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“Pequeña ciudad fronteriza del país vasco, Hendaya agrupa sus casitas al pie de los primeros contrafuertes pirenaicos. Hállase encuadrada por el verde océano, el ancho Bidasoa, brillante y rápido, y los herbosos montes. La primera impresión que produce el contacto con aquel suelo áspero y rudo es más bien penosa, casi hostil. En el horizonte marino, la punta que Fuenterrabía, ocre bajo la cruda luz, hunde en las aguas glaucas y reverberantes del golfo, rompe apenas la austeridad natural del bravío paisaje. Salvo el estilo español de sus casas, el tipo y el idioma de sus habitantes, y el atractivo particularísimo de una playa reciente, erizada de orgullosos palacios, Hendaya no tieno nada capaz de retener la atención del turista, del arqueólogo o del artista.”
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“Al salir de la estación, un camino agreste flanquea la vía del ferrocarril y conduce a la iglesia parroquial, situada en el centro de la población. Sus muros desnudos, flanqueados por una torre maciza, cuadrangular y truncada, se yerguen sobre un atrio levantado a la altura de unos pocos escalones y circundado de árboles de tupida fronda. Es un edificio vulgar, pesado, reformado, carente de interés. Sin embargo, cerca del lado sur del crucero y disimulada bajo las masas verdes de la plaza, se levanta una modesta cruz de piedra, tan sencilla como curiosa. Hallábase antiguamente en el cementerio comunal, y hasta 1842 no fue trasladada al lugar que ocupa actualmente junto a la iglesia. Así, al menos, nos lo afirmó un anciano vasco que había desempeñado, durante largos años, las funciones de sacristán. En cuanto al origen de esta cruz, es totalmente desconocido, y nos fue imposible obtener el menor dato sobre la fecha de su erección. Sin embargo, fundándonos en la forma de la base y de la columna, no creemos que pueda ser anterior a las postrimerías del siglo XVII o a principios del XVIII. Sea cual fuere su antigüedad, la cruz de Hendaya constituye, por la decoración de su pedestal, el monumento más singular del milenarismo primitivo y la más rara expresión simbólica del quiliasmo que jamás hayamos visto. Sabido es que esta doctrina, aceptada primero y combatida después por Orígenes, san Dionisio de Alejandría y San Jerónimo, aunque la Iglesia no la hubiese condenado, formaba parte de las tradiciones esotéricas de la antigua filosofía de Hermes.”
FULCANELLI:
El misterio de las catedrales.