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ALBERT CAMUS

 


TERCERA CARTA 

   Le he hablado hasta ahora de mi país y quizás ello le haya inducido a pensar al
principio que he cambiado de lenguaje. En realidad, no ha sido así. Lo que ocurre es
que no dábamos el mismo sentido a las mismas palabras, no hablamos ya la misma
lengua. 
   Las palabras adquieren siempre el color de los actos o de los sacrificios que
suscitan. Y la palabra patria adquiere entre ustedes reflejos sangrientos y ciegos, que
me la harán siempre ajena, en tanto que nosotros hemos puesto en la misma palabra
la llama de una inteligencia en la que el valor es más difícil, pero en la que el hombre
sale ganando. Como habrá comprendido ya, mi lenguaje, en realidad, no ha
cambiado. Sigo diciendo lo mismo que le decía en 1939. 
   Puede que la mejor forma de demostrárselo sea la confesión que voy a hacerle.
Durante todo ese tiempo en que nos hemos limitado a servir obstinada,
silenciosamente, a nuestro país, nunca hemos perdido de vista una idea y una
esperanza, siempre presentes en nosotros, y que eran las de Europa. Cierto que
llevamos cinco años sin mencionarlas. Pero es que ustedes hablaban de ellas con voz
muy alta. En eso, una vez más, no utilizábamos el mismo lenguaje. Nuestra Europa
no es la de ustedes. 
   Pero antes de explicarle lo que es, quiero afirmarle por lo menos que entre las
razones que nos asisten para combatirles (las mismas que nos asisten para vencerles)
acaso la más profunda sea la conciencia que tenemos de haber sido no solamente
mutilados en nuestro país, golpeados en lo más vivo de nuestra carne, sino
despojados de nuestras más hermosas imágenes, de las que ustedes ofrecen al mundo
una odiosa y ridícula versión. Lo que hiere más profundamente es que se falsee lo
que amamos. Y para mantener intacta dentro de nosotros la juventud, el poder de esa
idea de Europa que escamotearon ustedes a los mejores de nosotros dándole el
indignante sentido que habían elegido, necesitamos toda la fuerza del amor meditado.
Por eso, hay un adjetivo que no utilizamos ya desde que llaman ustedes europeo al
ejército de la esclavitud, y no lo hacemos para conservarle celosamente el significado
puro que no deja de tener para nosotros y que quiero explicarle. 
   Hablan ustedes de Europa, pero la diferencia estriba en que la conciben como una
propiedad, en tanto que nosotros nos sentimos dependientes de ella. No empezaron a
hablar así de Europa hasta el día en que perdieron África. Esa clase de amor no es la
buena. Esta tierra en la que tantos siglos han dejado sus ejemplos no es para ustedes
sino un retiro forzado, mientras que ha supuesto siempre para nosotros nuestra mejor
esperanza. Tan súbita pasión es producto del despecho y de la necesidad. Es un
sentimiento que no honra a nadie y entenderá entonces por qué no ha querido
compartirlo ningún europeo digno de tal nombre. 
   Cuando dicen ustedes Europa, piensan: «Tierra de soldados, granero de trigo,
industrias domesticadas, inteligencia dirigida». ¿Voy demasiado lejos? Pero sí sé que 
cuando dicen Europa, aun en sus mejores momentos, cuando se dejan llevar por sus
propias mentiras, no pueden por menos de pensar en una cohorte de dóciles naciones
dirigidas por una Alemania de señores, hacia un futuro fabuloso y ensangrentado. Me
gustaría que captase usted bien esa diferencia. Europa es para ustedes ese espacio
rodeado de mares y montañas, perforado de minas, cubierto de mieses, donde
Alemania juega una partida en la que lo que está en juego es su destino. En cambio,
para nosotros es esa tierra del espíritu en la que desde hace veinte siglos prosigue la
más asombrosa aventura del espíritu humano. Es ese privilegiado palenque donde la
lucha del hombre de Occidente contra el mundo, contra los dioses, contra sí mismo,
alcanza hoy su momento más desquiciado. Ya ve usted que no existe un rasero común. 
   No tema que esgrima contra usted los argumentos de una vieja propaganda: no
reivindicaré la tradición cristiana. Es otro problema. Demasiado la han utilizado
también ustedes, jugando a erigirse en defensores de Roma. No se han recatado en
hacerle a Cristo una publicidad a la que empezó a acostumbrarse el día en que recibió
el beso que le destinaba al suplicio. Comoquiera que sea, la tradición cristiana no es
más que una de las que forjaron esa Europa y no soy yo el llamado a defenderla ante
usted. Ello requeriría el gusto y la inclinación de un corazón entregado a Dios, y le
consta que no es ése mi caso. Pero cuando me aventuro a pensar que mi país habla en
nombre de Europa y que defendiendo al uno defendemos a ambos, yo también tengo
entonces mi tradición. Es al mismo tiempo la de un puñado de grandes individuos y
la de un pueblo inagotable. Mi tradición tiene dos élites, la de la inteligencia y la del
valor; tiene sus príncipes del espíritu y su pueblo innumerable. Juzgue usted hasta
qué punto esa Europa, cuyas fronteras son el genio de algunos y el profundo corazón
de todos esos pueblos, difiere de esa mancha coloreada que se han anexionado
ustedes en mapas provisionales. 
   Haga memoria: me dijo usted un día en que se burlaba de mis indignaciones:
«Don Quijote nada puede si Fausto quiere vencerle». Le dije entonces que ni Fausto
ni Don Quijote estaban hechos para vencerse el uno al otro, y que el arte no se había
inventado para traer el mal al mundo. Por aquel entonces, le gustaban a usted las
imágenes un poco recargadas y continuó con su argumentación. A su entender, había
que elegir entre Hamlet y Sigfrido. En aquella época, yo no quería elegir y sobre
todo me parecía que Occidente no podía situarse sino en ese equilibrio entre la fuerza
y el conocimiento. Pero a usted le traía sin cuidado el conocimiento, sólo hablaba de
poder. Hoy me entiendo mejor y sé que ni el propio Fausto les servirá de nada.
Porque, en efecto, hemos admitido la idea de que, en determinados casos resulta
necesaria la elección. Pero nuestra elección no tendría más importancia que la suya si
no la hubiéramos hecho con la conciencia de que era inhumana y de que las
grandezas espirituales no podían separarse. Nosotros sabremos reunirías después, 
cosa que ustedes nunca han sabido. Como ve, la idea es siempre la misma, hemos
remontado grandes peligros. Pero la hemos pagado lo bastante cara como para poder
aferramos a ella. Ello me impulsa a afirmar que su Europa no es la buena. No tiene
nada capaz de reunir o de enaltecer. La nuestra es una aventura común, en la que
seguiremos trabajando, a pesar de ustedes, por la vía de la inteligencia. 
   No iré mucho más lejos. En ocasiones, al torcer por una calle, durante esos raros
respiros que dejan las largas horas de la lucha común, me ocurre pensar en esos
lugares de Europa que conozco bien. Es una tierra magnífica, hecha de esfuerzo y de
historia. Revivo los peregrinajes que realicé con todos los hombres de Occidente; las
rosas en los claustros de Florencia, los bulbos dorados de Cracovia, el Jradschin y sus
palacios muertos, las estatuas contorsionadas del puente Carlos en el Moldava, los
delicados jardines de Salzburgo. Todas esas flores y piedras, esas colinas y paisajes
donde el tiempo de los hombres y el tiempo del mundo han mezclado los viejos
árboles con los monumentos. Mi recuerdo ha fundido todas esas imágenes
superpuestas para convertirlas en un solo rostro, que es el de mi patria mayor. Se me
encoge el corazón cuando pienso que en esa enérgica y atormentada faz se ha posado,
desde hace años, la sombra de ustedes. Sin embargo, algunos de esos lugares los
hemos visto juntos. Poco podía imaginarme en aquella época que tendríamos que
liberarlos algún día de ustedes. Y todavía, en momentos de rabia y desesperación,
lamento que las rosas sigan creciendo en el claustro de San Marcos, que las bandadas
de palomas sigan alzando el vuelo en la catedral de Salzburgo y que los geranios
rojos sigan creciendo incansablemente en los pequeños cementerios de Silesia. 
   Pero en otros momentos, y son los únicos auténticos, me congratulo de ello.
Porque todos esos paisajes, esas flores y esos campos labrados, la más vieja de las
tierras, les demuestran a ustedes cada primavera que hay cosas que no pueden ahogar
en sangre. Y con esta imagen puedo terminar. No me bastaría pensar que todas las
grandes sombras de Occidente y que treinta pueblos están con nosotros: no podía
olvidarme de la tierra. Y así sé que todo en Europa, el paisaje y el espíritu, les niega
tranquilamente, sin odio desordenado, con la serena fuerza de las victorias. Las armas
de que dispone el espíritu europeo contra ustedes son las mismas que ostenta esta
tierra en su eterno renacer de cosechas y corolas. La lucha que mantenemos posee la
certeza de la victoria porque tiene la obstinación de las primaveras. 
   Ya sé que no se habrá resuelto todo cuando estén ustedes vencidos. Europa estará
todavía por hacer. Siempre está por hacer. Pero al menos seguirá siendo Europa, o
sea, lo que acabo de describirle. Nada se habrá perdido. Piense en lo que somos
ahora, seguros de nuestras razones, prendados de nuestro país, atraídos por toda
Europa, y en un justo equilibrio entre el sacrificio y el amor a la felicidad, entre el
espíritu y la espada. Se lo digo una vez más, porque debo decírselo, se lo digo porque
es la verdad y porque ésta le enseñará el camino que mi país y yo hemos recorrido 
desde los tiempos de nuestra amistad: poseemos desde ahora una superioridad que les
matará. 

                                                                      Abril de 1944  

(Albert Camus, Cartas a un amigo alemán, Tusquets Editores, 2007)

ALBERT CAMUS

 


   ¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero si niega, no renuncia: es
también un hombre que dice sí, desde su primer movimiento. Un esclavo, que ha
recibido órdenes toda su vida, de pronto juzga inaceptable un nuevo mandato. ¿Cuál
es el contenido de este «no»?
   Significa, por ejemplo, «las cosas han durado demasiado», «hasta aquí bueno,
más allá no», «vais demasiado lejos», y también, «hay un límite que no
franquearéis». En resumen, este no afirma la existencia de una frontera. Se halla la
misma idea de límite en ese sentimiento del hombre en rebeldía de que el otro
«exagera», de que extiende su derecho más allá de una frontera a partir de la cual otro
derecho le planta cara y lo limita. Así, el movimiento de rebeldía se apoya, al mismo
tiempo, en la negación categórica de una intrusión juzgada intolerable y en la certeza
confusa de un derecho justo, más exactamente en la impresión en el hombre en
rebeldía de que tiene «derecho a…». La rebeldía no renuncia a la sensación de que
uno mismo, de cierta manera, tiene razón. En este sentido, el esclavo en rebeldía dice
a un tiempo sí y no. Afirma, a la vez que la frontera, todo lo que sospecha y quiere
preservar más acá de la frontera. Demuestra, con obstinación, que hay en él algo que
«merece la pena de…», que exige que se tenga cuidado con ello. En cierta manera,
opone al orden que lo oprime una especie de derecho a no ser oprimido más allá de lo
que puede admitir.
   Al mismo tiempo que la repulsión respecto del intruso, hay en toda rebeldía una
adhesión entera e instantánea del hombre a cierta parte de sí mismo. Hace intervenir,
pues, implícitamente un juicio de valor, y tan poco gratuito, que lo mantiene en
medio de los peligros. Hasta entonces, callaba al menos, abandonado a esa
desesperación en la que una condición, aunque se juzgue injusta, es aceptada. Callar
es dejar creer que no se juzga nada, y, en ciertos casos, no desear efectivamente nada.
La desesperación, lo mismo que el absurdo, lo juzga y lo desea todo, en general, y
nada, en particular. El silencio la traduce bien. Pero a partir del momento en que
habla, aun diciendo no, desea y juzga. El hombre en rebeldía, en el sentido
etimológico, se vuelve. Caminaba bajo el azote del amo. Ahora planta cara. Opone lo
que es preferible a lo que no lo es. Todo valor no conduce a la rebeldía, pero todo
movimiento de rebeldía invoca tácitamente un valor. ¿Se trata al menos de un valor?
   Por confusamente que sea, nace una toma de conciencia del movimiento de
rebeldía: la percepción, súbitamente patente, de que hay en el hombre algo con lo que
puede identificarse, aunque sea sólo por un tiempo. Esta identificación no era
realmente sentida hasta ahora. El esclavo sufría todas las exacciones anteriores al
movimiento de insurrección. Incluso, había recibido con frecuencia sin reaccionar
órdenes más indignantes que la que provoca su rechazo. Se mostraba paciente,
rechazándolas quizás en sí mismo, pero, dado que callaba, más cuidadoso de su
interés inmediato que consciente aún de su derecho. Con la pérdida de la paciencia,
con la impaciencia, empieza por el contrario un movimiento que puede extenderse a
todo lo que antes se aceptaba. Este impulso es casi siempre retroactivo. El esclavo, en 
el momento en que rechaza la orden humillante de su superior, rechaza al mismo
tiempo el estado de esclavo. El movimiento de rebeldía lo lleva más lejos de lo que
estaba en el simple rechazo. Supera hasta el límite que fijaba a su adversario,
exigiendo ser tratado ahora como su igual. Lo que al principio era una resistencia
irreductible del hombre se convierte en el hombre entero, que se identifica con ella y
en ella se resume. Esta parte de sí mismo que quería hacer respetar la sitúa entonces
por encima del resto y la proclama preferible a todo, incluso a la vida. Se convierte
para él en el bien supremo. Instalado antes en un compromiso, el esclavo se lanza de
golpe («ya que es así…») al Todo o Nada. La conciencia nace a la luz con la rebeldía.
   Pero se ve que, al mismo tiempo, es conciencia de un «todo», aún bastante
oscuro, y de un «nada» que anuncia la posibilidad de sacrificio del hombre a este
todo. El hombre en rebeldía quiere serlo todo, identificarse totalmente con este bien
del que ha cobrado de pronto conciencia y que quiere que sea, en su persona,
reconocido y saludado —o nada, es decir hallarse definitivamente degradado por la
fuerza que lo domina. En último término, acepta la degradación última que es la
muerte, si ha de ser privado de esa consagración exclusiva que llamará, por ejemplo,
su libertad. Antes morir de pie que vivir arrodillado.
   El valor, según los buenos autores, «representa la mayor parte de las veces un
paso del hecho al derecho, de lo deseado a lo deseable (en general por mediación de
lo comúnmente deseado [1] )». El paso al derecho, ya lo hemos visto, se patentiza en la
rebeldía. Igualmente que el paso del «habría de ser» al «quiero que sea». Pero más
aún, quizá, esa noción de la superación del individuo en un bien en adelante común.
El surgimiento del Todo o Nada muestra que la rebeldía, contrariamente a la opinión
corriente, y aunque nazca en lo que tiene el hombre de más estrictamente individual,
pone en tela de juicio la noción misma de individuo. Si, en efecto, el individuo acepta
morir, y muere dado el caso, en el movimiento de su rebeldía, prueba con ello que se
sacrifica en beneficio de un bien del que juzga que rebasa su propio destino. Si
prefiere la oportunidad de la muerte a la negación de ese derecho que defiende, es
que sitúa este último por encima de sí mismo. Actúa, pues, en nombre de un valor,
aún confuso, pero del que, al menos, tiene la sensación de que le es común con todos
los hombres. Vemos que la afirmación implicada en todo acto de rebeldía se extiende
a algo que rebasa al individuo en la medida en que lo saca de su presunta soledad y le
proporciona una razón de obrar. Pero conviene observar ya que este valor que
preexiste a toda acción contradice las filosofías puramente históricas, en las que el
valor resulta conquistado (si es que se conquista) al término de la acción. El análisis
de la rebeldía conduce al menos a la sospecha de que hay una naturaleza humana,
como pensaban los griegos, y contrariamente a los postulados del pensamiento
contemporáneo. ¿Por qué rebelarse si no hay, en uno, nada permanente que
preservar? El esclavo se subleva por todas las existencias a un tiempo cuando juzga
que, bajo este orden, se le niega algo que no le pertenece únicamente a él, sino que es
un ámbito común en el que todos los hombres, incluso el que lo insulta y lo oprime,
tienen dispuesta una comunidad. 
   Dos observaciones apoyarán este razonamiento. Se advertirá en primer lugar que
el movimiento de rebeldía no es, en su esencia, un movimiento egoísta. Puede tener
sin duda determinaciones egoístas. Pero el hombre se rebelará tanto contra la mentira
como contra la opresión. Además, a partir de estas determinaciones, y en su impulso
más profundo, el hombre en rebeldía no preserva nada puesto que lo pone todo en
juego. Exige, sin duda, el respeto a sí mismo, pero en la medida en que se identifica
con una comunidad natural.
   Observemos después que la rebeldía no nace sólo, y forzosamente, en el
oprimido, sino que puede nacer asimismo ante el espectáculo de la opresión de que
otro es víctima. Se da, pues, en este caso, identificación con el otro individuo. Y hay
que precisar que no se trata de una identificación psicológica, subterfugio por el que
el individuo sentiría en imaginación que es a él a quien se dirige la ofensa. Puede
ocurrir, por el contrario, que no soportemos ver infligir a otros ofensas que hemos
sufrido nosotros mismos sin rebelarnos. Los suicidios de protesta, en los penales,
entre los terroristas rusos a cuyos compañeros se azotaba, ilustran ese gran
movimiento. Tampoco se trata del sentimiento de la comunidad de intereses. Puede
parecernos indignante, en efecto, la injusticia impuesta a hombres que consideramos
adversarios. Hay sólo identificación de destinos y toma de partido. El individuo no
es, pues, por sí solo, este valor que quiere defender. Al menos, hacen falta todos los
hombres para componerlo. En la rebeldía, el hombre se supera en otro y, desde este
punto de vista, la solidaridad humana es metafísica. Simplemente, de momento sólo
se trata de esta especie de solidaridad que nace entre cadenas. 

(Albert Camus, El hombre rebelde, Alianza Editorial, 2013) 

ALBERT CAMUS

 


LOS MUDOS 

   Estábamos en pleno invierno y sin embargo una jornada radiante se levantó sobre la
actividad de la ciudad. El mar y el cielo se confundían en la punta del malecón con
idéntico resplandor. Yvars sin embargo no lo veía. Circulaba pesadamente a lo largo
de los bulevares que dominan el puerto. Su pierna inválida descansaba inmóvil sobre
el pedal fijo de la bicicleta, mientras la otra se esforzaba por vencer los adoquines
todavía mojados de humedad nocturna. Menudo sobre el sillín, evitaba los raíles del
antiguo tranvía sin levantar la cabeza, y se apartaba con un golpe brusco de manillar
para dejar pasar a los automóviles que le adelantaban, y de vez en cuando, de un
codazo, echaba atrás sobre los riñones el morral en el que Fernande había puesto su
almuerzo. Entonces pensaba con amargura en el contenido del morral. Entre dos
rebanadas de pan de hogaza, en lugar de la tortilla española que tanto le gustaba o del
filete frito en aceite, sólo había queso.
   Nunca le había parecido tan largo el camino del taller. Cierto que se estaba
haciendo viejo. Aunque siguiera tan seco como un sarmiento de vid, los músculos ya
no se calientan tan rápido a los cuarenta años. A veces, al leer las crónicas deportivas
donde llamaban veterano a un atleta de treinta años, se encogía de hombros. «Si eso
es ser un veterano —decía a Fernande—, entonces yo soy un fiambre». Sin embargo
sabía que el periodista no se equivocaba del todo. A los treinta años, el resuello
disminuye, imperceptiblemente. A los cuarenta no se es un fiambre, no, pero uno se
prepara a serlo, con tiempo, por adelantado. ¿No sería por eso por lo que hacía
tiempo que durante el trayecto que le llevaba a la otra punta de la ciudad, a la fábrica
de toneles, ya no miraba el mar? Cuando tenía veinte años no se cansaba de
contemplarlo; era la promesa de un fin de semana feliz, en la playa. A pesar o a causa
de su cojera, siempre le había gustado nadar. Después habían pasado los años, había
aparecido Fernande, había nacido el muchacho y, para vivir, vinieron las horas
suplementarias el sábado, en la tonelería, y el domingo las pequeñas chapuzas en
casas particulares. Poco a poco había perdido la costumbre de aquellas jornadas
violentas que le saciaban. El agua profunda y clara, el fuerte sol, las muchachas, la
vida del cuerpo, no había más felicidad que aquélla en su tierra. Y aquella felicidad se
desvanecía con la juventud. A Yvars le seguía gustando el mar, pero sólo al final del
día, cuando las aguas de la bahía se oscurecían un poco. Era una hora suave en la
terraza de su casa, cuando se sentaba después del trabajo, contento con la camisa
limpia que Fernande planchaba con tanto esmero y con el vaso empañado de anís.
Caía la tarde, una breve dulzura se instalaba en el cielo, los vecinos que charlaban
con Yvars bajaban de repente la voz. Entonces no sabía si era feliz o si tenía ganas de
llorar. Al menos en aquellos momentos sabía que lo único que podía hacer era 
esperar, suavemente, sin saber a ciencia cierta qué. 
   Por el contrario, cuando se dirigía a su trabajo por las mañanas ya no le gustaba
mirar el mar, siempre fiel a la cita, y sólo lo contemplaría al atardecer. Aquella
mañana circulaba con la cabeza baja, más pesada aún que de costumbre, y con el
corazón igualmente apesadumbrado. La víspera por la noche, al volver de la reunión,
anunció que reanudaban el trabajo y Fernande había preguntado alegremente:
«¿Entonces el patrón os sube la paga?». Pero el patrón no subía nada, la huelga había
fracasado. Había que reconocer que habían maniobrado mal. Había sido una huelga
colérica, y el sindicato había tenido razón apoyándola sin entusiasmo. Además,
quince obreros no representan gran cosa; el sindicato tenía en cuenta otras tonelerías
que no habían seguido el movimiento. No se les podía guardar rencor. La industria de
la tonelería, amenazada por los barcos y los camiones cisterna, no iba del todo bien.
Cada vez se fabricaban menos barriles y menos cubas bordelesas; se reparaban sobre
todo las grandes cubas ya existentes. Los patronos veían peligrar sus negocios, eso
era cierto, pero al mismo tiempo querían salvaguardar su margen de beneficios; les
parecía una vez más que lo más sencillo era frenar los salarios, a pesar de la subida de
precios. ¿Qué pueden hacer los toneleros cuando la tonelería desaparece? Cuando
uno se ha tomado el trabajo de aprender un oficio no se cambia; y aquél era un oficio
difícil, necesitaba un largo aprendizaje. Era raro encontrar un buen tonelero, el que
ajusta las duelas curvadas, las une casi herméticamente con un aro de hierro
calentado al fuego, sin utilizar rafia o estopa. Yvars lo sabía y estaba orgulloso de
ello. Cambiar de oficio no es nada, pero no es fácil renunciar a lo que uno sabe, a la
propia habilidad. Un buen oficio sin empleo, estaban listos, había que resignarse.
Pero tampoco la resignación es fácil. Era difícil callarse la boca, no poder discutirlo
de verdad y tomar cada mañana el mismo camino con una fatiga acumulada para
recibir únicamente al final de la semana lo que buenamente se os quiere dar, y que
cada vez resulta más insuficiente.
   Y en consecuencia se habían encolerizado. Dos o tres de ellos dudaban, pero se
dejaron ganar por la cólera después de las primeras discusiones con el patrón. Les
había dicho, en efecto, muy seco, que era para tomarlo o dejarlo. Un hombre no habla
así. «¡Qué se cree! —había dicho Esposito—, ¿que nos vamos a bajar los
pantalones?». Por otro lado el patrón no era mal tipo. Había sucedido a su padre,
había crecido en el taller y hacía años que conocía a casi todos los obreros. A veces
les invitaba a merendar en la tonelería; asaban sardinas o morcillas sobre una hoguera
de virutas, y después de darle al vino era muy amable. Para Año Nuevo entregaba a
cada obrero cinco botellas de vino de marca, y a menudo, cuando alguno de ellos caía
enfermo o simplemente se producía algún acontecimiento, como una boda o una
primera comunión, les regalaba dinero. Cuando nació su hija había repartido
almendras a todo el mundo. Había invitado dos o tres veces a Yvars a cazar en su
finca de la costa. No cabía duda de que le gustaban sus obreros, y a menudo repetía
que su padre había empezado de aprendiz. Pero nunca había ido a sus casas y no 
podía darse cuenta. Sólo pensaba en él, porque sólo conocía lo suyo, y ahora venía
eso de lo tomas o lo dejas. O dicho de otro modo, también él se había cerrado en
banda. Pero él se lo podía permitir. 
   Habían forzado la mano al sindicato y el taller había cerrado sus puertas. «No os
toméis la molestia de poner piquetes de huelga —había dicho el patrón—. Cuando el
taller no funciona ahorro dinero». No era verdad, pero aquello había empeorado las
cosas al echarles en cara que les daba trabajo por caridad. Esposito se había vuelto
loco de rabia y le había dicho que no era un hombre. El otro tenía la sangre caliente y
había habido que separarles. Pero al mismo tiempo los obreros quedaron
impresionados. Veinte días de huelga, las mujeres tristes en casa, dos o tres de ellos
se desanimaron y para colmo el sindicato les aconsejó ceder bajo promesa de un
arbitraje y de la recuperación de las jornadas de huelga con horas suplementarias.
Decidieron volver al trabajo, pero manteniendo el tipo, por supuesto, diciendo que
aquello no se había ventilado, que todo estaba por jugar. Pero aquella mañana, con
una fatiga que parecía el peso de la derrota, con el queso en lugar de la carne, no era
posible mantener la ilusión. Por mucho que brillara el sol, el mar ya no prometía
nada. Yvars pisaba su pedal único y a cada vuelta de rueda le parecía envejecer un
poco más. No podía pensar que iba a encontrarse otra vez en el taller, con los
camaradas y con el patrón, sin acongojarse un poco más. Fernande se había
preocupado: «¿Qué le vais a decir?». «Nada». Yvars se subió a la bicicleta y sacudió
la cabeza. Apretó los dientes; su rostro pequeño, moreno y arrugado, de rasgos finos,
se cerró. «Trabajamos. Con eso basta». Ahora circulaba con los dientes todavía
apretados, con una cólera triste y seca que ensombrecía el mismo cielo.
   Dejó el bulevar y el mar y entró en las calles húmedas del viejo barrio español.
Desembocaban en una zona ocupada únicamente por cocheras, almacenes de ferralla
y garajes, donde se encontraba el taller: era una especie de galpón de fábrica de
mampostería hasta media altura y el resto encristalado hasta el techo, de chapa
ondulada. Aquel taller daba a la antigua tonelería, un patio rodeado de viejas
construcciones que habían sido desalojadas al crecer la empresa y que ahora servía
únicamente de depósito de maquinaria fuera de uso y de barricas viejas. Más allá del
patio, y separado de él por una especie de camino cubierto de tejavana, empezaba el
jardín del patrón, al fondo del cual se levantaba la casa. A pesar de ser grande y fea
resultaba sin embargo atractiva, por la parra virgen y la escuálida madreselva que
rodeaban su escalera exterior.
   Yvars vio enseguida que las puertas del taller estaban cerradas. Delante de ellas se
hallaba un grupo de obreros silenciosos. Era la primera vez desde que trabajaba allí
que se encontraba las puertas cerradas al llegar. El patrón había querido marcar el
tanto. Yvars se dirigió hacia la izquierda, dejó su bicicleta bajo el alero que
prolongaba el galpón por aquel lado y fue hacia la puerta. Reconoció de lejos a
Esposito, un muchachote moreno y peludo que trabajaba a su lado; a Marcou, el
delegado sindical con su cara de tenor de opereta; a Said, el único árabe del taller, y a 
todos los demás que, en silencio, le vieron acercarse. Pero antes de que tuviera
tiempo de reunirse con ellos de repente se dieron la vuelta hacia las puertas del taller,
que habían empezado a abrirse. Ballester, el encargado, apareció en el umbral. Abrió
una de las pesadas hojas y volviendo la espalda a los obreros la empujó lentamente
sobre su carril de hierro. 
   Ballester, que era el más viejo de todos ellos, no había aprobado la huelga, pero a
partir del momento en que Esposito le dijo que servía a los intereses del patrón se
había callado. Ahora se había colocado junto a la puerta, ancho y pequeño en su
jersey azul marino, ya con los pies desnudos (junto con Said, era el único que
trabajaba con los pies desnudos), y según iban entrando de uno en uno les fue
mirando con aquellos ojos suyos tan claros que parecían no tener color en su rostro
curtido, con su boca triste bajo los bigotes espesos y lacios. Ellos callaban,
humillados por aquella entrada de vencidos, furiosos por su propio silencio, pero cada
vez menos capaces de romperlo a medida que se prolongaba. Pasaban sin mirar a
Ballester porque sabían que haciéndoles entrar de aquella manera ejecutaba una
orden, y porque su aspecto amargo y contrito les daba a entender lo que pensaba de
ello. Pero Yvars le miró. Ballester, que le apreciaba, meneó la cabeza sin decir nada.
   Ahora se encontraban todos en el pequeño vestuario, a la derecha de la entrada:
una serie de cabinas abiertas, separadas por tablas de madera sin barnizar a cada uno
de cuyos lados se había colocado un pequeño armario con cerradura; la última cabina
a partir de la entrada, pegada a las paredes del galpón, había sido transformada en
ducha, sobre un desagüe abierto en el propio suelo de tierra apisonada. Según los
lugares de trabajo, en el centro del galpón se veían las cubas bordelesas, ya
terminadas pero con los aros sueltos esperando ser ajustados al fuego, y también los
gruesos bancos, surcados por una larga hendidura (y en algunos de ellos se veían,
deslizados en la hendidura, los fondos circulares de madera, esperando el acabado a
la garlopa), y finalmente los fuegos negruzcos. A la izquierda de la entrada, a lo largo
del muro, se alineaban los bancos de trabajo. Frente a ellos se amontonaban las
duelas por cepillar. No lejos del vestuario, contra el muro de la derecha, brillaban dos
grandes sierras mecánicas, fuertes, silenciosas y bien aceitadas.
   Hacía mucho tiempo que el galpón era demasiado grande para el puñado de
hombres que lo ocupaban. Durante los calores fuertes era una ventaja, pero en
invierno resultaba un inconveniente. Pero aquel día, en aquel espacio, con el trabajo
allí plantado, los toneles arrinconados con un aro único sujetando en el pie las duelas
que se abrían en lo alto como toscas flores de madera, el polvo de serrín recubriendo
los bancos, las cajas de herramientas y las máquinas, todo aquello daba al taller un
aspecto de abandono. Vestidos ya con sus viejos jerseys, con sus pantalones
deslavados y remendados, contemplaban aquello y dudaban. Ballester les observaba.
«¿Empezamos, pues?», dijo. Uno a uno se fueron incorporando a su sitio sin decir
nada. Ballester fue de un lugar a otro recordando brevemente el trabajo que había por
terminar o por empezar. Nadie respondía. Pronto resonó el primer martillo contra la 
cuña de madera ferrada, ajustando un aro en la parte gruesa de un tonel, y una garlopa
gimió sobre un nudo de madera, y una de las sierras, conectada por Esposito, arrancó
con un gran ruido de cuchillas estremecidas. Said iba acercando duelas según se las
iban solicitando, o encendía las hogueras de virutas sobre las cuales se colocaban los
toneles para que se hincharan en su corsé de aros de hierro. Cuando nadie le llamaba
ponía remaches en un banco a los anchos aros herrumbrosos con grandes martillazos.
El olor de las virutas quemadas empezó a llenar el galpón. Yvars, que cepillaba y
ajustaba las duelas que Esposito aserraba, reconoció el viejo aroma y su corazón se
alivió un poco. Todos trabajaban en silencio, pero poco a poco fue renaciendo en el
taller una especie de calor y de vida. Una luz fresca llenaba el galpón a través de las
grandes cristaleras. El humo azuleaba en el aire dorado; Yvars oyó incluso un insecto
zumbar cerca de él. 
   En aquel momento se abrió la puerta que comunicaba con la antigua tonelería, en
la pared del fondo, y el señor Lassalle, el patrón, apareció en el dintel. Delgado y
moreno, apenas pasaba de la treintena. Con la camisa blanca ampliamente abierta
bajo un traje de gabardina beis, parecía a gusto consigo mismo. A pesar de su rostro,
muy huesudo, como labrado a cuchillo, normalmente inspiraba simpatía, como la
mayor parte de las personas a quienes la práctica del deporte comunica actitudes
libres. Sin embargo al franquear la puerta parecía algo molesto. Su saludo no fue tan
sonoro como de costumbre; en todo caso nadie respondió. El ruido de los martillos se
alteró un instante, perdió algo de ritmo y se reanudó con la misma intensidad. El
señor Lassalle avanzó indeciso algunos pasos, después se dirigió hacia el pequeño
Valery que trabajaba con ellos desde hacía sólo un año. Se hallaba colocando un
fondo de cuba en una bordelesa, junto a la sierra mecánica, a pocos pasos de Yvars, y
el patrón se paró a ver la labor. Valery continuó trabajando sin decir nada. «Bueno,
chico —dijo el señor Lassalle—, ¿qué tal todo?». De repente los gestos del jovencito
se hicieron más torpes. Echó una ojeada a Esposito que, cerca de él, amontonaba con
sus enormes brazos una pila de duelas para llevárselas a Yvars. Esposito le miró
también, sin dejar su trabajo, y Valery volvió a hundir la nariz en su bordelesa sin
responder nada al patrón. Lassalle, algo cortado, permaneció un instante plantado
frente al joven, después se encogió de hombros y se volvió hacia Marcou. A
horcajadas en su banco, éste terminaba de afilar con pequeños golpes precisos y
lentos la arista de un fondo de cuba. «Buenos días, Marcou», dijo Lassalle con un
tono más seco. Marcou no respondió, atento únicamente a sacar de la madera
ligerísimas virutas. «Qué mosca os ha picado —dijo Lassalle con voz fuerte,
volviéndose esta vez a los demás obreros—. No hemos llegado a un acuerdo, ya lo
sabemos. Pero eso no impide que tengamos que trabajar juntos. Entonces, ¿para qué
sirve ponerse así?». Marcou se levantó alzando su fondo de cuba, verificó con la
palma de la mano la arista circular, cerró los ojos lánguidos con aire de gran
satisfacción y, todavía silencioso, se dirigió hacia otro obrero que estaba ajustando
una bordelesa. Sólo se oía el ruido de los martillos y de la sierra metálica en todo el 
taller. «Bien —dijo Lassalle—, cuando se os haya pasado, mandáis a Ballester a que
me lo vaya a decir». Salió del taller con pasos tranquilos.
   Unos momentos después un timbre sonó dos veces por encima del estrépito del
taller. Ballester, que acababa de sentarse para liar un cigarrillo, se levantó
pesadamente y se dirigió hacia la pequeña puerta del fondo. Después de que hubo
salido los martillos sonaron con menos fuerza; incluso uno de los obreros se había
parado ya cuando Ballester regresó. Dijo solamente desde la puerta: «Marcou, Yvars,
el patrón quiere veros». El primer impulso de Yvars fue ir a lavarse las manos, pero
Marcou le agarró a su paso por el brazo y le siguió cojeando.
   Fuera, en el patio, la luz era tan fresca, tan líquida, que Yvars la sentía sobre su
rostro y sobre sus brazos desnudos. Subieron por la escalera exterior, bajo la
madreselva, que ya mostraba algunas flores. Cuando entraron en el corredor tapizado
de diplomas oyeron el llanto de un niño y la voz del señor Lassalle que decía: «La
acostarás después del almuerzo. Llamaremos al médico si no se le pasa». Después el
patrón apareció en el corredor y les hizo pasar a un pequeño despacho que ya
conocían, amueblado en falso estilo rústico, con las paredes adornadas de trofeos
deportivos. «Sentaos —dijo Lassalle acomodándose detrás del escritorio. Se
quedaron de pie—. Os he mandado venir porque tú, Marcou, eres el delegado, y tú,
Yvars, eres el empleado de más antigüedad después de Ballester. No quiero volver a
empezar las discusiones que ya hemos dado por concluidas. No puedo daros lo que
me pedís, es absolutamente imposible. El asunto está cerrado y hemos llegado a la
conclusión de que había que volver al trabajo. Ya he visto que me guardáis rencor y
eso me resulta penoso, os lo digo como lo siento. Quiero simplemente añadir lo
siguiente: lo que no he podido hacer esta vez quizá pueda hacerlo cuando los
negocios vayan mejor. Y si puedo hacerlo lo haré antes incluso de que me lo pidáis.
Mientras tanto, intentemos trabajar en buena armonía». Se calló, parecía reflexionar,
después alzó los ojos hacia ellos. «¿Qué os parece?», dijo. Marcou miraba fuera.
Yvars, con los dientes apretados, quería hablar pero no podía. «Escuchad —dijo
Lassalle—, creo que os habéis obcecado. Eso se os pasará. Y cuando os hayáis vuelto
razonables acordaos de lo que os acabo de decir». Se levantó, se acercó a Marcou y le
tendió la mano. «Chao», dijo. Marcou palideció de golpe, su rostro de tenor
sentimental se endureció y por espacio de un segundo adquirió una expresión
malvada. Después giró bruscamente sobre sus talones y salió. Lassalle, también
pálido, miró a Yvars sin tenderle la mano. «Idos a la mierda», gritó.
   Cuando regresaron al taller los obreros almorzaban. Ballester había salido.
Marcou dijo solamente: «Palabras en el aire», y volvió a su lugar de trabajo. Esposito
dejó de morder su pedazo de pan y preguntó lo que habían contestado; Yvars dijo que
no habían contestado nada. Después fue a buscar su morral y regresó a sentarse en el
banco en que trabajaba. Había empezado a comer cuando vio no lejos de él a Said,
tumbado de espaldas sobre un montón de virutas, con la mirada perdida en la
cristalera que empezaba ya a azulear sobre un cielo menos luminoso. Le preguntó si 
ya había terminado. Said dijo que ya se había comido sus higos. Yvars dejó de comer.
El malestar que no le había abandonado desde la entrevista con Lassalle desapareció
de repente únicamente para dejar lugar a un impulso afectuoso. Se levantó partiendo
el pan y, ante el rechazo de Said dijo que la semana próxima todo iría mejor.
«Entonces te llegará el turno de invitarme», dijo. Said sonrió. Empezó a morder un
pedazo del bocadillo de Yvars, pero desapegadamente, como un hombre que no está
hambriento.
   Esposito tomó una vieja cacerola y encendió una fogata de virutas y madera.
Calentó café que había traído en una botella. Dijo que era un regalo que su tendero
hacía al taller una vez enterado del fracaso de la huelga. El vaso de un frasco de
mostaza circuló de mano en mano. Cada vez Esposito lo llenaba de café ya
azucarado. Said lo bebió con más gusto que el que había tenido comiendo. Esposito
bebió el café de la misma cacerola caliente, con juramentos, chasqueando los labios.
En aquel momento Ballester entró para anunciar el fin de la pausa.
   Mientras se levantaban y recogían papeles y recipientes en los morrales, Ballester
se colocó en medio de ellos y de repente dijo que era un golpe duro para todos, y
también para él, pero que ése no era motivo para portarse como críos y que de nada
servía poner malas caras. Esposito se volvió hacia él con la cacerola en la mano; su
rostro, espeso y largo, había enrojecido de golpe. Yvars sabía lo que iba a decir, algo
que todos estaban pensando al mismo tiempo que él, que ellos no ponían malas caras,
que les estaban cerrando la boca, lo tomas o lo dejas, y que a veces la cólera y la
impotencia duelen tanto que ni siquiera se puede gritar. Eran hombres, eso era todo, y
no iban a empezar a sonreír y hacer monerías. Pero Esposito no dijo nada de eso,
finalmente su rostro se relajó y dio suavemente unas palmadas a Ballester en el
hombro mientras los demás volvían al trabajo. De nuevo resonaron los martillos, el
galpón se llenó del estrépito familiar, del olor de las virutas y de la ropa vieja
empapada de sudor. La gran sierra rugía y mordía la madera fresca de la duela que
Esposito empujaba lentamente delante de él. En el lugar del corte iba surgiendo una
viruta mojada y una especie de serrín como pan rallado iba cubriendo las fuertes
manos peludas, firmemente apretadas sobre la plancha de madera, de cada lado de la
rugiente hoja. Cuando se acababa el corte de la duela sólo se oía el ruido del motor.
   Yvars sentía ahora la crispación de su espalda inclinada sobre la garlopa.
Normalmente la fatiga llegaba más tarde. Era evidente que durante las semanas de
inactividad había perdido entrenamiento. Pero también pensaba que la edad hace más
duro el trabajo de las manos, cuando ese trabajo no es de simple precisión. Aquella
crispación también le anunciaba la vejez. Cuando los músculos juegan un papel el
trabajo acaba por convertirse en una maldición, precede a la muerte, y precisamente
en la noche, después del esfuerzo, el sueño es como la muerte. El chico quería ser
maestro, tenía razón, todos los que hacen discursos sobre el trabajo manual no saben
de lo que hablan.
   Cuando Yvars se incorporó para tomar aliento y también para apartar aquellos 
malos pensamientos, el timbre sonó de nuevo. Era insistente, pero de una forma tan
curiosa, con paradas cortas renovadas imperiosamente, que los obreros pararon el
trabajo. Sorprendido, Ballester escuchó, después se decidió y se dirigió lentamente
hacia la puerta. Hacía unos segundos que había desaparecido cuando al fin cesó el
timbre. Volvieron al trabajo. La puerta se abrió de nuevo, brutalmente, y Ballester se
precipitó hacia el vestuario. Salió calzándose las alpargatas, poniéndose la chaqueta y
al pasar dijo a Yvars: «La cría ha tenido un ataque. Voy a buscar a Germain», y salió
corriendo hacia la puerta grande. El doctor Germain atendía el taller; vivía en el
barrio. Yvars repitió la noticia sin comentarios. Se habían reunido a su alrededor y se
miraban, molestos. Sólo se oía el motor de la sierra mecánica que giraba libremente.
«No será nada grave», dijo alguien. Volvieron a sus sitios y el ruido llenó de nuevo el
taller, pero trabajaban lentamente, como a la espera de algo. 

   Al cabo de un cuarto de hora entró de nuevo Ballester, se quitó la chaqueta y sin decir
palabra volvió a salir por la puerta pequeña. La luz iba cayendo en la cristalera. Poco
después, en un intervalo, cuando la sierra no estaba cortando madera, se oyó la sirena
mate de una ambulancia, primero lejana, después acercándose, al fin presente y luego
silenciosa. Al cabo de un momento Ballester regresó y todos se acercaron a él.
Esposito había desconectado el motor y Ballester dijo que la niña se había caído al
suelo de golpe, mientras se desnudaba en su habitación, como si le hubieran cortado
los pies. «¡Qué cosas!», dijo Marcou. Ballester movió la cabeza haciendo un gesto
vago hacia el taller, pero se encontraba muy afectado. De nuevo se oyó la sirena de la
ambulancia. Todos estaban allí, en el taller silencioso, bajo la inundación de luz
amarilla que derramaba la cristalera, con sus manos rudas, inútiles, colgando a lo
largo de sus viejos pantalones cubiertos de serrín.
   El resto de la tarde se fue prolongando. Yvars ya sólo sentía su fatiga y su corazón
acongojado. Le hubiera gustado hablar. Pero no tenía nada que decir y los demás
tampoco. En sus rostros taciturnos sólo se leía la pena y una especie de obstinación. A
veces se formaba en él la palabra desgracia, pero era sólo un instante, y al momento
desaparecía lo mismo que una burbuja se forma y estalla al mismo tiempo. Tenía
ganas de volver a casa y de encontrarse con Fernande y con el chico, y también de
estar en la terraza. Precisamente entonces Ballester anunció el final. Las máquinas
pararon. Empezaron a apagar los fuegos sin apresurarse, poniendo en orden sus
bancos, y luego se dirigieron de uno en uno hacia el vestuario. Said se quedó el
último, porque tenía que limpiar los lugares de trabajo y regar el suelo polvoriento.
Cuando Yvars llegó al vestuario, Esposito, enorme y peludo, estaba ya bajo la ducha.
Le volvía la espalda mientras se enjabonaba con grandes ruidos. Normalmente le
gastaban bromas sobre su pudor; en efecto, aquel gran oso ocultaba obstinadamente
sus partes nobles. Pero aquel día nadie pareció darse cuenta de ello. Esposito salió de
espaldas y se enrolló alrededor de las caderas una toalla como un taparrabos. Los 
otros siguieron su turno y cuando Marcou se palmeaba vigorosamente los flancos
desnudos se oyó el desliz pesado de la gran puerta sobre su carril de hierro. Lassalle
entró. 
   Estaba vestido como cuando su primera visita, pero tenía el cabello algo
despeinado. Se detuvo en el umbral, contempló el amplio taller desierto, avanzó unos
pasos, se detuvo de nuevo y miró hacia el vestuario. Esposito, cubierto aún con su
taparrabos, se volvió hacia él. Desnudo, molesto, se apoyaba alternativamente en uno
y otro pie. Yvars pensó que Marcou debía decir algo. Pero Marcou seguía invisible
detrás de la cortina de agua que le rodeaba. Esposito alcanzó una camisa y se la puso
rápidamente cuando Lassalle dijo: «Buenas tardes», con una voz un poco desafinada,
y empezó a caminar hacia la puerta pequeña. La puerta se cerraba ya cuando Yvars
pensó que había que llamarle.
   Entonces Yvars empezó a vestirse sin lavarse, dio también las buenas tardes, pero
de todo corazón, y todos le respondieron calurosamente. Salió rápidamente, tomó la
bicicleta y cuando montó en ella sintió sus agujetas. Ahora circulaba en la tarde
agonizante, a través de la ciudad atestada de tráfico. Iba deprisa, quería llegar a la
vieja casa y a la terraza. Se ducharía en el lavadero antes de sentarse a contemplar el
mar que ya le acompañaba, más oscuro que por la mañana, por encima de las
barandillas del bulevar. Pero también la niña le acompañaba y no podía dejar de
pensar en ella.
   En casa, el chaval había vuelto de la escuela y leía unas revistas. Fernande
preguntó a Yvars si todo había ido bien. No dijo nada, se duchó en el lavadero y
después se sentó en el banco, junto al pequeño muro de la terraza. Por encima de su
cabeza estaba tendida una cuerda de ropa interior remendada, el cielo se volvía
transparente; más allá del muro se podía contemplar el mar suave en el atardecer.
Fernande trajo el anís, dos vasos y la jarra de agua fresca. Se acomodó cerca de su
marido. Entonces él le contó todo, cogiéndola por la mano, como en los primeros
tiempos de su matrimonio. Cuando acabó permaneció inmóvil, volviéndose hacia el
mar donde ya empezaba a correr de un extremo a otro el rápido crepúsculo. «¡Ah! Es
culpa suya», dijo. Le hubiera gustado ser joven, y que Fernande lo fuera también, y 
entonces se hubieran marchado del otro lado del mar. 

(Albert Camus, El exilio y el reino, Alianza Editorial, 2014)