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domingo, 2 de enero de 2011

Retraso, dos novelas, fin de domingo. [“Marcos Montes”, de David Monteagudo, y “Agosto, octubre”, de Andrés Barba]

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Gracias a las dos horas y media de retraso con que la compañía AirEuropa ha obsequiado a los pasajeros del vuelvo 6071 Barcelona Palma, he descubierto a Andrés Barba. Hasta hoy no era más que un nombre en el catálogo de Anagrama, o en una conversación en un bar de Madrid, dos semanas atrás, cerca de los cines Doré. Averiguar que era madrileño me ha causado una leve sorpresa; no sé muy buen por qué, lo hacía argentino.

Antes, mientras esperaba la salida del vuelo, empecé y terminé uno de los libros que me regalaron por Navidad, Marcos Montes, de David Monteagudo. De haberse publicado 50 años atrás, o 25, hubiese sido la hostia. Ahora, en este recién estrenado 2011, no deja de ser una novelita bien construida, con ritmo, pero previsible. Con todo, hay que reconocerle a Monteagudo su pericia, que ya quedó más que acreditada en Fin, para transformar hechos banales y cotidianos en premoniciones o símbolos de algo superior, trascendente. Si en su próxima novela vuelve a transitar los mismos lodos, o vuelve a caer en el mismo esquema, acabará encasillándose. Y ya se sabe que solo los genios salen indemnes de la reiteración.

[Cómo me gustan estas frases lapidarias, contengan o no una verdad]

O sea, que me había quedado sin lectura y el vuelo todavía no había salido. Por suerte, los aeropuertos de ciudades importantes son algo así como pequeños (no en tamaño) centros comerciales donde además despegan y aterrizan aviones. No tenía mucho tiempo, puesto que en cinco minutos se iniciaba el embarque. ¿Qué ha hecho que me decantara por Barba? Dos cosas: la portada del libro y el recuerdo de aquella conversación en un bar de la calle Santa Isabel.

La portada. Estoy casi convencido de que el trampolín que en ella aparece es el de Sa Ràpita, localidad de la costa mallorquina donde pasé mi último verano infantil, o tal vez el primero adolescente. Aquel verano descubrí el sabor de la cerveza, la música de Leño y Barón Rojo y los nervios ante la inminencia del primer beso que no llegó a producirse.

Evidentemente, esta foto no pertenece a aquel verano. Tampoco puede
apreciarse si se trata o no del trampolín de la portada de libro de
Barba, pero mi estilo rezuma tanta elegancia, que no he podido resistir la
tentación de publicarla.

El recuerdo de la conversación. En aquel bar cerca de los cines Doré, una amiga me dijo que estaba enamorada de Andrés Barba desde que leyó su novela La hermana de Katia.

Después de leer Agosto, octubre puedo decir que yo también estoy un poco enamorado de Barba, que además es guapo.

El clima interior de violencia y desconcierto en que vive el protagonista, el adolescente Tomás, está trazado con una maestría apabullante. Como en las mejores novelas de Bolaño, ese clima acaba impregnándolo todo, apoderándose de la historia y convirtiendo en rehenes al resto de personajes y, por extensión, a la localidad costera donde transcurren los hechos.

Y esto es todo. Basta de halagos gratis.

Me voy a cenar.


martes, 22 de diciembre de 2009

Arrebato, lecturas, autobombo


Aviso: esto es un arrebato, no esperen grandes cosas.
Puesto que hoy en Ultima Hora apareció mi artículo Palais Royal, publicado en este blog –en primicia mundial– el pasado diez de diciembre, me encuentro con que es martes y no tengo nada que ofrecer salvo este arrebato de escritura.
Tendré que hablar de mí.
En realidad no existe otro tema (obvio).
Tenía pensado escribir un artículo sobre la polémica desatada por la decisión del parlamento de Cataluña de admitir a debate la iniciativa popular consistente en la prohibición de las corridas de toros. Pero no voy a escribirlo, no ahora.
Ahora toca hablar de mis últimas lecturas. Hablaré de un modo vago porque nunca he sabido hacerlo de otro modo.
La imposibilidad de convertirme en un buen crítico literario me llevó a ser escritor. A intentarlo por lo menos.
En efecto, es mucho más fácil ser escritor que crítico literario. Y yo siempre opté por lo más fácil.
De entre mis últimas lecturas quiero destacar dos títulos:
- Mis premios, de Thomas Bernhard.
- Fin, de David Monteagudo.
Mis premios hizo que me reencontrara con el mejor Bernhard, o al menos el Bernhard que más me gusta a mí: el irónico, iracundo, exagerado y prepotente Thomas Bernhard. Después de Helada y Amras, me hacía falta este reencuentro. Se me ocurrió, tras su lectura, que yo podría tratar de hacer algo parecido, pero enseguida reparé en que no era ni seré Thomas Bernhard y que probablemente nunca conseguiré que todo un ministro de cultura abandone, abochornado y furioso a causa de mi discurso, el recinto donde se me acaba de conceder un premio.
Fin, de Monteagudo, me enganchó, así de simple. Como te enganchan algunas pelis. No sé nada del autor (salvo que se trata de un gallego afincado en Cataluña) ni falta que me hace. El libro no me hizo reflexionar, su estilo no me llamó la atención, su estructura es más bien convencional. Pero la historia engancha. Al salir del trabajo tenía prisa por llegar a casa para poder seguir con su lectura. Digamos que es todo lo contrario a Austerlitz, de Sebald. Y aquí lo dejo. Me da pereza seguir, explicarme mejor.
Otras lecturas:
El hombre que vio caer a Deleuze, de Vidal Valicourt. Se lee fácil. Tiene momentos inspirados. Pero me temo que se olvida con la misma facilidad con que se lee.
El fondo del cielo, de Rodrigo Fresán. Lo abandoné en la página 60. (Una pena, con la pasta que me costó).
Por lo demás, voy por la página 160 de Providence, de Juan Francisco Ferré, por la 61 de Focus, de Inés Matute, y por la 35 de César Vallejo y el pan, de Emilio Arnao.
En poesía tengo empezados En resumidas cuentas, de José Emilio Pacheco (ya ven que no soy inmune a las condecoraciones) y El fin de semana perdido, de José Luis Piquero.
Y ya está.
Ahora toca despedirse.
Y para hacerlo, qué mejor que compartir con todos ustedes la entrevista que me hicieron en Ítaca, un programa de TV Mallorca.
Tienen mi permiso para reírse a mi costa. Yo lo haría.
Feliz Navidad.
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