"Se trata, simplemente, de un bloque de piedra que Dios sabe cuándo fué colocado sobre un costado de la Catedral, para cerrar el paso rodado en una esquina, que desemboca en la ancha y silenciosa Plaza de Cervantes, siempre enferma de recuerdos y como aplastada entre viejos palacios y casas nobiliarias. En el "bolo de la paciencia", cobraban "paciencia" las lavanderas que subían del Carrión, con sus pesados cestos de ropa sobre las caderas. Eso es todo. Pero su importancia estriba en que nosotros mismos -cuando niños- nos encaramamos sobre él y le saltamos "a la una", centenares de veces y le hicimos pedestal de nuestra propia imagen, sintiéndonos imaginariamente monumento inmortalizado."
VALENTÍN BLEYE: "Rapsodia de la ciudad abierta"
"Hace años el autor de este libro encontró en el Rastro otro, desnudo de su sobrecubierta, entelerido y provinciano, que llevaba por título el de "Rapsodia de la Ciudad abierta", y el subtítulo de "Dietario lírico". El nombre que figuraba a la cabeza, Valentín Bleye, nada le dijo y poco le dice aún, pero sí mucho la ciudad castellana, Palencia, donde se escribieron esas páginas y donde se metieron en prensas, y mucho más le dirían y le harían sentir, cuando las leyó. No es del todo frecuente que el arroyo nos traiga, como el fondo del mar en cierto relato oriental, perlas de un extraño fulgor. Asaltados por el milagro diario, uno ha de dejarse encandilar por lo que llega a nuestra deslucida existencia con su propia luz, y lucencia viva venía en muchas de aquellas páginas publicadas en el "Diario Palentino" entre 1943 y 1950. Todo, desde el título al enunciado de los capitulillos, era una gloria. "Abierta llamó a Palencia Miguel de Unamuno", escribe Valentín Bleye en la primera línea de este verdadero "Libro de horas", tal y como lo viera el también provinciano Vicente Risco, y abierto querría uno escribir todo lo suyo, como una ciudad a la que pudiera llegarse y de la que pudiéramos irnos, o en la que nos quedáramos siempre, si fuere tal el gusto. Y eso le ocurrió al autor de este "Salón de pasos perdidos" con el dietario del palentino, en el que, entre otras cien pequeñas maravillas (a propósito de los pajareros, de las dulzainas o de los cipreses del Cementerio Viejo), halló la expresión de "fanal hialino" para una de esas mañanas en las que todo parece quieto y límpido, como la pintura de alguno de aquellos primitivos pintores flamencos que trajeron a Castilla el secreto de los crepúsculos y de las sensitivas azucenas. Encontrará aquí el lector, acaso, algo de aquel prodigio, siempre activo y fiel a su cita cotidiana. La vida, por un lado, tal como se nos fija en la memoria y, por otro, en su eterno fluir, tal y como la sentimos. Lo que tiene de fanal se le aligera con lo que tiene de transparente, y lo que se nos muere entre las manos cada día, acaba también alcanzando su propio vuelo, con la firmeza de ese rayo de sol que no sabe de fanales, ni de tipos de imprenta, para llegar hasta nosotros enteramente libre."
ANDRÉS TRAPIELLO