Aprender idiomas: ¿para qué?
Este año me ha dado por estudiar alemán. No es la primera vez que lo intento, pero parece que mi vida, así en general, se ha confabulado contra este idioma y no hace más que poner impedimentos para que yo lo aprenda. Lo estudié por la UNED mientras hacía la carrera de filología inglesa y, aunque me encantó, terminé con tantas lagunas que decidí empezar otra vez de cero al año siguiente. Me apunté a una academia al lado de casa con una nativa alemana, pero éramos muy pocas en clase, casi no íbamos y no había manera de avanzar. Luego probé con la Escuela de Idiomas y, aunque me tocó una profesora estupenda y muy dinámica que hacía que las dos horas y cuarto de clase se pasaran en un suspiro, lo tuve que dejar por cuestiones laborales (que una no puede estar en dos sitios al mismo tiempo, vaya). Me di por vencida y estuve varios años sin tocarlo, aunque de vez en cuando me daba la neura y trataba de estudiar un poco por mi cuenta (sin mucho éxito). Este año me he vuelto a apuntar a una academia, con profesora nativa que encima me conoce y compañeros de clase a los que casi doblo la edad. En vez de empezar de cero, la profe me ha puesto en segundo y tengo que hacer un esfuerzo del quince por recordar lo que di hace tres o cuatro años, pero, curiosidades del aprendizaje, eso me motiva más que repasar cosas que ya sé. He hablado más alemán este último mes que en los tres años que me pasé estudiándolo anteriormente. Suena raro, pero me paso la semana deseando que llegue la hora de ir a clase (aunque ya he hecho alguna que otra pira, que el cuerpo tiene sus límites y no puedo con mi super horario de tareas extraescolares).
Pero como tres horas a la semana no son suficientes para aprender un idioma (os lo dice una profe de idiomas que pelea porque sus niños vean los dibujos en inglés o en euskera, un esfuercito por favor), he curioseado por internet hasta encontrar una página de intercambio de idiomas. En realidad es una página donde puedes contratar profesores a distancia, que cobran por horas y te dan la clase por Skype, pero también es un punto de encuentro para gente que quiera cartearse o hablar a distancia con gente en otros idiomas. Me apunté en junio y no le hice mucho más caso, pero esta semana he recibido un email que me ha encantado. Una mujer alemana que vive en Zaragoza se ha puesto en contacto conmigo para que le ayude a escribir y hablar en euskera, idioma que está aprendiendo dónde y en Zaragoza porque su novio o marido ("maite dudan gizona", el hombre al que quiero) es vasco. A cambio, ella me ayuda con el alemán, que además de ser su idioma materno es lo que enseña. Por supuesto, me ha faltado tiempo para decirle que sí, y le he escrito una carta emocionada en alemán que ella me ha devuelto corregida al dedillo y con una profesionalidad que no paga el dinero (todo rojo, anda que no me queda nada por aprender). Ahora me toca a mí corregir sus frases en euskera, e imagino que pronto quedaremos por Skype para charlar un rato en el idioma que nos dé la gana.
Lo que me lleva a la pregunta que ha motivado este post: ¿por qué aprende la gente idiomas? Supongo que cada uno tiene su propia respuesta, y es tan variada como aquellos que la dan, pero esa explicación simplista que esgrimen algunos sobre la comunicación se queda corta. Yo estudio alemán porque me gusta la lengua, pero no me preguntéis qué es exactamente lo que me gusta de ella. También porque, como profesora de idiomas, estudiar un idioma nuevo me ayuda a entender el proceso de aprendizaje por el que están pasando mis alumnos y alumnas, y ahora tengo mucho más en cuenta lo duro que es hacer un listening, o el grado de concentración que requiere escribir un texto, o lo difícil que es expresarte en una lengua que no dominas. La mujer de Zaragoza estudia euskera por amor, en una ciudad en la que nunca va a poder usarlo más que con sus compañeros de clase y con su pareja, en un mundo en el que el euskera está infravalorado por muchos vascos que se resisten a aprenderlo o a hablarlo (aunque sepan), un idioma que "no sirve para nada". Mis compañeros de clase estudian alemán porque son ingenieros y ven que su futuro laboral puede pasar por irse a vivir a Alemania. En mi academia hay una mujer de 72 años que lo estudia porque su hija se ha casado con un alemán y se ha ido con él a vivir, y se está preparando para poder hablar con sus futuros nietos.
No es solo comunicación. Si fuera por eso, todos hablaríamos inglés y nada más, y dile a un monolingüe que deje de hablar su idioma en favor de algo que entendamos todos. Aprender idiomas debería acercarnos, aunque a veces es precisamente lo que nos separa. El esperanto fue un experimento fallido por eso mismo, porque era un idioma que no representaba a nadie. Un idioma es como un libro de historia que aún se sigue escribiendo, donde se reflejan la cultura, las tradiciones, los modos de pensar. Y sí, sirve para comunicarse, pero al final es lo de menos. Si solo fuera para eso, toda Europa hablaría el mismo idioma. Y, obviamente, todavía no es así.
Todavía.
De días de otoño, o cómo odio el anochecer de las cinco
Pero el otoño cerrado y el frío invierno también tienen sus utilidades, sobre todo para una persona casera e introvertida como soy yo. En cuanto veo las nubes fuera y siento caer las primeras gotas de lluvia, me arrebujo en el sofá con la manta, los gatos y un buen libro e ignoro que, a pesar de las apariencias, el día aún depara temperaturas altas y se puede dar una vuelta muy a gusto sin apenas ropa de abrigo. Empieza la temporada de estudios. Me he apuntado a un máster porque sé que los inviernos en Vitoria son largos, que las tardes de domingo se hacen eternas y que, conociéndome, o estudio o me trago todo lo que mi nueva compañía televisiva tenga a bien ponerme en la caja tonta. También me he apuntado a alemán por sacarme la espinita que tengo con este idioma, al que no termino nunca de cogerle la vuelta, lo que me va a obligar a salir de casa al menos un par de días a la semana (y a aprovechar más si cabe la tarde de los domingos). Todo por evitar el tedio de los inviernos vitorianos, los días de nieve, las tardes de lluvia, y el largo lamento de una ciudad que ya de por sí tiene poco que ofrecer y que en invierno muere un poco más.
El otoño llega ya. Hoy la temperatura es buena, pero las nubes amenazan agua (ya empieza a caer) y el cuerpo no pide estar en la calle. Es lunes, los niños y las niñas han venido del fin de semana con ganas de verse, ganas de hablar, ganas de estar juntos. Hoy no toca aplicarse con los deberes, toca socializar. Y yo ya paso de desgañitarme, porque sé que los lunes de poco vale, y prefiero dejar que se relajen y charlen un poco entre ellos antes de ponerme firme y pedirles que reciten conmigo la parte de gramática que toca (qué antigua soy a veces).
Es lunes, sí, y lo tengo un poco tonto. Es lo que tiene que hoy sea cinco de octubre y que toque celebrar el cumpleaños de alguien que ya no está. Lunes, otoño y lluvia, el triunvirato perfecto. Para qué quieres más, Tomás.
Septiembre
Ay, septiembre, septiembre, por qué eres tú septiembre. Mes de regreso, mes de reencuentros, mes de planes nuevos, mes de preguntarse cuándo llega el puente del Pilar y planear una escapada cualquier fin de semana por eso de aprovechar el buen tiempo que aún queda. Para mí, sobre todo, mes de vuelta al cole y a la normalidad. Dos meses de vacaciones dan para mucho desconectar, y aquí me veis, retomando el blog tres meses después de la última entrada. Y es que al blog no se le puede llamar trabajo, pero he desconectado tanto de la realidad que no quería ni volver a escribir, no fuera que alguien me echara mal de ojo por la envidia de mis vacaciones de maestra y terminara con aún más achaques de los que he tenido este verano, que han sido muchos y variados.
Pero ya estoy de vuelta, con intención de ser un poco más constante que este curso pasado. Es curioso cómo funciona el cerebro humano (o quizás sea solo el mío, que a veces pienso que es un poco extraterrestre), pero cuanto más tiempo tengo para hacer algo, menos hago, más tiempo desaprovecho, más hago el vago. Este curso promete ser ajetreado, con un máster a la vista (porque me va la marcha) y varios proyectos personales que veré si llevo a buen puerto, así que seguramente encontraré un hueco para dedicarme a alguno de mis muchos hobbies y estoy convencida de que voy a conseguir mantener los tres blogs que tengo (¡tres!) con más asiduidad de la que han tenido hasta ahora. Hoy la normalidad es ya total, con horario completo de mañana y tarde, y de momento ya le he encontrado un hueco al mediodía para sentarme delante del ordenador y hablar con vosotros y vosotras. Me hacía falta desahogarme.
Y tengo tanto sobre lo que desahogarme... Quiero hablar de la crisis de refugiados, de periodistas poco responsables, de feminismo (claro), de la escuela, de leyes injustas, de gente tóxica, de días de otoño con sol y color en los árboles, de viajes y hasta de fantasmas. No he llevado un diario este verano, aunque el cuaderno donde suelo escribir cuando voy de viaje ha viajado conmigo (y ha venido como se fue, sin una sola entrada), pero he escrito en el aire, en el fondo de mi cerebro, y espero acordarme de alguna de las ideas que se me ocurrieron en su momento. Y si no, da igual, porque se me ocurrirán nuevas; escribir es como correr, cuanto más lo practicas con más facilidad te sale. Vamos, me lo han dicho, porque yo lo de correr como que no, que bien me conocéis los asiduos y sabéis que cuanto menos me mueva, mejor.
Septiembre. Final del verano, principio de todo. Veremos hasta dónde nos llegan las energías. Yo, de momento, ya he empezado a tomar vitaminas.
Pero ya estoy de vuelta, con intención de ser un poco más constante que este curso pasado. Es curioso cómo funciona el cerebro humano (o quizás sea solo el mío, que a veces pienso que es un poco extraterrestre), pero cuanto más tiempo tengo para hacer algo, menos hago, más tiempo desaprovecho, más hago el vago. Este curso promete ser ajetreado, con un máster a la vista (porque me va la marcha) y varios proyectos personales que veré si llevo a buen puerto, así que seguramente encontraré un hueco para dedicarme a alguno de mis muchos hobbies y estoy convencida de que voy a conseguir mantener los tres blogs que tengo (¡tres!) con más asiduidad de la que han tenido hasta ahora. Hoy la normalidad es ya total, con horario completo de mañana y tarde, y de momento ya le he encontrado un hueco al mediodía para sentarme delante del ordenador y hablar con vosotros y vosotras. Me hacía falta desahogarme.
Y tengo tanto sobre lo que desahogarme... Quiero hablar de la crisis de refugiados, de periodistas poco responsables, de feminismo (claro), de la escuela, de leyes injustas, de gente tóxica, de días de otoño con sol y color en los árboles, de viajes y hasta de fantasmas. No he llevado un diario este verano, aunque el cuaderno donde suelo escribir cuando voy de viaje ha viajado conmigo (y ha venido como se fue, sin una sola entrada), pero he escrito en el aire, en el fondo de mi cerebro, y espero acordarme de alguna de las ideas que se me ocurrieron en su momento. Y si no, da igual, porque se me ocurrirán nuevas; escribir es como correr, cuanto más lo practicas con más facilidad te sale. Vamos, me lo han dicho, porque yo lo de correr como que no, que bien me conocéis los asiduos y sabéis que cuanto menos me mueva, mejor.
Septiembre. Final del verano, principio de todo. Veremos hasta dónde nos llegan las energías. Yo, de momento, ya he empezado a tomar vitaminas.
De faltas de ortografía en periódicos o el dolor de ojos que conllevan
En mi cuadrilla (léase "grupo de amigos/as" para todos aquellos/as de fuera de Euskadi) me conocen como la talibán de la ortografía del grupo. Siempre ando corrigiendo los correos electrónicos que me mandan (cada vez menos, ya ni eso nos molestamos en escribir) y los watsapps del grupo, donde, gracias al corrector del teléfono, ya no hay excusa para saltarse las haches con eso de que hay que ahorrar velocidad y espacio (que digo yo, ¿qué hace la gente con todo ese tiempo que se ahorra no poniendo una hache, o escribiendo ke en lugar de que?). Últimamente, sin embargo, estoy mucho más comedida, por un lado porque sé que no es agradable que alguien te eche en cara que tienes faltas de ortografía y por otro porque, seamos sinceras, me he dado por vencida. Si después de cinco veces de corregirte "haber si nos vemos" todavía no te has dado cuenta de la diferencia entre el verbo haber y la expresión "a ver", ya no tengo mucho que hacer. Me hace gracia que ahora son ellos y ellas los que pillan las faltas, y la corrección siempre va con un "Ruth, no me puedo creer que se te haya escapado esto". Siembra y recogerás, parece ser; todavía no hemos conseguido que el watsapp sea zona sin faltas, pero ahí andamos.
Y es que, visto lo visto, lo de las faltas de ortografía se está convirtiendo en algo endémico, ya no solo en los watsapps de mi cuadrilla, sino en cualquier expresión escrita de las que tanto abundan últimamente. No hace mucho vi en un blog una frase que me hizo dejar de seguirlo de forma automática. La frase era algo así:
Ayer, sin embargo, me encontré faltas de ortografía en un periódico local, y eso sí que no. Si hay alguien que tiene que dar la cara y dar ejemplo son los periodistas. No se puede permitir que alguien que escribe para el público y recibe un sueldo a cambio (por bajo que sea, que ya sé que están muy puteados) confunda el verbo "haber" con la preposición "a". No se puede permitir que no sepa algo tan básico como que no se pone coma entre el sujeto y el predicado (hay excepciones, pero el autor o autora del artículo no dio con ellas; de hecho, la forma en que lo ha escrito lleva a confusión, y me volví loca buscando en el artículo una mención del camionero ese que menciona entre comas y que solo se podría escribir así si se hubiera mencionado antes). No, no se puede permitir a un periodista escribir con faltas de ortografía, sobre todo unas tan básicas. Huelga decir que dejé de leer el periódico. No lo dejo para siempre, pero en ese momento no pude seguir. Solo tuve fuerzas para sacarle un par de fotos que mandar a mi cuadrilla (y recibir el choteo de siempre: ¿para qué sirve la hache, si es muda?, a lo que otro contestó: para que el agua sea agua, y no oxígeno. Me hizo mucha gracia).
Nunca dejaremos de escribir con faltas, pero quizás llegue algún día en el que los correctores de libros (donde he encontrado más de una falta), los periodistas y, por qué no, los blogueros y blogueras tomen conciencia de lo mucho que importa escribir de cara al público y la forma en la que ellos y ellas moldean el lenguaje y dan ejemplo. La ortografía importa porque es la única forma que tenemos de asegurar la comprensión de un mensaje. Las haches distinguen entre un "hecho" y un "echo", la "y" y la "ll" son todavía dos fonemas distintos que conllevan una gran carga de significado (no es lo mismo "el gato se calló y murió" que "el gato se cayó y murió"), y, mal que nos pese, la v y la b tienen todavía una gran carga de significado (pero a los que pronuncian la uve quiero darles con una guitarra en la cabeza). Quizás algún día todas estas diferencias desaparezcan, pero de momento importan. Y los que escriben (escribimos) de cara al público tienen (tenemos) la responsabilidad de hacerlo bien.
Y es que, visto lo visto, lo de las faltas de ortografía se está convirtiendo en algo endémico, ya no solo en los watsapps de mi cuadrilla, sino en cualquier expresión escrita de las que tanto abundan últimamente. No hace mucho vi en un blog una frase que me hizo dejar de seguirlo de forma automática. La frase era algo así:
Estar atentos al blog las próximas semanas, porque van a ver muchas novedades.Esta frase me la encuentro en una redacción de mis niños y niñas de sexto y les cae un choteo tremendo sobre el imperativo y el verbo "haber" (que pronto dejará de ser impersonal, porque todo el mundo lo usa ya en plural y me pone malita), pero a la persona que escribió esta frase no le dije nada (y eso que era un blog sobre libros; ¿es que a la gente no se le pega nada cuando lee?). No soy quién, supongo, para andar corrigiendo a extraños. ¿O sí? A veces pienso que la ortografía se corrige a base de avergonzar al personal, pero no es algo fácil de hacer. Cuando es un desconocido o desconocida quien te corrige, siempre puedes pensar "¿quién coño se cree?", o "¿qué sabrá ella?", ofenderte y ofuscarte y agarrarte a tus faltas como si de tu seña de identidad se tratara. Si es un conocido de hace poco, no te atreves a corregirlos por no ir de pedante, aunque cada vez que abren la boca o ves algo escrito quieras morirte un poco. Cuando hay confianza... La confianza da asco, dicen con razón, y, visto lo visto, algo funciona.
¿De qué camionero estamos hablando? |
¿En serio? ¿EN SERIO? |
Nunca dejaremos de escribir con faltas, pero quizás llegue algún día en el que los correctores de libros (donde he encontrado más de una falta), los periodistas y, por qué no, los blogueros y blogueras tomen conciencia de lo mucho que importa escribir de cara al público y la forma en la que ellos y ellas moldean el lenguaje y dan ejemplo. La ortografía importa porque es la única forma que tenemos de asegurar la comprensión de un mensaje. Las haches distinguen entre un "hecho" y un "echo", la "y" y la "ll" son todavía dos fonemas distintos que conllevan una gran carga de significado (no es lo mismo "el gato se calló y murió" que "el gato se cayó y murió"), y, mal que nos pese, la v y la b tienen todavía una gran carga de significado (pero a los que pronuncian la uve quiero darles con una guitarra en la cabeza). Quizás algún día todas estas diferencias desaparezcan, pero de momento importan. Y los que escriben (escribimos) de cara al público tienen (tenemos) la responsabilidad de hacerlo bien.
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En la pelu (otra vez)
Ayer estuve en la peluquería, lo que en sí no es noticia porque no
soy reina de ningún reino ni persona de alta alcurnia o mucho morro cuyos
caprichos importen más allá del mero detalle, y por eso tampoco puse fotos ni en
Twitter, ni en Facebook ni en Instagram, ni cambié mi estatus en el Whatsapp,
porque quien quiera ver mi nuevo corte de pelo que me llame y quedamos, ¿no?,
mejor con una cerveza. Estuve en la peluquería, digo, y para matar los largos
minutos de espera que una tiene que aguantar siempre cuando “va a hacer cosas
con la cabeza”, como decía Rociíto, leí un par de las revistas que tenía a
mano. Mejor dicho, las ojeé (u hojeé, porque la verdad es que no había mucho
donde posar el ojo más allá de fotos de modelos anoréxicas que miraban a la
cámara con cara de mala hostia). No me preguntéis de qué iban los artículos, si
es que se les puede llamar así, porque no me fijé en ninguno.
Y es que no sé qué tienen las peluquerías que nos tratan como
tontas (y tontos, porque ayer había más hombres que mujeres) y solo nos ponen
revistas de moda y, ay madre, tendencias. No sé qué mal les haría poner un Muy
Interesante de hace dos años, como en el dentista, o una de esas revistas de
historia que tanto abundan últimamente. Incluso algo de decoración, o un
catálogo de muebles, o, fíjate qué esfuerzo, algún periódico con las revistas
que vienen en ellos los domingos. Tampoco es decir que quiten todas las
revistas de moda, pero ¿por qué todas tienen que ser iguales? ¿Por qué tengo
que leer sobre cómo complacer a mi hombre, o las últimas tendencias en la
pasarela de Milán, o en qué se pone Sara Carbonero cuando se va a dormir? Y es
que vaya revistas… Por favor, si hasta la Interviú tiene artículos interesantes entre las
fotos de tías en pelotas, y me han dicho que hay también mucha miga en la Playboy (eso decían en
Friends, por lo menos, habrá que creérselo). Que sí, que entrevistan a mujeres
importantes e “importantes” en un amago de feminismo que no se cree ni Rita,
pero es que luego me acompañan el artículo con una foto y un pie de página
detallando lo que lleva puesto y de qué marca es que le quita toda la (poca)
credibilidad. Porque no nos engañemos, todas las mujeres que salen en las
revistas de moda (hasta Melinda Gates y compañía) se reducen a meros maniquíes con la sola intención de mostrar la
última moda o lo que una no debería nunca, nunca ponerse.
Desde aquí hago un llamamiento a todas las peluquerías del mundo (bueno, dejémoslo en las de Vitoria, que quien mucho abarca poco aprieta): pongan ustedes algo más de variedad en su material de lectura, hagan el favor. Piensen que, para muchas, el ratito de la pelu es el único momento que tienen para leer algo sin que el jefe, el marido o los hijos las molesten, y a veces apetece leer un artículo sobre la teoría de las cuerdas, aunque no se entienda nada. Que el tinte tarda mucho en “coger”, y como encima estén peinando a otra mientras me atienden a mí, ya ni te cuento. Y, la verdad, diecisiete revistas sobre las tendencias y los colores más de moda de esta temporada me parecen un poco demasiado. Y creo que, aquí, la única rara no soy yo.
Desde aquí hago un llamamiento a todas las peluquerías del mundo (bueno, dejémoslo en las de Vitoria, que quien mucho abarca poco aprieta): pongan ustedes algo más de variedad en su material de lectura, hagan el favor. Piensen que, para muchas, el ratito de la pelu es el único momento que tienen para leer algo sin que el jefe, el marido o los hijos las molesten, y a veces apetece leer un artículo sobre la teoría de las cuerdas, aunque no se entienda nada. Que el tinte tarda mucho en “coger”, y como encima estén peinando a otra mientras me atienden a mí, ya ni te cuento. Y, la verdad, diecisiete revistas sobre las tendencias y los colores más de moda de esta temporada me parecen un poco demasiado. Y creo que, aquí, la única rara no soy yo.
Agotada
Llega esa época del año en la que ya no puedo más. Me pasa todos los años, pero quizás me haya pasado con más fuerza este. Las semanas se me hacen eternas, las horas laborables interminables. Yo, que soy de no parar y estar siempre haciendo algo, me encuentro con que solo me apetece estar tirada en el sofá, leyendo o viendo algo simple en la tele, nada de forzar la mente. No soporto a mis alumnos, y no es porque sean insoportables, que no lo son, sino porque la insoportable soy yo. Es la época del año en la que empiezo a pensar qué haría yo si no fuera profesora de primaria, a qué me podría dedicar que no supusiera lidiar con gente con distintos humores y personalidades. Sobre todo, dónde haría mi agotamiento menos daño. Un trabajo de oficina, gritarle a un ordenador inanimado. En junio, lo firmaría.
Estoy cansada a un nivel más que físico. Quizás sea porque este año he empezado en un cole nuevo en el que estoy muy a gusto y he querido darlo todo, y me he pasado. Quizás sea el calor. Quizás sea que estoy acostumbrada a llegar a casa y tener algo que hacer, y este año no lo he tenido (nada que estudiar, ninguna obligación a partir de las cuatro y media). No lo sé. Solo sé que el treinta de junio está aún muy lejos, y el veintitrés (cuando los niños y niñas cogen vacaciones) no promete lo suficiente. Quiero descansar, y a la vez quiero llenar mis horas con algo que no tenga nada que ver con la enseñanza. No estoy quemada, estoy agotada. Y lo peor es que los que me tienen que aguantar también lo están.
Bendito Madrid
Los niños de mi escuela están, por supuesto, obsesionados con el fútbol, y una gran cantidad de ellos son del Madrid y del Barça. Alguno hay del Atletic, y algún otro despistado del Alavés, e incluso tenemos a alguna niña que de vez en cuando viene con su camiseta deportiva, pero en general son los niños y son los dos equipos grandes (a las niñas les va más el baloncesto; el colegio ha hecho una muy buena campaña para impulsar el deporte femenino y a todas les gusta el baloncesto y son del Baskonia). El otro día, en la clase de cinco años, los niños y niñas empezaron a hablar de colores, y uno de ellos dijo la sempiterna frase de que el rosa es color de niñas. "Pues no", le contestó otro, todo digno, "porque la segunda equipación del Madrid es rosa, y ellos son chicos. Así que el rosa también es de chicos". Punto para el Madrid, pensé, por fin puedo decir que el fútbol ha ayudado algo en la lucha de sexos. Pero es que hoy E., una niña de esa clase, ha venido de los pies a la cabeza con la segunda equipación del Madrid, y había que ver a todos los niños envidiosos porque qué guay, E. es del Madrid y tiene la equipación, y al resto de las niñas mirándola con el rabillo del ojo porque no entendían muy bien que pudiera venir de rosa y aún así estuvieran hablando de fútbol. K., un niño de su clase, ha venido con la camiseta del Barça y los dos han comparado colores y se han declarado mutuos admiradores de sus respectivos equipos, pero sin rivalidad, y a la hora del patio E. se ha puesto de portera (como Casillas, digo yo) y K. y otro grupo de chicos han jugado a fútbol con ella. No ha habido protestas porque dejara colar los goles, precisamente.
Y a mí me ha dado por pensar un momento en que igual el rosa no es un color tan malo, ni tan de chicas, ni tan "blando". Igual el rosa es de hombres duros y mujeres peleonas, de futbolistas de élite y escaladoras intrépidas, o de niños y niñas que juegan al fútbol en el patio sin más altercados que un raspón en la rodilla. Claro que he tenido que obviar a otra niña que ha venido toda de rosa, sí, pero con un vestido de princesa que se ha empeñado en vestir, o la que me ha traído un vestido de faralaes sin ser feria de abril ni nada. Quizás las cosas estén cambiando o quizás no, pero al menos un grupo de chicos de la clase de cinco años se van a poner camisetas rosas que no sean de fútbol y no se van a sentir extraños. Algo, creo, sí hemos avanzado, aunque el tren vaya tan despacio que a veces parezca que esté parado.
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¿Y tú qué a qué te dedicas?
El otro día me dio por entrar en una de esas páginas de Internet que tanto abundan últimamente con consejos de todo tipo. Esta en particular era "consejos para ser feliz", y, aunque una no está lo que se dice depre en este momento, terminé leyéndola para ver si estaba haciendo las cosas bien (léase con ironía) o tenían algún consejo de esos que te encuentras en el lugar menos insospechado y te hace decir "ostrás" (léase sin tanta ironía). He de reconocer que, de los diez consejos que daba, solo me acuerdo de dos: haz ejercicio (eso ya lo sabía, pero de la teoría a la práctica va un mundo) y, cuando te describas, no te identifiques con tu trabajo. "Eres más que tu trabajo", decía el artículo. Y ahí me paré en seco.
Hace ya meses que lo leí, pero ayer, viendo un capítulo antiguo de una serie que me encanta, lo volví a oír. La protagonista de turno le decía a su marido que ella era psiquiatra, que era lo que le definía, y él le contestaba que no, que era también madre y esposa. Ella insistía y al final los dos se iban enfadados, y yo le gritaba a la tele que ella tenía razón. No porque piense que definirse como madre y esposa sea algo malo (aunque son calificativos que dependen de otra persona, y definirte en referencia a tus relaciones no me parece muy positivo), sino porque yo pienso igual que ella: si hay algo que me defina, es mi trabajo. Soy profesora. Cuando alguien me pregunta "¿y tú qué haces?", no le doy una lista de mis muchos hobbies, o le digo que soy hija, hermana y amiga. Les digo que soy profesora, y enseguida empiezo a dar detalles de mi asignatura, de mi colegio, de mis obligaciones y pasiones. El artículo decía que no era buena idea definirse por el trabajo, pero ¿qué otra cosa habla tanto de mí como lo que hago?
Tengo la grandísima suerte de trabajar en lo que me gusta desde los diez años, cuando enseñé a leer a mi hermano. No todos los días me doy cuenta de esto, pero en cuanto hablo con gente que está a disgusto en el trabajo me doy cuenta de lo afortunada que soy. Estoy a gusto en el colegio en el que trabajo, y eso lo estoy notando en mi nivel de energía: no me importa meter más horas, no me importa preparar cosas en casa, no me importa llegar veinte minutos antes un lunes por la mañana. Busco maneras de ser mejor en lo mío todos los días. Los ojos se me van a los artículos de educación, a las charlas de expertos pedagogos, a los vídeos de Youtube en los que sale Ken Robinson (grande, muy grande). No soy maestra seis horas al día, lo soy siempre. Tengo grandísimas amigas que me aguantan las chapas que les suelto cuando algo me ha salido bien o mal, cuando tengo un mal día o uno excepcionalmente bueno. Ser maestra me define, como me define el saber inglés a un nivel alto o haber vivido parte de mi vida en extranjero. Y todo esto está relacionado con mi trabajo. No hablaría inglés como lo hablo si no me hubiera ido fuera a mejorarlo, y jamás habría tenido la oportunidad de hacerlo si no llego a ser maestra de inglés. Cuando me preguntan "¿qué eres?", mi primera respuesta es siempre maestra. Podría decir mujer, podría decir filóloga. No. Digo maestra. Porque es lo que me define.
No sé si el artículo tiene razón con más gente, pero desde luego conmigo no. A mí mi trabajo me hace feliz. Son incontables los días que he llegado a casa pensando que he disfrutado tanto en clase que lo hubiera hecho gratis (también son muchos, aunque no tantos, los días que pienso que igual en la mina de carbón se sufre menos, así que lo comido por lo servido). Hoy, sábado después del día del trabajo, estoy más convencida que nunca de que la única opción por la que cambiaría mi profesión sería por la de millonaria, y a ver quién es el guapo o la guapa que me dice que no. Eso sí, me escaparía de vez en cuando al cole (lo tengo aquí al lado) para preparar algún proyecto o un teatro con los pequeños, porque la alegría que me dan los niños (cuando están majos) no creo que me la vayan a dar los millones que voy a ganar en la lotería. O igual sí, vaya usted a saber. Os mantendré informadas/os. Cuando me toque.
Hace ya meses que lo leí, pero ayer, viendo un capítulo antiguo de una serie que me encanta, lo volví a oír. La protagonista de turno le decía a su marido que ella era psiquiatra, que era lo que le definía, y él le contestaba que no, que era también madre y esposa. Ella insistía y al final los dos se iban enfadados, y yo le gritaba a la tele que ella tenía razón. No porque piense que definirse como madre y esposa sea algo malo (aunque son calificativos que dependen de otra persona, y definirte en referencia a tus relaciones no me parece muy positivo), sino porque yo pienso igual que ella: si hay algo que me defina, es mi trabajo. Soy profesora. Cuando alguien me pregunta "¿y tú qué haces?", no le doy una lista de mis muchos hobbies, o le digo que soy hija, hermana y amiga. Les digo que soy profesora, y enseguida empiezo a dar detalles de mi asignatura, de mi colegio, de mis obligaciones y pasiones. El artículo decía que no era buena idea definirse por el trabajo, pero ¿qué otra cosa habla tanto de mí como lo que hago?
Tengo la grandísima suerte de trabajar en lo que me gusta desde los diez años, cuando enseñé a leer a mi hermano. No todos los días me doy cuenta de esto, pero en cuanto hablo con gente que está a disgusto en el trabajo me doy cuenta de lo afortunada que soy. Estoy a gusto en el colegio en el que trabajo, y eso lo estoy notando en mi nivel de energía: no me importa meter más horas, no me importa preparar cosas en casa, no me importa llegar veinte minutos antes un lunes por la mañana. Busco maneras de ser mejor en lo mío todos los días. Los ojos se me van a los artículos de educación, a las charlas de expertos pedagogos, a los vídeos de Youtube en los que sale Ken Robinson (grande, muy grande). No soy maestra seis horas al día, lo soy siempre. Tengo grandísimas amigas que me aguantan las chapas que les suelto cuando algo me ha salido bien o mal, cuando tengo un mal día o uno excepcionalmente bueno. Ser maestra me define, como me define el saber inglés a un nivel alto o haber vivido parte de mi vida en extranjero. Y todo esto está relacionado con mi trabajo. No hablaría inglés como lo hablo si no me hubiera ido fuera a mejorarlo, y jamás habría tenido la oportunidad de hacerlo si no llego a ser maestra de inglés. Cuando me preguntan "¿qué eres?", mi primera respuesta es siempre maestra. Podría decir mujer, podría decir filóloga. No. Digo maestra. Porque es lo que me define.
No sé si el artículo tiene razón con más gente, pero desde luego conmigo no. A mí mi trabajo me hace feliz. Son incontables los días que he llegado a casa pensando que he disfrutado tanto en clase que lo hubiera hecho gratis (también son muchos, aunque no tantos, los días que pienso que igual en la mina de carbón se sufre menos, así que lo comido por lo servido). Hoy, sábado después del día del trabajo, estoy más convencida que nunca de que la única opción por la que cambiaría mi profesión sería por la de millonaria, y a ver quién es el guapo o la guapa que me dice que no. Eso sí, me escaparía de vez en cuando al cole (lo tengo aquí al lado) para preparar algún proyecto o un teatro con los pequeños, porque la alegría que me dan los niños (cuando están majos) no creo que me la vayan a dar los millones que voy a ganar en la lotería. O igual sí, vaya usted a saber. Os mantendré informadas/os. Cuando me toque.
Volviendo a casa
Ayer bajé del tranvía e hice mi recorrido habitual de camino a casa. Me separan unos quinientos metros de la parada y un puñado de calles bastante concurridas, con bares con terrazas abarrotadas de clientes en las noches no demasiado frías, como la de ayer. Fue delante del más grande donde vi el gentío, todos con la copa en la mano mirando hacia la misma dirección. Al principio pensé que era simplemente la clientela del bar tomando el aire, pero entonces seguí sus miradas y vi la furgoneta de la Ertzaintza. Habían acordonado la entrada a un portal, y otra furgoneta, blanca y sin ninguna identificación, tapaba por completo la entrada a la casa, las puertas de atrás abiertas, para que quien saliera del portal no tuviera más remedio que entrar en la furgoneta, sin ninguna otra salida. A un lado, fotógrafos profesionales y alguna enorme cámara de televisión sacaban fotos e imágenes de no sé qué, porque no se veía nada. Entre los curiosos también había gente con el móvil en la mano, sacando fotografías. Un detenido, pensé. O un desahucio que no quieren que nadie boicotee. Las caras de la gente eran de curiosidad, no de pena ni de circunstancia. Allí donde hay carnaza hay público. Como cuando no puedes dejar de mirar el accidente de la carretera.
No me paré a mirar, no me gusta el morbo. Supe lo que era cuando llegué a casa. Me dio por mirar el periódico local en Internet, por si salía ya la noticia, que es la ventaja que tiene la información hoy en día. Salía, vaya que si salía. Pero no era un desahucio, ni una detención. Lo que acababa de presenciar era el levantamiento del cadáver de una mujer de 29 años apuñalada por su pareja. Y no digo "presuntamente", porque el atacante fue de su propio pie, cubierto en sangre, a buscar al policía más cercano y decir que había apuñalado a su novia. A plena luz del día y sin miramientos.
Me quedé helada. Me entraron unas ganas terribles de llorar, y eso que es la quinta o sexta víctima de violencia de género de esta semana (qué triste, ya he perdido la cuenta, y qué triste también que no haya llorado por las demás, tan normal es ya). Ninguna, sin embargo, me ha tocado tan de cerca, a apenas unos metros de mi casa, y ninguna me ha dejado nunca la imagen tan gráfica de la furgoneta blanca sin marcas con las puertas traseras abiertas tapando el portal. Hoy saldrá en las noticias, convertida ya en estadística, un número más, un dato a apuntar. La primera víctima de violencia machista en Euskadi de este año es vitoriana, vaya honor. A quinientos metros de mi casa. Con los clientes del bar comentando, entre trago y trago, que vaya tela, la gente está loca, qué movida, ¿pedimos otro pintxo de tortilla?
Me pregunto qué hicieron los curiosos con las fotos que sacaron con el móvil. Casi estoy esperando a que me empiecen a llegar por watsapp. No me extrañaría lo más mínimo. Porque la vida sigue, y, nos guste o no, el mundo está lleno de carroñeros a los que la carnaza les pone más que un chute de la coca más pura.
No me paré a mirar, no me gusta el morbo. Supe lo que era cuando llegué a casa. Me dio por mirar el periódico local en Internet, por si salía ya la noticia, que es la ventaja que tiene la información hoy en día. Salía, vaya que si salía. Pero no era un desahucio, ni una detención. Lo que acababa de presenciar era el levantamiento del cadáver de una mujer de 29 años apuñalada por su pareja. Y no digo "presuntamente", porque el atacante fue de su propio pie, cubierto en sangre, a buscar al policía más cercano y decir que había apuñalado a su novia. A plena luz del día y sin miramientos.
Me quedé helada. Me entraron unas ganas terribles de llorar, y eso que es la quinta o sexta víctima de violencia de género de esta semana (qué triste, ya he perdido la cuenta, y qué triste también que no haya llorado por las demás, tan normal es ya). Ninguna, sin embargo, me ha tocado tan de cerca, a apenas unos metros de mi casa, y ninguna me ha dejado nunca la imagen tan gráfica de la furgoneta blanca sin marcas con las puertas traseras abiertas tapando el portal. Hoy saldrá en las noticias, convertida ya en estadística, un número más, un dato a apuntar. La primera víctima de violencia machista en Euskadi de este año es vitoriana, vaya honor. A quinientos metros de mi casa. Con los clientes del bar comentando, entre trago y trago, que vaya tela, la gente está loca, qué movida, ¿pedimos otro pintxo de tortilla?
Me pregunto qué hicieron los curiosos con las fotos que sacaron con el móvil. Casi estoy esperando a que me empiecen a llegar por watsapp. No me extrañaría lo más mínimo. Porque la vida sigue, y, nos guste o no, el mundo está lleno de carroñeros a los que la carnaza les pone más que un chute de la coca más pura.
De camino a Santiago
Este fin de semana, como en estos lares nos han dado dos días extras de fiesta por el día de San José tengas o no tengas padre, me he ido a hacer el camino de Santiago. Salí el jueves por la mañanita, con la ropa justa por eso del peso, que ya se sabe que una debe llevar solo un diez por ciento de su peso corporal (en mi caso da para llevar el equipaje de varias personas, pero en fin), y una bolsa con avituallamiento por si me daba una pájara por el camino. Dejé atrás un tiempo muy malo, frío polar y un cielo nublado que no auguraba nada bueno, pero según me fui acercando a mi destino vi salir el sol. Elegí el camino de la costa, porque me gusta lo verde y porque, no os voy a engañar, sé qué ciudad viene después de cada una y corría menos peligro de perderme (que no me hagan nunca un examen de geografía, por favor, porque no tengo ni idea de las ciudades castellanas que hay de aquí a Santiago). A eso de las siete de la tarde, agotada y casi deshidratada (y con unas ganas locas de mear), llegué por fin a Santiago. Aparqué el coche en un parking, cogí mi maleta con ruedas y tiré para el hotelillo que había reservado hasta el domingo. Que digo yo, habiendo las carreteras que hay, ¿cómo es que la gente va andando? ¿Están todos locos?
Llegué, digo, a un hotelillo con mucho encanto, en el que me dieron a elegir hasta la habitación. Ese mismo día salí a localizar la catedral para ir a verla el viernes, y cuál no sería mi sorpresa cuando, a eso de las ocho de la tarde, me di cuenta de que todavía era de día. Ya había oído hablar de que anochece más tarde por estar más al oeste, pero coño, ¿una hora? Yo, feliz, me di una vuelta por el casco viejo, comí una tapa de salpicón de marisco y luego terminé cenando con caldo gallego y tarta Santiago (que no falte; me he puesto morada). No os voy a aburrir con todo lo que he comido porque ha sido mucho, pero creo que hasta he perdido peso por todo lo que he andado y lo sano que era todo el pescado que me he metido entre pecho y espalda. Y es que el camino da un hambre…
Al día siguiente fui a ver la catedral. Tan concentrada estaba en lo que me decía la audio guía que no me di ni cuenta de que afuera la luna se estaba poniendo entre la tierra y el sol y todo el mundo andaba con gafas de sol en la plaza del Obradoiro viendo el eclipse. Yo estaba traumatizada viendo a la gente abrazando al santo, que a punto estuve de llamar al de seguridad para decirle que estaban tocando la escultura, hombreporfavoresqueestosnosabenqueesonosetoca, hasta que la audioguía, muy maja ella, me explicó que era tradición y que habían tenido que cambiar el manto de plata porque estaba desgastado de tanto abrazo (y digo yo, que mejor desgastado que no desaparecido, porque en cualquier otro sitio se lo hubieran llevado). Vi el botafumeiro colgando (que me disculpen los gallegos y gallegas si lo he escrito mal), pero no ondeando porque no fui a misa, y pasé de ver las reliquias del santo por porque una es atea y me parecía una blasfemia. Eso sí, fui al museo vi todas las piedras y me fijé en que la mayoría de las piezas más importantes no estaban allí porque habían sido cedidas a otro museo. Qué mala suerte, hombre. Ley de Murphy.
De lo que sí he visto mucho este fin de semana ha sido peregrinos. Gente con mochila que no tenía cara de cansancio, sino que paseaban por ahí como si lo más normal del mundo fuera llevar un palo con punta en la mano y una enorme mochila a la espalda. Varios me preguntaron que dónde estaba la catedral, y yo, que me pierdo en Vitoria, no intenté siquiera guiarlos en la dirección aproximada y les dije a todos que era de fuera (me creyeron, ¿será el acento?). Hubo un momento en el que me dieron envidia y me planteé en serio lo de hacer el camino andando, pero entonces me di cuenta de que llevaba ya una hora de paseo y me fui a descansar con una caña y una tapa. Me da a mí que yo para eso no valgo.
La vuelta la he hecho igual que fui, pero en sentido contrario. Si llego a hacer caso al GPS todavía estaba en Palencia, pero he sido aventurera y he tratado de llegar a Vitoria yo solita sin ayuda, ahí, a la aventura (bueno, un ratito sí que he puesto el cacharro, lo suficiente para pillar la autovía del cantábrico, que andaba despistada). Porque, después de todo, ¿qué es el camino a Santiago (que no “de Santiago”) sino una aventura? La próxima vez, quién sabe, lo mismo voy por León y os sorprendo a todos. Solo una preguntita: ¿a Santiago se va por León? Digo, por si me dejo el GPS. No la vayamos a liar.
Micromachismos
El otro día fui a tomar algo con unos amigos, como suelo hacer los fines de semana. El día era cálido, la tarde animaba a pasear y nosotros nos fuimos de pintxos porque una es vasca y sus amigos (y amigas) también, y es lo que hay. No era tarde, apenas había anochecido, pero en uno de los bares nos encontramos a dos chicos tan borrachos que apenas podían guardar el equilibrio. Apoyaban todo su peso en la barra, se miraban con ojos entrecerrados, no parecían capaces de enfocar la mirada. De vez en cuando nos caía algún empujón que devolvíamos sin cuidado (y sin que el borracho se diera cuenta, porque qué más da un poco más de movimiento cuando no puedes mantenerte en pie), pero no se metían con nadie.
Hasta que hicieron la gracia de tirar una torre de pintxos. Cuando digo torre me refiero a esas estructuras de metal que logran levantar un par de platos por encima de los demás para que haya más sitio en la barra. Con un ligero empujón, ¡crash!, tiraron todos los platos al interior de la barra, dando a todo el mundo un buen susto. Las camareras dieron un brinco, soltaron una carcajada y se pusieron a limpiar el desastre con risita nerviosa. Los chicos se echaron a reír mirando al suelo (no por vergüenza, sino porque en el estado en que iban no se les sujetaba la cabeza) y siguieron con su cerveza en la mano, viendo a las chicas barrer.
Y entonces mi amiga comentó: esto es cosa de género. Y tenía razón. Porque si detrás de la barra llega a haber dos hombres en lugar de las dos mujeres que había (que encima eran empleadas, no las dueñas, y les puede importar bien poco que se rompan un par de platos), los borrachos no se hubieran atrevido a tirar la torre. Porque habrían sabido que, cuando menos, se les hubiera recriminado el acto con una mirada, sino con un “ya está bien, ¿no?”, o la petición de que salieran del bar. Rectifico: quizás lo hubieran hecho igual (iban muy pasados), pero estoy convencida de que no se habrían quedado a terminar la cerveza tranquilamente mientras los de detrás de la barra limpiaban. Habrían disimulado más su risa y se habrían ido a reírse a la calle. Y los de detrás de la barra no habrían recibido el golpe con risita nerviosa. Pero eran chicas, y jóvenes, y bastante nuevas. No hubo consecuencias a sus actos. No hubo reacción.
No sé si esto entra dentro de la definición de micromachismo, pero yo lo encajo allí. Para mí, micromachismo es cualquier pequeña acción que no se daría si los papeles estuvieran cambiados. ¿Qué hubiera pasado si los de la barra llegan a ser hombres y las dos borrachas chicas? No creo que lo hubieran tirado, o de haberlo hecho habrían salido corriendo con risita bobalicona a contarlo a sus amigas. No se habrían quedado tan anchas a terminar su trago. ¿Y si las cuatro llegan a ser chicas? ¿Les habrían llamado la atención las camareras? Quizás. Cuando digo que el problema es de género no me refiero solo a que la actitud de los hombres tenga que cambiar: nosotras tenemos que aprender a “empoderarnos” y comernos el mundo más de lo que nos lo hemos comido hasta ahora. Que no nos dé miedo llamarles la atención a dos borrachos cuando nos están rompiendo platos en un bar.
Quizás sea porque estoy en un entorno muy concienciado con los roles de género, quizás porque yo soy así. Sólo sé que cada día veo más cosas a mi alrededor, pequeños detalles, que no me gustan y me gustaría cambiar, pero aún no sé cómo. Por suerte soy maestra y quizás tenga algo de influencia sobre mis alumnos y alumnas. Habrá que ejercerla. Aunque en su caso me limite a insistir en que “pegar como una chica” no tiene por qué ser algo malo.
Hobbies
Estas últimas semanas me ha dado por añadir un hobby a mi armario de "cosas que hacer mientras veo la tele". Desde hace años he tenido el patchwork, que tiene su momento relax en lo de acolchar las partes de arriba terminadas con la guata y la tela de abajo, pero con la última colcha me he atascado porque no me gustan ni el patrón ni el hilo que he escogido y he tenido que buscarme otro entretenimiento que mantenga las manos ocupadas para no comer compulsivamente en los ratos tontos (sí, en lugar de deshacer lo hecho y buscar otro patrón y otro hilo que me guste más; es difícil ser yo, qué le vamos a hacer). Ahora me ha dado por el ganchillo, que relaja mucho, es muy agradecido y te deja ver cómo está tu nivel de estrés por lo fuerte que haces los puntos en la labor (a juzgar por el chal que acabo de terminar, estoy muy estresada; digo yo que sería porque era la primera vez que hacía ganchillo y me estaba poniendo nerviosa tanto deshacer, porque si no no me lo explico).
Ganchillo y patchwork, hobbies tremendamente "femeninos" para una feminista que defiende que las mujeres pueden ser bomberas si les da la gana, ¿no? Me podía haber dado por arreglar motores diesel, o por hacer un curso de talla de madera en la escuela-taller que tengo al lado de mi casa. No, me ha dado por dos cosas muy ligadas al mundo tradicional de las mujeres. Y entonces me he puesto a pensar qué hay de malo en ello. Son dos pasatiempos que tienen su misterio, y que trabajan algo más que la dexteridad manual. Con el patchwork he aprendido más de geometría que todo lo que aprendí en la escuela. Una tiene que tener muy en cuenta qué fórmulas se necesitan para hacer un círculo de determinado tamaño, o sumar bien el perímetro de una forma concreta para poder calcular cuánta tela vas a necesitar para el borde. Me he encontrado en internet más de una vez para buscar cómo se hace un hexágono con compás, o ideando mil maneras de sacar todos los triángulos posibles de una tela malgastando lo menos posible. Yo, que en matemáticas he sido siempre una nulidad, me he encontrado haciendo cálculos antes de cortar y coser dos piezas juntas. Y con el ganchillo me paso el rato contando y calculando cuántas repeticiones necesito para llegar al final con un determinado patrón, y fijándome bien en el dibujo para ver si he hecho bien los aumentos. Lo de hacer mis propios patrones llegará (espero) más adelante.
El feminismo no se trata solo de lograr un sitio en primera fila en un mundo en el que las mujeres han ocupado (y ocupan) un segundo plano, sino en hacer que el mundo que tradicionalmente ha sido el femenino cobre importancia, y se valoren las tareas que las mujeres han hecho durante años y la sociedad ha despreciado por ser inútiles. Como las tareas de casa, o el cuidado de los niños, o de personas mayores. Son tareas necesarias que normalmente han hecho las mujeres, se ha dado por hecho que era su labor, y ahora que nos hemos cansado de quedarnos en la sombra haciendo lo que nadie más quiere hacer nos encontramos con que hay un vacío que los hombres no han querido llenar. No hay nada denigrante en cambiar el pañal a un abuelo, no hay nada humillante en quedarse en casa con los niños mientras la mujer va a trabajar. Pero durante siglos se nos ha hecho creer que eran tareas menores, y a ver quién es el guapo que cubre el hueco de los trabajos ingratos. A nadie le gusta que su tarea quede sin recompensa, solo que las mujeres ya se han acostumbrado a ello.
Seguiré haciendo hobbies de los llamados femeninos porque me gusta sacar provecho de mi tiempo libre. El dueño de la tienda de lanas ya me ha dicho que no corra tanto, que disfrute con la tarea. Me lo ha dicho bajando sus agujas de punto (estaba haciendo unos puños perfectos, yo quiero aprender a hacer eso) y observando con delicadeza la tarea que yo estaba haciendo. El jersey que está tejiendo es para su mujer, a la que no le va mucho eso de las lanas. El manitas de la casa es él. No tienen hijos, pero me los imagino corriendo en la tienda entre las señoras entregadas a la labor y comiendo las galletas que nos pone de merienda.
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Doy la cara
Odio este anuncio. Sé cuál es su intención, el de mostrar apoyo a las mujeres en general y en especial a las que sufren violencia de género, pero aun así lo odio. "Doy la cara por las mujeres valientes", dice la periodista de turno. "Por las que se atreven, por las que dan un paso adelante". No. Esas no necesitan que des la cara por ellas. Las que necesitan que den la cara por ellas son, precisamente, las cobardes, las olvidadas, las que no se atreven, las que se esconden, las que no se ven, las que tienen miedo. Las que aguantan porque no tienen otro sitio donde ir. Las que no saben lo que valen. Las que no pueden. Porque las mujeres valientes, igual que los hombres valientes, saben sacarse las castañas del fuego ellas mismas y no hace falta que nadie dé la cara por ellas. Y viniendo de un entramado como el de Mediaset, que no es precisamente el adalid de la igualdad de género (no olvidemos que fueron los que trajeron a las Mamachicho), más sospechoso me parece.
Yo doy la cara por todas. Porque todas (y todos) hemos necesitado alguna vez que den la cara por nosotras.
De santas y abuelas
Mi abuela nació el cinco de febrero de 1899, lo que significa que hoy cumpliría 116 años. Cuando era pequeña me gustaba calcular su edad porque siempre era uno más que el año en el que vivíamos, y eso me hacía sentir importante. El otro día se lo conté a mis alumnos y se quedaron horrorizados al pensar que alguien que ellos conocían podía haber tenido una abuela nacida en el siglo diecinueve. A mí me sigue encantando calcular su edad y sumarle uno al siglo.
Cuando tenía cuarenta y tres años, cinco hijas y un único hijo, mi abuela empezó a tener síntomas que encajaban con la menopausia. Al menos eso pensaba todo el mundo, porque ella tuvo claro que aquello de menopausia nada, lo que llegaba era un nuevo embarazo. Acertó, y por primera vez en su vida dio a luz en un hospital al segundo varón de la casa, el pequeño, el que sería mi padre treinta y tres años más tarde. Al poco sería abuela, y mi padre fue una de las pocas personas que, después de casarse, se iría de vacaciones con su sobrina y su marido, los mejores amigos de mi padre y mi madre. Esa sobrina, mi prima, es mi madrina, y sus hijos tienen la misma edad que yo y mi hermano. Lo que significa que cuando mi abuela tuvo el último nieto, a los ochenta y dos años, ya llevaba un lustro siendo bisabuela. Para entonces ya había perdido la cabeza y llevaba tiempo en una residencia. Yo la vi en contadas ocasiones, porque a mis padres no les parecía que aquel fuera un sitio adecuado para una niña y a mí no me hacía ninguna ilusión ir a visitar a una señora que no sabía quien era yo. Dice la leyenda que, cuando yo nací, peleó porque me llamaran Rufina en vez de Ruth, que qué nombre era ese para una niña. En una de las visitas que le hice le llevé una flor, y cuando me fui me la devolvió. Otra vez la vi dormida, la inmensa mata de pelo blanco azulado apoyada en la almohada, murmurando en sueños (siempre me acuerdo de ese pelo, y de la suerte que he tenido al heredarlo; no hay nadie calvo en ese lado de la familia). Murió a los noventa y tantos, habiendo enterrado a su marido, a un hijo y a unos cuantos yernos y nietos. Su hija mayor tiene casi noventa y está en perfecta salud mental y física, y el resto de las hijas resiste el embate del tiempo; por contra, ninguno de sus dos hijos varones llegó a los setenta.
Nació el cinco de febrero, día de Santa Águeda, y por supuesto se llamó Águeda. Aquí, la víspera es día de romería, o por lo menos lo era, cuando los hombres que estaban a punto de ir a la “mili” paseaban por la calle cantando y pidiendo para una última noche de juerga (al menos ese creo que es el origen de la tradición). Hoy en día la costumbre casi se ha perdido en las ciudades, aunque en los colegios se siga manteniendo y sigamos cantando la canción y saliendo con los chavales y chavalas por el barrio (si el tiempo lo permite). Por eso me acuerdo siempre de su cumpleaños, porque coincide con la santa más festejada en Euskadi. Y en esos días me entra morriña, y veo la nieve caer, y pienso en todo lo que vivió la mujer de pelo blanco apoyado sobre la almohada que hoy cumpliría ciento dieciséis años.
Ramalazo poético de un día extraño
Qué quieres ser
¿Qué quieres ser?, nos preguntaban de pequeñas.
Y nosotras contestábamos.
Futbolista.
Actriz.
Cantante.
Maestra.
Electricista.
¿Qué quieres ser?, nos preguntaron de más mayores.
Y las respuestas cambiaron.
Millonaria.
Rica.
Empresaria.
Jefa.
¿Qué quieres ser?, nos preguntarán después.
Y diremos otras cosas.
Quiero ser un buen recuerdo.
Quiero ser significante.
Quiero ser un buen regusto.
Quiero ser algo.
Quiero ser alguien.
Quiero ser.
De filosofías de la vida o verdades que no gustan
Leo en internet una frase que me para en seco unos segundos:
La leo, y mi primera reacción es negar con la cabeza y decirme a mí misma "qué cínico, vaya manera de ir por la vida", aunque últimamente me ha dado por pensar que no entiendo el significado de "cínico" y que la mayoría de las veces es una palabra que se usa tan mal como "demagogia". Miro en mi interior, y trato de pensar en alguna ocasión en la que esta frase haya descrito alguna de mis acciones. Miro, busco y rebusco, y no encuentro un momento en el que pueda decir "sí, ahí fui mala, ahí fui a hacer daño a posta, por venganza o por odio". Alguna mala respuesta, algún mal gesto, pero más por salvarme yo de un mal rato que por herir a los demás. Y luego recuerdo esos gestos de bondad que hice sin pensar, esos detalles que nadie me pidió y nadie me agradeció, esos momentos en los que quise ser buena persona y pasé desapercibida. O peor, recuerdo querer ser buena persona y recibir solo una hostia (figurada o no tan figurada) del otro lado, porque hay gente que entiende la bondad como debilidad y una brillante ocasión para aprovecharse de una.
Así que, si he de ser sincera, sí, me he arrepentido de ser buena persona, pero creo que nunca podría ser una hija de puta (primero porque odio la expresión, tan rematadamente sexista como es). Hay una gran gama de grises entre estos dos extremos, y creo que la mayoría de las personas estamos en ese término medio. Rara vez me salgo de mi camino para ayudar a alguien que no me lo pide, y en determinadas ocasiones quizás eso sea ser una hija de puta (si pasas de largo cuando alguien se cae de bruces en la calle, por ejemplo). Pero creo que la mayoría del tiempo soy simplemente egocéntrica, demasiado preocupada por mi propia vida y mis propios problemas para ocuparme de los demás. Ni buena ni mala persona, simplemente una más. Alguien a quien quizás le gustaría ser mejor persona, preocuparse más de los demás, pero que ha recibido demasiados plantes en la vida como para ser buena persona con cualquiera.
Al menos puedo decir que nunca le he puesto la zancadilla a nadie, metafórica o literalmente (bueno, literalmente alguna que otra cuando era cría). No todo el mundo puede decir eso. Y sí, seguro que hay más de uno que lee esta entrada y piensa "qué cínica, mírala, se cree mejor que los demás". Pero como ya ha quedado claro que no entiendo muy bien esa palabra y pensar mal es un derecho, una se queda tan tranquila siendo como es. Ahora que hagan otros la lectura interior. Más de uno y más de una se llevará un buen susto.
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Nieve
No me gusta la nieve. La nieve significa frío, problemas en las carreteras, calles sucias cuando el manto blanco se convierte en negro por arte y gracia de la polución, niños y niñas insoportables porque la nieve les altera el carácter, charcos, patinazos, heladas. Sé que estoy sola en mi odio contra la nieve, pero qué le vamos a hacer. Mi padre olía la nieve. Yo la intuyo, y puedo decir el día anterior si al día siguiente va a nevar o no solo con mirar al cielo (aún así, hoy me han sorprendido los tejados blancos). No me gusta la nieve. La nieve altera el orden, y yo soy de piñón fijo y rutinas de acero.
Pero me gustan los días en los que nieva. Las nubes dejan paso al sol a intervalos más o menos largos, y es un sol que alumbra más por el contraste con las nubes que lo rodean y el blanco del suelo. Hace frío, pero es un frío limpio, de los que cura los catarros (o eso dice mi madre), un frío que aclara ideas. Año de nieves año de bienes, dice el refrán; yo digo que año de buen verano, porque si no nieva en invierno lo hará en primavera, y volverá a pasarnos como este año en el que el verano ha llegado en septiembre.
No me gusta la nieve, pero me gusta el cielo de nieve. Me gusta que un niño venga y me diga que es la primera vez que ve nevar (es del sur y el año pasado no cayó ni un copo). Me gusta ver a críos jugando a cazar copos con la lengua. La nieve es para los niños y las niñas, y yo hace tiempo que dejé de serlo (bueno, depende en qué sentido). No me gusta la nieve. Por suerte, al clima de Vitoria le trae al pairo lo que yo opine y aquí nieva cuando toca. Porque si no me hacen caso las criaturitas de cinco años, de qué me va a escuchar la nube que surcan el cielo.
2015
Yo he empezado el año optimista. Lo empecé en el extranjero, viendo las doce en una pantalla gigante con la puerta de Brandemburgo de fondo (en la pantalla del pub del hotel, se entiende; hacía demasiado frío y me daba una pereza inmensa aventurarme entre el millón de personas que abarrotaban la puerta). He empezado el año conociendo gente estupenda, haciendo lo que puede que sean amistades nuevas si mantenemos el contacto y la ilusión por conocernos; he empezado con ganas de viajar, de conocer mundo, de ver por fin en vivo esos sitios que solo veo en fotografías y que están en mi interminable lista de "sitios por visitar antes de morir" (porque después iba a ser más difícil). En resumen, he empezado bien el año. Yo. Porque el mundo parece que se ha descarrilado un poco de la vía de la fraternidad y la armonía y nos va a costar volver al camino. Espero que no sea mucho. Espero que sea un caso aislado. Espero que para cuando acabe el mes todos y todas volvamos a ser lo más felices posible en la tranquilidad de nuestra vida común y corriente. Espero.
Feliz año a todos y a todas. Urte berri on.
Mujeres en serie: Breaking Bad
Han pasado ya muchos meses desde la última entrada de Mujeres en Serie, pero me ha venido a la cabeza una serie en concreto que mucha gente ha visto y me ha apetecido comentarla. Se trata, cómo no, de la gran Breaking Bad, con la que disfruté como una enana cuando la vi por primera vez y con la que estoy disfrutando no poco con el segundo visionado. La puñetera tiene tantos matices que se te escapan detalles en cada capítulo.
A primera vista, Breaking Bad es una serie de "machos". Los protagonistas principales son hombres, todos los que lidian con ellos son hombres (bueno, casi todos), hay tiros, hay muertes, hay sangre, hay tacos, hay huevos. Una serie llena de testosterona, vaya. Pero resulta que el prota tiene familia, y familia heterosexual de las de toda la vida, con su mujer embarazada y que da a luz a una niña, su hijo adolescente y una familia política que da mucho juego a la serie. Incluso se podría decir que la trama, al principio, es hasta familiar: un hombre inteligentísimo pero con poca suerte en la vida se encuentra con que tiene cáncer y busca la manera de dejar a su familia en la mejor situación económica posible. Como es un genio en química y su cuñado es un policía experto en atrapar traficantes de meta-anfetaminas, no se le ocurre otra cosa que ponerse a fabricarla y a vendérsela a los capós de Nuevo Méjico (me encanta que la serie esté situada en Nuevo Méjico. ¿Por qué tiene que ser siempre California o Nueva York? ¡Hay cincuenta estados en el país!). Claro, un profesor de instituto en semejante percal se tiene que meter en líos sí o sí, es de esperar. Y ya tenemos una de las mejores series de la historia.
Walter White, el protagonista, es un personaje complejo y muy completo que va evolucionando con cada temporada, y pasa de ser profesor pardillo a un traficante y asesino sin complejos que lo único que quiere es vender su producto al mejor precio. Pero no es lo único genial de la serie. En mi opinión, la que no desmerece en absoluto es su mujer, Skyler, quien descubre de mala manera quién es en realidad su marido. Su personaje también evoluciona: desde el ama de casa que quiere mantener con vida a su marido cuando él se niega a seguir el tratamiento que le puede curar el cáncer, hasta la dura mujer de negocios que blanquea el dinero que su marido va trayendo a casa. Es atrevida, es valiente, resuelve conflictos y trata de salvar a la familia de la espiral de violencia en la que Walter les ha incluido. Por supuesto, en muchos foros de internet se la ha puesto a parir (una prueba sencilla: escribid Skyler White en Google y buscad imágenes). Dicen que siempre le está poniendo pegas a su marido, que no le deja vivir, que le quiere controlar. Que es fría. Que es castradora. ¿Os imagináis tener un cónyuge que trafica con drogas al más alto nivel? ¿Alguien que sabéis que ha matado, que ha traído a los sicarios a la puerta de casa, que ha (SPOILER, Y GORDO, NO SIGÁIS LEYENDO) sido el responsable de la muerte de un miembro de la familia? Cualquiera se divorciaría cortando por lo sano, sin querer saber nada de él y llevándose a los hijos bien lejos. Ella no. Ella no quiere que su hijo adolescente sepa en qué anda metido su padre porque lo idolatra y no quiere que su imagen de él cambie. No quiere denunciar a Walter porque su cuñado se vería en un buen lío, dado que es el hombre más buscado del estado. Skyler no solo no le deja, sino que le ayuda a "lavar" el dinero que luego utiliza para ayudar a su cuñado. Si de algo peca Skyler White es de estar obsesionada por proteger a su familia, hasta el punto de perderse a sí misma y terminar... ¿Cómo termina? Como tenía que haber estado desde que supo lo que hacía su marido: sola a cargo de sus dos hijos.
Soy la primera fan de Walter White. Quiero que las cosas le vayan bien, que no le pillen, que se salve. Defino a "los malos" como aquellos que van contra sus intereses, lo que ha veces incluye a Skyler. Pero seamos serios: Walter White es un criminal que, aunque empieza con las drogas por amor a su familia, termina convirtiéndose en un asesino sin escrúpulos a quien ya le da igual quién muera. Lo hace por el subidón de hacer algo ilegal, por el ego de saberse malo y criminal, no por necesidad. Y es en ese punto en el que me vuelco con Skyler y le grito al televisor que no, que Walter es un capullo, que Skyler tiene razón.
Hay más personajes femeninos en esta serie que merecerían su post aparte, por eso no las incluyo en éste. Marie y Jane, por ejemplo, podrían analizarse como contrapuntos de Skyler por motivos distintos. Pero lo dejo aquí, porque ya me ha quedado un post muy largo. Y, qué demonios, porque aún no me he terminado la quinta temporada y me muero de ganas de tirarme en el sofá con un capítulo nuevo.
PS: Después de escribir esto me encuentro con este post que lo dice todo mucho mejor que yo y tiene unas fotos muy saladas. Para muy fans.
A primera vista, Breaking Bad es una serie de "machos". Los protagonistas principales son hombres, todos los que lidian con ellos son hombres (bueno, casi todos), hay tiros, hay muertes, hay sangre, hay tacos, hay huevos. Una serie llena de testosterona, vaya. Pero resulta que el prota tiene familia, y familia heterosexual de las de toda la vida, con su mujer embarazada y que da a luz a una niña, su hijo adolescente y una familia política que da mucho juego a la serie. Incluso se podría decir que la trama, al principio, es hasta familiar: un hombre inteligentísimo pero con poca suerte en la vida se encuentra con que tiene cáncer y busca la manera de dejar a su familia en la mejor situación económica posible. Como es un genio en química y su cuñado es un policía experto en atrapar traficantes de meta-anfetaminas, no se le ocurre otra cosa que ponerse a fabricarla y a vendérsela a los capós de Nuevo Méjico (me encanta que la serie esté situada en Nuevo Méjico. ¿Por qué tiene que ser siempre California o Nueva York? ¡Hay cincuenta estados en el país!). Claro, un profesor de instituto en semejante percal se tiene que meter en líos sí o sí, es de esperar. Y ya tenemos una de las mejores series de la historia.
Walter White, el protagonista, es un personaje complejo y muy completo que va evolucionando con cada temporada, y pasa de ser profesor pardillo a un traficante y asesino sin complejos que lo único que quiere es vender su producto al mejor precio. Pero no es lo único genial de la serie. En mi opinión, la que no desmerece en absoluto es su mujer, Skyler, quien descubre de mala manera quién es en realidad su marido. Su personaje también evoluciona: desde el ama de casa que quiere mantener con vida a su marido cuando él se niega a seguir el tratamiento que le puede curar el cáncer, hasta la dura mujer de negocios que blanquea el dinero que su marido va trayendo a casa. Es atrevida, es valiente, resuelve conflictos y trata de salvar a la familia de la espiral de violencia en la que Walter les ha incluido. Por supuesto, en muchos foros de internet se la ha puesto a parir (una prueba sencilla: escribid Skyler White en Google y buscad imágenes). Dicen que siempre le está poniendo pegas a su marido, que no le deja vivir, que le quiere controlar. Que es fría. Que es castradora. ¿Os imagináis tener un cónyuge que trafica con drogas al más alto nivel? ¿Alguien que sabéis que ha matado, que ha traído a los sicarios a la puerta de casa, que ha (SPOILER, Y GORDO, NO SIGÁIS LEYENDO) sido el responsable de la muerte de un miembro de la familia? Cualquiera se divorciaría cortando por lo sano, sin querer saber nada de él y llevándose a los hijos bien lejos. Ella no. Ella no quiere que su hijo adolescente sepa en qué anda metido su padre porque lo idolatra y no quiere que su imagen de él cambie. No quiere denunciar a Walter porque su cuñado se vería en un buen lío, dado que es el hombre más buscado del estado. Skyler no solo no le deja, sino que le ayuda a "lavar" el dinero que luego utiliza para ayudar a su cuñado. Si de algo peca Skyler White es de estar obsesionada por proteger a su familia, hasta el punto de perderse a sí misma y terminar... ¿Cómo termina? Como tenía que haber estado desde que supo lo que hacía su marido: sola a cargo de sus dos hijos.
Soy la primera fan de Walter White. Quiero que las cosas le vayan bien, que no le pillen, que se salve. Defino a "los malos" como aquellos que van contra sus intereses, lo que ha veces incluye a Skyler. Pero seamos serios: Walter White es un criminal que, aunque empieza con las drogas por amor a su familia, termina convirtiéndose en un asesino sin escrúpulos a quien ya le da igual quién muera. Lo hace por el subidón de hacer algo ilegal, por el ego de saberse malo y criminal, no por necesidad. Y es en ese punto en el que me vuelco con Skyler y le grito al televisor que no, que Walter es un capullo, que Skyler tiene razón.
Hay más personajes femeninos en esta serie que merecerían su post aparte, por eso no las incluyo en éste. Marie y Jane, por ejemplo, podrían analizarse como contrapuntos de Skyler por motivos distintos. Pero lo dejo aquí, porque ya me ha quedado un post muy largo. Y, qué demonios, porque aún no me he terminado la quinta temporada y me muero de ganas de tirarme en el sofá con un capítulo nuevo.
PS: Después de escribir esto me encuentro con este post que lo dice todo mucho mejor que yo y tiene unas fotos muy saladas. Para muy fans.
Huellas
Ayer me dio por buscar información en Internet sobre un tema que me viene interesando mucho últimamente (tecnología en el aula, más concretamente en el área de lenguas) y me encontré con varios blogs muy interesantes. Algunos eran de escuelas, otros de fundaciones, pero el que me gustó en especial fue uno de un profesor de idiomas retirado al que el tema de la tecnología le fascinaba. Escribía muy bien y planteaba cuestiones muy interesantes, y me dije que sería un buen blog a seguir en el futuro. Iba a agregarlo a mi lista de blogs cuando me di cuenta de que la última entrada era de 2012. Era una entrada que no auguraba para nada que fuera a cerrar el blog, tan amena como otras que leí, llena de información. Y me dio por pensar que el hombre no había dejado el blog porque sí, porque ya no le apeteciera escribir, sino porque ya no podía hacerlo más. Que se había muerto, vaya.
Hace muchos años, un amigo de mi entonces compañera de piso sufrió un ataque al corazón y murió en su coche en una autopista americana. Era un hombre ya mayor con problemas cardíacos que tuvo el buen juicio de salirse al arcén en cuanto se sintió mal, pero la ambulancia no llegó a tiempo y cuando llegaron ya no había nada que hacer. Mi compañera se lo tomó muy mal, como es de imaginar. Lo peor fue cuando escuchamos los mensajes del contestador y nos encontramos con uno, antiguo ya, del hombre que acababa de morir. Ella tuvo un pequeño ataque de nervios y a punto estuvo de tirar el contestador contra la pared. No la culpo. Yo solo le vi un par de veces, no recuerdo su nombre y apenas su cara, pero sí recuerdo su voz, aquel anacrónico mensaje del contestador que parecía una llamada del más allá. Como en el capítulo de Breaking Bad en el que Jessee se pasa el día llamando al teléfono de su novia muerta porque el buzón de voz le contesta con la voz de Jane, hasta que un robot le dice que ya han desconectado el teléfono. Como eso, pero de verdad. La verdad siempre supera a la ficción.
Son huellas. Dejamos huellas a través del tiempo, en el espacio, en los lugares más insospechados. Algunos lo hacen sobre soportes físicos o digitales, otros en nuestra memoria. Nadie se va sin dejar un poco de sí mismo detrás. Supongo que es ley de vida, quizás sea la forma en que el universo nos dice que todo pasa y aún así todo perdura, que somos algo más que carne sobre dos patas. No lo sé. Solo sé que ayer, al ver el blog, sentí el vacío de una persona a la que nunca conocí y de la que no sé nada más aparte de su antigua profesión y su último hobby. Y si eso se logra con un mísero blog, imaginaos con una vida plena.
Hace muchos años, un amigo de mi entonces compañera de piso sufrió un ataque al corazón y murió en su coche en una autopista americana. Era un hombre ya mayor con problemas cardíacos que tuvo el buen juicio de salirse al arcén en cuanto se sintió mal, pero la ambulancia no llegó a tiempo y cuando llegaron ya no había nada que hacer. Mi compañera se lo tomó muy mal, como es de imaginar. Lo peor fue cuando escuchamos los mensajes del contestador y nos encontramos con uno, antiguo ya, del hombre que acababa de morir. Ella tuvo un pequeño ataque de nervios y a punto estuvo de tirar el contestador contra la pared. No la culpo. Yo solo le vi un par de veces, no recuerdo su nombre y apenas su cara, pero sí recuerdo su voz, aquel anacrónico mensaje del contestador que parecía una llamada del más allá. Como en el capítulo de Breaking Bad en el que Jessee se pasa el día llamando al teléfono de su novia muerta porque el buzón de voz le contesta con la voz de Jane, hasta que un robot le dice que ya han desconectado el teléfono. Como eso, pero de verdad. La verdad siempre supera a la ficción.
Son huellas. Dejamos huellas a través del tiempo, en el espacio, en los lugares más insospechados. Algunos lo hacen sobre soportes físicos o digitales, otros en nuestra memoria. Nadie se va sin dejar un poco de sí mismo detrás. Supongo que es ley de vida, quizás sea la forma en que el universo nos dice que todo pasa y aún así todo perdura, que somos algo más que carne sobre dos patas. No lo sé. Solo sé que ayer, al ver el blog, sentí el vacío de una persona a la que nunca conocí y de la que no sé nada más aparte de su antigua profesión y su último hobby. Y si eso se logra con un mísero blog, imaginaos con una vida plena.
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