Año nuevo, cole nuevo

Qué pronto se pasan dos meses y medio cuando estás de vacaciones, oyes. Con lo que cuesta pasarlos cuando tienes que currar... Ya estoy pensando en el uno de noviembre, qué vida más triste esta.
Ayer tuve que ir a Bilbao a las adjudicaciones de principios de año. Los muy listos todavía no han quitado de las listas a los que han conseguido sacar plaza en la oposición, así que, en vez de llamar grupos a intervalos de diez puntos como todos los años, nos llamaron a intervalos de veinte para avanzar más rápido, ya que muchos de los convocados no iban a estar. Traducido: unas seiscientas personas apelotonadas en el salón de actos de una universidad, con treinta grados en el exterior y sin aire acondicionado. Nadie se desvaneció por el calor, será que aquello estaba lleno de bilbaínos y parecen hechos de otra pasta. A mí casi me da un pampurrio.
Después de tres horas oyendo pasar lista y escuchando nombres del pelo de Miren Jasone Iruretagoiena Urrutikoetxea o Koldobika Agirregomezkorta Iturriagaetxeberria (casi muero de vergüenza cuando dijeron el mío, qué poco vasca soy, ni una erre en mis apellidos), por fin me llegó el turno y pude coger plaza en el primero de los colegios que había seleccionado (todo el mundo quería Vizcaya y Guipuzcoa; de 25 colegios que había subrayado como apetecibles, tenía para elegir 22 después de que quinientas personas cogieran plaza antes que yo. A veces no está tan mal que desprecien tanto a los alaveses). Mi criterio de selección: que fuera una ikastola (todo en euskera) y que estuviera lo sufcientemente cerca de casa para poder ir andando pero no tanto como para encontrarme a mis alumnos cuando bajo a tomar la cerveza en el bar de abajo. Curso y asignatura, indiferentes.
Así que ya tengo trabajo para todo el año. Veinte minutitos de paseo tranquilo en línea recta que me ayudaran a despejarme por la mañana y a desconectar por la tarde. No sé qué curso -soy tutora, pero no sé más- ni qué horario tengo, pero me da igual. Voy a dejar de pegar saltos de aquí para allá y de estar pendiente del teléfono.
Estoy deseando que llegue el lunes para empezar. ¿Me estaré volviendo loca?

Humor (muy) negro

Ayer dijeron en las noticias que el etarra que puso la furgoneta bomba en Durango se olvidó de accionar el detonador y tuvo que volver a hacerlo. Me imagino la conversación con el tipo que conducía el coche que fue a recogerle:
-¿Has aparcado bien pegado a los coches?
-Sí.
-¿Has echado el freno de mano?
-Sí.
-¿Has accionado el detonador?
-¡Ostia!
Y luego la bronca que le echaría la madre en casa -si es que tiene, porque seres así igual nacieron de un huevo-:
-¡Pero mira que eres despistao, Patxi! ¡Lo único que tenías que hacer era aparcar el coche y encender el detonador! Ay, hijo, si es que un día te dejas la cabeza. La mochila, los donuts, el detonador... ¿Ya has meao?

(Siento tomarme algo tan serio tan a la ligera, pero es que clama al cielo. No sólo son una pandilla de cobardes asesinos, sino que encima son gilipollas.)

El infierno de los castradores


Soy atea, pero de esta voy al infierno como que hay dios, que diría mi madre...
Sauron ha perdido su virilidad. El viernes por la mañana pasó por el quirófano con anestesia general y me lo devolvieron sin cojoncillos, desorientado y con un collar isabelino -manda narices el nombrecito- para que no se lamiera la herida. Estaba completamente dopado, los ojos rojos, el cuerpo rígido, todo torpón, y al pobre no se le ocurrió otra cosa que pasearse por toda la casa, histérico porque se sentía extraño, y darse con todas las esquinas. Al final encontró la manera de andar sin darse golpes con el collarín: ir de culo. Yo creía que me moría de la risa, el gato andando de espaldas a todas partes. Le corto los huevos y encima me río de él. Lo que digo: al infierno de cabeza.
Hoy parece que está mejor y ya me siento menos culpable. El llevar dos días limpiando los marcajes antiguosdel bicho también ayuda, para qué nos vamos a engañar. Dice la veterinaria que puede que siga marcando esta semana. Espero que sólo sea una semana, o en vez de los huevos le saco los ojos esta vez.
Hay que ver, qué pronto se me ha pasado el disgusto.

Otros mundos...

¡Ay, lo que me he podido reír! ¡Cómo se aburre la gente (y cómo me lo paso yo buscando chorradas de estas)! A ver si consigo poner un vídeo que he encontrado, que es la primera vez que lo hago.



Y este ya se sale...

Harry Potter: La historia



AVISO: Probablemente me cargue la historia, así que, si no habéis leído alguno de los libros y tenéis intención de hacerlo, no seguiría. No digáis luego que no os he avisado...


Harry Potter no es una historia original. J.K. Rowling no ha tenido que inventar un tema que no existiera; la serie cuenta, simplemente, la eterna lucha entre el bien y el mal que ha inundado páginas y páginas de la literatura universal. Las comparaciones con El Señor de los Anillos (Dumbledore y Gandalf podrían ser gemelos, y Voldemort es poco más que un ojo hasta el sexto libro), La Guerra de las Galaxias (hasta usa terminología parecida, como lo del lado oscuro) y la leyenda del rey Arturo (los Weasleys tienen nombres directamente relacionados con ella: Arturo, Ginebra, Percival,...) son obvias, pero son sólo unas pocas de las que se pueden hacer: el síndrome Bambi, con toda figura paternal muriendo (a excepción de Arthur Weasley, que, en palabras de la autora, se salvó porque le cogió cariño pero iba a caer en el quinto); el niño huérfano, el castillo de cuento de hadas, los malos malísimos y los buenos buenísimos... Hasta las criaturas que pueblan las páginas del libro han sido sacadas de la mitología universal. ¿A qué viene tanto entusiasmo con el libro, entonces?
Que hasta ahora, sólo una autora ha sabido poner decenas de historias contadas mil y una vez en una sola y lograr que su historia fluya con una fluidez que la convierte en nueva. Y sólo Rowling ha sabido acertar con la universalidad de esos temas, escogiendo los que más tocan la fibra sensible de los lectores, logrando que, de una u otra manera, todo el que lea el libro se sienta identificado en algún punto. Y lo ha hecho sin que se note, convenciéndonos de que es un libro nuevo cuando en realidad es algo que llevamos leyendo toda nuestra vida.
Me considero una "potteróloga" de primer orden, rozando incluso la obsesión -sobre todo en épocas estivales, como ahora, donde las horas muertas abundan-. Admito que, como mucha gente, ignoré la serie durante un tiempo por considerarla una mera historia para niños. Mis compañeros de piso en King City insistían en que me iba a gustar y terminé accediendo a ver la primera película. El enganche fue instantáneo y absoluto; me leí los tres libros que habían salido hasta entonces en poco más de un mes y empecé a comprarme los audiobooks (una forma estupenda de practicar listening en inglés, por cierto). Cada vez que salía un libro nuevo, lo leía una vez con ansiedad y una segunda con tranquilidad, y después escuchaba todos los libros anteriores y me maravillaba ante la habilidad de Rowling de plantar pistas y personajes en los primeros libros que eran de gran importancia en los siguientes, haciéndote chasquear los dedos con un "¡claro, qué tonta, cómo no me di cuenta!". Lo mejor de todo era el enigma, el qué habrá querido decir con eso, el de qué parte estará realmente Snape, el qué pasa con la tía Petunia... Ahora ya no hay más enigmas, aunque leer una entrevista con Jo significa seguir encontrando matices nuevos a información que ya tenías, cosa que me encanta (por ejemplo, ¿alguien sabe qué era el ser que lloraba mientras Harry hablaba con Dumbledore cuando estaba "muerto"? Era el trozo de alma de Voldemort que habitaba en Harry).
Las mayores virtudes de esta historia, en mi opinión, son dos: haber utilizado temas universales de manera magistral y haber sabido dosificar la información de manera que sólo se crearan más preguntas, en lugar de responder las antiguas. Incluso hoy, después de haberme leído el séptimo dos veces y haber escuchado el primer y segundo libro (¡he encontrado un gazapo!, en el segundo libro se dice que los ojos de Ginny son verdes y en el séptimo marrones), todavía me quedan preguntas que me encantaría hacer a la autora.
Sobre todo una: ¿por qué tuviste que matar a Snape y a Sirius? ¡Mala, mala, mala!

Escribiendo


Mis dos semanas de vacaciones parecen algo de otro tiempo. Tenía intención de colgar alguna que otra foto del Gran Cañón, de un pueblecito estupendo que visitamos en la Ruta 66, de Las Vegas... Pero no me apetece. He vuelto a escribir. Por desgracia, lo estoy haciendo a mano, porque por alguna extraña razón de las musas, cada vez que me siento al ordenador me bloqueo.
Lo bueno de escribir a mano es que me da tiempo a pensar. Tengo trescientas pulsaciones por minuto, así que, si escribo en el ordenador, el proceso de traspasar una idea a la pantalla es casi inmediato, lo que significa que escribo la primera chorrada que se me ocurre. Haciéndolo a mano es más lento, pero me da tiempo a buscar las palabras exactas, a pensar en la siguiente frase mientras escribo una, a madurar el argumento. No estoy escribiendo un premio Nobel, es una historia de misterio que va a necesitar mucho trabajo una vez que la termine -tengo el cuaderno lleno de notas "a mejorar cuando lo pase al ordenador"-, pero la estoy disfrutando, y eso hacía mucho que no me pasaba. Hasta he madrugado para ponerme a escribir, ¡en vacaciones!
Os advierto, eso sí, que las fotos terminarán encontrando su camino hasta el blog, más tarde o más temprano. Y que tengo pendiente un monográfico de Harry Potter que estoy cociendo, porque tengo unas ganas de dedicarle un post a esa pedazo de obra... (sí, 31 años y enganchadísima -ísima, ísima- a un libro infantil. Qué le vamos a hacer, otros les dan a las drogas duras).

California: El sur

El sur de California no tiene personalidad. Es bonito, como puede ser bonito uno de esos cuadros que se hacen para los turistas en las zonas costeras y de los que encuentras doscientos en cada tienda de souvenirs, pero no tiene el encanto que tiene el norte, al menos no para mí. Por eso, el post de hoy no va a tener mucha historia y sí muchas fotos, porque sería ridículo tratar de usar palabras para describir una acuarela de las de a dos euros la docena.



Nuestro lento descenso hacia el sur nos hizo pasar el día en Santa Bárbara, ciudad pija donde las haya. Todo está diseñado para la foto, hasta las palmeras hacen los dibujos exactos contra el cielo de la ciudad. Es un lugar ñoño, no encuentro otra palabra para definirlo, y hasta la gente que pasea por sus calles parece demasiado perfecta para ser verdad (exceptuando los turistas, claro).

Pero hasta Santa Bárbara es California, y California es, probablemente, el estado más de izquierdas de todo Estados Unidos, lo que no es decir mucho pero algo es algo (sí, ya sé que tienen a Swatzchenegger de gobernador -¿aprenderé a escribir su nombre algún día?-, pero si a vosotros os dieran a elegir entre una actriz porno, el enano de Webster o Terminator, ¿a quién elegiríais?). Ahí, en mitad de la playa, a vista de todo el que paseaba por el dique de las tiendas y los bares, había una impactante protesta contra la guerra, un cementerio en miniatura con todos los soldados caídos en la guerra de Irak. Quizás esta ciudad no sea tan de cuento de hadas, después de todo.

Lo mejor de bajar al sur es coger la Highway 1 (Pacific Coast Highway, se menciona en muchas canciones) e ir despacito, disfrutando de las vistas de los acantilados. Yo conducía y no pude mirar mucho, pero aún así lo gocé: era como si el rabillo de mis ojos supiera exactamente dónde mirar, y sabía cuándo iban Marta y Javi a soltar una expresión de admiración. Se nos cayó la baba viendo las casitas de Malibú -e imaginando cómo serían esas que no podíamos ver- y paramos a tomar la obligatoria foto de la caseta de los vigilantes de la playa, aunque primero tuvimos que ponernos las chaquetas porque hacía un frío del carajo. California. Ven a pasar calor.

Pasamos la noche en Santa Mónica, a donde llegamos ya tarde y de la que sólo disfrutamos la calle tercera, que, para mí, es lo único que merece la pena de toda esa ciudad/barrio dormitorio de Los Ángeles. A Marta y a mí nos encantaron las tiendas -cerradas, una pena, pero volvimos al día siguiente-, el ambiente, los grupos tocando en la calle, la gente bailando salsa y tango... A Javi le gustó algo bien distinto, algo que no había visto en su vida: ¡HOOTERS!

Marta y yo salimos con complejo de todo de aquel bar (y yo con el susto en el cuerpo porque me di cuenta, al sacar el pasaporte para demostrar mi mayoría de edad y poder trincarme una jarra de cerveza, que había perdido la tarjetita de inmigración que me habían dado en la aduana), pero hasta a nosotras nos gustó. Si alguna vez tenéis la oportunidad de ir a uno, seáis hombre o mujer, os lo recomiendo. Muy americano, merece la pena.

Y, por fin, para dar por finalizada nuestra gira al sur de California y antes de emprender el camino hacia Las Vegas (ya temblaba la visa en la cartera, sabiendo la paliza que le iba a dar), hicimos la obligatoria parada en Hollywood y Rodeo Drive. Para los que no hayáis estado nunca, os diré que Hollywood es el lugar más cutre sobre la faz de la tierra, con vagabundos por todas las esquinas, las calles sucias, sexshops y tienduchas de souvenirs peleando por un hueco de acera frente al teatro chino... Javi y Marta pusieron la misma cara que debí poner yo cuando lo vi por primera vez, por más que fueran avisados.
Como veis, les impactó tanto mi llegada que me pusieron una estrella (el apellido estaba mal escrito, pero ya se sabe, a estos americanos les das una eñe y se pierden) y me llevé la sorpresa del viaje y la foto que hizo merecer aún más la pena la excursión: nos estábamos yendo ya cuando Marta se adentró en un corro de gente que sacaba fotos como si se les fuera a escapar a cierta colección de huellas. Los actores de Harry Potter habían estado allí hacía apenas un mes, y yo, YO, conseguí mi foto con ellos.

Y digo yo: ¿Para cuándo las huellas del VERDADERO Harry?

California: Santa Cruz y San Luis Obispo


Los primeros días del viaje utilizamos King City como campamento base y visitamos los pueblos de la zona, algunos de los cuales merecen mucho la pena. El primero fue Santa Cruz, tierra de surfistas y capital de las lesbianas (aunque de los primeros he visto muchos, las segundas son más discretas y todavía estoy por ver una pareja cogida de la mano); paseamos por el centro, volamos unos cuantos dólares en las tiendas “superchupis” de la calle principal y subimos a ver el faro y la playa de los perros, donde a partir de cierta hora parece estar prohibido entrar si no llevas a tu mejor amigo contigo. El tiempo se confabuló contra nosotros, y no porque hiciera malo. En Santa Cruz siempre hace frío, un frío de esos que te hiela los huesos, pero aquel día nos achicharramos, con lo que mis roommates y yo quedamos como unos sucios mentirosos ante Marta y Javi. Incluso volvimos con sendas quemaduras en los hombros.

Al día siguiente fuimos a la ciudad universitaria por excelencia de la zona, San Luis Obispo, donde hicimos casi exactamente lo mismo que habíamos hecho en Santa Cruz con una parada muy especial: era 21 de julio y había que comprarse el séptimo de Harry Potter, por más que me hubiera propuesto no empezar a leerlo inmediatamente. Y, ya que había entrado, arramblé con unos pocos libros más (tenía que volver a leer a Steinbeck) y fuimos a la cafetería de enfrente a tomarnos un refrigerio. Sí, ya sé que los Starbucks son el epítome del capitalismo estadounidense, pero qué le vamos a hacer: a mí me encantan. Puede que sea lo que más me gusta de California, y sin un par de ellos al día (tall ice mocha with whip cream, please) no soy persona.
Aquella misma noche empecé a leer a Harry… No sé para qué trato de engañarme a mí misma.

California: King City

Después de tamaña odisea, llegar a San Francisco fue como llegar a Tierra Santa. No besamos el suelo porque, con lo raritos que son los estadounidenses, nos jugábamos una detención, pero yo no podía dejar de saltar de emoción por más cansada que estuviera. Pasamos nuestra primera noche en un hotel cercano al aeropuerto –la ciudad no la vimos ni de lejos, aunque se intuía bajo las nubes que prometían niebla en la ciudad del Golden Gate- y a la mañana siguiente volvimos al aeropuerto a recoger nuestro maravilloso todoterreno que nos convirtió en un auto más en aquella marabunta de tanques. Enfilamos el camino al sur por la 101. Increíble. Había pasado más de un año desde la última vez que condujera por aquella carretera, pero parecía que nunca me había ido.

Antes de ir a King City pasamos por Monterey (si habéis leído “Las uvas de la ira” os sonará) y Carmel (cuyo alcalde fue Clint Eastwood y donde el suelo huele a dólares), sitios de los cuales no saqué fotos en este viaje porque debo tener carretas y carretones de tantas veces que he ido.

A pesar de ser lugares muy turísticos, ambas ciudades parecían desiertas, quizás porque era un jueves de julio y los visitantes no llegarían hasta el fin de semana. Paseamos por las calles de Monterey, visitamos el dique con sus tiendas de souvenirs, vimos las focas que habitan allí –qué fría está el agua del pacífico, madre- y pisamos la arena de la playa de Carmel, un sendero blanco que se alarga hasta donde se pierde la vista y donde acuden los pintores de la zona (el pueblo está lleno de galerías de arte) a pintar los atardeceres. Por cierto, nunca había visto a nadie aplaudir a la puesta de sol. ¿Creerán los californianos que el atardecer del día siguiente será más bonito si sus aplausos son más cálidos?

Después de ver la misión de Carmel por fuera –han cerrado la puerta de la iglesia, pillines, se han dado cuenta de que la gente hacía el tour de la misión al revés, entrando por la salida y ahorrándose los cinco dólares que cuesta la entrada-, emprendimos la marcha hacia King City y vi algo que nunca había visto en aquella zona en mis siete años de vida allí: un atasco monumental que convirtió un trayecto de veinte minutos en una hora larga. Pero llegamos, y lo primero que hicimos nada más dejar las maletas en mi antigua casa y saludar a mis etxekides/roommates fue ir a tomar una cerveza al bar del pueblo, donde, sin comerlo ni beberlo, tuvimos un espectáculo digno de una película de Jodie Foster: un matrimonio discutía en una de las mesas, con él murmurando entre dientes “fuck you” a escasos milímetros de la cara de ella, los hijos viendo los dibujos en la barra del bar. De repente, ella se puso de pie sobre la banqueta y empezó a gritar: “¡ESCUCHAD TODOS! ¡LE HE PUESTO LOS CUERNOS A MI MARIDO! ¡LE FUI INFIEL CON UN MEJICANO HACE AÑO Y MEDIO!” El resto no lo oímos porque salimos pitando del lugar. Él medía casi dos metros y tenía la hechura de un levantador de pesas vasco, así que nos fuimos antes de que empezaran a volar las hostias.


Huelga decir que Javi y Marta se llevaron una grata primera impresión del pueblo.

California: Philadelphia


Un consejo: si tenéis que viajar a California, hacedlo en vuelo directo desde Europa para no tener que hacer escala en una ciudad de Estados Unidos que no sea la de destino, y sobre todo, nunca, nunca, vayáis por Philadelphia. No hay cosa peor tras siete horas de vuelo que tener que coger las maletas, pasar la aduana, volver a dejar las maletas, pasar la inspección de agricultura, seguridad, embarque… Y nunca he visto gente más desagradable que los trabajadores de Philadelphia. Se salen.
Habíamos vuelto a facturar las maletas (alucinados ante el hecho de que las levantaran un metro sobre la cinta y las dejaran caer con toda su mala leche, si hacen eso delante de los dueños qué no harán cuando no haya nadie mirando) y nos dirigimos a la famosa ventanilla donde, supuestamente, Javi tenía que recoger su tarjeta de embarque. En la puerta de Madrid le habían hecho una manual asegurándole que no tendría problemas con ella; por supuesto, los tuvo, y gordos.
-No, no, tienes que ir a la ventanilla de United, esto es US Airways.
-Ya, pero es que la tarjeta me la ha hecho US Airways.
-No, no, ve por este pasillo hasta la terminal D.
Pero, oh, problema, para llegar a la terminal D había que pasar por un control, y en el control no le dejaban pasar con su tarjeta manual.
-No tiene fecha. Tienes que volver a que te pongan la fecha.
-¿Y si la ponemos nosotros? –comentó Marta de camino.
-A ver si vamos a meter la pata…
En la ventanilla nos miraron como las vacas al tren. ¿Una fecha? Sí, claro que te la pongo. ¿Qué día es hoy? Diecisiete. Ah, no, dieciocho (tachón en tarjeta de embarque). Vuelta atrás, pasamos el control con un ceño fruncido. Llegamos a seguridad. Marta pasa primero, yo me quedo la última por si le ponen pegas a Javi. Por supuesto, se las pusieron.
-No, no, con esto no puedes entrar. Quiero la blanca, como la que tiene ella.
-Y yo también, pero no me la dan. Me han dicho que con esto era bastante.
-Espera, que pregunto a un compañero.
Tres personas miran la tarjeta de embarque de Javi y fruncen el ceño.
-Tiene un tachón.
-Nos lo acaban de hacer al ponerle la fecha.
-Pues con este tachón no te puedo dejar entrar. Tienes que volver a la ventanilla.
-You have to be kidding, right?
Ceja levantada del negrazo con cara de pocos amigos. Me callo. Le indica a Javi que se ponga las zapatillas y le siga. Yo hago amago de ir con él para ayudarle con el inglés. El negro me para en seco.
-No necesita que vayas con él, sólo tiene que sacar la tarjeta de embarque.
Sin cinturón, pasaporte ni dinero, Javi desaparece, y Marta y yo nos quedamos con cara de tontas sin saber cómo ayudarle. Se me ocurre que quizás en la puerta de embarque puedan hacer algo, y dejo a Marta esperando a su novio mientras yo corro por los pasillos. Por supuesto, nuestra puerta es la más lejana. Quince minutos más tarde, un indio (de la India, no nativo americano) me dice que no puede hacer nada. Me doy la vuelta, jurando en arameo y segura de que vamos a perder el avión (queda media hora para embarcar), planeando llamar al consulado de Nueva York, a la abogada de Los Ángeles y a la CIA si hace falta, cuando me doy de bruces con Javi y Marta. Javi está sudando por todos los poros de su piel, está hasta pálido.
-¡Te han dejado pasar!
-Sí, previo pago.
-¿Cómo?
-Pues que el negro de la puerta me ha hecho así –se frota tres dedos de una mano- y le he tenido que dar treinta dólares para que me dejara pasar.
Dios mío. Habíamos llegado a una república bananera con ínfulas de democracia.

California: Primera etapa


El viaje empezó mal, aunque no tanto como para vaticinar lo que nos pasaría más tarde. No habíamos salido de Vitoria cuando surgió el primer contratiempo: Javi se había traído el pasaporte viejo en lugar del nuevo, caducado y sin la banda magnética que piden para entrar en Estados Unidos. Yo me eché a reír con ganas, Marta corrió a cambiar los billetes del autobús y Javi se dio de cabezazos contra la pared de la estación, para delirio mío. Eran las cuatro de la tarde, nuestro avión no salía hasta la una de la tarde del día siguiente, había otro autobús en apenas dos horas, el mal era menor; además, no había sido yo la del despiste, así que me divertí de lo lindo con la anécdota. Creo que alguien comentó “ojalá sea esto lo peor que nos pase”. Vaya manera de gafar un viaje.
Cogimos el autobús de las seis menos cuarto, el interpueblos, qué ancha es Castilla, madre. Cinco horas más tarde y con “Brooklyn Follies” casi terminado nos encontrábamos en Madrid, y una hora después habíamos conseguido localizar el hotel (¡escaleras mecánicas en el metro ya!). Dormimos a pierna suelta, relajados y confiados, pensando en llegar con tiempo al aeropuerto al día siguiente. Lo hicimos, para las nueve y media ya estábamos allí, y, aunque el avión no salía hasta la una, nos pasamos nuestra hora larga en la cola. Cuando llegamos al mostrador, Javi demostró que no se puede viajar con él: a Marta y a mí nos dieron nuestras dos tarjetas de embarque, a él sólo la primera, hasta Philadelphia.
-Perdona, a mí sólo me has dado una y a ellas dos –le comenta a la azafata.
-Es que el ordenador no me deja, tenéis reservas distintas.
-¿Cómo que distintas, si compramos los tres billetes por Internet al mismo tiempo?
-Pues el ordenador no me deja darte el segundo billete. Pero no te preocupes, en Philadelphia vas a la ventanilla de United y te la dan al momento.
Con la mosca detrás de la oreja y tras preguntar en la oficina de US Airways y recibir la misma respuesta, embarcamos en el avión y cogimos nuestros maravillosos asientos de salida de emergencia (Javi y yo fuimos con las piernas bien estiradas; Marta cedió su asiento, qué buena es ella, a una señora con tromboflebitis que no le dio ni las gracias). Echamos unas cabezadas, leímos, vimos un par de películas en las pantallitas individuales y llegamos a Philadelphia antes de que nos doliera el culo, lo que supuso un gran alivio. Primera etapa conseguida, sólo quedaba la peor parte (para mí) del viaje: pasar la aduana. En mi último año de trabajo en California había tenido ciertos problemillas con el visado y temía que me pusieran pegas para entrar, aunque había preguntado a una abogada, investigado en internet y leído bien todos los papeles de visados anteriores que tenía y no parecía que fuera a haber problemas. Aún así, fui ligeramente temblorosa a la ventanilla. Entregué mi pasaporte y mis papeles, respiré hondo… y vi cómo el agente sellaba mi visado de turista sin hacer más preguntas que “what’s the purpose of your visit?” Me dejé tomar las huellas y sonreí a la cámara con la mayor de las alegrías.
Marta tampoco tuvo problemas con los papeles (aunque hubo un momento de descojone por mi parte otra vez, cuando le hicieron poner la huella dactilar del índice derecho, en el que le falta la primera falange), pero cuando le llegó el turno a Javi… Hay que ser gafe, coño. El agente de la aduana cogió sus papeles y empezó a hacer rayas con el fluorescente, indicándole que tenía que coger sus maletas e ir a la sala de inspección secundaria. Muerta de risa, le acompañé para ayudarle con el inglés, aunque resultó que no le hacía falta. El agente que nos tocó debía estar más harto que nosotros y ni siquiera le abrió la maleta. Pasamos la inspección agrícola y seguimos adelante.
Ya sólo nos quedaba conseguir la segunda tarjeta de embarque de Javi y cruzar seguridad. Coser y cantar, según nos habían dicho en Madrid.
Como pille a la azafata que nos atendió en Barajas...

De vuelta

Se acabaron mis dos semanas de vacaciones americanas, aunque aún me queda mi estupendo mes casi entero para disfrutar de mis libros (me he traído una docena), mis revistas y el sol de aquí, mucho más benigno que el californiano. He vuelto con un montón de fotos que os iré enseñando y explicando cuando se me pase el jet lag y la resaca del cuatro de agosto -txupinazo de las fiestas de Vitoria y bajada de Celedón, imprescindible pillársela histórica-, y con un dedo del pie morado -posible esguince o rotura, a ver qué me dicen esta tarde- por una patada involuntaria a una maleta. Estoy agotada, pero encantada con mi super excursión. Ya os iré mostrando los lugares de lujo en los que estuve poco a poco.
En otro orden de cosas, y recordando un antiguo post en el que hablaba de todas las cosas buenas que me podían pasar este año, mientras estaba de vacaciones han ocurrido dos (bueno, una y media): he aprobado las oposiciones (7,75, gran sorpresa porque me esperaba un tres siendo generosa, pero no tengo plaza porque no tengo méritos suficientes) y ya me he leído el último de Harry Potter (sobre el que, seguramente, haré un post aparte porque se lo merece; snif, se acabó una era). Ya sólo me queda aprobar el examen de traducción, que será en enero y que supondrá que el 2008 también será mi año.
Hasta pronto. Qué gusto da estar en casa, madre.