Henri Michaux (Namur, Bélgica, 1899 – París, 1984) fue dibujante, pintor y poeta. Publicó, entre otros muchos volúmenes, Un bárbaro en Asia (1933), Adversidades, exorcismos (1940), En otros lugares (1948), La vida en los pliegues (1949), Miserable milagro (La mescalina, 1956), El infinito turbulento (1957), Conocimiento por los abismos (1961), Las grandes pruebas del espíritu y las innumerables pequeñas (1966), Modos del dormido, modos del que despierta (1969). Jorge Luis Borges, uno de sus traductores, escribió: “Lo recuerdo como un hombre sereno y sonriente. Muy lúcido, de buena y no efusiva conversación y fácilmente irónico. No profesaba ninguna de las supersticiones de aquella fecha. Descreía de París, de los conventículos literarios, del culto, entonces de rigor, de Pablo Picasso. Con pareja imparcialidad, descreía de la sabiduría oriental”.
Fragmento de Un bárbaro en Asia:
No hay que olvidar que la India se encuentra en el Oriente Medio, como Arabia, Persia y la Turquía Asiática.
El país del rosa, de las casas rosadas, de los saris de bordes rosados, de las valijas pintadas de rosa, de la manteca líquida, de los manjares dulzones e insulsos, fríos y asquerosos, y nada más insulso que el poeta Kalidasa cuando se pone a hacer poesía insulsa.
El árabe, tan violento en su lenguaje eructado, el árabe duro y fanático, el turco conquistador y cruel, son también gente de perfumes nauseabundos, dulce de rosas y lukum.
Sólo con haber visto el Alcázar de Granada, se puede uno dar cuenta del gusto por el pequeño placer cosquilleante que los árabes han puesto en la arquitectura, esos arabescos fastidiosos ni dentro ni fuera del muro, estrictos y jamás abandonados; afuera un jardín hermético y como helado con raros canteros verdes, y un pequeño rectángulo de agua lisa y sin profundidad, y un pequeño chorro de agua como un hilo, pero alto y que recae con un ruido mezquino, secreto y extenuado. Y en todo eso, no se sabe por qué, una impresión de corriente de aire.
Pero hay que ver el Taj Mahal en Agra. A su lado, Notre Dame de París es un bloque de materiales inmundos, buenos para echarlos al Sena, o a un pozo cualquiera, como todos los otros monumentos (salvo quizás el Partenón y algunas pagodas de madera).
Reúnan la materia aparente de la miga del pan blanco, de la leche, del polvo de talco y del agua, mezclado y hagan con eso un mausoleo excesivo, hacedle una abierta y formidable puerta como para un escuadrón de caballería, pero por donde no ha pasado más que un ataúd. No olvidéis las inútiles ventanas de enrejado de mármol (pues la materia de que hablo y de la que todo el edificio está hecho, es un mármol extremadamente delicado, exquisito y como doliente, hecho para la inmediata disolución, y que una lluvia derretirá esa misma noche, pero que se mantiene intacto y virginal desde hace tres siglos, con su fastidiosa e inquietante estructura de edificio-señorita). No olvidéis las inútiles ventanas de mármol donde la tan intensamente llorada, la llorada del Gran Mogol, de Shâh Jehân, podrá venir a presentarse al refrescar la tarde.
A pesar de sus adornos severos, puramente geométricos, el Taj Mahal flota. El fondo de la puerta es como una ola. En la cúpula, la inmensa cúpula, hay algo levemente excesivo, algo que todo el mundo siente, algo doloroso. Doquier la misma irrealidad. Porque ese color blanco no es real, no pesa, no es sólido. Falso bajo el sol, falso al claro de luna, especie de pescado plateado construido por el hombre, con un enternecimiento nervioso.
HENRI MICHAUX
Fragmento del libro Un bárbaro en Asia (Ediciones Orbis; Barcelona, 1987).
Traducción: Jorge Luis Borges.
Imagen: ssIb.ouh.net
Fragmento de Un bárbaro en Asia:
No hay que olvidar que la India se encuentra en el Oriente Medio, como Arabia, Persia y la Turquía Asiática.
El país del rosa, de las casas rosadas, de los saris de bordes rosados, de las valijas pintadas de rosa, de la manteca líquida, de los manjares dulzones e insulsos, fríos y asquerosos, y nada más insulso que el poeta Kalidasa cuando se pone a hacer poesía insulsa.
El árabe, tan violento en su lenguaje eructado, el árabe duro y fanático, el turco conquistador y cruel, son también gente de perfumes nauseabundos, dulce de rosas y lukum.
Sólo con haber visto el Alcázar de Granada, se puede uno dar cuenta del gusto por el pequeño placer cosquilleante que los árabes han puesto en la arquitectura, esos arabescos fastidiosos ni dentro ni fuera del muro, estrictos y jamás abandonados; afuera un jardín hermético y como helado con raros canteros verdes, y un pequeño rectángulo de agua lisa y sin profundidad, y un pequeño chorro de agua como un hilo, pero alto y que recae con un ruido mezquino, secreto y extenuado. Y en todo eso, no se sabe por qué, una impresión de corriente de aire.
Pero hay que ver el Taj Mahal en Agra. A su lado, Notre Dame de París es un bloque de materiales inmundos, buenos para echarlos al Sena, o a un pozo cualquiera, como todos los otros monumentos (salvo quizás el Partenón y algunas pagodas de madera).
Reúnan la materia aparente de la miga del pan blanco, de la leche, del polvo de talco y del agua, mezclado y hagan con eso un mausoleo excesivo, hacedle una abierta y formidable puerta como para un escuadrón de caballería, pero por donde no ha pasado más que un ataúd. No olvidéis las inútiles ventanas de enrejado de mármol (pues la materia de que hablo y de la que todo el edificio está hecho, es un mármol extremadamente delicado, exquisito y como doliente, hecho para la inmediata disolución, y que una lluvia derretirá esa misma noche, pero que se mantiene intacto y virginal desde hace tres siglos, con su fastidiosa e inquietante estructura de edificio-señorita). No olvidéis las inútiles ventanas de mármol donde la tan intensamente llorada, la llorada del Gran Mogol, de Shâh Jehân, podrá venir a presentarse al refrescar la tarde.
A pesar de sus adornos severos, puramente geométricos, el Taj Mahal flota. El fondo de la puerta es como una ola. En la cúpula, la inmensa cúpula, hay algo levemente excesivo, algo que todo el mundo siente, algo doloroso. Doquier la misma irrealidad. Porque ese color blanco no es real, no pesa, no es sólido. Falso bajo el sol, falso al claro de luna, especie de pescado plateado construido por el hombre, con un enternecimiento nervioso.
HENRI MICHAUX
Fragmento del libro Un bárbaro en Asia (Ediciones Orbis; Barcelona, 1987).
Traducción: Jorge Luis Borges.
Imagen: ssIb.ouh.net