Del couchsurfing, o el arte de invitar perfectos desconocidos a tu casa y poder contarlo

Regalitos de Corea. Mola.

Mi hermano me ha dicho de siempre que estoy un poco loca (nada peligroso ni clínico, pero sí un pequeño toque, siendo psicólogo algo de eso sabe), y he de reconocer que, últimamente, empiezo a pensar que tiene razón. Mi última pedrada, por eso de salir de la rutina y conocer a gente nueva, ha sido apuntarme a una página llamada Couchsurfing, que viene a ser una red que pone en contacto a gente que necesita un sitio para pasar la noche con gente que ofrece sitio. Vale todo: un sofá, una superficie lisa donde poner el saco de dormir, o, si tienes mucha suerte, la habitación de invitados, pero la idea es que puedas quedarte en casa de un completo desconocido o que ofrezcas tu casa a cualquiera que te lo pida. Si no tienes una casa que ofrecer, puede que ofrezcas tu tiempo y tus ganas de conocer gente y te animes a hacer de embajadora de tu ciudad para los que te pidan un paseo. Yo me apunté con esa intención. Me pareció una buena idea pasar una tarde en compañía de un recién llegado, llevarlos por la ciudad y tomar unas cervezas, hacer amigos nuevos. Hasta que un día le di al "sí" en la casilla que preguntaba si ofrecía sofá. Y ahí empezó la aventura.

Hoy se ha marchado un chico iraní residente en Corea del Sur que ha pasado cinco noches y seis días en mi casa. Huelga decir que no le conocía de nada, y que lo mismo podía haberme salido un violador o un asesino en serie, pero ha habido suerte y no he llenado las páginas de sucesos del periódico local. Ha venido a una conferencia y se ha pasado el día ocupado, pero por las tardes íbamos de pintxos y cervezas por la ciudad, más turismo gastronómico que otra cosa. Él ha quedado encantado con la ciudad, y yo me he quedado encantada con la vida que tengo oyéndole cómo se vive en Corea y el nivel de estrés que soporta allí la gente. Esta mañana le he dejado en un autobús que le llevaba al aeropuerto de Madrid camino a Berlín, donde dormirá en otro sofá (y será el tercero en el tercer país que visita en las últimas dos semanas). Antes de que viniera y mientras él estaba aquí he recibido siete peticiones más de gente que va rondando por el mundo de sofá en sofá. No es por ahorrar dinero (aunque supongo que también, para qué engañarnos), sino por la experiencia. Como mi invitado decía: ¿cómo iba a saber yo qué era un pintxo si no me lo llegas a explicar tú? ¿Os imagináis, venir a Euskadi y no probarlos? Pecado mortal.

La experiencia ha estado bien, pero creo que me voy a tomar un tiempo antes de invitar a otro desconocido o desconocida a mi casa. No por razones metafísicas, ni porque el tío que ha venido haya sido un raro y me dé miedo repetir, sino por algo mucho más mundano: mi piso es diminuto y el baño muy pequeño (que parece una chorrada pero no lo es), y la tensión de tener a una persona que depende de ti para todo durante el día me ha agotado. Aún así, repetiré. La próxima vez, eso sí, serán menos días, porque dedicar una semana entera de tus vacaciones a atender a otra persona se me ha hecho un poco duro.

¿Algún valiente más se anima? ¡Participar es gratis y la experiencia no tiene precio! Y no voy a ser yo la única loca que se meta en estos berenjenales, ¿no? ¡Decidme que no estoy sola! A ver si por una vez convenzo a mi hermano de que hay gente más tarada que yo...

De gatos literarios, o cómo complicarse la vida con un inquilino nuevo.


Dartañán llegó a mí a mediados de mayo, una bolita naranja recién destetada al que elegí de una camada de tres hermanos y dos primos. La culpa fue de una compañera de trabajo, que me dijo que acababa de tener un montón de gatos y me enseñó fotos de los recién nacidos. Yo, blanda como nadie, le dije que sí, venga, vale, le voy a llevar a Sauron un amiguito para que no esté tan solo. Elegí un gato blanco con cara de pillo, pero cuando fui a buscarlo y vi el naranja... Fue amor a primera vista. El blanco se ha quedado con su madre y sus hermanos en la casa de campo y se ha convertido en un cazador de primera. Dartañán se vino conmigo y vive una vida de lujo como gato casero.

Lo cierto es que me daba un poco de miedo meter otro gato en casa. ¿Cómo lo iba a llevar Sauron? ¿Se iban a pelear por la comida? ¿Llegarían en algún momento a ser amigos? ¿Y si no se llevaban bien? Dartañán llegó a casa un viernes. Ese día, Sauron le bufó de tal manera que me asusté; se le desfiguró la cara, se convirtió en el gato del demonio, él, que es la viva imagen de la tranquilidad. Aparté al recién llegado de él y pasó la noche encerrado en la sala, con un Sauron que no quería saber nada del nuevo inquilino, ni siquiera mirarlo por la vitrina de la puerta. Pero al día siguiente empezó a asomarse para mirarle. Le abrí la puerta y entró a olerle. Dartañán buscaba una figura que le recordara a todas las gatas que le habían criado y a sus hermanos, e iba detrás de Sauron como loco. A Sauron le costó horas encariñarse con Dartañán. Para el sábado por la noche, le dio el primer lametón. El domingo por la tarde ya dormían juntos. Y a partir de ahí se han hecho inseparables.

El "educa-gatitos"
Lo que no significa que el puñetero gato nuevo no esté siendo un dolor, claro. El muy puñetero me tiene el sofá destrozado, y no hay manera de que se limite a la zona protegida por la manta del sofá. Ni el "educa-gatitos" funciona con él, aunque parece que ya le va cogiendo miedo y ya identifica el cacharro con "Dartañán, no" (que es su nombre completo; a veces varía con "no, Dartañán" o "Dartañán, para ya, coño"). El pobre Sauron ha estado tan estresado que ha pillado una conjuntivitis bastante severa (si porque la trajo el pequeño o porque el estrés le ha despertado un virus que él ya tenía, no han sabido decirme), y eso de tirarme en el sofá a leer con tranquilidad ha pasado a la historia, a menos que el pequeñajo esté dormido.

Eso sí, de la compañía que me hace el bicho no me quejo. Sauron ya es mayor, pasa de mí y prefiere dormir en su cuna, pero Dartañán me busca, se pasa el día pegado a mí, jugando en mis pies o en mi regazo, y no sabe dormir durante el día si no es en contacto con mi piel. Y yo, que soy más blanda que el chocolate  en verano, me deshago un poquito cada vez que maúlla y en su voz oigo "dónde estás y por qué no estás conmigo"... O quizás esté diciendo "tengo calor, dame agua", pero yo prefiero entender lo que me da la gana.




El principio empieza al final.

La vida de una profesora en la escuela pública es una vida de incertidumbres. Cuando no tienes aprobada una oposición, tu futuro depende de una lista en la que el que más puntos tiene consigue el mejor puesto vacante en tu ciudad, y el que menos es condenado a algún lugar en el culo del mundo o, peor, a vagar por los colegios en intervalos de dos días o una semana. Cuando tu número de puntos se va acercando a un número que te permitirá tener siempre plaza cerca de casa (pero no siempre la misma plaza), una vocecilla en tu interior te dice que con semejante puntuación lo mejor es presentarse a la oposición y asegurar un trabajo para toda la vida, y tú lo haces, claro, porque quién no quiere un sueldo para toda la vida (que se lo pregunten a los de Nescafé si no). Apruebas, lo celebras, saltas de alegría... hasta que ves que tu destino definitivo (si tienes suerte y te lo dan pronto, porque si no estás tan provisional como cuando eras interina) está en el punto más lejano que pueden darte de tu casa sin salirte de la provincia, a dos puertos de montaña y una hora de coche que se convierte en hora y media o dos cuando nieva. Haces tu penitencia y te juegas la vida en la carretera todos los días; compras un coche que consume poco para que la cartera no se resienta, compartes coche con compañeras, te las apañas para hacer algún curso en horario lectivo que te permita librarte de los peores meses de nieve... Y así pasan los dos años que por ley tienes que pasar en el exilio, y mientras sueñas con ese colegio que tienes al lado de casa, y qué se sentirá al comer en casa en lugar de comer de "táper", o qué es tener las tardes libres y ver la luz del día fuera de la escuela en las tardes de invierno en las que anochece tan pronto.

Y entonces ocurre. Entonces pides plaza cerca de casa y, lo que son las cosas, te la dan. Un colegio a cientos de metros de tu casa, no kilómetros, con la promesa de la comodidad y un buen horario. Es tu plaza, te dicen, no te la puede quitar nadie si tú no quieres. Estabilidad, bendita palabra. No más coche. No más sustos en la carretera. No más quedarse en clase con la luz apagada cuando te pega una migraña y te es imposible ir a casa porque compartes coche y, qué leches, cualquiera conduce en ese estado. Una semana más en el exilio y se acabó, te dicen, a partir de ahora llegarás a trabajar en diez minutos. Andando. No hay dinero que pague algo así.

Hoy es el último día con los niños en el colegio en el que he cumplido mis dos años de exilio. Me da miedo ponerme a llorar como una tonta. Les he cogido cariño. Los niños son niños aquí y en Pekín, y no importa dónde estés, siempre terminas queriéndolos. El año que viene no los veré. Les he dejado mi email, espero que me escriban (no lo harán). Y en septiembre empezaré la aventura que, con suerte, ha de durarme toda la vida, porque ya he visto suficientes colegios para cansar a cualquiera.

El principio empieza al final. No se puede tener una vida nueva sin librarse de la antigua.

Veremos.

Veinticinco años.

Me parece increíble, pero he llegado a una edad en la que ya puedo hablar de cosas que ocurrieron hace más de veinticinco años. Puedo decir, por ejemplo, que hace veinticinco años terminé octavo de EGB y dejé la ikastola donde había entrado con dos años (de eso hace ya treinta y seis, pero no puedo hablar de ello porque no tengo recuerdos de tan pequeña). Igual que yo, gente que me rodea tiene recuerdos tan antiguos que las fotos que los reflejan están desgastadas por el tiempo, o se han perdido, o se han estropeado con el pegamento de aquellas páginas de álbum en los que nuestras madres pegaban todas (porque siempre eran las madres, ¿verdad? ¿Qué tienen los recuerdos que son cosas de mujeres?). Nos vemos todos los días y nos da la sensación de que por nosotras no pasa el tiempo, pero vaya que si pasa, como por todas las demás. Y luego llega el día en que te juntas con las antiguas compañeras y piensas, ¿así de mayor estoy yo también? Sí. Por supuesto.
Este fin de semana nos hemos juntado siete antiguas compañeras de clase (también había un compañero, pero ya me conocéis, somos mayoría y hablo en femenino). Teníamos que haber sido más, pero una serie de desafortunadas circunstancias han llevado a la gente a cancelar la asistencia y al final nos juntamos unas pocas, pero suficientes para recordar anécdotas que mi subconsciente había alejado a los rincones más apartados de mi mente. No sé por qué no recuerdo la mitad de las cosas que se comentaron en la comida, porque tampoco son traumáticas ni algo que mi subconsciente debiera olvidar, pero la verdad es que a veces tenía la sensación de que estaban hablando de otra clase y de otra Ruth. Me gustó oírlas hablar con la tranquilidad que da el tiempo pasado, con una sinceridad que nos hubiera sido imposible incluso hace quince años. Me gustó saber que no fui yo la única que lo pasaba mal en clase con algunas personas, o que otras se sentían igual de inseguras que yo en lo académico. Me sorprendió saber que alguien a quien yo tenía por buena estudiante se sentía tonta y frustrada en clase. Pensé en cuántos traumas vivimos, cada una por su lado, en una clase de diecisiete personas en la que los chicos y las chicas no se juntaban nunca. Pensé en cómo hubiera cambiado la reunión si se hubieran animado a venir las “bullies” de aquella época. No mucho. Se lo hubiéramos dicho todo entre risas, porque ya hace veinticinco años de todo aquello y no merece la pena guardar rencores inútiles.
Hace veinticinco años que terminé octavo de EGB. Hace diecisiete que soy profesora. Hace ya ocho años que volví de Estados Unidos. Hace tres que me saqué la oposición. Y la vida va sumando en años y experiencias, y siempre es más y nunca menos, y al final del todo no seremos más que un saco de vivencias y una máquina de recordar. Si tenemos suerte. 

De vacaciones



Este año he tenido la gran suerte de poder ahorrar un dinero y ser capaz de perderme en una isla unos días, casi de manera literal (no estaba desierta, precisamente, pero aceptamos barco). He ido a la playa, he disfrutado de un clima tropical que no conocía, me he bañado en la piscina, me he puesto morena y he comido lo suficiente para ponerme a régimen según puse un pie fuera del avión que me trajo de vuelta. El paquete con el que fui no era un “todo incluido” de esos de pulserita azul mágica que te da derecho a todo, sino una media pensión que incluía el desayuno y la cena, por si me daba por hacer excursiones y comer fuera. Excursiones ni una, pero comer fuera sí. De lo que me alegro, y mucho. 
Encontré una terraza con camareros muy agradables ya desde el primer día, y aparte del segundo, en el que me fui a investigar si había sitios más monos por esa zona (la respuesta fue que no), volví todos los días que estuve a comer tapas de pescado y paella para una. Como viajaba sola, los camareros hablaban conmigo mientras mantenían un ojo en el resto de las mesas, y la sobremesa de café y chupito de melocotón cortesía de la casa se me hacían muy amenas, justo lo que necesitaba antes de reposar la comida en la hamaca junto a la piscina. Uno de los camareros era un argentino que llevaba veinticinco años en la isla, aunque su plan original era quedarse dos. Me contó que antes de la crisis era capaz de ir todos los veranos a su Argentina natal  y pasar allí un mes de vacaciones, pero que desde que entró el euro lo tiene peor y ahora mismo le alcanza lo justo para vivir. Él tenía una teoría para realzar el trabajo y el turismo de la zona que me pareció muy interesante, y no era el primero que me lo comentaba. Decía que los paquetes del “todo incluido” habían echado por tierra la economía de la zona. La gente ya no salía, no iba ni a tomarse una cerveza porque en el hotel lo tenían todo gratis, no comían fuera. Terrazas que antes estaban llenas de gente, con media docena de camareros, se arreglaban ahora con uno o dos, y el ochenta por ciento del paro de la zona era del sector servicios. “¿No sería mejor —me dijo— prohibir los paquetes esos y crear trabajo en la isla? Tanto decir que quieren crear empleo, y la solución está al alcance de la mano”. Tenía toda la razón del mundo, por supuesto. La gente va con el dinero justo, la cartera casi vacía porque el hotel se lo da todo; y el hotel no gana más dinero con el menú porque le da igual dar de comer a quinientos que a mil en esos súper buffets para los que no tienen que contratar más camareros, y hasta los taxistas pasan hambre porque el paquete incluye el transporte al aeropuerto. Sí, le dije, tiene usted toda la razón. Y me sentí un poco culpable porque ya tenía la cena incluida en el hotel. 

Recuerdo las vacaciones cuando era niña, y lo mucho que les costaba a mis padres ahorrar para poder permitirnos quince días fuera de la rutina. También recuerdo las propinas que dejaba mi padre, porque “estamos de vacaciones”, y ese puntito de no mirar el dinero cuando salíamos fuera. Yo soy un poco así también. Si no tengo para gastar sin preocuparme (dentro de unos límites, se entiende), prefiero no ir. Me gusta comer fuera, me gusta una cerveza a mitad del paseo, me gusta tomar una tapa a media tarde. Pero la gente ya no viaja así. La gente va con una mano en la cartera, contando cada euro que sale de ella. Me pregunto si merece la pena. Me pregunto si al final los comercios a la orilla del mar se resentirán y tendrán que cerrar, y luego nos quejaremos de que no hay una mala terraza donde tomar una cerveza para librarnos del calor de la playa. Yo, de momento, prometo seguir tomando cervezas a la orilla del mar y disfrutar de la charla de los camareros simpáticos. Ya tengo ganas de volver, y si las cosas van bien iré solo con el desayuno incluido. Cada gota cuenta, digo yo. Será cuestión de dar ejemplo. 

La visita

Hace unos meses, por un proyecto en un curso de euskera, me encontré casi de casualidad con el blog de Anne Marie Chiramberro, una chica de San Francisco. Me interesó en seguida por lo divertida que era escribiendo, y además tenía algo que nos servía para nuestro trabajo sobre la diáspora vasca en Estados Unidos: su padre era vasco-francés y su blog hablaba solo de lo que significa ser vasco-americana. Entablé contacto con ella y le pedí ayuda para nuestro proyecto, a lo que ella aceptó de buena gana. Nos contó la historia de su padre, y cómo vive ella lo de ser descendiente de un vasco en una ciudad como San Francisco, que, creía yo, tiene más bien poco de vasca. Resulta que por todo California se hacen picnics en los que los vascos se reúnen, que tiene colonias en euskera (udalekus les llama ella, su nombre en euskera), que les enseñan el idioma a todo el que quiere aprenderlo (aunque no el dialecto de su padre, sino el "batua", nuestro particular "received pronunciation" que se ha tenido que crear para enseñar en las escuelas), que todos se conocen y todos se ayudan entre sí. Me habló de tantas cosas que me dio una rabia tremenda no haberme puesto en contacto con la Euskal Etxea de San Francisco cuando viví allí, o haberme pasado por Chino o Bakersfield para comer algo en uno de sus decenas de restaurantes vascos. Anne Marie me abrió un mundo nuevo en una California que creía conocer. Ahora tengo unas ganas locas de ir allí de nuevo a ver algo de lo que me perdí.
Este año, la californiana ha decidido dejar su trabajo y viajar para conocer mundo (qué cosa más americana, ¿no?), y una de sus paradas más largas ha sido, por supuesto, el caserío de su familia en Iparralde (País Vasco-Francés). Como a lo que venía ella era a conocer mundo y el baserri de su familia ya se lo conoce bastante bien, decidió darse una vuelta por Hegoalde (Euskadi y Navarra) y ponerse en contacto con todas las personas que ha conocido a través del blog. Yo era una de ellas, y me hizo una ilusión tremenda que me mandara un email. Quedamos en el centro de la ciudad, dimos una vuelta para que quitarle el mal gusto que el viaje en autobús le había dejado (Vitoria le pareció horrible desde la ventanilla, pero el centro le encantó) y comimos algo con una amiga suya que está en Euskadi aprendiendo euskera antes de volver a EEUU y empezar la universidad en Boise. Fueron solo unas horas, pero tuve la oportunidad de conocer a alguien a quien nunca hubiera conocido de no haber sido por Internet y el fortuito trabajo del primer trimestre.
Supongo que siempre ha habido oportunidad de conocer gente de otros países, solo que ahora, con Internet, es mucho más fácil. Antes existían los amigos por carta, esos que ponían su dirección en una revista y esperaban a que alguien les escribiera (nunca me atreví a hacerlo, pero siempre tuve curiosidad por conocer a alguien de esa manera); ahora ya no hace falta esperar días, semanas, a que llegue una carta, porque los mensajes electrónicos están al alcance de la mano y en un solo clic mandas la respuesta. Estoy convencida de que nunca hubiera conocido a Anne Marie de no haber sido por su blog, y me hubiera perdido una experiencia muy interesante. Ahora me han entrado ganas de hacer funcionar mi cuenta de Couch-Surfing y empezar a visitar a gente de otras partes del mundo. Ya veremos dónde acabo (si es que lo hago).

Pausa

Hace mucho que no escribo. Ni aquí ni en ninguna otra parte (miento, colaboro con un magazine online en euskera una vez al mes), simplemente no tengo nada que contar. No sé si ha sido el cambio de rutinas, que este año estoy muy cansada, que ya no me levanto la media hora antes que el año pasado conseguía arañarle a la mañana, que no tengo ninguna idea para una historia larga y nunca me ha motivado escribir cortas. La cosa es que no escribo. Y escribo tan poco que a punto he estado de cerrar el blog. Tenerlo parado es como tener un cuaderno abierto sobre la mesa en el que no escribes y lo único que acumulas es polvo y manchas de comida, siempre ahí para recordarte que hay algo que no estás haciendo.
Tampoco leo, no al ritmo que suelo leer. Un libro un poco grueso me cuesta un mes, cuando antes en dos semanas me sobraba tiempo. ¿La astenia primaveral afecta a la lectura? No sé. Hoy es el primer día de primavera y ya le estoy echando la culpa. Últimamente solo me apetece dormir. Podría escribir sobre los sueños que tengo, que ríete tú del surrealismo. Pero no. No escribo.
Dejaré el cuaderno abierto en la mesa, porque me conozco y sé que esto va por rachas. Poco a poco iré volviendo, espero, cuando el cuerpo lo pida o cuando me permita el madrugón. Quizás en verano. No sé. Quién sabe. Siento que me falta algo. Escribir y leer siempre han sido parte de mí. Ahora mismo no soy yo. Creo. Solo sé que no sé nada.
No escribo. Y no me gusta no escribir.

De letras y dibujos.

Se puede saber mucho de un niño o una niña a través de los trabajos en clase, y no me refiero a si han estudiado o saben poner la ese de la tercera persona en inglés. Se ven muchos pequeños datos en un dibujo de la familia (¿cuántos dibujos de la familia habré mandado hacer en mi vida?) en el que falta el hermano pequeño “porque está en casa”, cuando el dibujante en cuestión lleva meses actuando de manera extraña en clase por los celos que le causa el hermanito nuevo. Los dibujos dicen mucho. Figuras con cuerpo incompleto en una edad en la que tienen madurez para hacer la anatomía correcta hablan de faltas, de inseguridades, de carencias afectivas simbólicas y no tan simbólicas. Niños que no hacen bocas, o que cuando las hacen están siempre tristes. Niñas que dibujan en negro y hacen los rasgos de la cara en rojo, gestos enfadados en los adultos que les rodean. Pequeños y pequeñas que no dibujan brazos, signo de la comunicación. ¿Qué es más visual que el movimiento de una mano cuando hablamos? Dejarse las manos dice mucho. Igual que no poner bocas. 
Con los mayores me fijo en la letra. Algunos clavan el lápiz como si el papel fuera el culpable de algo, casi hasta romper la página. Su letra es gruesa, sucia, apenas legible, igual que su comportamiento brusco, respondón, agresivo, orgulloso. Otros, otras, hacen una letra tan perfecta que da casi pena corregirles. No hay ni un rasgo que se salga de su sitio, todo es correcto, todo está limpio. Una sola marca roja en el papel desfigura un dibujo perfecto si no fuera por esa ese que falta, esa coma que se han dejado. Y se hunden. Porque su mundo es de perfección, como su letra, y no aceptan el error, la falta. He visto llorar a niños y niñas con esta letra por una nota baja en música. Su umbral de fracaso es cero. Su nivel de aceptación del error es inferior a cero. Si no pueden llegar a la perfección, mejor no hacerlo.
En clase todo suma y ningún detalle pasa desapercibido. El comportamiento, las notas de los exámenes, las charlas con los padres y madres son solo una parte de la información que recibimos. Se sabe mucho con los trabajos de los niños y niñas. No tanto, quizás, como hablando con ellos, pero se sabe mucho. Casi tanto como viéndoles jugar en el patio. 

De exámenes, o cómo perder la cabeza cuatro veces por trimestre.


Todos los años por estas fechas, y ya van siete, me estreso. A mis treinta y ocho años, con todas mis obligaciones académicas cumplidas y todos los títulos necesarios para ejercer mi profesión, estoy de exámenes. Como una adolescente. Solo a mí se me ocurre meterme a estudiar una carrera y dedicarme a ello en cuerpo y alma, así, a lo bestia, sin darme tregua y con la intención de sacar todas las asignaturas de las que me matriculo. Que podía matricularme de una o dos, pero no: cinco en un año. Y claro, llegan los exámenes y me estreso.

Algunos salen bien casi sin esfuerzo. Si la asignatura es literatura y he tenido que leer varias novelas u obras cortas para sacarla, el examen suele ser sencillo porque puedes aplicar la teoría a lo que has leído. Lo malo viene cuando tienes que aprenderte todo de memoria, sin textos a los que aplicarlos. No me gusta estudiar de memoria, la tengo muy mala. Se me olvida lo que me dicen de un minuto a otro. Se me olvida hasta lo que estaba escribiendo si me salgo un poco del tema, lo mío con la memoria es horrible, es un milagro que recuerde mi dirección y mi teléfono (que me costó años aprender, por cierto; el número de teléfono, no la dirección. Por suerte, nunca me he olvidado de dónde vivo. ¿Te imaginas? Sería unas risas. "Oiga, agente, me he perdido, se me ha olvidado mi dirección. Sé que empezaba por 'calle', pero del resto no me acuerdo. Llame a mi madre, haga el favor").

¿De qué hablaba? Ah, sí, los exámenes. Ayer me examiné de uno de esos que requieren mucha memoria. Literatura clásica griega, para más señas. Nos han hecho leer dos obras cortas, una de ellas escrita por un hombre que vivió mucho más tarde de la época que hemos estudiado, y nos hemos tenido que aprender la vida y milagros de al menos una veintena de autores. Es lo que pasa cuando estudias una filología, sí, pero lo malo no es eso. Lo malo eran los nombres. Desde Hecateo de Mileto hasta Aristófanes, pasando por Alcmán o Tucídides, no había forma humana de quedarme con los nombres de todos. ¿Cómo voy a aprender nada de su estilo si confundo a Heródoto con Hecateo? ¿No podían llamarse Pepe, Juan y Manolo? O, en su defecto, Mike, Charlie y Preston, que esto es filología inglesa. Lo peor es que sé que tengo que agradecer a mi libro que los nombres no vinieran en griego original. Y tengo que agradecer a los profesores que las preguntas no versaran sobre los dioses del Olimpo, que vaya cacao me hago con Afrodita, Venus y Apolo (estos son los guapos, ¿no?). El libro, todo hay que decirlo, no estaba mal del todo, estaba bien organizado y se estudiaba bien. Bueno, no digamos tanto, porque se pasa trescientas páginas hablando de la "historia de los hombres" y el "destino de los hombres", que parece que en Grecia no había mujeres ni personas a secas, y utiliza la palabra "empero" (que no había visto utilizada nunca en un texto que no fuera de Martes y Trece) casi en cada página.

Lo importante es que creo que he aprobado. Ahora solo me quedan dos exámenes (más los de junio, pero quién los cuenta), uno de los cuales es sobre la historia de la lengua inglesa. Que digo yo, por qué le llaman inglés cuando quieren decir alemán, pero bueno, supongo que es una manera de legitimizar que el inglés es una de las lenguas modernas más antiguas de Europa, y ya sabemos que en cuestión de poderío todo vale. Así que allá voy, a estudiarme las declinaciones y el orden de las familias germánicas, a ver si consigo ser licenciada en junio en lugar de tener que esperar a septiembre, como parece ser que ocurre con esta asignatura. Me despediría en inglés antiguo, pero el examen es la semana que viene y, como buena estudiante, lo voy dejando todo para el final y no tengo muy claro ni de qué va la asignatura.

God be with you.

De mentira

Los tomates del supermercado parecen de mentira. Todos perfectos, con sus redondeces exactas, sus colores vivos y esa capa de cera que los hace más brillantes, todo un deleite a la vista pero no para el resto de los sentidos. Dar un mordisco a un tomate de supermercado es como morder un trozo de plástico, sin sabor, sin cuerpo, sin nada. Ya sé que no es época de tomates y que comiendo fruta o verdura de fuera de temporada me arriesgo a estas cosas, pero es que me pasa lo mismo con las calabazas, o con las lechugas, o con los repollos. Todo me sabe a plástico.
Sueño con vivir en un mundo en el que tengamos tiempo para ir de compras a las tiendas de barrio. Un mundo en el que compres la fruta en la frutería de debajo de tu casa, la leche en la lechería, la carne en la carnicería y el pescado en la pescadería. Que no solo las amas de casa más concienciadas puedan darse el lujo de manosear un tomate deforme, de esos feos hasta asustar, cuyo sabor explota luego en la boca y te hace recordar qué es un tomate. Quiero manzanas sin cera, manzanas feas si acaso, de esas amarillas que son todo dulzura y no dejan un rastro rasposo en la lengua. Pero no vale cualquier lugar, cualquier tienda de barrio. La frutería de debajo de mi casa también le pone cera a las manzanas, porque si no no me explico su brillo. Las coliflores están perfectas, sin una mancha, y el brócoli es tan bonito que da pena comérselo (y casi mejor no hacerlo). Verdura ecológica, esa gran utopía.
¿Por qué tenemos esta obsesión por lo bello, por más que luego nos defrauden en todo lo demás? ¿En qué mundo vivimos que lo único que cuenta es el aspecto exterior? Todo es bonito por fuera, todo viene en un paquete idílico que nos atrae como los cantos de sirena, hasta que una se acerca lo suficiente para ver que en realidad son leones marinos y que los cantos eran gritos…
Yo hablaba de frutas. Quiero un tomate feo. Un tomate de tres colores que se deshaga al cortarlo y de cuerpo a mi ensalada.
Que lo que valga sea lo que está dentro.

Mi cuerpo es mío


Miro ojiplática la pantalla y veo cómo un grupo de gobernantes, en su gran mayoría hombres, deciden lo que yo puedo o no puedo hacer con mi cuerpo. Por su cuenta y riesgo legislan que mi cuerpo no es mío y que el mayor cambio que se puede dar en la vida de una mujer queda en manos de terceros, unos desconocidos que no tienen ni idea de las circunstancias personales de cada mujer que se queda embarazada o decide no hacerlo. Ellos deciden cuándo es sano que yo tenga hijos, toman el control de mi útero y me obligan, en el peor de los casos, a tener hijos con terribles enfermedades que jamás van a tener una vida digna y a quienes se les obliga a existir. Pienso en mujeres a las que se les rompió el condón y tendrán que cargar con una criatura para el resto de su vida (porque no nos engañemos, son ellas las que cargan, lo han sido siempre). Pienso en todas aquellas que no tienen para dar de comer a su prole y van a tener que cargar con una boca más porque a un equipo de “expertos” que ganan miles de euros al mes se les ha antojado que así debe ser. Pienso en las que no quieren ser madres. Pienso en las que no deben ser madres. Pienso en mujeres maltratadas atrapadas en una relación a la que tienen que traer un bebé indefenso por dictado papal. Pienso en las mujeres desesperadas y en esas historias que creíamos antiguas sobre perchas desgarrando úteros, abortos clandestinos que fueron mal y acabaron con la vida de las embarazadas. Pienso en cuántas pesadillas se van a convertir en realidad.
Y pienso también en aquellas que quieren tener hijos sin un hombre de por medio y tampoco pueden. Los mismos legisladores que obligan a ser madres a quienes no quieren arrebatan el derecho de la inseminación artificial a las que no tienen un hombre en su vida pero desean parir. Hombres legislando úteros. Hombres metiendo manos donde no deben. Hombres, como siempre, marcando el camino que nosotras hemos de seguir. Y mujeres, por desgracia, que apoyan a esos hombres (que no son todos, lo sé) y les ceden su derecho más básico, su característica más íntima. Mujeres que legislan sobre otras mujeres y toman decisiones por las demás.
Legislación sobre el derecho a ser madre. Carteles de protesta que me retrotraen a cuando yo era pequeña. Aquello de “nosotras parimos, nosotras decidimos” más actual que nunca. Cásate y sé sumisa, no abortes, no tengas hijos sin un hombre… Estoy esperando que en cualquier momento exijan a las mujeres permiso del padre/marido/hermano para viajar al extranjero. No andará muy lejos.


De anuncios de colonias o el agilipollamiento de la sociedad

Linda mariposita que
revolotea entre las flores
Si hay algo más seguro en Navidad que la vuelta de los turrones o el desfile de las muñecas al portal son los anuncios de colonias. Es acercarse diciembre y las pausas entre programas se convierten en un catálogo interminable de fragancias varias, a cada cual en botella más curiosa y con un marketing completamente opuesto a esa originalidad de la que, se supone, debe hacer gala la publicidad. 
Vaya por delante que la muestra con la que me atrevo a escribir este post es muy sesgada, ya que solo veo un canal en televisión, ese que repite los Big Bang Theory como si fueran cromos a la hora de comer. Aún así, me basta para darme cuenta de que todos los anuncios de colonias están cortados por el mismo patrón, o al menos todos siguen unas directrices semejantes; todas ellas igual de antiguas, rancias y sexistas, y sin un ápice de originalidad. Y yo me pregunto: ¿alguien ha regalado una colonia alguna vez basándose en un anuncio? Pocas cosas hay tan personales como la fragancia que usa cada una, lo último que haría yo sería gastarme de sesenta a cien eurazos en algo que probablemente no guste, solo por ir a ciegas con el anuncio de marras. 
Me pregunto de dónde sacaba Kate
la colonia en la isla de "Perdidos"
Divago. Decía yo que este tipo de anuncios huelen a rancio, y me explico. Una cosa es que el sexo venda, que eso lo sabemos todos y todas, y otra que no haya otra manera de vender un producto más que jugando con ese tema. Si la colonia es para hombres, no falla el modelo buenorro o el actor de moda haciendo ojitos a la cámara y desabrochándose una camisa con cara de “fíjate, nadie antes se ha quitado unos gemelos como me los quito yo”, o tirándose sobre un sofá con el pecho descubierto, o fingiendo ser el protagonista de una peli de mentiras. Si la colonia es para mujeres y la herramienta que usamos es la seducción más descarada, aparecerá una churri de ojos enormes en una selva bajo una tormenta, o en su defecto una retozando en la arena blanca de una playa desierta, a la que, como todo el mundo sabe, una siempre va bien perfumada para no oler luego a mar. Sexy, sí, pero no muy realista.
Más que con el sexo, con la seducción o la atracción juegan los anuncios en los que solo se ve una mujer andando, quizás entre velos de tul, mirando a la cámara con mirada esquiva y sonrisa coqueta, una mujer que no se deja atrapar y que habla en inglés o en francés (porque está claro que el castellano, para vender colonias, no es suficiente), diciendo cosas como “he’s the one”, o “oui, çe moi” (o como se escriba, no hablo francés), y protagonizados, a menudo, por la actriz de moda del momento, o por una que, digo yo, ha pagado por estar en el anuncio para ver si sale del agujero del paro, que hace mucho que no se la ve en una película. No sé si juegan con la atracción o, simplemente, habrá gente que las compre porque “es la colonia de Gwineth Palthrow” (o como se escriba, no hablo famoseo), pero a mí me sacan de quicio. Me dan ganas de gritarles que se coman un bocadillo, que se les ven las costillas. 
You were so pretty yesterday...
Porque "qué guapa estabas ayer" no vende
Luego están los infantilistas, y esos están dedicados solo a las mujeres. Niñas-mujeres corriendo por un pasillo, o riendo en el hueco de sus manos, oliendo flores gigantes que no consiguen atrapar, todas vestidas con unos vestidos ridículos que dudo que cualquier mujer se pusiera más allá de los diez años. Todas con unos ojos enormes, dientes blancos, cuerpos diez (pero eso es tan obvio que no hace falta mencionar), mostrando a la cámara lo felices que son porque usan una determinada colonia y el mundo es de color de rosa. Hay uno en especial con una voz en off masculina hablando en francés y en inglés que me obliga a dejar lo que estoy haciendo para verlo: ella escucha un mensaje en el teléfono mientras se tapa la cara con un cojín, se ríe (cómo no), se da un baño, mariposea… y mientras escucha el mensaje bilingüe que le dice lo guapa que estaba ayer y que tiene ganas de verla. No me preguntéis la marca de la colonia, no me fijo en detalles banales; lo mío con estos anuncios es como con un accidente, no quieres mirar pero no puedes apartar la vista. 
Hago chas... y desapareces
de mi televisor
Y llegamos a mi “favorito”, así, entre comillas para destacar el repelús que me da el anuncio de marras. El original mostraba a un hombre bien plantado, con un traje desgarbado, que chasqueaba los dedos y conseguía todo lo que quería: dinero, un coche de lujo, etc. En el penúltimo chasquido, cómo no, aparecía una mujer embutida en un vestido de noche, y con el último chasquido… se le caía el vestido. No sé cómo empezar a describirlo, pero creo que los y las que pasáis por aquí a menudo os hacéis una idea de por qué es mi anuncio "favorito". Al poco (o puede que la mismo tiempo, pero yo lo vi después) salió la versión femenina del perfume, y en el último anuncio que han hecho ella parece quererlo también todo y conseguirlo con un chasquido de sus dedos: quiere amor (representado por tres corazones en una tragaperras), quiere al chico del traje mal colocado y quiere… un diamante del tamaño de un melón en el dedo. Los mismos problemas que tengo con el primer anuncio se repiten con el segundo. 

Con tanto anuncio de colonias, es verdad que de vez en cuando me dan ganas de cambiar la mía, que uso desde hace más de una década, pero visto cómo se venden creo que mejor me quedo con la que tengo. Y no es que el anuncio que tenía la mía fuera de lo más moderno, pero como me la regalaron antes de verlo nunca he relacionado las dos cosas (sí, conmigo acertaron al regalarme la colonia; es más, me la regaló alguien que no me conocía de nada). Si algún día la dejan de fabricar y tengo que cambiar, creo que me decantaré por la que tenga la chica más mona en el anuncio. No sé, una de ojos azules que vaya dando brincos por un paraje lleno de margaritas con un tutú rosa ceñido a la cintura y diga cosas como “çe’st la vie, je ne sais quoi, he's the one and I love you”… 


El Belén de la Florida

Lo ponen todos los años por estas fechas, porque obviamente no lo van a poner en verano, digo yo. Es un Belén enorme, que ocupa uno de los parques más bonitos del centro (por no decir el más bonito), ese que dice la historia que un rey visitó hace un porrón de años y dijo que era el parque más bonito del reino. Las figuras aprovechan que el parque tiene hasta un pequeño río artificial para ponerse a lavar ropa , o pescar cerca del puente. Hay patos, hay ovejas, hay hasta un niño recogiendo uvas en un viñedo de pega que da el pego… Es como cualquier Belén que pueda una encontrarse en casa ajena (una llena de niños, porque no veo yo a los adultos haciendo el riachuelo con papel de plata), con la diferencia de que en éste las figuras son más altas que yo. Imaginaos semejante circo en el jardín de la casa de veraneo. Pedazo de jardín.


  Hacía muchos años que no iba al Belén de la Florida. Pasada una edad, ver figuritas de cartón piedra en diferentes poses no tiene tanta gracia, y cuando lo has visto todos los años de tu infancia llega un punto en el que un invierno sin Belén parece un regalo. Verlo de pequeña o de adulta no es lo mismo. El castillo de Herodes, por ejemplo, me pareció mucho más pequeño de lo que me había parecido nunca, por no hablar del mismo Herodes, que me aterrorizaba de pequeña y ahora me ha hecho hasta gracia. Con la edad las figuras van perdiendo su encanto, y ya no te quedas obnubilada mirando el molino de agua que anda de verdad al paso del agua (ayudado por un motor, porque no hay caudal suficiente para moverlo), y miras las figuras camino al pesebre con la mirada cínica de alguien que ya no cree en nada. Los pastores que ven la llegada del ángel tiene cara de susto, y no es de extrañar, porque hasta a mí me impresiona la figura del ángel en lo alto del árbol, por más que casi no se vea entre las ramas (o quizás por eso). Como adulta te das cuenta de que, solo en Vitoria, los Reyes Magos llegan al pesebre en caballo, no en camello, y que el niño que está jugando en la serrería tiene una postura tan extraña que parece que no tiene piernas. Son detalles que de pequeña seguro que veía pero no recuerdo haber mencionado mientras paseábamos. Así como del castillo de Herodes sí que me acuerdo (era siempre lo primero que quería ver), el resto lo he olvidado. 



Y luego está el pesebre, que no es más que una cueva artificial dentro de la cual han metido a la happy family y al buey, siempre acompañados de un segurata que evita que alguien se lleve al Niño, como ha pasado algún año. Hace mucho ya, la gente empezó a echar monedas en la cuna del Niño, y al ayuntamiento debió hacerle gracia el gesto y decidió poner una cesta para la colecta; con esas monedas, en teoría, todos los años se compra una figura nueva o se sustituyen las antiguas por nuevas. Es curioso cómo nos sale el espíritu navideño por los poros cuando nos ponen un niño desnudo delante, más si tiene un halo alrededor de la cabeza. 

La única figura que desentona en todo el conjunto, aunque ahora ya es una más y el Belén no sería el mismo sin ella, es la del mendigo, con su perro y su cartón de Don Simón incluidos. Llama la atención sobre todo porque en este parque, como en todos, hay más de una figura de carne y hueso que podría haber competido como modelo para la escultura. No recuerdo quién la colocó ahí, pero sé que se hizo con la intención de que no nos olvidáramos de los más desfavorecidos en estas fiestas. No sé si funciona. Habría que preguntar al ayuntamiento si la colecta del Niño Jesús se ha incrementado desde que la figura del mendigo observa el portal de lejos. 


Felicitaciones de Navidad

Me gusta mandar felicitaciones de Navidad. Aunque el resto del año me comunique por correo electrónico o mensajes de teléfono, en Navidad me hace ilusión mandar tarjetas manuscritas a amigos y conocidos. ¿Por qué, si no me gustan las Navidades y el espíritu dichoso que se supone nos llena hace tiempo que me abandonó? Creo que mis razones son estrictamente egoístas: no hay cosa que más me guste que encontrarme una carta en el buzón, y todos los años pienso que si yo las mando, quizás la gente se anime a mandarlas también. Y no, las de los bancos y la dichosa factura de la luz no cuentan. A mí me gustan escritas a mano, con sello de pegar y todo.
Cada vez se escriben menos cartas, por no decir que ya no se escriben, y es una pena. Sé que la gente dirá que hemos aprendido a mantener la relación de otra manera, que Internet y los mensajes del móvil son más rápidos y más efectivos, pero no es lo mismo, sabéis que no lo es. Escribir una carta en papel lleva tiempo y esfuerzo y, como todo en esta vida, lo que más esfuerzo lleva se valora más. No hace falta que la carta tenga una docena de hojas para ser especial. Puede ser una postal que nos diga que alguien se ha acordado de nosotras cuando estaban en la otra punta del mundo, o una simple tarjeta de cumpleaños. Pensad en el esfuerzo que ese gesto supone: elige la postal (que te guste a ti y a la persona a quien se la mandas), escribe algo significativo (los mensajes en formato electrónico se borran con facilidad, pero las cartas tienden a guardarse), compra el sello (algo que no es fácil dependiendo de dónde estés), y encuentra un buzón o la oficina de Correos del lugar en el que estés. Luego espera, espera y espera, hasta que la persona a quien le has enviado la postal te mande, seguramente al móvil, un “gracias por la postal, me ha encantado” que convierta su alegría en un poco tuya. Quizás esa persona se acuerde de ti en su próximo viaje y te mande también una postal, pero lo más seguro es que no. Da igual. A una persona le has alegrado el día, que en los tiempos que corren no es poco. ¿No ha merecido la pena el esfuerzo?

Sí, me gusta enviar felicitaciones navideñas, pero quizás no sea por un motivo tan egoísta como yo creía. Quizás me baste con pensar que la otra persona se ha puesto tan contenta como me pongo yo al recibir una, y con eso es suficiente. Y quizás, quién sabe, ojalá, este año sí que reciba en mi pequeño y triste buzón alguna tarjeta que me alegre el día. Al fin y al cabo, estamos en Navidad y en esta época suele haber milagros. O eso dicen. 

De cuentos cortos o verdades como puños

Dejó caer el libro en mi mesa y me miró con esa cara suya, tan inglesa y tan roja, iluminada por una enorme sonrisa. En la portada, una mujer con vestido de lunares y mucho, mucho vuelo bailaba flamenco. Yo miré a Harry, sin comprender. 
—Lo he visto en una librería y me he acordado de ti. ¿Te gusta?
Podía ser sincera y romperle el corazón o mentir y arriesgarme a tener que acudir a clases de sevillanas con él. Su corazón era menos valioso que mi salud mental. 
—Pues no mucho, la verdad. Yo… Es que soy gallega. 
—Pero eres española, ¿no? 
—Sí, pero el flamenco no es típico en mi parte de España.
—Pero el flamenco es español.
Suspiré. Ay, madre.
—Sí, pero…
—Y tú eres española.
—Que sí, pero…
—¿Entonces? ¿Cómo no te va a gustar algo que es español?
Lo peor de aquella conversación era que sabía que su intención con aquel regalo no era hacerme sentir como en casa, sino llegarme al corazoncito para llevarme al catre. Harry era tan previsible como cualquier hombre multiplicado por diez; su calculadora mental había llegado a la conclusión de que española igual a ardiente, y ardiente más regalo tonto igual a sexo. 
Cambié de táctica. 
—El otro día vi una falda escocesa muy mona y me acordé de ti. Ahora me arrepiento de no habértela comprado. 
—¿Para qué? Yo soy inglés. 
—Exacto. 
Y me alejé de él, siendo muy consciente de que su mirada no perdía un detalle del bamboleo de mi culo al andar. 

Nunca niegues un saludo.



A. y yo estudiamos juntas desde el preescolar hasta terminar octavo de EGB (sí, soy así de mayor, yo fui a EGB). Siempre nos llevamos bien, con las pequeñas rencillas, quizás, de alguien que pasa tantos años en la misma clase, pero sin nada que destacara. Por eso, cuando a principios de curso empecé a cruzarme con ella y no me saludó, me extrañó. Vale que iba en bici y yo andando, vale que las dos íbamos con prisa, pero esa manera de apartar la vista de mi cara y hacer como que no me había visto se me hacía extraña. “¿Qué le pasa a esta ahora?”, me preguntaba todos los días. Yo siempre mantenía la mirada, pero no había manera. Cada vez que nos cruzábamos apartaba la cara, y a mí me daba vergüenza saludar a su nuca. 
Hace poco, un compañero de EGB formó un grupo de watsapp para poder juntarnos todos en una cena y celebrar que este año se cumple el 25 aniversario desde que salimos de la ikastola (sí, soy así de mayor, se cumplen 25 años desde que terminé la EGB). A. está en el grupo y participa como todos los demás, sin aparentes problemas; aquel primer día todos nos saludamos, comentamos algunas tonterías e hicimos algún chiste malo, sin más. Yo pensé que todo estaba arreglado (sin tener muy claro que algo se hubiera roto) y al día siguiente, feliz, miré a A. cuando me la crucé en bicicleta, lista para saludar. Pero, horror, ella me miró con cara de espanto, giró la cabeza y mi “agur” salió casi muerto de mi garganta, confuso por sentirse tan solo. 
Pero no desesperé. Me parecía ridículo ser amigas por teléfono y no ser capaces de saludarnos por la calle. Al día siguiente, según la vi venir de lejos, le mantuve la mirada y, aunque ella la apartó, solté un saludo que hizo que la mujer que iba delante de mí se girara a ver a quién saludaba. A., entonces, me miró, pero su bicicleta ya había pasado y le fui imposible devolver el saludo. A la mañana siguiente, sin embargo, fue ella quien me saludó primero. A partir de entonces nos saludamos todos los días. 
Tranquila con mi triunfo, me di por satisfecha y seguí participando en el grupo de watsapp como una más. Empezamos a hablar de que hacía mucho que no nos veíamos. A. dijo que ella hacía mucho que no veía a cierta gente. “Ruth, a ti no te veo desde hace años”. 
—¿Cómo que no, si nos cruzamos todas las mañanas?
—¿Qué? No, qué va. ¿Seguro que soy yo?
—Pues claro. Igual no me conoces, ahora llevo el pelo tan corto como tú. 
—¿Corto? ¡Si lo llevo por debajo de los hombros! 
—¿Cómo que…? Y entonces, ¿a quién saludo yo todas las mañanas?
—Pues no sé, pero debe estar pensando “qué chica más maja, ésta que me saluda siempre”. 

Creo que he hecho una amiga nueva…

De malas noticias que llegan a todos los lados.

Me enteré el viernes, dichoso viernes, día de Todos los Santos, mientras estábamos en el monte. Alguien dijo que el miércoles habían atropellado a una niña en el pueblo donde trabajo, y yo, que estoy liberada en un curso de reciclaje, no me había enterado. Intenté buscar la noticia en el móvil, pero claro, el monte no tiene cobertura (menos mal) y tuve que esperar hasta que volvimos al coche. Allí leí que la niña era magrebí y el mundo se me cayó al suelo. Tenía que ser alumna mía. Los extranjeros rara vez van a la ikastola privada de al lado.

Me lo confirmaron al poco. Era D., la niña más pizpireta de todo el preescolar, que acababa de empezar primero pero aún no había cumplido los seis años por ser de diciembre. Pequeñita, lista, graciosa, con una de esas risas contagiosas que hacen que el mundo parezca un poco menos triste por las mañanas, cuando llegas con las legañas cerrándote los ojos o el mal cuerpo del madrugón agriándote el carácter. El primer día de clase les canté un par de canciones y D. soltó una carcajada tan sincera, tan pura, que no pude terminar porque me dio la risa a mí también, y los veinte niños de clase terminaron riendo con nosotras porque sí, porque tocaba. La recuerdo hablando de que su madre estaba embarazada e iba a tener un niño, emocionada por ser hermana mayor. La recuerdo hablando de la fiesta del cordero y cómo su padre había matado uno (lo contó con tanto detalle que temimos que lo hubiera visto en persona, pero no). La recuerdo aprendiendo todo a la primera y repitiéndolo como el lorito que era, feliz, alegre, sin una sola carga en la vida. La recuerdo, sí, y eso es lo único que me va a quedar de ella, aparte de una foto mal enfocada que le saqué en Navidad y la diminuta imagen de la orla de fin de curso.

Dice la noticia que cruzaba la calle con su madre y su hermano pequeño en el carrito cuando un coche que esquivaba a otro aparcado en doble fila se la llevó por delante porque no la vio. Murió de madrugada, en el hospital, cuando no pudieron hacer nada por salvarla. Sus padres quieren llevar el cuerpo a Marruecos y están recogiendo dinero. Y yo aquí, de puente, sin poder hacer nada ni compartir el nudo que tengo en la garganta con los profesores que la conocieron. Sin poder despedirme, aunque dudo que me dejaran, porque sé que a las mujeres no les está permitido acudir a los funerales musulmanes. Quién sabe, quizás hicieran una excepción por ser una niña tan pequeña. Y tan querida.

Ella musulmana, yo atea. Vaya usted a saber dónde acabaremos las dos. Terminemos donde terminemos, descansa en paz, peque. Te echaremos de menos.

La LOMCE, o cómo nuestros niños y niñas no son tan idiotas como parece


Hoy en día se ha puesto de moda decir que la educación del país es una porquería y que los adolescentes salen del instituto sin saber hacer la O con un canuto. Nuestro sistema educativo es despreciado, los profesores vilipendiados, los chavales martirizados. Es curioso cómo todas las generaciones han dicho lo mismo, y con cada cambio de plan educativo se han tirado de los pelos y han clamado al cielo que a dónde vamos a ir a parar, que cómo nos hacen esto, que a qué estamos jugando. Será que me pilla de buenas, pero yo creo que no es para tanto. Ni la ley LOMCE va a a hacer tanto daño (más que nada porque va a durar lo que dure el PP en el gobierno, porque lo que toca son asuntos políticos y económicos más que educativos), ni nuestros adolescentes son tan tontos como llevamos años diciendo. Antes de que dejéis de leer y salgáis del blog rebotados y rebotadas por una maestra que no sabe nada, dejad que me explique. 
El sistema educativo que tenemos (y que es muy parecido al de otros países de occidente, no hemos inventado nada) tiene la misma base que tenía hace doscientos años. Se agrupa a los alumnos y alumnas por edades, se pone un profesor al frente y se enseña una lección cuyos contenidos ha decidido un comité de sabios que no ha pisado una clase en su vida y que suele estar relacionado con el equipo de gobierno de turno. Los niños y niñas escuchan, toman apuntes, aprenden la lección y se examinan por escrito al final de un periodo de tiempo más o menos corto. Esto lleva así desde el sigo dieciocho, con la diferencia de que antes, cuando solo estudiaban los hijos de papá, el que sabía leer era sabio. Ahora todo el mundo sabe lo básico y todos parecemos tontos. Alguien dijo una ver que más es peor, y yo estoy de acuerdo: es mucho más fácil conseguir que los de las clases altas saquen buenos resultados que conseguir que los hijos de padres analfabetos lo hagan. Otra cosa es que prefiramos una sociedad con un ochenta por ciento de analfabetismo y un veinte muy culto, o un cien por cien de ciudadanos que al menos sabe “algo” (y más que algo, diría yo). Yo lo tengo claro: me aferro a la segunda opción. 
Pero me voy por las ramas, no era a eso a lo que iba. Yo quiero defender que los adolescentes de hoy en día no son tan tontos como los pintamos, simplemente los estamos midiendo con un rasero anticuado y les estamos enseñando con unos modelos que, dada la sociedad en la que vivimos hoy en día, ya no son válidos. Los motivos son mil y uno, y no me voy a poner a analizar todos aquí, pero así a bote pronto se me ocurren muchas diferencias con mi generación (y yo dejé el instituto hace veinte años, lo que, visto desde mi edad, no me parece tanto): en la mayoría de los hogares ya no hay una figura materna pendiente de ellos y sus deberes las veinticuatro horas; muchas familias están desestructuradas, algo que no pasaba tanto hace veinte años (el divorcio era todavía casi una novedad); los adolescentes tienen una sobredosis de estímulos con la televisión, el móvil, los videojuegos, etc., que no conocíamos antes; la educación cívica que antes se trabajaba en casa se deja en manos de la escuela en muchos casos; y tantos y tantos otros que un sociólogo definiría mejor que yo. Pero la escuela sigue igual. Intentamos introducir nuevas tecnologías, nuevas formas de enseñanza, pero la mayoría de los profesores siguen sintiéndose más cómodos con la tiza y la pizarra. Incluso los más modernos, los que ya usan el portátil para todo, a la hora de examinar usan papel y boli, como todos los demás, en lugar de dejar que los chavales se expresen de manera creativa. ¿Por qué? Porque no les queda otra. Porque esos chavales tienen que pasar una reválida, una selectividad, un millón de exámenes que serán siempre con boli sobre papel, un ente físico que pueda demostrar si saben o no saben la respuesta correcta (porque, como es bien conocido, toda pregunta tiene una sola respuesta correcta, ¿verdad?). Y luego van a trabajos donde todo es relativo, donde se les pide trabajar en grupo y resulta que no lo han hecho en su vida, o se convierten en profesores creyendo que van a cambiar el mundo y terminan haciendo lo mismo que hicieron con ellos. 
No, la LOMCE no va a cambiar gran cosa, porque el único cambio que podría hacer algo pasaría por hacer volar el sistema e implantar uno completamente nuevo, sin nada que ver con el anterior. Y eso no se puede hacer, al menos no de forma sencilla, no con leyes que cambian en cuanto cambia el partido que está en el poder. La LOMCE pasará a la historia como la peor ley educativa de la democracia, pero nuestros adolescentes seguirán siendo igual de “inútiles” bajo nuestros ojos porque les estaremos haciendo las preguntas equivocadas y, encima, estaremos esperando la misma respuesta de cada uno. El ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. En lo que respecta a la educación, me temo que vamos a seguir dándonos de hostias con la misma pared durante varios siglos más. 

(Os dejo con un vídeo que lo cuenta mucho mejor que yo. Sir Ken Robinson defiende varios aspectos con los que estoy totalmente de acuerdo, aunque, por desgracia, no dice nada sobre cómo cambiarlos.)


Cosas raras que me pasan: Lluvia de Estrellas



Suena el teléfono fijo de casa y yo doy un respingo antes de salir corriendo a contestar. No sé por qué corro, porque la mayoría de las veces es una compañía telefónica que intenta venderme lo que ya tengo o alguien haciendo encuestas para las que siempre buscan un rango de edad que yo no cumplo. Pero cuando suena el teléfono, y más si es el de casa, hay que correr, porque ese sonido tiene algo de urgente aunque sepas que no lo es. 
No miro ni el identificador de llamadas. Descuelgo, saludo y al otro lado de la línea me contesta el silencio. Un segundo después se oye el clic de quien ha conectado la llamada. Mierda, pienso, otra vez Vodafone. 
—Buenas tardes  —dice una voz al otro lado—. Soy Fulanito de Tal. 
Silencio. Yo estoy esperando a que me diga “y le llamo de Vodafone, Movistar, Euskaltel o Yoigo”, pero no dice más. Luego me di cuenta de que ese hueco era para permitir mi grito de emoción: tenía que haber reconocido el nombre. Supongo que era el presentador.
El hombre continúa. 
—Le llamo de Lluvia de Estrellas —me dice. Nuevo silencio para permitir un grito. Se oye el ruido de alguien que se aparta el auricular de la oreja. 
—¿Perdón? —digo yo. Tengo problemas de oído, es imposible que le haya entendido bien. 
—De Lluvia de Estrellas. Mandó usted un currículum para participar en nuestro programa, ¿no?
—¿Yo? No, no, creo que se ha equivocado de número. 
—¿No es usted la que canta como Paloma San Basilio?
—¡Ja, ja, ja! —Estoy convencida de que a este hombre nadie se le ha reído nunca la teléfono—. No, no, no, yo no soy, no. 
—Ay, perdone usted, ha sido cosa de los de producción. Le ruego me disculpe. Mil perdones, ¿eh?
—Tranquilo, no pasa nada —Yo sigo a lo mío, sin poder parar de reírme. 
Cuelgo y me falta tiempo para contárselo a quien tenga oídos u ojos para leer mensajes. Las respuestas son poco menos que unánimes: tenías que haber dicho que sí. Luego otra cosa sería pasar el casting y no hacer el ridículo una vez en el escenario, pero eso es lo de menos. La fama ha llamado a mi puerta y yo se la he cerrado en las narices. 
Ya me vale. 

"Perdidos", o maneras de pasar el tiempo en verano.




Me encanta la serie “Perdidos”, no lo voy a negar. Aunque me enganché tarde y vi las primeras cinco temporadas en un verano, soy de las frikis que se levantaron a las seis de la mañana para ver el último capítulo en la tele y evitar que alguien me lo fastidiara con un “spoiler”. Me gusta tanto que, aprovechando que en verano la temporada de series hace un parón, la estoy viendo de nuevo. Es la tercera vez que la veo. ¿Os he dicho que me gusta? Menos mal que solo son seis temporadas. 
Eso sí, una cosa es que me guste y otra que no sea crítica con ella. Creo que es una de las series que más gazapos tiene, y no me refiero ya a la historia en sí (que también), sino a la credibilidad de los hechos. Ojo, no estoy hablando del humo negro, o mover la isla, o los viajes temporales; esos son elementos de ciencia ficción que una acepta cuando ve una serie de este pelo. Me refiero al hecho de que cojan un palo de una hoguera y tengan una estupenda tea con la que ir por la selva así sin más, o que consigan quemar un cadáver humano hasta convertirlo en cenizas en una hoguera que no da ni para calentarse las manos, ¡y en menos de cinco minutos!, o que alguien se pasee descalzo por la selva durante días y sea capaz de seguir el ritmo de los demás sin quejarse. Llamadme picajosa, pero eso me pone más nerviosa que el hecho de que un tío esté encerrado bajo una escotilla metiendo números en un ordenador para salvar al mundo. Soy así. 
Lo que más nerviosa me pone a mí de las series o películas que hablan de náufragos en islas desiertas es lo fácil que parece sobrevivir ante los elementos. De vez en cuando me da por imaginarme cómo sería mi vida en la isla, mientras veo a Sawyer campar a sus anchas por la jungla sin camisa ni zapatos y con un ligero bronceado que en ningún momento se ha puesto rojo a pesar de que se pasan el día al sol y no tienen crema de protección solar. ¿Cómo me las apañaría yo? Mal, muy mal. Desde la primera escena en la que Jack abre un ojo y se encuentra en la selva, yo tendría problemas. ¡Mis lentillas! ¡Qué iba a hacer yo con mis lentillas! En caso de que no saltaran con el golpe o se me quedaran incrustadas en el ojo, la primera vez que me las quitara ya no iba a poder volver a ponérmelas, ¡y soy muy miope! Llevar gafas no iba a arreglar nada, porque seguro que con el accidente se me rompen y lo mismo se me clavan, o algo. Sumado a que tengo una orientación penosa, como para moverme por la jungla. Un desastre, vaya. 
Luego está el pequeño detalle de la higiene personal. Perdónenme los hombres por mencionar este detalle, pero ¿es que las mujeres de la isla no tienen la regla? ¿Hasta eso cura el poder misterioso del magnetismo dichoso en la isla? Que sí, que ya sé que tienen las maletas, pero cuarenta y tantos supervivientes, pongamos que la mitad de ellos mujeres, tres meses en la isla… Mucha compresa me parece para tan poca maleta. Vamos, digo yo. Por no hablar de lo monísimas que están todas y lo buena que debe ser el agua salada para lavarse el pelo y la ropa. Vale, ya sé que encontraron agua dulce, pero ¿y el champú? ¿Y el detergente para lavar la ropa? Voy a decir más: ¿y la plancha? Porque anda que no van todos cucos, con unas camisas impecables sin manchas de sudor ni nada (no me mencionéis la escotilla; antes de encontrarla, iban todos que parecían salidos de un pase de modelos, con el tono justo de bronceado incluido).  Y, sobre todo: ¿y la cuchilla para depilarse las piernas? Porque no me creo que todas las supervivientes se hayan “hecho el láser”, y no hay otra explicación para esas piernas tan hermosas que lucen todas. Y ya no voy a entrar en el tema del bebé que, oye, tiene una manta de niño siempre limpia encima (¿también la encontraron en las maletas?) y nunca le faltan pañales limpios que llevarse al trasero. Me imagino yo a un bebé en una isla desierta de verdad. Se me cae el alma.
Vamos, que ya sé que es una serie de televisión y que ellas y ellos están ahí para lucir tipo, pero seamos serios: cualquier serie de ciencia ficción tiene que tener un ancla en el suelo, algo que suene a verdad. Me imagino a mí misma en la isla, sucia, desorientada, medio ciega, con la piel achicharrada por el sol y la ropa deshecha y llena de manchas, buscando frutas bajo los árboles y con una cagalera del quince porque no hago más que comer fruta (eso sí se mencionó, y me hizo mucha gracia), o tratando de pescar y cayéndome al mar, seguro. Comparado con eso, lo del humo negro no deja de ser una tontería sin importancia. ¿Que 4, 8, 15, 16, 23, 42 o revienta la isla? Pues vale. Pero a mí que alguien me cace un jabalí y me lo guise bien guisado, que con mis anemias voy a necesitar carne de verdad desde el minuto cero. 

Relecturas



Me gusta hablar de libros. Me gusta casi tanto como leerlos, qué os voy a contar. Esa camaradería que se siente cuando alguien menciona un libro que le ha encantado y resulta ser uno que a ti también te encantó es sólo comparable a la de descubrir que alguien comparte tu año de nacimiento. Recomendar libros, escuchar recomendaciones ajenas o, casi mejor, despotricar contra libros que no han gustado a nadie y darte cuenta de que para los no-gustos también hay colores. Me encanta saber que no soy la única que no pudo terminar La conjura de los necios. 
El otro día estuve hablando de libros con un grupo de nuevas amigas. De cuatro que estábamos, tres éramos acérrimas lectoras en varios idiomas y la cuarta dijo que no le gustaba leer. Estuvimos comparando lecturas un buen rato y descubrimos, para mi inmensa alegría, que tenemos gustos muy parecidos y que nos gustan y no nos gustan más o menos las mismas obras y los mismos autores. Hablando de algún libro en concreto, yo dije que me había gustado tanto que me lo había leído tres veces, y la no-lectora me miró con cara de sorpresa. “¿Para qué, si ya sabes cómo acaba?” “Por la literatura”, contesté yo, sin pensar. Y luego me di cuenta de que esa respuesta es como decir “por el sexo de los ángeles”, porque aparte de ser un concepto ambiguo, alguien que no lee nunca podría entenderlo. 
Releo libros por el placer de las palabras. La primera lectura va buscando siempre la conclusión, el final, el motivo por el que fue escrito el libro (o no; vaya usted a saber por qué escribe uno un libro), aunque una también se pare en según que párrafos y piense “qué bonito”. Pero la curiosidad por saber qué pasa te frena a veces de poner toda la atención que merece el texto y se te escapan detalles que solo una segunda lectura te proporciona. Cuando lees por segunda vez, ya no hay prisa. Te detienes en párrafos, bajas el libro y piensas: ¿Cómo demonios tiene esta persona cableado el cerebro? ¿A quién se le puede ocurrir semejante comparación, descripción o manera de contar las cosas? La segunda lectura confirma las primeras impresiones y te ayuda a entenderlas, te da la oportunidad de ver por qué el libro terminó como terminó, o atrapar matices de los protagonistas que justifican su desarrollo. Suele decirse que nada sale bien a la primera, y leer no es una excepción. Hace poco terminé Al Este del Edén y, aunque la primera vez que lo leí ya se quedó grabado como uno de mis libros favoritos, al releerlo he descubierto cosas que se me escaparon, y estoy convencida de que si lo leo cuando lo lea una tercera sacaré aún más miga. Me pasó con La Regenta, el libro que más veces he leído a lo largo de los años, con Las uvas de la ira, con Middlesex, con La señora Dallaway. Son libros que nunca saldrán de mi biblioteca porque sé que no importa cuántas veces los lea, nunca me cansaré de ellos y sé que, cuando el regusto que me han dejado en mis papilas lectoras desaparezca, volveré a cogerlos. No tiene nada que ver con saber el final o no, tiene que ver con disfrutar con el proceso. Y respetar la obra del autor o autora. Me los imagino escribiendo y pensando “¿gustará este párrafo?, ¿les llegará tanto como me llega a mí?” Releer te da la oportunidad de fijarte en ese párrafo, sin prisa. 
Todo esto me hubiera gustado explicárselo a la que me hizo la pregunta, pero no lo hice. Me faltaron las palabras. Igual que necesito tiempo para apreciar la literatura, necesito tiempo para explicarme. Quizás la próxima vez que la vea se lo cuente. Mira, le diré, el placer que saco yo de una frase bien escrita le da cien vueltas al subidón de llegar al final y saber que la prota se suicida. Lo malo es que no tengo muy claro que me vaya a entender. 

Septiembre

Vuelta a la rutina poquito a poco, paso a paso. No todas las rutinas se mantienen, no todo sigue igual. Fuera el viento sopla más frío que hace quince días y el sol parece calentar menos, o quizás sea que el nuevo curso me deja fría. De momento, las tardes siguen siendo largas, pero se acortarán pronto. Llueve, luego sale el sol, luego vuelve a llover, y ya no sales de casa sin el paraguas porque sabes dónde vives y para qué arriesgarte. Pero al menos aún queda día para andar, tomar un café tranquila o comentar las jugadas del día anterior. Pronto caerán las hojas, sí, pero el suelo aún está limpio. El otoño es mi estación favorita. Si no fuera porque llueve tanto, sería perfecta.

Y el año avanza, lento pero sin pausa, hacia su inexorable final. Esperaremos en la meta. Esperemos esperar.

De gimnasios de bajo coste o cómo todo lo que es de chicas es rosa



Me he vuelto a apuntar al gimnasio (sí, otra vez. Si cuento todo el dinero que me he dejado en gimnasios a lo largo de los años, igual me da un infarto).
Tras un año en el que he estado más tiempo dentro de un coche que andando por la calle y un verano en el que me he descuidado, todos mis logros de antaño se han ido por el michelín y he decidido tomar medidas antes de que llegue el uno de septiembre, porque yo siempre he sido de hacer las cosas cuando se me ocurren en lugar de esperar a una fecha concreta. Nunca he empezado la dieta un lunes, nunca he ido al gimnasio en septiembre y nunca dejo vencer las facturas. Qué le vamos a hacer, soy así.
Mi antiguo gimnasio chupi-guay se ha convertido ahora en low-cost, lo que viene a significar que han multiplicado la cantidad de máquinas de tortura y han quitado servicios de balneario, sauna, masaje o cabinas de bronceado, lo que, para qué nos vamos a engañar, a mí me viene de perlas porque nunca usé dichos servicios. Ahora es más difícil que nunca desplazarse entre las máquinas porque casi no hay sitio para pasar, pero alguien ha tenido dos ideas que seguro le parecieron deslumbrantes para hacer la vida de los usuarios más fácil. Una fue poner aire acondicionado (que ya era hora). La otra, hacer una “zona femenina”. Y eso ya no sé si me gusta tanto.
Digo que no lo sé porque es la verdad, no lo sé. Por un lado, eso de separar chicos y chicas no me ha gustado nunca, y mucho menos en un gimnasio (admitámoslo: la mitad de la diversión del gimnasio es ver a tíos cachas, ¿no? ¿Cómo los vamos a ver si estamos apartadas?). Pero también es verdad que nuestros cuerpos son distintos y nuestras necesidades distintas, y que los hombres van a hinchar músculo cuando las mujeres vamos a perder volumen en un cuerpo con no tanta fuerza física para levantar según que pesas en según qué máquinas. Luego entra el factor vergüenza; yo nunca he tenido problemas en hacer el ridículo en una máquina en la que te tienes que poner boca abajo para levantar una pesa con la pierna y así tonificar los glúteos, pero sé que hay mujeres que se cortan si tienen un grupito de tíos alrededor y, hay que reconocerlo, es más fácil cuando estás rodeada de gente no experta. Todo eso es un voto a favor de la “segregación” (nadie nos prohíbe ir al lado general, que no de chicos), pero el problema viene después: ¿por qué tienen que ser rosas las máquinas? ¿Por qué, cuando hablamos de que algo va dirigido a mujeres, se pinta de rosa? Solo les ha faltado poner tapetes de colorines en los sillines, o decorar los espejos con flores o con fotos de Orlando Bloom para marcarse un estereotipo redondo (y, ojo, yo con las fotos de Orlando Bloom habría estado muy contenta).
Pero eso no fue lo que más me reventó de la zona femenina. Como digo, las máquinas son distintas y no tienen pesas en las que tienes que elegir tú la cantidad de peso que levantas. El sistema es hidráulico con niveles de resistencia del uno al seis; a juzgar por lo que me costó usar un par de máquinas en el dos, deduzco que no voy a llegar al seis en mi vida, así que no le falta fuerza ni calidad sin aspirar a inflarte cual alterofílico en esteroides. El problema vino cuando el chato que me estaba enseñando el gimnasio me explicó lo de la zona femenina. “Son máquinas más sencillas, para que no os tengáis que preocupar de ajustar el asiento o elegir el peso. Y son muy intuitivas, ¿ves? Cada una deja claro lo que tienes que hacer en ella”. O sea, ¿que somos tontas y no sabemos ajustar un sillón? Y lo de intuitivo lo dirá él, porque anda que no me reí de mí misma cuando traté de trabajar los brazos en una diseñada para trabajar abdominales. 
En fin, que he vuelto al gimnasio y me han descolocado los cambios. Estaba ya acostumbrada a lucir palmito delante de un montón de tíos tan concentrados en sí mismos que no hubieran levantado la vista de sus pesas ni aunque pasara Angelina Jolie en pelotas delante de ellos, y eso de moverme ahora en un espacio limpio, sin olor a sudor y de color rosa chicle me ha trastocado. Pero prometo seguir yendo, caiga quien caiga y pase lo que pase, por lo menos hasta diciembre. Porque ya sabéis que uno de los propósitos del nuevo año es ir al gimnasio, y como yo no sigo las modas lo mismo me da por dejarlo entonces solo por llevar la contraria.