Uno de los recuerdos más antiguos que tengo de ella es de una mañana en la
sala de redacción electrónica de la Facultad. La clase era de 9 a 11. Llevaban casi dos horas
escribiendo con el horizonte del final de la clase, en que tenían que entregar
los reportajes. A las 11 menos cuarto, cataclás, se fue la luz en todo el
edificio: El escándalo fue monumental, porque el conjunto del grupo se lo tomó
por la tremenda.
Diana, al despedirse, se acercó a mí, y me dijo: "Te lo entrego
mañana". Su tono de serenidad era un oasis en aquel ambiente de nervios.
Me sorprendieron su aplomo y su calma. Tuve oportunidad de disfrutar de esa
característica suya muchas más veces. Diana nunca levantaba la voz, aunque
estuviera en su momento de mayor asertividad.
Después, hizo el doctorado y se incorporó a nuestro departamento
universitario. Hace dos años fue víctima de una de esas puñaladas que las
personas mediocres y viles asestan cuando tienen una nanoparcela de decisión en
una corporación. Pero no es momento de hablar de miserables, sino de su
estatura humana.
Empezamos a frecuentarnos, a organizar cosas juntas, a reírnos. Aprendimos a
querernos. Me traía pequeñas cosas de sus viajes: un paquetito de té del
Himalaya, un ojo azul de Turquía...
De Diana me fascinaba su belleza. Cuando tras muchas dosis de quimio perdió
el pelo, usaba pañuelos y turbantes, y seguía tan guapa y coqueta. Durante el
segundo cuatrimestre del curso 2013/14, dábamos una asignatura a medias. Como
ya tenía diagnóstico y turbante, antes de comenzar las clases, pactamos acudir
al aula del grupo de la tarde con el profesor que la sustituiría cuando la
intervinieran. Comencé yo. Me presenté, les hablé del programa. Cuando le tocó
el turno a Diana, dio un paso adelante, y con voz dulce, pero firme, les dijo
que estaba enferma y que entre los tres profesores íbamos a intentar que su
formación no se resintiera por ello. Se los ganó. Entre unos y otras, todas las
semanas había alguien en ese grupo que me preguntaba por ella.
Por su cumpleaños, el 21 de octubre, fuimos a verla a casa de sus padres.
Salimos a pasear. Ella aferrada al brazo de S. Casi debía pegarme carreritas
para alcanzar su paso. Todo el mundo la conocía, la saludaba, la paraba. Nos
dijo que, cuando se pusiera buena, crearía una fundación. Quería ayudar a las
personas con cáncer que no dispusieran de medios para curarse. Ya tenía elegido
el nombre: 'Abróchame un botón'. Había perdido sensibilidad en las manos por el
tratamiento y si el frío la sorprendía en la calle y sola, tenía que pedir
ayuda a alguna vecina: "Abróchame un botón".
Ese finde, dediqué un rato a crear una comunidad en Facebook para la
fundación de Diana. Esta.
También reservé el espacio en Twitter. Este.
Diana nunca tiró la toalla. Hace dos semanas, todavía me decía que cuando
estuviera mejor iríamos a comer a un elegante restaurante de Sopuerta, que
tenía una gran bodega. Iré.
Diana ha muerto hoy en Madrid. Cada 3 de diciembre la recordaré mientras
celebro mi cumpleaños.
En la foto, Elvira Altés, Diana Rivero, Rosa María Calaf, yo, Pilar Kaltzada
y Begoña Hormaetxe, concejala del Ayuntamiento de Galdakao. La foto es de
Ignacio Pérez.
Hace 7 años