la magia del relato (vuelvo a emplear la palabra magia, debería hacérmelo mirar), es decir, dará prioridad a lo que el relato imponga y no a lo que imponga la biografía, el hecho anecdótico narrado, su opinión sobre el asunto. Y no, no veo ninguna contradicción. La literatura, siempre, antes que testimonio, antes que memoria, es literatura, por muy autobiográfica que sea. Dejo la cuestión.
               Siguen los paralelismos con La novela luminosa. En sus páginas, Levrero habla de Onetti, Beckett y Bernhard, tres nombres mencionados a lo largo de este diario. Quizá debería abandonar la lectura de este libro. Empiezo a estar paranoico. 
               Bueno, la mención de Onetti es incidental. Hace referencia al aspecto físico del también escritor uruguayo en sus últimos tiempos, cuando permanecía encamado. La mención de Beckett tampoco tiene mayor importancia. Habla un poco de sus cuentos, que yo no he leído, si bien más adelante Levrero apunta la posibilidad de releer Malone muere. Recuerdo aquí que cuando hablé de crear un plano ficcional, el plano en que se mueven Sancevá y compañía, mencioné expresamente esta novela del autor irlandés. Pero lo que ha hecho que saltaran todas las alarmas y me diera por emplear la palabra «paranoico» ha sido la mención de Bernhard, concretamente, la de su novela El sobrino de Wittgenstein. Levrero la lee y, sin negar la fuerza y la calidad características del austriaco, dice que en esta obra «se nota un cierto desgaste, ¿cómo decirlo?: una especie de cansancio». Yo no empleé tales palabras al hablar de El sobrino de Wittgensteis, en cambio dije que, tras leer su pentalogía autobiográfica, ya nada podía estar a la altura, si bien esto no significaba que el libro en cuestión no fuera un gran libro. 
               Sí, tal vez exagero las cosas, tal vez no sea para tanto. Al fin y al cabo, los autores mencionados son autores mundialmente reconocidos. Hasta cierto punto son normales tales coincidencias. Por otro lado, siento que contarlo me ha hecho bien. Me he vuelto a quitar un peso de encima.
               No olvido que tengo que decidir si cuento alguna de esas semejanzas que, a raíz de la lectura de La novela luminosa, han ido surgiendo entre mi vida y la del uruguayo. Imagino que son detalles sin importancia, pero no puedo dejar de sentir extrañeza. Tal vez, si cuento alguna de esas semejanzas… El problema es que la más llamativa tiene que ver con mi vida sentimental. Decidido, voy a hacerlo. A lo largo de su libro, Levrero cuenta alguno de los sueños que tiene para después lanzarse a su interpretación. Es un juego que yo casi nunca he practicado, entre otras cosas, porque casi nunca recuerdo lo que sueño. Pero ocurrió que ayer por la mañana fui impelido a interpretar un sueño que yo no había soñado pero del cual era el protagonista. La que vengo llamando la mujer de mi vida me telefoneó para contarme que había soñado conmigo. Esto, inmediatamente, me puso a la defensiva. En el sueño, yo estaba muerto. Ella acudía al velorio, concretamente, se encargaba del cuidado de Floriane. Curiosamente, yo estaba presente en mi propio funeral. Sentado en primera fila, contemplaba silencioso el ataúd granate en donde me hallaba. Pese a estar ahí, sentado, a la vista de todos, no había duda de que yo estaba muerto. El sueño seguía, pero he olvidado cómo. Quero decir: me contó algo más, pero ya no lo recuerdo. Sé que sacaban el ataúd del lugar donde se celebraba el velorio. Lo que no me dijo o he olvidado es si yo ayudaba a transportar mi propio ataúd. Mi interpretación fue la siguiente: la mujer de mi vida quiere olvidarme, necesita alejarme de su vida, al menos es lo que le aconseja la parte racional de su cerebro (y alguna que otra amiga irracional), sin embargo, se ve incapaz de hacerlo. La presencia de Floriane (Floriane quería muchísimo a la mujer de mi vida) simboliza los buenos recuerdos, la calidez, todo lo maravilloso que vivimos juntos. En suma, la posibilidad de un futuro. En cambio, mi propia presencia, una presencia fría, casi irreal, distante, es la manera en que el subconsciente le recuerda cómo pude llegar a ser, o sea, cómo puedo llegar a ser: alguien frío, solitario, egoísta y sin corazón. Uf. Lo dejo. Debería volver al plano ficcional. Sancevá aguarda, pero no. Antes quiero solventar otro asunto.
               Un día después de que hablara de los cuadros de Salva Ginard, esto es, el sábado 7 de enero, recibí un mail de éste con las dos imágenes comentadas.  No vi este correo hasta el domingo 8, es decir, ayer, una vez publicada la entrada del diario. Ahora que vuelvo a ver las imágenes, no tengo nada que añadir a lo que dije sobre el cuadro masculino. Se me ocurre, eso sí, que, de acabar publicado este diario en papel, podría ser una magnífica imagen para la portada. Fuerza y soledad, me gusta. Respecto a la segunda imagen, me gustaría añadir (y esto supone, creo, una reinterpretación de lo dicho el viernes) que la mujer parece amordazada por su propia tristeza, como si algo que no vemos, pero que está allí, la confinara en una soledad que la desgasta, que la embrutece, que la destruye poco a poco, en silencio.
               Otra vez vuelvo a postergar el plano ficcional, pero no puedo dejar de aclarar, de comentar, ciertos aspectos de mi vida. Espero que Kundera pueda perdonarme.




domingo, 8 de enero de 2012

Diario de un hombre cojo [20]

domingo, 08 de enero de 2012

He seguido leyendo La novela luminosa. Hay ciertas semejanzas, ciertos paralelismos con este diario que me asustan. No, no es que me asusten, digamos que me incomodan. Alguien podría creer que este diario pretende ser algo parecido a la magnífica novela de Levrero, pero no es así. Como dije, inicié su lectura una vez finalizada La montaña mágica. Por otro lado, parece que ciertos aspectos de mi vida actual, como consecuencia de la lectura de este libro, se vayan asemejando a ciertos aspectos de la vida del uruguayo. Es el efecto mágico de la literatura. Y que conste que, a un tipo descreído como yo, le cuesta muchísimo utilizar la palabra magia. Veremos si me animo a narrar alguna de estas semejanzas.
               Estas semejanzas tienen que ver con mi vida privada, diría que sentimental, y no quiero incomodar a nadie con este proyecto. Aquí, vuelvo a repetirlo, se trata de ahondar en mí, de conocerme mejor para así poder vencer mis miedos. Ya sé que para ahondar en uno mismo, en ocasiones es necesario involucrar a otras personas. Bueno, utilizaré alguno de los típicos trucos de escritor. Hablaré de cosas que ocurrieron hace tiempo, cambiaré nombres, lugares, etc., o pondré ciertas dudas o problemas en la cabeza de los diferentes personajes. ¿No es lo que he hecho hasta ahora? En la medida de lo posible, intentaré no incomodar a personas queridas que puedan leer este diario.
               Como decía, he seguido leyendo La novela luminosa. En la página 75, me encontré con la siguiente afirmación, la cual me apresuré a subrayar: «Cuando uno es joven e inexperto, busca en los libros argumentos llamativos, lo mismo que en las películas. Con el paso del tiempo, uno va descubriendo que el argumento no tiene mayor importancia; el estilo, la forma de narrar, es todo». Junto a estas palabras, en bolígrafo azul (el mismo que utilicé para subrayarlas), escribí el nombre de Dovtálov. Fue inevitable recordar lo que el ruso decía al evocar la juventud de su primo en la novela Los nuestros: «Él en cambio era un joven virtuoso y tímido. La coquetería femenina lo abrumaba. Me acuerdo de las frases que apuntaba en su diario de estudiante: Lo principal en un libro y en una mujer no es la forma sino el contenido… Incluso ahora, después de las incontables decepciones de la vida, este planteamiento me parece algo triste. A mí, como antes, sólo me gustan las mujeres guapas». Así, satisfecho por la coincidencia y por el hecho de que el uruguayo y el ruso, dos autores que aprecio mucho, me dieran la razón (cada uno a su manera) en algo que siempre he defendido, decidí acometer el final de El arte de la novela, de Milan Kundera. Al poco de proseguir su lectura, di con este párrafo (que no subrayé ya que el libro es de mi amigo Juan Payeras): «El novelista no hace demasiado caso a sus ideas. Es un descubridor que, a tientas, se esfuerza por desvelar un aspecto desconocido de la existencia. No está fascinado por su voz, sino por la forma que persigue, y sólo las formas que responden a las exigencias de su sueño forman parte de su obra». Volví a sonreír. Parecía que todo el mundo se había puesto de acuerdo. Pero la felicidad, como es sabido, es pasajera, y el señor  Milan Kundera, un cabrón de mucho cuidado. Supongo que tanta coincidencia le molestaba, por eso decidió meter algo de cizaña. Para contradecir a Levrero y, ya de paso, a mí, para meterse con la concepción literaria que rige la escritura de esta novela-diario, el checo cabrón asegura que el rasgo definitivo del verdadero novelista estriba en que no le gusta hablar de sí mismo (*). Dice: «Según una famosa metáfora, el novelista derriba la casa de su vida para, con los ladrillos, construir otra casa: la de su novela». Entonces, estas más de 40 páginas que llevo escritas en un documento Word, ¿no son una novela? ¿Es que el verdadero novelista no puede hablar de sí mismo y sólo de sí mismo? Para animarme, ya que Kundera había conseguido ensombrecer mi humor, releí otro de los pasajes subrayados de La novela luminosa. Dice así: «Amigo lector: no se te ocurra entretejer tu vida con la literatura. O mejor sí; padecerás lo tuyo, pero darás algo de ti mismo, que es en definitiva lo único que importa. No me interesan los autores que crean laboriosamente sus novelones de cuatrocientas páginas, en base a fichas y a una imaginación disciplinada; sólo transmiten una información vacía, triste, deprimente. Y mentirosa, bajo ese disfraz de naturalismo. Como el famoso Flaubert. Puaj». En fin, tal vez no haya tanta contradicción como creo ver. Tal vez se trate de un asunto de matices. Tal vez, si uno habla de sí mismo, sin tapujos, en una novela, inmediatamente se convierte en personaje y, por lo tanto, ese material biográfico empleado, obvio, de algún modo se transforma, se reelabora, para ajustarse así a las formas que responden a las exigencias del sueño del escritor. Por otro lado, tampoco creo hablar tanto de mí… Pienso que lo mejor es dejar el asunto aquí, no profundizar. Esto no pretender ser una obra profunda. Es, ya dije, una terapia. Además, ya va siendo hora de volver a Pedro Capllonch, el cual ya contó el primero de sus relatos. Cecilia Polsen ya no está con él. Todavía no se ha acostado. ¿Qué ha estado haciendo? ¿Se ha sentado a escribir? ¿Por qué no? ¿No era este su objetivo, escribir sus memorias? La prostituta hace de conductor de los recueros. Le resulta más fácil evocarlos si alguien lo escucha. Una vez solo, se sienta y escribe. A diferencia de su estilo oral, su escritura es directa, despojada. Emplea frases breves y muy pocos adjetivos. Casi parece un resumen esquemático de lo que contó a Cecilia. Medio folio le basta. Con todo, se ha demorado bastante. Entre frase y frase, dormitaba o recordaba. Se perdía por esas rendijas que su relato había abierto. Empieza a amanecer cuando escribe la última línea. Un mundo con mala resolución, granulado, gris, se agazapa tras la ventana. La tentación de un último cigarro antes de echarse a dormir lo roza levemente. Deja el cuarto en el que está y se dirige a la cocina. Pese a que no tiene hambre, abre cajones en busca de algo que llevarse al estómago. Finalmente, opta por prepararse un café. Sale a la terraza. La visión de la piscina le resulta decepcionante. Alcanza el vaso en el que hace unas horas bebía Cecilia Polsen. Examina los bordes en busca de restos de carmín o saliva. La huella de sus labios sobre el cristal lo enternece unos segundos. Deja el vaso sobre la mesa, se desprecia sin convicción por su sensiblería y regresa al interior de la casa. Ya en la cama, imagina a Cecilia a su lado. «Hacerse viejo es volver a la niñez, pero sin ese exceso de vitalidad. Se reblandece la mente, nos tornamos previsibles, débiles y patéticos. Esto no es más que un capricho, nada, y, sin embargo, tiemblo y abrazo la almohada pensando en Cecilia Polsen. Seguramente lo sabe, pero no me importa. Forma parte del juego».

(*) Para fortalecer su argumento, Kundera recurre a lo que otros escritores dijeron sobre este asunto. Entre los citados, se encuentran Flaubert (¡otra coincidencia!) («El artista debe hacer creer a la posteridad que no ha vivido»), Maupassant («La vida privada de un hombre y su aspecto no pertenecen al público»), Hermann Broch (refiriéndose a Musil, a Kafka y a sí mismo: «Ninguna de los tres tiene verdadera biografía»), Karel Capek (que al ser interrogado por los motivos por los cuales no escribía poesía, respondió: «Porque detesto hablar de mí mismo»), Nabokov («Detesto meter la nariz en la valiosa vida de los grandes escritores y jamás levantará un biógrafo el velo de mi vida privada»), Italo Calvino (que no dirá a nadie nada sobre su vida privada) y Faulkner (que desea «ser anulado en tanto que hombre, suprimido de la Historia, no dejar huella alguna, nada más que libros impresos»).

viernes, 6 de enero de 2012

Diario de un hombre cojo [19]

viernes, 06 de enero de 2012

Ayer comí con Salva Ginard. Vino a buscarme a casa. Fue un encuentro agradable. Hablamos, entre otras cosas, de la supuesta sensibilidad o profundidad de los artistas. Más o menos veíamos las cosas de un modo similar. La gente, por lo común, suele tener ideas preconcebidas sobre este asunto, ideas generalmente erróneas. Apenas hablamos de mujeres porque tanto él como yo, por motivos diferentes, aunque puede que no tanto, nos hallamos inmersos en una especie de apatía sentimental. Después nos acercamos a su casa. Quería mostrarme sus últimos cuadros. Dos me gustaron especialmente. El primero, cosa rara en él, era un cuerpo pintado de cintura para arriba. Un cuerpo masculino, desnudo. La cara no era más que una sombra. Aquella pintura transmitía fuerza y soledad. Me hizo pensar en mis circunstancias actuales, en esta soledad (aislamiento) que, quiero creer, me fortalece. ¿Cómo? Se supone que cuánto más nos conocemos, más fuertes nos volvemos. Sí, ya sé que suena a patraña, pero a veces es bueno creer en según qué patrañas, ¿no?

(19:33)
Tuve que interrumpir la escritura, cosa que me fastidió bastante. Habíamos quedado a las dos para comer en Binissalem con mis tíos y primos. Lo había olvidado. Antes de regresar, nos hemos detenido en la clínica. ¿El motivo? Una vez servidos los cafés y por aclamación popular, me he visto impelido a mostrar la cicatriz al resto de comensales. Ha sido entonces cuando el marido de mi prima se ha percatado de que todavía tenía una grapa. Asunto solventado. Hablaba de los dos cuadros de Salva que más me gustaron. El segundo ya era un rostro humano, concretamente, el rostro de una mujer. (Los que conozcan la producción de Salva Ginard comprenderán este “ya” de la frase anterior). Parecía como si se estuviese abriendo, como si la piel cediese o se evaporase, para mostrar lo que había tras esa máscara. Lo curioso es que con aquel intento de mostrar el interior lo único que se conseguía era añadir confusión al conjunto. De nuevo, esto me ha hecho pensar en este diario. Es posible que este intento de apertura, esta investigación, no haga más que añadir desconcierto. Al fin y al cabo, podría estar hablando mil y un días de mí y de mis circunstancias y, al final, mi retrato seguiría siendo algo oscuro y cabalístico, absurdo quizá.
               (Se me ocurre que podría pedirle a Salva que me enviara por mail las imágenes de los cuadros mencionados. A ver si luego me acuerdo, aunque es posible que por el momento no tenga interés en mostrar sus últimas creaciones).
               Ahora es cuando debería dejar de hablar de mí para centrarme en Pedro Capllonch. Lo tengo bastante abandonado. No le auguro un gran recorrido. Bueno, todavía es pronto. No quiero adelantar nada. Una regla fundamental es no hacer planes. Lo importante es escribir cada día o casi cada día lo que vaya surgiendo. Improvisar, registrar, de esto se trata. Ya dije, un experimento, algo parecido a una terapia. (Nunca me gustó la palabra terapia relacionada con la literatura, puede que por el abuso que en ocasiones se ha hecho de tal relación, pero aquí no queda más remedio). Pero antes de volver a Capllonch, quiero aclarar algunos puntos. Que yo recuerde, a lo largo de estas líneas he mentido en dos ocasiones. La primera fue al contar aquel sueño en que aparecía la mujer de mi vida. No se trataba de un sueño, sino de un hecho real, quiero decir: ocurrido no sólo en mi mente. Efectivamente, cenamos en un restaurante de lujo, al menos yo lo considero así. Mi intención era pedirle perdón por ciertas cosas ocurridas en el pasado, pero finalmente no me animé. En su momento dije que quería confesarle mi amor más sincero, pero esta no era mi intención. Se trataba de una manera de añadir dramatismo al relato. Al final, dejé que se escapara la oportunidad de hacerme perdonar. Temía que mis palabras pudiesen malinterpretarse. Ahora necesito estar solo, centrarme en mí. Me digo que esta apatía sentimental es algo pasajero. Tal vez me halle ante una clave fundamental para entender esta actual abstinencia poética.  (Un día de estos hablaré de la otra abstinencia en la que me hallo inmerso, la sexual).
               Segunda mentira. Cuando inicié el relato del llamado plano ficcional, es decir, las historias de Sancevá, Capllonch y compañía, di a entender que los nombres así como las dos tramas se me habían acabado de ocurrir, eran improvisadas. Falso. Como advertí días después, ya tenía bosquejados los personajes y los argumentos, incluso tenía escritos algunos de los fragmentos en los que Sancevá o Capllonch aparecen. Otra cosa es que no se me hubiese ocurrido desde el principio incluirlos en este diario. En fin, ya me he quitado este peso de encima. Parecerá una tontería, pero no había día en que no pensara en ello.  
               Por el momento, dejaré que Pedro Capllonch siga sesteando en mi mente. Estoy cansado. Durante la comida bebí varios vasos de vino así como una copa de hierbas dulces y todavía tengo que escribir el artículo para el periódico. ¿De qué puedo hablar? Ni idea. A ver qué se me ocurre.

jueves, 5 de enero de 2012

Diario de un hombre cojo [18]

jueves, 05 de enero de 2012

(En el párrafo que sigue se desvelan algunos aspectos relevantes del argumento de la novela La montaña mágica, de Thomas Mann. Si usted no la ha leído y tiene intención de hacerlo, le recomiendo que se salte las líneas que vienen a continuación y prosiga la lectura a partir del subtítulo o apartado DIOS BENDIGA A LOS CRETINOS).

El día que me quitaron el yeso también fue el día que concluí La montaña mágica. Los hechos ocurrieron del siguiente modo: la noche anterior, es decir, la noche del martes, murió Joachim Ziemssen, cosa que más o menos me apenó. Sentía simpatía por el primo de Hans Castorp. Era discreto, sencillo y obstinado. Creía en el deber o, lo que es lo mismo, en el honor y la fatalidad. Era un defensor acérrimo de las formas, de las apariencias. Siempre he sentido atracción por este tipo de naturalezas. Tal vez esta simpatía se deba al hecho de que hoy en día prácticamente no existen, están mal vistas. ¿La simpatía que nos inspiran las especies en vías de extinción o las ya extintas definitivamente? Es posible. Hoy tenemos el deber de relajarnos, de ser nosotros mismos, de dar rienda suelta a todos nuestros deseos, a todas nuestras flaquezas. Si no eres capaz, es que estás gravemente enfermo. Dejo aquí la cuestión. El miércoles, es decir, ayer, amanecí con la firme intención de finalizar la novela. Regresó Clawdia Chauchat, pero no lo hizo sola. La acompañaba Mynheer Peeperkorn, el gran amante de los placeres de la vida. Su aparición es fugaz pero intensa. A través de este personaje, Thomas Mann parece decirnos que la personalidad está por encima del intelectualismo; la vida, por encima de las palabras. Muerto Peeperkorn, Clawdia deja el sanatorio y yo la lectura, pues tengo que comer. Tras la comida, mis padres me acompañan a la clínica para que me quiten el yeso. Ya no era esa cosa blanca, impoluta.



Durante la comida familiar del 26 (lo que aquí llamamos segona festa), Floriane y Marc, el hijo de mi prima, se encargaron de decorarlo. Optaron por un estilo pop muy fresco. Esa pequeña obra de arte terminó en el cubo de la basura del consultorio de la doctora Rodríguez. Lo primero que llama mi atención, una vez sin escayola, es comprobar que el pie sigue estando hinchado. Esto me inquieta, si bien la doctora le resta importancia. Apenas tengo movilidad y fuerza en el pie. Hasta el día 13 no puedo empezar con la rehabilitación (no había hueco antes), por lo que me recomienda que, por mi cuenta, poco a poco, vaya ejercitando mi extremidad. Lo segundo que llama mi atención es la delgadez de mi pantorrilla derecha. Es claramente más fina que la izquierda. No puedo evitar sonreír.




A la deformidad de mi pie hay que añadirle la de mi pierna, al menos hasta la rodilla, por no hablar de la fealdad de mi nueva cicatriz. Perfecto. Vuelvo a casa y me instalo en mi cuarto para acometer el final de la novela. Ya solo quedan los minutos de la basura. El aburrimiento hace mella en todos los residentes del Berghoff así como en el lector. Hay bastantes páginas dedicadas al espiritismo, entre otras gilipolleces, cosa que me pone de los nervios. Después los ánimos se caldean, el mundo se convulsiona. La Gran Guerra está cerca de estallar. Settembrini y Naphta, esos dos extremistas, se baten en duelo. Uno no puede dejar de desear que mueran ambos. Siete años después de su llegada, Hans Castorp deja el sanatorio para convertirse en soldado. Lo último que sabemos de él es que se halla en el frente, canturreando inconscientemente una cancioncilla mientras a su alrededor reina la más absoluta de las devastaciones. La novela termina con un interrogante. Thomas Mann se pregunta si, en mitad del festejo de la muerte y el terror, se elevará algún día el amor. Tendrá sus momentos, me digo. Como siempre. Después cierro el libro.

DIOS BENDIGA A LOS CRETINOS

Vuelvo a Alberto. Lo dejé embrollado con pensamientos más o menos absurdos, esperando a Nuria Tamena en la terraza de un bar. Sigue con sus elucubraciones, no puede evitarlo. Tampoco quiere. Casi puedo escucharlo. La vida detenida en este punto muerto de una tarde de principios de junio, piensa Sancevá. Las certezas, las dudas, este vértigo intransmisible, corrosivo. ¿Será posible rescatar este instante del tiempo, de su boca inconmensurable, cruelmente dentada? ¿Basta detenerse y atrapar con la mente el terremoto invisible? ¿Basta con lanzar la red de las significaciones? ¿Qué podrán contra esto las palabras? ¿Y por qué no llega Nuria Tamena y me rescata de este bucle patético? La vida es irreal, anota Alberto Sancevá en el procesador de textos de su móvil, en cambio, el dolor que produce es real. Una vez rescatada la frase, extrae de su bandolera una novela (¿La novela luminosa?). Antes de iniciar su lectura, recuerda aquello que dijo Josep Pla: el hombre que lee novelas a partir de los treinta y cinco años es un cretino. Qué gran verdad, piensa Alberto sin reprimir una sonrisa. Y concluye: Dios bendiga a los cretinos.

- ¿Llego muy tarde? –Tan concentrado estaba en su libro, que la pregunta de Nuria Tamena lo ha sobresaltado. Alza la vista y se encuentra con el fotograma sonriente de su amante. Atrás, el decorado: fragmentos de palmeras, mástiles de embarcaciones, el castillo chato presidiendo la ciudad. Todo bañado por la luz procedente de un cielo límpido, de recreo infantil.
               Alberto Sancevá escanea con la mirada el cuerpo de su amante. El deseo, por imprevisto, lo golpea con más fuerza, se instala en su estómago y desde ahí se expande a todo su cuerpo. ¿Es posible que, después de tanto tiempo de exclusividad (para Alberto Sancevá, estos tres años constituyen todo un récord), el cuerpo de Nuria Tamena siga despertando su lascivia de este modo? ¿O no será que el deseo ya estaba ahí, en la epidermis de su ser, azuzado por las turistas alemanas y británicas? Alberto sonríe, señala la silla vacía que queda a su lado. Necesita tocar ese cuerpo, verificar su presencia.
               - Las mujeres que consiguen que los hombres esperen por ellas son las únicas que valen la pena.
               - ¿Estuviste en Madrid o en Buenos Aires?
               Alberto Sancevá coloca la mano sobre el muslo caliente de su amante. Siente un pálpito, pero ignora a quién pertenece. Algo en su interior se contrae, algo más fuerte que el propio deseo, algo que tiene que ver con el reconocimiento y la aceptación, tal vez con el miedo a lo desconocido. Deja la novela sobre la mesa y estira el cuello para besar a Nuria. Un beso húmedo, más prolongado de lo que podría ser considerado normal, dadas las circunstancias, entre ellos. Un beso que pone fin a la jornada laboral de la mujer. El reloj marca las seis y media.
               - Parafraseaba a Pavese, cosas mías –dice Alberto Sancevá mirando alternativamente los ojos y el escote de Nuria Tamena.
               - Sí –ríe ella­–, sigues siendo tú. Por un momento pensé que te habían cambiado. ¿Qué tal por Madrid?
               - Firmé tres libros. Una milésima parte de los que firmó una tal Cassandra Clare. Adolescentes, ya sabes. Algo gótico. Mejor cuéntame tú. No quiero ensombrecer la tarde.
               Nuria Tamena cruza las piernas. Antes de hablar, escruta la terraza. Parece dar su visto bueno.
               - Un fin de semana aburrido. Nada que contar. Comí con mis padres. Vi una peli, pero ya he olvidado el título. No estaba mal.
               - ¿Y el trabajo?
               Nuria pellizca la barbilla de Alberto. Niega con la cabeza y le hace un gesto al camarero para que se aproxime.
               - ¿Desde cuándo te interesa mi trabajo? –Apoya la espalda en el respaldo de la silla y comprueba que su falda esté bien colocada–. ¿Tengo tiempo para un vino?
               - Claro. Te acompañaré.
               Pese a que su intención era escuchar el relato aburrido de su amante, cederle a ella el protagonismo de la charla, desearla en silencio, disfrutando, en un deleite ensimismado, de la postergación de lo que ocurrirá más tarde, acaba siendo él, una vez más, el narrador principal, el que cuenta su fin de semana perdido en Madrid, un fin de semana lluvioso, inopinadamente frío, otoñal, un fin de semana de camisa insuficiente y calcetines húmedos, de horas charlando de fútbol con su editor, horas mirando a la gente caminar, gentes apresuradas por un Retiro de posguerra, inhóspito. Y la noche en el bar del hotel, tentado de volver a fumar, pidiendo whisky tras whisky. Era deprimente, de algún modo hermoso y emocionante. ¿Deprimente y emocionante? Menos mal que podía convertirlo en relato, en un chiste más patético que gracioso.
               - Parece que te fuiste a otro país –bromea Nuria Tamena.
               - No descarto la hipótesis –concede Alberto.
               - Los dioses están conmigo y te castigan. –Ahora es Nuria la que echa el cuerpo hacia delante y apoya su mano sobre el muslo de Alberto­–. Deberías haberme propuesto que te acompañara. Te hubieses evitado la estampa de bebedor solitario y, ya de paso, habrías firmado un libro más.
               - Tú ya tienes el libro. Incluso lo leíste, si no me mentiste. 
               - Tu causa es mi causa.
               - Me conmueves. De todos modos, tiene su gracia lo de beber solo en el bar del hotel donde te hospedas. Es muy Hopper. Y perdón por el tópico.
               - Soy más de Kandinsky.
               - Tantos colorines, no sé.
               - ¿Nos vamos?
               - Pensaba que nunca ibas a proponerlo.
               - Recuérdame que después de follar te pegue la bronca por excluirme de tu mundo literario.
               - Pégame la bronca después de follar.
               - Así me gusta, que seas obediente.
               - Es el ego herido.
               - Pues habrá que herirlo más a menudo.
               - No más firmas, por favor.
               - Venga, vamos. ¿Me invitas?

martes, 3 de enero de 2012

Diario de un hombre cojo [17]

martes, 03 de enero de 2012

Consigno aquí la ausencia de Floriane. No me extenderé más en este punto por considerar que este diario no es el lugar adecuado. Ya dije que mantendría este asunto en la intimidad. Es más, intentaré que mi estado de ánimo no condicione mis palabras.
               Hoy he recibido por correo certificado La novela luminosa, de Mario Levrero. He leído el prefacio y el primer párrafo del prólogo, “Diario de la beca”. Todavía ando con La montaña mágica (me faltan algo más de doscientas páginas para finalizarla), por lo que he decido parar y centrarme en las aventuras del joven Hans Castorp. De todos modos, no he podido dejar de pensar en los paralelismos existentes (al menos, en lo leído hasta ahora) entre La novela luminosa y este diario. No estoy hablando de calidad, obviamente. Me refiero al planteamiento, por un lado, y a lo que posibilita su escritura, por otro. Ya el título del prólogo, “Diario de la beca”, pone en la pista del primer paralelismo. De hecho, el párrafo mencionado empieza de este modo: «Aquí comienzo este “Diario de la beca”. Hace meses que intento hacer algo por el estilo, pero me he evadido sistemáticamente. El objetivo es poner en marcha la escritura, no importa con qué asunto, y mantener una continuidad hasta crearme un hábito». En las últimas líneas de este párrafo inicial, Levrero insiste: «Todos los días, todos los días, aunque sea una línea para decir que hoy no tengo ganas de escribir, o que no tengo tiempo, o dar cualquier excusa. Pero todos los días». ¿No es idéntico a lo que yo me propuse hacer aquí? ¿No enlazan estas frases con aquellas otras de André Gorz? Por otro lado, lo que posibilita la escritura de La novela luminosa es la concesión, como anuncia el propio Levrero en el prefacio de la obra, de una beca por parte de la Fundación Guggenheim. Aquí, el paralelismo no es tan obvio, ya que yo jamás recibí una beca (entre otras cosas, porque jamás solicité una). La beca, en mi caso, sería la rotura de mi tendón y la disposición paterna a facilitarme las cosas durante mi estancia en su casa. Ya dije en su momento, o eso creo, que mi pierna escayolada era la versión moderna de aquella tuberculosis de principios del siglo pasado. Por otro lado, los paralelismos no terminan aquí. Como explica Mario Levrero, la beca Guggenheim fue concedida para que pudiese realizar la corrección definitiva de los cinco capítulos que ya tenía escritos así como para escribir los nuevos capítulos necesarios para finalizarla. Que lo lograra o no es lo de menos. Yo no tenía cinco capítulos escritos, pero sí algunas páginas, algunos esbozos, balbuceos, que hablaban y configuraban a Alberto Sancevá, incluso a Pedro Capllonch. O sea, que me he servido de este retiro obligado, de esta beca, para ordenar y dar forma (¿definitiva?) a esas historias que empecé y abandoné un par de años atrás. (Por no hablar del modo en que utilizo textos antiguos publicados ya en mi blog). Está de más decir que estas seis semanas de inmovilización no son comparables con el año de que dispuso el uruguayo para avanzar, profundizar, en su obra; tampoco la rotura de un tendón es comparable a la tuberculosis decimonónica, por eso es casi obligado que este diario sea mucho más ligero, mucho más breve. Una obra insignificante, casi un guiño. Ya lo anuncié hace unos días: abandonaré este diario el mismo día en que den por finalizada mi rehabilitación.
               La originalidad, en mi caso, y comparando estas líneas con la obras mencionadas, es que me enfrento a la escritura “en directo”, es que hago crecer este diario, esta novela, a la vista de todos… Que todos no sean más que cuatro o cinco personas no añade ni resta nada al hecho en sí.
               Pero dejémonos de originalidades. Sólo los imbéciles y los genios, y no todos, se creen originales, y ya se sabe que genios hay pocos, muy pocos. Volvamos a Alberto Sancevá. Hay una frase que en su momento anoté, pensando que podría serme útil en la construcción del personaje Sancevá. Una frase en apariencia absurda, posiblemente absurda del todo. Ignoro su procedencia. Irrumpió de pronto. La anoté en el procesador de textos del móvil y pensé: Alberto jugará con ella. Es lo suficientemente obsesivo y enfermizo como para hacerlo. «La vida es irreal, en cambio, el dolor que produce es real». Aquí está la frase. ¿De dónde procede? Ha irrumpido así, de pronto, en la cabeza de Alberto Sancevá. No siente extrañeza. A veces le sucede. Ya está acostumbrado a que su mente trabaje por su cuenta y, sin previo aviso, independientemente de las circunstancias exteriores, le entregue el resultado (tantas veces ridículo, nimio) de su actividad secreta. Ahora se ve obligado a tirar del hilo. Necesita desarrollar la idea, exprimir algo más las palabras. No es más que un juego, en realidad. Rara vez llega a conclusiones claras. Este entretenimiento, este vicio, no sirve más que para mejorar su capacidad de jugador, de manipulador de palabras; su aprendizaje como ser humano, la adquisición de nuevos conocimientos, etc., son asuntos que quedan al margen…
               Mis libros, piensa, (englobados en la esfera del dolor producido por la vida, así como del placer también producido por esta vida) son la prolongación de un yo inexistente, intercambiable, en estas calles del día a día, calles saturadas de ruido, de distracciones, de los otros que me niegan, de la conciencia aterradora del transcurrir del tiempo, un tiempo que me engullirá. Sólo en ellos, en mis libros, alcanzo a ser alguien, alguien significativo, individual, sólo en ellos llega a tener algo de sentido mi existencia. (De estar menos espeso, se percataría de que equipara realidad y sentido, como si fueran una misma cosa, otorgando al sinsentido el carácter de irreal, cuando, tantas veces, el sinsentido de todo parece la única cosa real, es decir, existente, posible, pronunciable). Estar aquí, esperando a Nuria, en una de las mesas exteriores de la cafetería de Es Baluard, esta tarde soleada de principios de junio, es un misterio, algo inexplicable, extraño, casi irreal. ¿Peligroso? Frente al ordenador, en cambio, todo se reordena, todo se eleva a una significación que al final tranquiliza, por muy enrevesada que sea, por muchos palos (propios o ajenos, pero sobre todo propios) que podamos llevarnos a causa de nuestras palabras. Turbado por estas reflexiones, Alberto Salcevá piensa que estaría bien anotarlas para, más tarde, con más calma, volver a ellas, ordenarlas, pero, en contra de lo que suele ser su costumbre, no lleva consigo ni su Moleskine ni su Pilot Extra Fine. Se consuela pensando que sus reflexiones no eran para tanto y que, a poco que se esfuerce, podrá reproducirlas una vez en casa, frente al ordenador. Es más, tal vez pueda aclararlas un poco, pues no se le escapa lo embarullado de sus disquisiciones. Hay un error, piensa, algo no cuadra… Esto lo incomoda. Tal vez, cuando se siente frente al ordenador para actualizar su diario, vuelva sobre este asunto, con calma… Hace más de seis años inició (inicié) un diario en el que, con lapsos significativos, narra su anodina existencia hecha de lecturas, reflexiones y amantes. Ahora ya ni eso, piensa Alberto Sancevá. Hace tres años que ya no tengo amantes o, para ser más exacto, hace tres años que sólo tengo una, y no es que haya muerto el mujeriego que hay en mí. De hecho, en esta tarde soleada de principios de junio, esta tarde tomada por las primeras turistas alemanas y británicas sedientas de sol y aventura, diría que el mujeriego está más vivo que nunca, retorciéndose ahí adentro, entre todas esas ideas que se me ocurren y que a veces anoto en mi cuaderno y, a veces, como ahora, dejo que se me escapen. Esta reflexión le recuerda algo que escribió en uno de sus Moleskine y que después trasladó a su diario: «En ocasiones me da por pensar que mi mejor obra podría ser un compendio de todas las ideas que se me ocurren y olvido antes de anotar en cualquier lado». (El miércoles siete de diciembre, en este mismo diario, escribí lo siguiente: «A veces me da por pensar que, en el futuro, alguien podría considerar que mi mejor obra no es otra que este conjunto de textos descartados»). ¿Un modo de no renunciar a creerse un genio? ¿Una manera de mantener la esperanza?  Qué gilipollez, piensa Alberto Sancevá, no es más que una frase escrita al dictado de cierta noción estética, nada más. Tras ella, no hay verdadera reflexión…


(14:05)
Pienso en Alberto Sancevá. Creo que ha empezado a independizarse, a tomar las riendas de su propia vida. Suele ocurrir con los personajes. ¿Cómo lo veo? Si me obligaran a describirlo, diría que se trata de alguien obsesionado, enfermo. Tiende a la autodestrucción. Carece del amor propio suficiente, tal vez de la audacia, para plantarle cara a este virus. Frente a Jaime Castell y Nuria Tamena logra mantener la compostura, se muestra fuerte (este mostrarse fuerte es síntoma de su debilidad), pero en cuanto se aleja de su amigo y de su amante, es decir, de su círculo íntimo, en cuanto se queda solo, sucumbe a este instinto aniquilador. En este sentido, podemos hablar de dos Albertos. Esta dualidad acentúa su asfixia, su inadaptación. Su mente trabaja sin descanso y siempre en su contra. Su inteligencia es más verbal que de fondo. Se recluye en su interior para no afrontar lo que hay afuera. Es alguien que, poco a poco, se está alejando del mundo. Se está perdiendo. Lo peor es que, de intuir su destino, sonreiría indiferente. ¿Cuál es el problema de Sancevá? De entrada, veo dos:
 1. No tiene hijos, le falta este anclaje sentimental a la vida. Incapaz para los grandes amores no filiales, para la vida en pareja, no tiene por quién luchar. (Se tiene a sí mismo, pero recordemos su tendencia autodestructiva, sólo atenuada por su gusto por los placeres mundanos y su pánico al dolor
 2. Su vocación y su talento no están en pie de igualdad. La única cosa que le interesa verdaderamente (las mujeres, el vino, la buena comida le gustan, pero no le interesan) es la literatura. Sin embargo, es lo suficientemente perspicaz como para darse cuenta de que su talento es, por decirlo de un modo educado, limitado, cosa que le atormenta.

lunes, 2 de enero de 2012

Diario de un hombre cojo [16]

lunes, 02 de enero de 2012

«GRACIAS A USTED POR EL TIEMPO QUE PERDIÓ».

Con esta frase, Juan Carlos Onetti se despedía de Joaquín Soler Serrano en el año 1977, tras una entrevista de algo más de cuarenta minutos para el programa A fondo, de Televisión Española. En la única entrevista televisiva que hasta la fecha ha protagonizado, Alberto Sancevá estuvo tentado de despedirse de la periodista con la misma frase: «Gracias a usted por el tiempo que perdió». El pudor y la falta de confianza en sí mismo fueron más fuertes que sus ganas, que su audacia, y acabó sonriendo y pronunciando un escueto y anodino «gracias». Este escueto y anodino «gracias» tiene que ver con la incomodidad que le produce el papel de escritor, de hombre de letras. Solamente en compañía de Jaime Castell o de Nuria Tamena puede explayarse a sus anchas, colocarse la máscara de escritor sólido e incisivo, seguro de sus opiniones, contundente, polémico. Pero cuando no se encuentra en compañía de su amigo o de su amante, entonces se diluye, pierde peso, se vuelve insustancial, casi invisible. Por esto siempre se ha sentido identificado con escritores como Josep Pla o como el propio Juan Carlos Onetti, si bien le sería difícil explicar el motivo de esta identificación así como la equivalencia existente en su mente entre el catalán y el uruguayo. Quizá tenga que ver con la aceptación de la propia ignorancia, de la propia insignificancia, que ambos, cada uno a su manera, asumieron como parte de su discurso. De todos modos, las veces que tuvieron que enfrenarse a una cámara, tanto Onetti como Pla salieron bien parados, siendo capaces, incluso, de decir algo mínimamente inteligente, cuando no, interesante. Alberto Sancevá no dijo nada interesante, nada inteligente, se limitó a balbucir respuestas previsibles, trilladas, aburridas. La periodista tampoco ayudó demasiado. Preguntas estúpidas merecen respuestas estúpidas, así se defendía de las pullas de Jaime Castell. Le gusta pensar que el escritor es un ser fundamentalmente solitario. Precisamente, Josep Pla, en su Quadern gris, escribió que «la soledad humana es un hecho biológico sagrado». En el escritor, piensa Alberto Sancevá, este hecho se agudiza. Después de esta defensa encendida de la soledad, del eremita, Jaime Castell le preguntó, en una de sus innumerables citas gastronómico-literarias, si el fin último del escritor auténtico era convertirse en ermitaño. Alberto Sancevá, en un momento de lucidez o de lo que, a la mañana siguiente, al recordar la charla de la noche anterior, pensó lucidez, dijo que más que de un fin se trataba de una tentación. La tentación del aislamiento. Que de uno solamente se conozca su obra, las palabras que dejó escritas, y no todas. Es mejor no conocer a otros escritores, es mejor mantenerse al margen, escribir y callar. Qué necesidad hay, se pregunta, de exponerse al público, de arrojar a los otros tus opiniones, el hecho de ser escritor. Cuanto más te conozcan, menos apreciarán tu literatura. La desmitificación es poderosa, inevitable. En este sentido, el doctor Eduardo Torres, en su ponencia ante el Congreso de Escritores de Todo el Continente (Americano) del mes de mayo de 1967, en el punto “k”, defendió que la mejor manera de dejar de interesarse por las obras de los otros autores consiste en conocer a estos personalmente. ¿Y a qué escritores, al margen de Jaime Castell, autor de dos poemarios invisibles, ha conocido personalmente Alberto Sancevá? Un puñado de nombres que inspiraron alguna que otra entrada en su diario (1 y 2), autores cuyos libros irán cogiendo polvo en la biblioteca universal del olvido, biblioteca que, tarde o temprano, terminará por arder. Nombres que anotaba feliz, ilusionado como un niño por poder escribir la anécdota, por tener un hueco en ella, por poder contarla, después, en alguna cena con Jaime Castell, o en los minutos de charla previos o posteriores al sexo con Nuria Tamena. 

viernes, 30 de diciembre de 2011

Diario de un hombre cojo [15]

viernes, 30 de diciembre de 2011

«Mientras las poesía o la filosofía no están en condiciones de integrar la novela, la novela es capaz de integrar tanto la poesía como la filosofía sin perder por ello nada de su identidad, que se caracteriza precisamente (basta con recordar a Rabelais y a Cervantes) por su tendencia a abarcar otros géneros, a absorber los conocimientos filosóficos y científicos».
Milan Kundera, El arte de la novela

La cita con la que inicio la entrada de hoy pertenece a la tercera parte del libro, “Notas inspiradas por Los sonámbulos”. En ella, Kundera reflexiona sobre la trilogía de Hermann Broch, pero no es este el tema que quiero abordar. Me centro en la cita, la aíslo del contexto. ¿Por qué? Cuando la leí anoche, enseguida recordé algo que escribí cuatro años atrás. «Estoy leyendo La vida breve, de Onetti. Me parece espectacular. La maestría del uruguayo a la hora de crear un personaje tricéfalo (Brausen, Arce y el doctor Díaz Grey) se me antoja inalcanzable. Sé que no saldré indemne de esta etapa onettiana. Me parece que hay más poesía en un solo párrafo de Onetti que en el 90% de la poesía que se hace hoy». Dentro de este 90%, englobaba mi propia poesía. Por otra parte, soy consciente de que la cita de Kundera y mi anotación no tienen nada que ver. El checo habla de un tema específico: el de la capacidad integradora de la novela. Se trata del fruto de una reflexión. En mi caso, el tema es mucho más etéreo y, me atrevería a decir, subjetivo. ¿Sería capaz de mantener tal afirmación? Probablemente no, pero no es la cuestión aquí. Además, no puedo decir que mis palabras sean fruto de una reflexión seria. Todos tenemos prontos y, sin duda, mi frase obedece a uno de estos prontos. Ignoro las circunstancias específicas que me llevaron a escribir lo que escribí. En ocasiones (más de las deseables) nos vemos impelidos, por una fuerza misteriosa, a atacar lo que más amamos, lo que siempre se halla sobre nosotros, a una altura inabordable. Es un trasunto mundano de la lucha contra Dios, tal vez un trasunto literario de nuestras relaciones sentimentales. En mi caso, atacar la poesía es atacarme a mí mismo, y nunca soy tan duro como cuando me pongo en mi propio punto de mira. Así pues, ¿debo reducir este asunto a esta especie de pulsión autoagresiva? ¿No aletea, entre estas palabras, sutilmente, el motivo por el cual llevo tantos meses sin escribir un solo poema? Es posible. Tal vez todo se deba a la necesidad de parar por un tiempo, sin más. Durante bastantes años, mi ritmo poético ha sido endiabladamente alto. No son solo los libros publicados, la punta del iceberg, sino todos los poemas escritos y que duermen (¿esperan?) en las entrañas de mi ordenador. Es posible que ahora me halle en pleno proceso de digestión. Sí, debe ser esto. Pero, en ocasiones, no puedo dejar de pensar que muchos de los que escriben poesía lo hacen por su incapacidad para abordar satisfactoriamente otras empresas, por su falta de constancia, por lo sencillo que resulta (aquí no hablo de calidad) juntar 35 poemas, publicar un poema en un blog y que alguien lo lea. En ellos, la poesía es algo así como un premio de consolación. Hablo de gente sin vocación verdadera, dictatorial, gente que siempre se ampara en la subjetividad de los gustos para encubrir su nulidad, su falta de talento, porque siempre habrá alguien con un minuto libre dispuesto a decir «está genial, me gusta», alguien dispuesto a considerarlos buenos poetas, poetas incomprendidos, injustamente ninguneados. Hablo de esos que jamás leen poesía, que no sienten verdadera pasión por ella. Les basta con las letras de las canciones de sus cantantes favoritos, con alguna que otra novela y los poemas que escriben sus cuatro amigos cibernéticos. ¿Soy yo uno de estos? ¿Soy un verdadero poeta? ¿Lo fui alguna vez? ¿O lo único que hice fue imitar una serie de fórmulas con un mínimo de pericia para, así, poder ver mi nombre impreso en la portada de un libro y sentirme escritor? ¿Cuáles fueron las obras que me hicieron amar la literatura? ¿Qué libros han sido importantes en mi educación literaria? ¿No hay más novelas que poemarios? ¿Soy un fraude? ¿Y qué busco con estos interrogantes? ¿Que alguien me diga «Javier, tú eres un verdadero poeta, no debes preocuparte, olvida todo esto»? ¿Busco la caricia? ¿El reconocimiento? ¿El perdón? ¿Me arrepentiré mañana de lo que acabo de escribir? ¿Habrá quien se haya ofendido por lo escrito hasta ahora y decida dejar de leerme? ¿Qué importancia puede tener? Calla y escribe. Puesto que careces de imaginación, convierte tu anodina biografía en literatura. Al menos, inténtalo. Deja que sean otros los que digan si es buena o mala. Qué más da. Escribe lo que sea, diarios, novelas, poemas, poco importa. Deja de hacerte tantas preguntas. Son inútiles, las preguntas. Lo único que conseguirás es hacerte enemigos. Pero ¿no son estas preguntas escritura? Lees un libro, cualquiera. De una de sus páginas cuelga un hilo. Tiras de él. No piensas en las consecuencias. Ignoras dónde ha de llevarte, a qué recoveco de tu interior. No pienses en los posibles comentarios que puedan provocar tus escritos. No filtres, o no filtres mucho. Al fin y al cabo, tampoco eres un novelista. No vas a hacer carrera. ¿Recueras a aquella amiga obsesionada con que hicieras carrera? Debes aspirar a una editorial mejor, decía, tener más visibilidad. Tú te encogías de hombros, sonreías. ¿O era Alberto Sancevá? Tampoco es que seas un idealista, la verdad. A veces, el idealismo no es más que una manera de amortiguar el fracaso. No te conceden el premio esperado y sueltas, muy digno: «Quizás porque soy un idealista creo que la mayoría de películas deberían aspirar a tener una vida, encontrar a su público, conquistarlo, desconcertarlo... que tu aspiración máxima sea ganar un premio o vender muchos dvds me parece descorazonador». Pero seamos francos: ¿Cuántas veces te imaginaste recogiendo premios importantes, siendo entrevistado en televisión, admirado por multitud de lectores anónimos? ¿Cuántas veces te entrevistaste a ti mismo como si fueses el escritor más influyente desde Kafka? Alberto Sancevá es muy aficionado a este tipo de entrevistas. Ahora, por ejemplo, puedo verlo en la habitación del hotel donde se hospeda. Está en Madrid, por lo de la firma. Digamos que la Feria del Libro abrió sus puertas una semana atrás. Digamos que desde la editorial que ha publicado sus novelas le dijeron que se pasara. Por supuesto, él ha tenido que costearse el billete así como el hotel. Si accedió fue porque le apetecía pasar unos días solo, lejos de Mallorca y, sobre todo, lejos de Nuria Tamena. Debe reflexionar. Ya son tres años de relación. Se siente cómodo con ella, el cariño es indiscutible, pero ¿es suficiente? ¿No la acabará dañando como a todas las demás? Esta es la excusa que emplea para justificar estos gastos. Al fin y al cabo, si hay suerte, tal vez consiga firmar dos o tres libros. Ahora, ya en Madrid, evita pensar en Nuria Tamena. Optará por que las cosas caigan por su propio peso. El viejo método de los cobardes, de los amantes de la comodidad. Bien. Todavía tiene dos horas. Ahí está, en el baño, recién salido de la ducha. Con la mano derecha, desempaña el espejo frente al que se encuentra. Como suele sucederle cuando viaja, se siente intrépido, inspirado. Así pues, decide dar comienzo a la entrevista. El tipo del espejo formula una pregunta que no podemos escuchar. No hace falta. Aquí, lo importante es la respuesta de nuestro protagonista:
- Siempre me han fascinado esas novelas más o menos breves y enigmáticas que en realidad no son novelas –explica Alberto Sancevá de un modo desafiante, como si esto pudiese herir la sensibilidad de alguien y quisiera mostrarse más fuerte de lo que en realidad es para así persuadir a los heridos por sus declaraciones del peligro que podría entrañar un ataque contra su persona–, esos libritos cuyo significado final se nos escapa porque es posible que no exista ningún significado final –en este punto del discurso, ladea la cabeza y estira el dedo índice de su mano derecha, adquiriendo un aire sacerdotal y recriminatorio–, porque el autor maneja unas claves que nos escamotea tramposamente, transformando el texto en apariencia narrativo, muchas veces vendido como novela, nouvelle o cuento largo, en otra cosa, un artefacto poético, híbrido, una especie de alucinación o sueño, una suerte de enigma al que volver y del que solo podremos extraer belleza y extrañamiento, del que siempre nos faltará alguna clave. –Ahora se tapa con ambas manos la nariz y la boca, como si fuese a proseguir su discurso a los gritos o como si se lamentara de su inutilidad. Antes de continuar, menea la cabeza y expele el aire por la nariz ruidosamente, diríase que con fastidio–. Su lectura suele ser desasosegante como todo aquello que no responde a unos parámetros de sensatez.
               - ¿Algún ejemplo? –dice el otro del espejo.
               - En las alturas, de Thomas Bernhard. ¿Más?
               - Sí.
               - Amberes, de Roberto Bolaño. ¿Más?
               - Sí.
               - El hombre sentado en el pasillo, de Marguerite Duras. ¿Más?
               - Sí.
               - El pozo, de Juan Carlos Onetti. ¿Más?
               - Sí.
               - Thomas el oscuro, de Maurice Blanchot. ¿Más?
               - Sí.
               - La mujer zurda, de Peter Handke. ¿Más?
               - Sí.
               - Primavera sombría, de Unica Zürn. ¿Más?
               - Sí.
               - Monsieur Teste, de Paul Valéry. ¿Más?
               - Tengo mis dudas, pero sí.
               - Péndulo y otros papeles, de Cristóbal Serra. ¿Más?
               - Sí.
               - Punto Omega, de Don Delillo. ¿Más?
               - Sí.
               - Señor Sueño, de Robert Pinget. ¿Más?
               - Sí.
               - El silenciero, de Antonio Di Benedetto. ¿Más?
               - Sí.
               - Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del tractatus, de Agustín Fernández Mallo. ¿Más?
               - Sí.
               - Cualquier libro de César Aira. ¿Más?
               - Sí.
               - Los domingos de Jean Dézert, de Jean de La Ville de Mirmont. ¿Más?
               - No estoy de acuerdo. Siga. 
               - La canción de Van Horne, de Pedro Casariego Córdoba. ¿Más?
               - Se trata de un libro de poemas.
               - Es posible. ¿Más?
               - Sí.
               - Pedro Páramo, de Juan Rulfo. ¿Más?
               - Sí.
               - Cristo versus Arizona, de Camilo José Cela. ¿Más?
               - Esta no es breve.
               - De acuerdo. ¿Más?
               - Sí.
               - Mate Jaque, de Javier Pastor.
               - ¿Más?
               - Sí.
              
Lo dejamos en este punto. Me siento agotado, vacío. En breve me llamarán para comer. Después, a las seis, llegará Floriane. Hoy fue a Santanyí con su madre para visitar a una amiga de ésta. Debemos afrontar nuestro último fin de semana juntos antes de su partida. Este diario amortiguará la tristeza que tras su marcha siempre experimento. La literatura como refugio, la manera que tengo de salvarme de «la degradación y la inmersión definitiva en la marea de la vida trivial».