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miércoles, 21 de enero de 2015

TARTALES DE CILLA


"Un admirable paisaje aparece ante mí: lo entreveo cuando la lluvia cesa un momento; por la estrecha apertura de mi gruta distingo un lejano horizonte de bosques, un peñasco muy cercano; luego la incansable lluvia recomienza, y yo me quedo en paz, quieto en mi cueva, con una alegría ahora divina, cuyo recuerdo vuelve a mí. Cierro los ojos; apoyo la frente en la roca húmeda; siento un influjo perpetuo, fresco, inmenso, delicioso: la Vida… que satura la piedra intensamente."

FRANÇOIS AUGIÉRAS: Domme o el ensayo de ocupación.


"Los tres últimos kilómetros hasta Tartales de Cilla son una bajada tan pronunciada que casi deja reducida a un juego de niños la subida del principio del valle. Así se entiende el retraso que llevaban esos dos. Las piernas sufren, los músculos duelen y, por si fuera poco, me da un fuerte tirón en el muslo derecho. Al llegar abajo, llevamos los pies doloridos de tanto ir frenando con los dedos, y las fuerzas muy mermadas, tras acumular ya más de 16 kilómetros de un recorrido exigente. No nos paramos a descansar: la propia inercia nos empuja. Un poco antes de entrar en el pueblo, donde abundan las casas de adobe, un letrero indica un desvío a una iglesia rupestre, a cuya existencia hacemos caso omiso, al ver que el sendero indicado escala por la ladera de la montaña."

PEDRO CASES: El Ebro. Viaje por el camino del agua.


"Casi al lado del lugar por donde hemos empezado a caminar por el minúsculo arcén de la carretera, un letrero señala la presencia cercana de las cuevas de los Portugueses. El esfuerzo adicional para llegar a ellas es mínimo, y decidimos verlas. En las paredes de roca de ambos lados de los cortados que flanquean el arroyo de Las Torcas o de Tartalés hay excavadas unas habitaciones de origen visigodo y altomedieval, construidas entre los siglos VIII y X. Según rezan los carteles explicativos, este eremitorio tuvo una estrecha relación con la cueva de San Pedro, por la que acabamos de pasar de largo, y su curioso nombre se debe a que a principios del siglo XX fue ocupado y, en parte, transformado por inmigrantes portugueses que trabajaron en la construcción del canal de Trespaderne, alimentado con las aguas del embalse de Cereceda. La disposición del estrecho pasillo entre ambas paredes, cubierto por una frondosa vegetación que filtra los ya ardientes rayos del sol, bloquea el paso del fragor de la carretera, creando un remanso de paz. Los árboles, de ramas gruesas, proporcionan una tupida sombra que el agua nerviosa del arroyo impregna de humedad. Se hace difícil abandonar este oasis."

PEDRO CASES: El Ebro. Viaje por el camino del agua.