California: King City

Después de tamaña odisea, llegar a San Francisco fue como llegar a Tierra Santa. No besamos el suelo porque, con lo raritos que son los estadounidenses, nos jugábamos una detención, pero yo no podía dejar de saltar de emoción por más cansada que estuviera. Pasamos nuestra primera noche en un hotel cercano al aeropuerto –la ciudad no la vimos ni de lejos, aunque se intuía bajo las nubes que prometían niebla en la ciudad del Golden Gate- y a la mañana siguiente volvimos al aeropuerto a recoger nuestro maravilloso todoterreno que nos convirtió en un auto más en aquella marabunta de tanques. Enfilamos el camino al sur por la 101. Increíble. Había pasado más de un año desde la última vez que condujera por aquella carretera, pero parecía que nunca me había ido.

Antes de ir a King City pasamos por Monterey (si habéis leído “Las uvas de la ira” os sonará) y Carmel (cuyo alcalde fue Clint Eastwood y donde el suelo huele a dólares), sitios de los cuales no saqué fotos en este viaje porque debo tener carretas y carretones de tantas veces que he ido.

A pesar de ser lugares muy turísticos, ambas ciudades parecían desiertas, quizás porque era un jueves de julio y los visitantes no llegarían hasta el fin de semana. Paseamos por las calles de Monterey, visitamos el dique con sus tiendas de souvenirs, vimos las focas que habitan allí –qué fría está el agua del pacífico, madre- y pisamos la arena de la playa de Carmel, un sendero blanco que se alarga hasta donde se pierde la vista y donde acuden los pintores de la zona (el pueblo está lleno de galerías de arte) a pintar los atardeceres. Por cierto, nunca había visto a nadie aplaudir a la puesta de sol. ¿Creerán los californianos que el atardecer del día siguiente será más bonito si sus aplausos son más cálidos?

Después de ver la misión de Carmel por fuera –han cerrado la puerta de la iglesia, pillines, se han dado cuenta de que la gente hacía el tour de la misión al revés, entrando por la salida y ahorrándose los cinco dólares que cuesta la entrada-, emprendimos la marcha hacia King City y vi algo que nunca había visto en aquella zona en mis siete años de vida allí: un atasco monumental que convirtió un trayecto de veinte minutos en una hora larga. Pero llegamos, y lo primero que hicimos nada más dejar las maletas en mi antigua casa y saludar a mis etxekides/roommates fue ir a tomar una cerveza al bar del pueblo, donde, sin comerlo ni beberlo, tuvimos un espectáculo digno de una película de Jodie Foster: un matrimonio discutía en una de las mesas, con él murmurando entre dientes “fuck you” a escasos milímetros de la cara de ella, los hijos viendo los dibujos en la barra del bar. De repente, ella se puso de pie sobre la banqueta y empezó a gritar: “¡ESCUCHAD TODOS! ¡LE HE PUESTO LOS CUERNOS A MI MARIDO! ¡LE FUI INFIEL CON UN MEJICANO HACE AÑO Y MEDIO!” El resto no lo oímos porque salimos pitando del lugar. Él medía casi dos metros y tenía la hechura de un levantador de pesas vasco, así que nos fuimos antes de que empezaran a volar las hostias.


Huelga decir que Javi y Marta se llevaron una grata primera impresión del pueblo.

3 comentarios:

Sebastián Puig dijo...

Esto es mejor que leer el dominical de El País (que, por cierto, ha bajado un quintal su calidad). Un beso.

Tanhäuser dijo...

Qué chulo, oye.
¿Sabes? Yo hice parte de mi postdoc en Los Angeles y fueron unos mese muy interesantes. A San Francisco fui una vez pero sólo estuve un día.
Abrazos, Ruth.

Tana dijo...

^^ curiosa manera de confesar una infidelidad!!!! jajajaja caray!!! Tal cual dice Rythmduel, mejor que el dominical :)