Los tomates del supermercado parecen de mentira. Todos perfectos, con sus redondeces exactas, sus colores vivos y esa capa de cera que los hace más brillantes, todo un deleite a la vista pero no para el resto de los sentidos. Dar un mordisco a un tomate de supermercado es como morder un trozo de plástico, sin sabor, sin cuerpo, sin nada. Ya sé que no es época de tomates y que comiendo fruta o verdura de fuera de temporada me arriesgo a estas cosas, pero es que me pasa lo mismo con las calabazas, o con las lechugas, o con los repollos. Todo me sabe a plástico.
Sueño con vivir en un mundo en el que tengamos tiempo para ir de compras a las tiendas de barrio. Un mundo en el que compres la fruta en la frutería de debajo de tu casa, la leche en la lechería, la carne en la carnicería y el pescado en la pescadería. Que no solo las amas de casa más concienciadas puedan darse el lujo de manosear un tomate deforme, de esos feos hasta asustar, cuyo sabor explota luego en la boca y te hace recordar qué es un tomate. Quiero manzanas sin cera, manzanas feas si acaso, de esas amarillas que son todo dulzura y no dejan un rastro rasposo en la lengua. Pero no vale cualquier lugar, cualquier tienda de barrio. La frutería de debajo de mi casa también le pone cera a las manzanas, porque si no no me explico su brillo. Las coliflores están perfectas, sin una mancha, y el brócoli es tan bonito que da pena comérselo (y casi mejor no hacerlo). Verdura ecológica, esa gran utopía.
¿Por qué tenemos esta obsesión por lo bello, por más que luego nos defrauden en todo lo demás? ¿En qué mundo vivimos que lo único que cuenta es el aspecto exterior? Todo es bonito por fuera, todo viene en un paquete idílico que nos atrae como los cantos de sirena, hasta que una se acerca lo suficiente para ver que en realidad son leones marinos y que los cantos eran gritos…
Yo hablaba de frutas. Quiero un tomate feo. Un tomate de tres colores que se deshaga al cortarlo y de cuerpo a mi ensalada.
Que lo que valga sea lo que está dentro.