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sábado, 27 de enero de 2018
The small back room
En la admirable ‘The small back room’ (1949), de Michael Powell y Emeric Pressburger, pende la amenaza de unas enigmáticas bombas, en forma de termo, lanzadas por los alemanes en territorio británico, que aún los militares y científicos británicos no saben cómo desactivar. Uno de esos expertos en explosivos, Rice (David Farrar), que trabaja en ‘The small back room’ (la pequeña habitación de atrás), un departamento de investigación, es también una auténtica bomba ambulante, en constante riesgo de explotar, que él mismo no logra desactivar (no es buen ‘artificiero’ de sus propias emociones). Rice es alguien corroído por la amargura, exasperado por la incompetencia de los militares con respecto a la investigación científica de armas y explosivos (elocuente es el espacio en que realizan las pruebas de un cañón, junto a una construcción de dólmenes: la visceralidad primitiva que sigue dominando al ser humano), pero aún más por las molestias que le acarrea su pierna ortopédica, y que deriva en que intente contrarrestarlo, como forma de entumecer el dolor, con el alcohol. Empieza a caer en la autocompasión, aferrado a cierto absurdo orgullo, como le señala la mujer que ama, Susan (Katleen Bryon), secretaria de su departamento, ya que en su presencia nunca quiere quitarse la ortopedia. La medicación no ayuda lo suficiente, y aunque lo intenta, es una lucha constante para no dejarse llevar por el remedio provisional del alcohol que se va intensificando progresivamente (y que erosiona su relación con Susan, porque el alcohol representa la resignación a una derrota vital).
La narración alterna, armónicamente, tres líneas o tramas: las bambalinas de las relaciones interdepartamentales, que trazan esa dinámica de burocracias, relaciones públicas y conveniencias, que mina a Rice porque poco tienen que ver con lo sustancial, la investigación, el conocimiento: las visitas de un primo del Primer ministro (Robert Morley, aunque en los títulos de crédito consta como ‘A guest’), que les hace sentir que son atracciones de feria (el comentario consternado de uno de los científicos ante el hecho de que no había visto una máquina calculadora), una reunión con el primer ministro, en la que el detalle del ruido de unas perforadoras en la calle es la correspondencia con ese ‘ruido’ que supone esta maraña de relaciones para Rice, y la relación con quien lleva el tema de las ventas o relaciones públicas del equipo de la ‘small back room’, Waring (Jack Hawkins), con la tirantez de tener que plegarse a conveniencias y estrategias que implican en ocasiones mentir. Por otro lado, en segundo lugar, la investigación de esas enigmáticas bombas (con una excelente secuencia en la que tienen que interrogar a un soldado, encarnado en su primer aparición en pantalla de Bryan Forbes, que agoniza a causa de una bomba que intentó desactivar). Y, en tercero, la relación con Susan. Es espléndida la secuencia inicial en la que el capitán Stuart (Michael Gough) le plantea asesoría sobre esas bombas, con la presencia de Susan, quien percibe sus gestos exasperados golpeándose la pierna, como si fuera el tic tac de una bomba que amenaza con explotar (como es fabuloso cómo en su primera secuencia de intimidad se refleja la ternura de su complicidad).
La conjugación de esas tres tramas deriva en un último tercio sencillamente magistral, uno de los mejores pasajes de la filmografía de Powell y Pressburger: Las secuencias que reflejan el desquiciamiento que sufre Rice cuando intenta contenerse para no coger la botella de whisky mientras espera a Susan (al principio, la botella ocupa el primer término del encuadre; poco a poco los encuadres se distorsionan, las perspectivas se alteran, la botella se hace gigante, los espacios son ya no euclidianos, sin proporción en la relación de las figuras, e incluso las sombras parecen devorar la luz); el colapso que sufre Rice, tras una nueva decepción en su trabajo, incapaz de enfrentarse a esa ‘perforadora’ de la maraña interdepartamental, amargura que, en cambio, sí descarga con quien sí le cuestiona su indeterminación, con Susan, aquella a quien precisamente ama, (portentosa la secuencia en la que llega a su hogar y descubre que ella se ha ido porque no está su fotografía en el marco, y no está el gato, sólo el cuenco de leche que golpea con furia). Y como colofón, una larga y extraordinaria secuencia en la que tiene que desactivar, en una playa, una de las enigmáticas bombas, de la que quizá Kathryn Bigelow tomó cumplida nota para su excelente ‘En tierra hostil’ (2008). Como en ésta, acción interna y externa se conjugan de modo modélico. La desactivación de esa bomba derivará en que logre desactivar su particular bomba anterior, y recomponga de nuevo su vida, a la que ya sabrá enfrentarse (con la compañía de quien sabe aceptar, a diferencia de él hasta entonces, sus heridas).
viernes, 26 de enero de 2018
Sin amor
Un grito helado. “Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo que creo”, escribió Franz Kafka. Lo mismo se podría decir de una película, como es el caso de Sin amor' (2017), de Andrey Zvyagintsev .Una serie de planos de un paisaje helado abren la narración, como una sinfonía silenciosa. Se dilata su sucesión como si se corriera el telón antes de que comenzara la función, como si empaparan como un decorado de fondo no visible los posteriores espacios urbanos presuntamente habitados. Como la carne tras la máscara. Es un bosque que recorre un estudiante de doce años, Alexey (Matvey Novikov), que acaba de salir del colegio. No parece tener mucha prisa en retornar a su hogar. En su camino se encuentra con una de esas cintas que se colocan para marcar perímetro en el lugar del crimen. Probablemente, colocaría alguna alrededor de sus padres, Zhenya (Maryana Spivak) y Boris (Aleksey Rozin), que se encuentran en trámite de divorcio. Su hogar no es un hogar, sino un espacio desgarrado que supura animosidad.
Durante la agria discusión entre dos padres que no parecen tener demasiada preocupación por su hijo, el cual más bien es un campo de batalla circunstancial sobre el que se afirman, como la posesión de la que ambos se desentienden pero de la que tiran de ambos miembros en un pulso de fuerzas, la madre cierra una puerta que comunica estancias, y se revela que, tras esa puerta, se encontraba escuchando Alexey, cuyo rostro se contorsiona en una desesperada mueca, un grito silencioso, helado, que se extenderá y propagará por la narración, en los mismos escenarios, en el hieratismo de las elaboradas composiciones, afiladas en su simetría. No importa que uno y otra hagan el amor con sus respectivas parejas, no se transmite la sensación de calidez, predomina la penumbra gélida, la distancia. La vida parece haber sido extraída, desparecido, como lo hará el mismo niño. Su desaparición progresivamente abrirá la fisura que evidencia la vida de esas vidas inconsistentes, un hombre y una mujer en el mundo de la venta y de la estética. La búsqueda del niño es el eco de ese grito helado, los círculos concéntricos de su desvalimiento e intemperie. Exteriores e interiores, sean comedores, morgues o estancias y pasillos de edificios, da igual si abandonados o habitados, parecen compartir esa condición de carcasas huecas, de meros entornos que sólo parecen contener el vacío.
Zyagantsev utiliza los contrastes de modo incisivo: En cierta secuencia, la nueva pareja de Boris, Masha (Marina Vasilyeva), que se encuentra en un centro comercial, en la zona de productos de bebes (ella espera uno), llama a Boris, quien se encuentra en comisaria, siguiendo la evolución de la investigación. Masha reclama atención, Masha muestra su suspicacia con respecto a lo que representa ese otro foco de atención. El niño simplemente representa la posibilidad de que Boris retorne al otro escenario, que vuelva con su esposa. Masha se preocupa de sí misma, no de lo que pueda estar padeciendo Boris. Es una relación en gestación, como ella gesta un niño, pero es una gestación con manual de conducción y señales de tráfico: importa su escenario, su relación y su niño, no el dolor que pueda sentir Boris. Esa circunstancia, para ella, es una mera amenaza por su cambio de foco de atención o preocupación. La luminosidad del entorno comercial, los impolutos blancos predominantes, contrastan con la apagada grisura del espacio policial, y delimitan la distancia entre uno y otro, la mirada ajena de quien sólo se preocupa de que su escenario no sufra la mácula de la alteración de su estabilidad. Lo terrible puede supurar hasta en el espacio más luminoso, entre productos de bebé. Es otro espacio helado.
La desaparición del niño es como las ruinas de una catástrofe, el signo de lo que ya no será recuperable, de la devastación que sigue definiendo una relación a la que sólo une un hijo que les recuerda lo que abominan, lo que quieren olvidar. Un escenario que quisieran arrasar para reiniciar sus vidas con otros en un escenario diferente (que no otro sino sustitutivo, porque quizá con el tiempo se revele parecido). Es un cuerpo molesto. Su desaparición se torna herida que les devuelve el daño de sus gritos, desprecios, desplantes e invectivas. Su desaparición les confronta, aunque sea de modo pasajero, con su condición de vanos autómatas, aunque, con el tiempo, uno volverá a ser igual de distante con su nuevo hijo, también una presencia molesta, y otra seguirá preocupándose más de su apariencia, como si fuera una competidora en una cinta corredera cuyo telón de fondo crea su propia vanidad. Los mares helados seguirán sin romperse.
jueves, 25 de enero de 2018
Charada
Hay películas cuya revisión suscita el mismo placer que cuando en el colegio sonaba el timbre que indicaba que era la hora del recreo. 'Charada'(Charade, 1963), de Stanley Donen, es una de ellas. Una comedia de intriga, o una intriga de comedias, o difusas representaciones, cuyo inevitable desenlace acaece en un un teatro, en el que las trampillas tendrán papel crucial, como de un modo figurado lo han tenido durante una narración en la que realidad se ha definido por su condición movediza y oscilante más que asentada firmemente en las certezas. Por eso, no deja de ser significativa la presencia de un teatro de marionetas, en un escenario de realidad en el que no sabes quién mueve los hilos o pulsa la trampilla. Todo es imprevisible, no sabes cuáles son los límites entre el rostro y la máscara. El detalle mordaz o excéntrico convive con el romántico y el siniestro incluso en una misma secuencia. En un momento dado estás jugando a pasar a otro una naranja sin usar las manos y en el siguiente te están echando amenazadoramente cerillas en el regazo. Sin duda la realidad parece un juego en el que no es fácil desenvolverse, cuál código de circulación trastocado, y a la vez corres el riesgo de que te queme, como la atracción amorosa que siente Reggie (Audrey Hepburn) por Peter Joshua/Alexander Dyle/Adam Canfield/Brian Cruikshank (Cary Grant).
A su primer encuentro, o flirteo, en particular, por parte de ella, precede una falsa amenaza. Una pistola le apunta, pero no es sino un chorro de agua lo que impacta sobre su rostro. Era la pistola de juguete de su sobrino. En el primer diálogo que mantiene con Peter Joshua le dice que se aparte para que pueda ver las vistas. Pero el personaje de Grant no dejará de impedir que tenga la vista completa o precisa. La primera vez que aparece en su casa, que ha descubierto vaciada (como un escenario desmontado, como su propia vida hasta ese momento), su rostro está en sombras. Sobre esa sombra proyectará tanto como intentará descifrarla. Se siente atraída, pero no logra estar segura no sólo de quién es, cuál es su nombre verdadero, sino de qué intenciones tiene, qué papel juega en el laberinto o espiral de la función, o representación, en la que resulta complicado discernir quién es quién, como quién era realmente su mismo marido, que acaba de morir, o si cada uno es lo que parece, del mismo modo, que para su desesperación y perplejidad todos parecen pensar que ella sabe dónde está el dinero que buscan: la idea del laberinto y de la espiral ya se remarcan en los estupendos títulos de crédito animados de Maurice Bender. Lo que parece una amenaza quizá no lo sea, como esa pistola de agua, o la sombra que entorpece el discernimiento de quién es, qué siente y qué intenciones tiene el personaje de Grant. Hay sombras enigmáticas y sombras sí inquietantes, amenazadoras. Es un teatro de marionetas, como aquel con el que disfrutan los niños en el parque, pero los golpes sí duelen y hieren. 'Charada' fluye sobre esa alternancia o dualidad (¿paradoja?) con modélico equilibrio de funambulista.
Reggie nunca está segura de quién es y qué papel juega en la intriga el personaje de Grant, como sus sucesivos cambios de nombre, identidad fluctuante a quien en un momento admira con expresión arrobada y en otro mira como una posible amenaza, un posible peligroso asesino. Es lo que tiene sentirse vulnerable cuando te enamoras, que llegas a pensar que quien amas puede ser una ominosa amenaza. Aunque se comporte como un caballero y duerma al otro lado de tu puerta y acuda presto cuando gritas. Pero esa incertidumbre no logrará desdibujar la magia que sientes cuando fluyes junto a él en un barco en el Sena. El amor puede ser un escenario un tanto desconcertante, porque no mucho después huirás de él por el laberinto de pasillos y andenes del metro porque piensas que pretende atentar contra tu vida, no salvarte. En cambio, no dudas en fiarte de que quien se presenta como representante de la ley, con esas siglas que confundes, y crees que son CIO en vez de CIA, Bartholomew (Walter Matthau), quien, conteniendo su exasperación, durante unos segundos, silenciosamente, intenta fulminarte con la mirada antes de corregirte. Crees que es quien dice ser, quizá porque no sientes nada por él, cuando resulta ser la amenaza más letal entre los que la rodean, incluso entre los que sí son tan amenazadores como parecen, aunque parezcan surgidos de algún dibujo animado, como es el caso de (Tex) James Coburn, quien parece un inquietante trasunto de Bugs Bunny, Scobie (George Kennedy) y su garfio ( brillantemente coreografiada su pelea con Grant en la azotea, con el neón como compás musical a golpe de garfio) o Gideon (Ned Glass), el hombre que estornuda hasta cuando va a ser asesinado. Por eso, la resolución debe ser en un teatro, tras que las máscaras se levanten, y se revele la verdadera naturaleza de cada uno.
Peter Stone y Marc Behm escribieron un guión que titularon 'Unsuspecting wife' (Esposa nada suspicaz), pero ninguna productora mostró interés, por lo que optaron en convertirla en novela, que titularon 'Charada', la cual fue publicada por entregas en la revista 'Redbook'. Los siete Estudios que antes la rechazaron ahora sí mostraron interés, y los derechos fueron adquiridos por Stanley Donen. Stone ajustó el guión a sus dos protagonistas, en especial a los requerimientos de Grant. Este había rechazado, en ocasiones previas, ser la pareja romántica de Audrey Hepburn, de 'Vacaciones en Roma' (1953), de William Wyler, a 'Ariane' (1957) pasando por 'Sabrina' (1954), ambas de Billy Wilder, por la diferencia de edad entre uno y otra. Si en esta ocasión, él con 59 y ella con 33, aceptó fue porque exigió que la parte activa o más directa en la relación fuera el personaje femenino, por lo que se modificaron los diálogos: por un lado, el personaje de Grant remarca explícitamente su edad en cierto momento, y por otro, se traspasaron al personaje de Reggie algunas frases escritas para el personaje de Grant. Grant quedó tan satisfecho con la colaboración con Audrey Hepburno que quiso repetir, pero no consiguió, pese a su sugerencia, que la eligieran para 'Operación Whisky' (1964), de Ralph Nelson. Henry Mancini compuso otra excepcional banda sonora, que ya desde los títulos de crédito te cautiva para sumergirte en esta risueña y tenebrosa danza, fotografiada con maestría por el gran Charles B Lang, que es una deliciosa alquimia, de vivacidad exuberante, entre las comedias de Howard Hawks y el cine de Alfred Hitchcock. De hecho, en su momento, hubo quienes pensaron que era una obra de Hitchcock. Esa confusión propició que fuera considerada, después, la mejor película de Hitchcock que Hitchcock nunca hizo. Aunque hay que remarcar que Donen había realizado dos agudas comedias sobre la espesura de sombras en la que los contendientes sentimentales pueden extraviarse, en distintas etapas de su relación, como 'Indiscreta' (1958) y 'Página en blanco' (1960), y realizará otra posterior, esta sí con dosis más acidulada, 'Dos en la carretera' (1967).
Simplemente excelsa la banda sonora de Henry Mancini
miércoles, 24 de enero de 2018
Tú y yo
Dos escenas en una. Dos escenas que parece que nada tienen que ver. Dos secuencias tramadas, como la película, sobre la simulación y la revelación, la ausencia y la presencia, tensión reflejada en el agudo y sutil uso del montaje interno del plano y del fuera de campo. Corresponden a dos momentos bien diferenciados. De entrada, ponen de manifiesto los distintos registros en los que se desenvuelve 'Tú y yo' (An affair to remember, 1957), de Leo McCarey, entre la comedia y el drama, una cualidad, y un talento, del que MacCarey ya había dejado constancia, por ejemplo, en esa otra obra maestra que es 'Erase una luna de miel' (Once upon a honeymoon, 1941), un talento de funámbulo para alternar esos tonos o registros, sin que la fluidez narrativa y emocional se resienta, algo que quizás sólo John Ford, y pocos más, han conseguido con tal brillantez. Y en segundo lugar evidencia cómo es una lúcida reflexión sobre las parálisis del sentimiento amoroso, los tabiques que se interponen para su realización, sea por voluntad, circunstancia o torpeza, y la singularidad de la conexión íntima cuya materia y música se prende, y esa es también su inherente paradoja, en la elevación de los reflejos, las sublimaciones. Por eso, 'Tú y yo', no es sólo uno de los grandes melodramas románticos, sino una de las más hermosas obras de arte que ha dado el cine, una radiante explosión de vida.
La primera escena define el tono de la primera parte del film, más distendido, y ligero, como los primeros pasos del baile amoroso entre los dos personajes, de tanteo, y aún con el embrague puesto. Ambos, Nickie (Cary Grant) y Terry (Deborah Kerr), se encuentran comprometidos con otros, y realizan un viaje en crucero antes de materializar la boda. Por su parte, Nickie arrastra fama de seductor, lo cual implica la consideración de que le hace ascos a cualquier pieza que se le ponga a tiro. Esta imagen previa determina que Terry se desenvuelva con suma, e irónica, cautela, mientras el sentimiento de atracción comienza a calar en ella. De hecho, ambos se enamoran, y dan sus primeros indecisos pasos. Aún no saben cómo encajar lo que está pasando entre ellos, esa chispa excepcional que se ha creado y que les desborda, por lo que procuran ser lo más discretos posibles, en particular por la fama de él, ya que enseguida se crearán cotilleos a su costa -al respecto destaca una excelente secuencia en las escaleras exteriores del barco en el que quieren disimular ante los demás, y en la que se juega con lo visible (los disimulos) y lo que no se ve (sus muestras de afecto)-
La primera escena en cuestión se produce cuando ambos acuden a cenar, por separado, como si así creyeran que engañan al resto del pasaje, y sin saberlo, se sientan el uno junto al otro, aunque, dándose la espalda, en mesas separadas por un tabique. Escena que supone un manifiesto regocijo para el resto de comensales, que saben muy bien lo que se está gestando entre ellos, y ríen sin reparos, para sorpresa de ambos, que no saben, en principio, el motivo, ni que uno está junto al otro sin verse. Un hilarante momento, el cual a la vez ya indica que ambos están juntos, por mucho que ellos pretendan disimular que no lo están, y que, por muchas vacilaciones que les domine, lo estarán. Por mucho que se separen, ya están unidos.
Hay una secuencia posterior, cuando desembarquen en un puerto, y Nickie invite a Terry a conocer a su abuela, que supondrá la consolidación de su unión. Ambos disciernen con certeza lo que sienten, Y la misma Terry aprecia que, tras aquella imagen frívola de Nickie, hay una sensibilidad muy singular. No sólo que es un artista dedicado a la pintura (un artista que decidió dedicarse a la vía fácil de la rémora pragmática dada las dificultades de vivir del arte, al fin y al cabo parecido a ella, aunque su caso en relación con la música), sino por su radiante y generoso cariño, manifiesto en lo que evidencia especularmente la relación con su abuela.
Ambos toman una decisión consecuente con lo que sienten, pero arriesgada, dada su precaria situación, porque Nickie y Terry dependían económicamente de sus respectivos prometidos. Ambos se comprometen a encontrarse después de seis meses, durante los que habrán intentado buscar un trabajo del que poder vivir, en lo alto del Empire state building: Imagen de lo elevado de su amor. Pero esta vez algo que no controlan les separa. Cuando Terry se dirige, el día de la cita, hacia el lugar de encuentro, es atropellada por un coche,y queda paralítica (accidente que se produce fuera de campo, no visible). Terry se encuentra además incapacitada para ponerse en contacto con Nickie, porque no tiene modo de hacerlo, pero a la vez no quiere hacerlo por temor a que si lo supiera, su amor se resentiría. Una ausencia de comunicación que propicia que Nickie especule con ese fuera de campo de lo que ignora: Nickie piensa, sencillamente, que ella no acudió porque no tenía interés. Pasa el tiempo, y Nickie vive, al fin, de sus cuadros, incluido un retrato de Terry, que ha vendido, y Terry dando clases de música a niños. Y el azar les une, y casualmente, como espectadores de una representación en un teatro: Ambos se harán una idea equívoca, ya que se ven acompañados, ella además del que fuera su prometido. La actitud de Nickie es más áspera, porque cree que ella no acudió a la cita por propia voluntad, y actúa como si él tampoco hubiera ido. Ambos simulan, representan algo que no sienten, proyectando una imagen que no es de sí mismos; inclusive ella no le dice nada sobre su accidente y su permanente parálisis. Pero a él no le basta ese intercambio de cordiales indiferencias, se siente resentido, y decide visitarla.
Y llegamos a la segunda escena en cuestión, la final: Reflejo, por un lado, de este tramo de la película, en la que el drama se ha asentado en sus dominios, aunque nunca con gravedad, sino como si el mismo tono se acompasara a esa cordial indiferencia de ambos, que han decidido seguir sus vidas como si no pasara nada, prefiriendo discurrir, paralizarse, en la liviandad de la inconsciencia, como eran antes sus vidas, dejándose llevar por las corrientes de la superficie. Pero Nickie está decidido a que eso no sea así, y que se haga manifiesto lo que de verdad hay en juego, las emociones verdaderas, cuyo peso aún arrastra. No puede olvidar lo que supuso el encuentro con las elevadas, y a la vez, más profundas emociones. No puede olvidar que, por un momento, al conocer a Terry, dejó de sentirse un fantasma (la hermosa evocación, cuando visita a la casa de su abuela por segunda vez tras que haya fallecido, de los acordes de la música, ahora en la banda sonora, que escucharon juntos entonces interpretada por Terry: la música de la emoción, ahora fantasmal nostalgia).
Pero a ella aún le domina el miedo, el miedo a que su parálisis física suponga una decepción para él, un impedimento entre ellos cuál tabique insuperable (como espacialmente ejerce el sofá), así que, tumbada, en el sofá, sigue con la simulación, la proyección de una falsa indiferencia, mientras Nickie va y viene por la habitación, inquieto, oscilando entre el reproche e infructuosos intentos de simular que no le afectó que ella no acudiera a la elevada cita, porque él tampoco lo hizo. Pero él comienza a intuir algo. Hay algo que no encaja en la actitud de Terry, y recuerda cómo era la mujer a la que vendieron el cuadro de Terry, una mujer paralítica. Y entra en el dormitorio, y ve el cuadro ( el fuera de campo, el reflejo, se hace presencia). Y lo sabe, y comprende. Sabe qué significa. Entrecierra los ojos, y respira profundamente, inclinando la cabeza hacia atrás, como si liberara todo su pesar, y a la vez recobrara su condición de luminosa presencia, vivo, ya no fantasma. Pocos planos, pocos momentos, con tal elevada emoción como éste, en el que, además con sutileza, se juega con las correspondencias de movimientos reveladores: Cuando Terry, antes del encuentro de la cita acordada, hablaba de la ilusión que le suponía el reencuentro, por tanto, la ilusión que proyecta, el Empire state building se reflejaba en el cristal de la ventana, tras que ella la abriera, como ahora, en esta secuencia final, en el espejo, dentro del mismo plano, y acompasado al arrobado gesto (casi de éxtasis) de Nickie, se refleja su retrato de Terry (proyección y deseo por fin cuerpo y proximidad). Ilusiones, espejos, sentimientos elevados, hasta ahora huidiza ilusión o reflejo, que, por fin, se corporeizan. Su elevado amor se materializa a ras de tierra. ya pueden estar unidos, juntos, como siempre habían estado, aunque disimularan que no, o aunque las circunstancias se lo impidieran. Nunca habían estado separados, aunque lo pareciera. Y el reflejo, o ilusión, al fin se encarna. No hay ya parálisis que lo impida.
martes, 23 de enero de 2018
El instante más oscuro. Dario Marianelli: 19. We Shall Fight
Una nueva extraordinaria banda sonora de Dario Marianelli para una obra irregular, 'El instante más oscuro', de Joe Wright, en la que también destaca sobremanera el magnífico trabajo de dirección de fotografía de Bruno Delbonnel (autor de algunas de los más excelsas creaciones cromáticas y lumínicas de este siglo, como 'A propósito de Llewyn Davis' o 'Largo domingo de noviazgo'), en la que prevalecen las sombras y penumbras, lo que remarca la condición espectral del escenario de la política (en particular en la notable secuencia que comparten el rey y Churchill, en el espacio íntimo de este, con el añadido de un brillante y mordaz trabajo escenográfico de espacio desordenado, como un revoltijo informe).
domingo, 21 de enero de 2018
Ariane
Hay un plano en 'Ariane' (1958), de Billy Wilder, que condensa, de modo ingenioso y certero, el substrato de esta comedia sobre las lides amorosas como espacio de escenificaciones y reflejos. Flannagan (Gary Cooper, en un papel ofrecido en primera instancia a Cary Grant, que lo rechazó por la diferencia de edad con su partenaire, como ya había hecho en 'Vacaciones en Roma', pero no haría en 'Charada'), millonario y playboy, expone su planteamiento sobre las relaciones: en cuanto aparece el sentimiento, que implica gravedad (no centro, sino caída en ella), huye. El plano se sostiene sobre el rostro arrobado de la joven Ariane (Audrey Hepburn) escuchándole mientras a él le vemos, dentro del mismo encuadre, en el reflejo de la ventana. Él es tanto un reflejo, desde la perspectiva o mirada de ella, porque él es una figura sublimada desde la idealización, aunque el príncipe encantador es más bien un disoluto o bon vivant (según el ángulo) que vive entre reflejos porque siempre está en fuga en las relaciones, antes de hacerse presencia ( con la aparición del sentimiento). Es como el reverso de un ceniciento que huye para no dejar ver que puede ser una calabaza.
Claro que Ariane, en la segunda parte, cuando entablan una relación, se convertirá en una particular cenicienta de media tarde (el título original es 'Love in the afternoon/amor después del mediodía) porque ella siempre se cita con él a las cuatro, para desaparecer antes del atardecer. Además, juega con las mismas armas de él, la fuga, la actitud escurridiza, que es escenificación, y el misterio de lo incierto ( ella no le dice quién es, ni siquiera su nombre). Ariane estudia música, en concreto toca el violoncello, y Flannagan dispone de un cuarteto musical amenizador que parece una extensión suya (no sólo les utiliza en la habitación de hotel donde tienen lugar sus encuentros amoroso, sino que en ocasiones le siguen en otros escenarios,que son continuidad, sea en otro bote en el río, en un viaje a Estocolmo para una circunstancia singular o en una estación de tren). Ella pone la partitura del sentimiento, del sueño amoroso, y él colea, sugestionando los sueños de ellas mediante la atracción subyugadora de la música.
Este cruce entre la joven soñadora y el hombre escurridizo se hila con la paradójica salvación del monstruo que se siente como príncipe. Se desencadena porque ella es hija de Claude (Maurice Chevalier), detective privado en cuestiones extramaritales, que tiene identificado a Flannagan como la quintaesencia del seductor. Por eso, claude representa el contraste escéptico con respecto a las idealizaciones románticas de Ariane. Cuando Ariane escucha que el marido del último romance de Flannagan va a ir a la habitación del hotel para disparar sobre ambos, Ariane (que ya se había quedado fascinada con su foto) se adelanta (entrando por un umbral inusual, el balcón) para avisarles. Ariane se entregara a lo que sabe sólo es una noche de amor, pero no por ello persistirá en ella la esperanza de que aquello no sea un romance provisional. Por ello cuando un año después él reaparece ( reencuentro durante una representación de una obra emblemática del romanticismo 'Tristan e Isolda), al apreciar que a él le cuesta reconocerla, como si tuviera que distinguirla en el recuerdo en una espesura de variadas mujeres, planteará su particular representación como forma de alcanzar la posición singular, única, mediante la táctica de la inversión: Se creará un personaje que ha tenido en un año alrededor de una veintena de amantes, hecho, sumado al misterio sobre su identidad, que irá obsesionando a Flannagan (la desestabilización por la suma de lo que no se comprende con la ofuscación de sentir que no se es centro escénico), que llegará al extremo, ahora en el papel opuesto, de incluso requerir los servicios del padre de Ariane. Ya no es la figura escurridiza en fuga, que vive en lo transitorio, entre habitaciones de hotel, como si habitara un escenario permanente, sino el hombre que busca precisar, sin tomar consciencia de ello, quién es su reflejo, esa otra figura escurridiza que le hace convertirse en presencia, en hombre que no representa ni actúa sino que es y ama. Si al principio la usaba para que el peso de su cuerpo ayudara a que consiguiera cerrar las maletas, ahora ella ya será su viaje, su puesta en movimiento que le libera de su vida como mero escenario en fuga.
'Fascinación', el vals compuesto en 1904 por Fermo Dante Marchetti, leitmotiv de la atracción amorosa.
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