Nacido en Funchal, isla de Madeira, en 1930,
Herberto Helder se traladó a Lisboa en 1946. Su primer libro de poemas,
O Amor em Visita (El amor de visita), data de 1958. Le siguieron una veintena de títulos. En 1973 los recopiló en el volumen
Poesía Toda, posteriormente reducido por el autor en la antología
Ou o Poema Contínuo (O el poema continuo; Hiperión; Madrid, 2006).
Os Passos em Volta (Los pasos en torno; Hiperión; Madrid, 2004) es un importante conjunto de prosas poéticas.
Herberto Helder ha rechazado todos los honores y premios.
Una prosa poética:
ENFERMEDADES DE LA PIEL
En una noche de mayo con grandes estrellas en el aire espacioso, me miré las manos y vi una mancha blanca. Yo era un hombre tranquilo, emocionalmente disponible, pero protegido contra los vértigos del desenfreno. Convivía con bastante gente. Naturalmente, no amaba a nadie. Y entonces me vi de repente la mancha en la mano derecha. Me gusta la mano derecha, la asocio quizá a la tradición de que es un noble instrumento de la obra, de que se articula con la propia profundidad de nuestros talentos. Éstas eran mis ideas, y a través de ellas, ciencia y serenidad se unían a las fuentes naturales del mundo. El tiempo, los lugares, la memoria, la fortuna de los días los había basado yo en una estrategia del deseo, del que todo parecía hacerse cómplice. Me consideraba una persona sin culpas, que conocía el valor de las reglas, que amaba el discurrir de la tierra y de las estaciones. Había organizado un conjunto de aforismos: tal vez incluso creyese en la justicia. Tenía que cultivar un terreno con rosas. Las rosas vuelven el alma persuasiva y expansiva: los gestos se perfeccionan cuando cuidamos plantas. Pero estaba sentado leyendo, y me vi entonces una mancha blanquecina en la base del pulgar. Supuse que sería de la claridad, después pensé que alguna sustancia había dejado allí aquella marca. Moví la mano y la mancha se quedó en el mismo sitio. Y cuando la froté con el pulgar de la mano izquierda, no se alteró lo más mínimo. ¿Qué pensar? Debía de ser alguna irritación de la piel, un eczema blanco. Bien. Mayo es el mes que más me gusta. El libro era excelente. Por lo demás, es obvio que yo me distanciaba de las personas que estaban en mi vida, o entraban o salían de ella. Me nutría de cierto tipo de inteligencia y cultura: un aire general que se respira, una forma o modelo de ver y de ser visto. No me faltaba una dispersa ternura sin compromiso por las personas y las cosas; escepticismo manso; una aproximación al mundo, por así decir, lacónica: atención y renuncia. Pero cuando me fui a acostar y puse la mano sobre la colcha, noté que la mancha había aumentado. Abarcaba ahora toda la base del dedo como un tosco anillo. Recuerdo que levanté la cabeza, un poco de lado, y miré hacia la ventana en donde las cortinas blancas se mecían. Llegaba de la calle, de un jardín próximo, el olor a claveles, supongo. Oí a alguien hablar, una voz baja de la que sólo entendí dos o tres palabras inconexas, de pronto extraordinarias. Pero eran palabras banales, posiblemente sobre el tiempo, los claveles, la noche, quién sabe. Me temblaba la mano, también me acuerdo, y la noche se acumuló de golpe en ese instante, una noche compacta, inamovible. Estuve al borde del pánico, pero miré alrededor y sentí que vivía en el lugar que yo mismo había elegido. Era un hombre coordinado con los días, y comprendía que la materia de mi existencia, dulce y dócil, encaraba la materia del mundo y se amansaba en los dedos de ese mundo. Pero una fuerza dramática parecía librarse ahora de la magnética y frágil trama tendida entre las personas y yo. Pensé en ellas, en las personas, y encontré hermosos, aunque anónimos sus rostros, y los gestos, la forma como se deslizaban entre sí proyectados en aquella corta luminosidad. Pensé que se movían igualmente a mi alrededor, despidiendo sus destellos rápidos, pasando. Comprendí también el alcance de mi poder. ¿Iría a un médico? Tal vez fuese. Por la noche tuve un sueño incómodo, donde aparecían unas escaleras de piedra; en lo alto de ellas yo hacía una señal imperceptible de despedida a alguien que se alejaba abajo. Atravesé puertas que se abrían y cerraban a mi paso sin tocarlas. Después me sentí caer desde un tejado que lentamente se inclinaba y por el que yo iba rodando. Había un pantano al fondo, y me sumergí en él. Durante el sueño, la mano derecha agarraba un puñado de brasas. Me desperté bruscamente y encendí la luz. La mancha se había agrandado: otra, aún más intensa, me llenaba la palma de la mano. Así fue como los nuevos días invadieron mi vida, y eran días sombríos y ardientes, mientras las manchas ocupaban la mano y avanzaban ya muñeca arriba. No se trataba todavía del miedo, pero mis convicciones vacilaron y empecé a esconder la carne contaminada y a acercarme más a las personas. Abandoné la idea de consultar a un médico, pues cada vez deseaba menos saber si era una enfermedad o qué enfermedad era. La mano había ganado una insólita nobleza, otra, una nobleza nueva, terrible. Ella, que antes me diera el sentido del ejemplo creador, la mano humanista, había perdido el talento de ser hábil y constructora: era ahora la mano nefasta, prohibida entre los hombres, subversiva. Se vengaba, con el anuncio de esta figuración dramática, de lo que había representado de plácida dignidad e inteligencia sobre el desorden. Me hice con un guante, y esta tercera mano, de cabritilla, se movía sin finalidad pero incólume, en su pureza artificial. Llegué a poseer un talento menor de cabritilla. Pero me aproximaba más y más a las personas, y tenía con ellas conversaciones apasionadas e inestables. Comenzaba a amarlas con aflicción: a amar esos rostros tremendos en su prestigio distante, en esa especie de ceremonial distanciamiento; y las palabras; las manos que, sorprendidas, tocaban mi guante. En casa, me ponía a escuchar el rumor de los vecinos, sus pasos por las habitaciones, las frases más altas, canciones distraídamente tarareadas. Me acercaba a la ventana, por detrás de las cortinas, y me estremecía de emoción al ver el remolino humano de las calles. Yo sabía que la inocencia es cómplice del mal; ignoraba sólo dónde atan ambos el nudo estrangulador. La mancha se había extendido. Abarcaba un tercio del antebrazo, y era cada vez más blanca. La mano izquierda había empezado también a ser atacada y cierta mañana descubrí en medio de la frente una mancha redonda como un ojo. La propagación fue rápida. Desde la raíz de los testículos subía ya la floración maldita, mientras por los dedos y en la cara las manchas seguían creciendo. Ahora sólo salía de noche, a escondidas, y compraba en lugares apartados algo para comer. Y mi amor a las personas también crecía, traspasado por una extraña violencia, una debilidad, un pánico loco, una vehemente melancolía. Un día compré una botella de aguardiente y me emborraché en el cuarto. Me desnudé del todo: era blanco y repugnante. Se me habían caído las cejas y los pelos del pubis, y por todas partes la carne se había vuelto inconsistente. Y vi entonces en mí, en medio de la borrachera, cierta belleza tenebrosa, una condenación de la que me apasioné. Me dormí desnudo sobre el suelo llorando de áspera y árida alegría. Era preciso apartarme de los demás. ¿Podría acaso meterme entero dentro de un gran guante de cabritilla? Y mi amor por las personas crecía sin parar. Se me humedecían los ojos sólo de imaginar que en las casas, en las calles, bajo el sol, al viento que les agitaba los cabellos, ellas andaban, corrían, hablaban y sonreían y reían. Las amaba. Desnudo, frente al gran espejo vivo, me tocaba despacio el cuerpo y sentía vómitos. Me había transformado en un reptil blanco. Sin embargo, pienso a veces que no era, ni es, una enfermedad física, lepra o algo así. Tal vez mi cuerpo esté como antes, cerrado, intacto. Tal vez la lepra me haya atacado en otro sitio, en una región irrevocable. Tal vez entre el amor y el mundo haya una llaga peor –la memoria mortal. Pero, ¿cómo puede la memoria ser así, tan astuta e implacable, tan acerba, renovando continuamente el instante completo, el crimen completo hasta dentro, todo: el impulso nacido de la más oscura intransigencia, el gesto que expresa enteramente la biografía, o el poder del corazón que no ha dejado escapar ni una sola parcela de la atrocidad y de la ciencia? Y renueva también el vertiginoso escalofrío del espectáculo: el cuerpo donde la herida muy profundamente corta la carne en dos. En la casa de al lado cantaban. Un vaho de flores y tierra mojada venía de abajo. Un teléfono sonaba en cualquier parte. Y, en la oscuridad del cuarto, lucía la hondura del espejo. Yo estaba desnudo, allí adentro.
HERBERTO HELDERTraducción: Ana Márquez.
Texto incluido en el libro
Los pasos en torno (Hiperión; Madrid, 2004)