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miércoles, 1 de noviembre de 2023

Cena de navidad

 

Se podría considerar a Elizabeth (Barbara Stanwyck), protagonista de esta grata, y sutilmente corrosiva, comedia, Cena de Navidad (Christmas in Connecticut, 1945), de Peter Godfrey, antecedente del que interpretaba Rock Hudson en Su juego favorito (1964), de Howard Hawks. Este era considerado todo un experto en el conocimiento del arte de la pesca, y su libro un referente fundamental para los pescadores, pero realmente no sólo no había pescado en su vida, sino que además tenía pánico al agua. Elizabeth escribe, para una revista, sobre su idílica vida en una granja junto a su esposo e hijo, y sus recetas la han convertido en una gourmet de referencia para todas las amas de casas. Es el prototipo de la mujer doméstica, o la más convencional ama de casa, la esposa que representa el reposo del guerrero. La secuencia en la que se nos la presenta, extraordinaria, desvela esa falacia. Elizabeth escribe sobre el verdor del paisaje a través de la ventana, o el fuego en la chimenea, pero lo que la cámara nos muestra es la visión de ropa tendida en los tejados de una ciudad y el radiador expeliendo gas. Aún más, no está casada, ni tiene hijos. Ni dispone de particulares dones para la cocina. Se puede decir que es la antimateria de la mujer doméstica. No es sino una invención, un recurso para poder ganarse la vida, para seguir pudiendo ser independiente. Si la imagen falsa o inventada del personaje de Hudson se ve amenazada cuando le proponen, como actividad promocional, que participe en una competición de pesca, otro tanto ocurrirá con la de Elizabeth cuando su director, Yardley (Sidney Greenstreet), le proponga que sea anfitriona, en su granja, las próximas navidades, de un héroe de guerra, Jones (Dennis Morgan).

Ese encargo determinará la ejecución de toda una serie de escenificaciones, o acrobacias de mentiras. De entrada, encontrar escenario y personajes protagonistas, esto es, granja, marido y bebé; la granja se la facilitará quien quiere convertirla en su esposa durante esos días, John Sloan (Reginald Gardiner), y el bebé, una vecina. Posteriormente, Elizabeth lidiará con su incompetencia, ya que se le reclamara que haga alarde de sus conocimientos gastronómicos (incluido lanzamiento de tortita), o de cómo cuida a su bebé, aseándolo y cambiando sus pañales (teniendo que improvisar, ante Jones, cuál es su nombre, sin aún saber si es niño o niña el bebé prestado; su primer intento no es muy afortunado porque su afirmación de que es niño se verá contrariada cuando se observe la entrepierna de la criatura). Cena de Navidad ironiza con agudeza sobre un entramado social sostenido sobre mentiras y falacias, en las que las relaciones se sostienen sobre las falsas apariencias y la proyección de una imagen conveniente. Ya manifiesto en la cadena de mentiras que, como un juego de dominó o más apropiadamente, como una bola de nieve, dada la época, va embrollando las circunstancias (algo que encantaría, creo, al Stanislaw Lem que escribió aquella afinada reflexión sorbe el azar, La fiebre del heno). Porque todo comienza con el hecho de que Jones, que ha pasado dos semanas en alta mar, después de que hundan el acorazado del que era parte de la tripulación (que depara una ingeniosa secuencia onírica, que marca tono de la narración, en la que se ve agasajado en el bote por su compañero de infortunios), anhela comer algo solido (unos buenos filetes, vamos), no sólo huevo en leche desnatada, por lo que aplica la estrategia instruida por su amigo, hacer creer a la enfermera que está enamorado de ella. Tan convincente es que ella ya piensa en matrimonio, con lo cual él aduce que nunca ha sabido lo que es realmente un hogar, ante lo que ella, al ver el artículo de Elizabeth, en una revista, pide a Yardley, como devolución de un favor anterior, que consiga que Elizabeth acoja durante las navidades a Jones para que este sepa lo que es un verdadero hogar, a lo que Yardley accede encantado, porque ¿qué mejor promoción para su revista que el guerrero ejemplar acogido por el prototipo de la mujer domestica?. Es decir, que todo se gesta con una mentira. Una mentira que pondrá en evidencia, o peligro, otra mentira.

Y es que hay otra carga de profundidad añadida a este carrusel de imágenes prototípicas, o convenciones, destripadas, (como las celebraciones de la Navidad misma; o la del héroe: todo la maraña se gesta en su deseo de comer más carne, para lo que es capaz de mentir sin escrúpulo alguno; ¿no es la gula desbocada una de las características del derroche que define a la Navidad?), servida por el guión de Lionel Hauser y Adele Comandini, que adaptan el argumento de Aileen Hamilton. Durante la guerra, la ausencia de los hombres, al tener que alistarse, había supuesto un notorio incremento de la inclusión de la mujer en la vida laboral. Es decir, se salía de su rol convencional, el doméstico, y empezaba a convertirse en una rival (otra manifestación, de ese miedo, fue la figura de la femme fatale, o cómo la mujer podía aplicar, competitivamente, las mismas estrategias fatales, sin escrúpulos, que los hombres). Elizabeth, de hecho, no se arredra ni siquiera cuando se deja en evidencia todo el montaje que había realizado. Si antes había actuado con vivaz desparpajo, cuando flirtea abiertamente con Jones para desconcierto de éste ( ya que piensa que está casada), porque aprecia que él también se ha enamorado, o para indignación de Yardley, que piensa que la Arcadia se ensombrece con la amenaza de la infidelidad (incluso, está a punto de hasta llamar a las fuerzas armadas cuando cree que han secuestrado al bebé, ignorando que es su real madre la que se lo lleva; una de ellas, porque se utilizan los servicios de dos bebés, de sexos distintos, además), al final no deja de apostar por sí misma, incluso contrariando a quien le puede suministrar el sustento. Como no deja de ser lúcidamente poco convencional la resolución de la relación romántica. Ambos, Elizabeth y Jones, han mentido, ambos han realizado sus representaciones para salir del paso ( para comer carne, para poder mantener el empleo), pero de lo que están bien seguros es de que lo que sienten mutuamente es auténtico. Y eso, en Connecticut , o en Katmandú, es lo que importa.

sábado, 21 de diciembre de 2013

Plácidas pausas de rodaje: Eleanor Parker y Errol Flynn

Eleanor Parker y Errol Flynn en una sonriente y lectora pausa de rodaje de 'Nunca huyas de mí' (1947), de Peter Gordfrey

sábado, 8 de junio de 2013

El aullido del lobo

 photo OIR_resizeraspx_zps36385a85.jpg Las habitaciones cerradas, secretas, las zonas a las que no se permite acceso, que se consideran como prohibidas, o a las que se recomienda no acercarse a causa de peligros no definidos (que se prefiere eludir hasta nombrándolos), son uno de los componentes de las obras del romanticismo gótico, desde finales del XVIII, como puede ser el caso de 'Jane Eyre' de Charlotte Bronte, en la que se oyen risas siniestras o gritos a medianoche. También un sobrecogedor alarido rasga la noche en el 'El aullido del lobo' (Cry Wolf, 1947), de Peter Godfrey. La heroína es de nuevo una mujer, aquella que irrumpe en un mundo que le es extraño, una mansión de oscuros recovecos (como quizá en la mentes de la que la habitan, por lo que pueden ocultar). Su desconocimiento de ese territorio desconocido y la amplitud y condición tenebrosa de un espacio dominado por las sombras propulsan la interrogante y la incónita que se entrelazan y enmarañan en uno de los característicos misterios de las viejas mansiones oscuras (Old dark houses' misteries).  photo OIR_resizeraspx2_zps9883a4f9.jpg Aunque en esta caso la protagonista, Sandra (Barbara Stanwyck), tiene poco de ingenua joven, como, por ejemplo, la innominada protagonista encarnada por Joan Fontaine en 'Rebeca' (1940), de Alfred Hitchcock. Más bien es determinada, lenguaraz, hasta arrolladora, lo que acrecienta la desconfianza de Caldwell (Errol Flynn), quien establece con ella un duelo de recelos desde el momento en que Sandra irrumpe en la mansión; esa impetuosa condición se remarca por llegada en paralelo del coche que la trae con la cabalgada de una jinete, Julie (Geraldine Brooks), a la que al entrar en la mansión ve que acaba de discutir con Caldwell. Sandra llega para reclamar lo que corresponde tras la muerte de su esposo, James (Richard Basehart), del que, como de su hermana Julie, Caldwell era tutor. Sandra sospecha que la reticencia de Caldwell sea debida a que quiere beneficiarse de esa herencia, como éste parece que desconfía de las intenciones de alguien que quizá sea una impostora, porque no tenía constancia de tal matrimonio.  photo OIR_resizeraspx4_zpseb50fc1c.jpg  photo OIR_resizeraspx6_zps001d37c0.jpg Caldwell está perfilado con esa escurridiza ambigüedad de quien no se sabe si es excesivamente receloso o más bien es un cínico manipulador. Una variante más siniestra del Max de Winter que encarnaba Laurence Olivier en la obra de Hitchcock. Que sea interpretado por alguien como Flynn, asociado a otro tipo de personajes (el Estudio, la Warner, buscaba 'regenerar' su imagen buscándole otro tipo de papeles fuera del género de aventuras), añade una fructífera extrañeza, como el hecho de la misma ambivalencia de la que era capaz Stanwyck (y la variedad de personajes que había encarnado) incrementa, en especial en los primeros compases, la movediza incertidumbre (ya que no deja de sobrevolar la duda de por qué se casó con James), lo que deriva en una de las mejores secuencias, aquella en la que ambos establecen un duelo de proximidad ambigua (como la misma planificación se aproxima más a sus rostros), que culmina en un beso y una bofetada. ¿Sienten algo los personajes, se tantean en su recelo o intentan sugestionar o minar la voluntad del otro para conseguir su propósito?  photo OIR_resizeraspx3_zps744d583b.jpg Lo más destacado es la creación de la atmósfera, en la que colaboran eficazmente las sombras que orquesta Carl E Guthrie y la música que compone Franz Waxman. La incertidumbre que propicia un campo de especulación con lo no visible. ¿Quién gritó? ¿Qué ocurre en el laboratorio de Caldwell? ¿Estará James vivo? ¿Qué trama Caldwell? En este sentido, son notables las secuencias en las que Sandra realiza sus irrupciones en los espacios secretos, ya sea la que efectúa en el laboratorio, ascendiendo a través de un montaplatos, o en esa zona, en las Tres colinas, que no le han recomendado que transite, y que descubre cercada. Quizás pueda parecer abrupto el desenlace, si se esperaba una culminación de intensidades, de rasgones de los velos de la mente o de las proyecciones sentimentales, en la línea de la que materializará Hitchcock en 'Pánico en la escena' (1950), pero tampoco deja de ser consecuente si se contempla la narración como un duelo de dos mentes recelosas a las que esa desconfianza ofuscó el discernimiento.  photo OIR_resizeraspx5_zps2ad2a232.jpg  photo 758655cafbd84faf8009ae948f1efa46_zps5dd21cdd.png  photo OIR_resizeraspx7_zps82105b0e.jpg

jueves, 17 de enero de 2013

Plácidas pausas de rodaje: Peter Godfrey, Eleanor Parker, Sidney Greenstreet y perrito

Photobucket Eleanor Parker, perrito, Sidney Greenstreet y el director, Peter Godfrey durante una pausa de rodaje de la notable 'La dama de blanco' (1948)

sábado, 17 de noviembre de 2012

La mujer de blanco

Photobucket ‘La mujer de blanco’ (The woman in White, 1948), de Peter Godfrey, según la novela de Wilkie Collins, es una película de cocción lenta, reptante, tras un fulgurante inicio que aposenta en lo narración lo ‘extraño’, a través de la ‘aparición’ de esa mujer de blanco a la que alude el título, Ann (magnífica y bellísima Eleanor Parker) ante Walt (Gig Young) el pintor que se dirige, en la noche, por un camino en el bosque, a la mansión de Limmeridge, donde le han contratado como profesor de pintura. Dos detalles intrigantes se suceden: Uno de los que viajan en un carruaje, que aparece en ese instante, le dice que la chica se ha fugado de un manicomio; como intrigante es el movimiento de cámara que nos ‘descubre’ a otro pasajero, de gesto solemne, Pasco (impecablemente siniestro Sidney Greenstreet). La otra desconcertante revelación, en la mansión, es que aquella que será su alumna, tiene rasgos idénticos a los de Ann, Laura (también, claro, Eleanor Parker). Photobucket En este paisaje genuinamente gótico, las sombras no son evidentes, como en la misma iluminación, consecuente con un relato sostenido sobre la manipulación de las apariencias, sobre la ocultación, interesada, por codicia, o por vergüenza, la losa de la imagen o reputación. Como tapado por una tela está el cuadro en la habitación de quien ha contratado a Walt, el tío de Laura, Fairlie (John Abbott). Una pintura oculta como él vive enclaustrado en su universo, como quien niega el exterior, la realidad, empezando por su pasado (como desvelará cuando veamos el cuadro al final), abocado a un histérico desquiciamiento, el de aquel que impotente busca afanoso controlar el mundo, pero al que las mareas de la vida no han dejado de socavar y contrariar ( y trastornar) como se revela en su comportamiento maniático: no deja de quejarse de lo delicado que son sus nervios, y le molesta cualquier mínimo ruido, ante el que protesta con afectación y notorios aspavientos, como no deja de reprender a sus criados o invitados porque desordenan su universo. Es el ejemplo de una enajenación reproducida durante décadas, la de una clase acostumbrada a la posición de poder, a encontrar complacencia en sus requerimientos de caprichosos tiranos. Photobucket Photobucket Durante la primera mitad discurre engañosamente como un relato a la deriva, en el que no parece que se hicieran manifiestas las tensiones que se intuyen, como quien enfoca desde la distancia, a no ser que otra mirada agriete esa distancia, como la que reenfoca y aproxima con un telescopio, como hace Pasco con Walt y Ann, ‘imagen’ que comparte, e intuimos que aviesamente, con Marian (excelente Alexis Smith). Es uno de los escasos momentos en que se rompe el punto de vista (prevalece el de Walt), de modo significativo, ya que esta ‘intrusión’ se desvelará posteriormente es la mirada o mente que manipula los acontecimientos ( o eso intenta), y su acción de ‘abrir perspectiva’ a Marian es, por tanto, interesada, buscando un efecto que le conviene. Es otro tipo de pulsión de poder, diferente a la heredada de Fairlie, que le ha sumido en su enajenamiento, ya que intenta apropiarse del dominio de un ‘escenario’, cual asalto al poder.También, en estos pasajes, las ‘apariciones’ de Ann generan, incluso, la duda de si no serán Ann y Laura la misma mujer ( hay quien se pregunta dónde puede estar oculta durante tantas semanas). Pero, en cambio, quien ‘desaparece’ del relato, será Walt, aquel que si hace oídos de las intrigas ocultas que le denuncia esa mujer ‘fantasmal’, y que siente que algo turbio se gesta. Pero nadie le hará caso, ni Ann, ni menos Pasco o Percival (John Emery), el prometido de Ann y cómplice de Pasco, ni tampoco Marian, en cuya desconfianza se intuye ciertos celos porque ha visto, por el citado telescopio, el interés que siente Walt por Ann. Photobucket Photobucket La segunda parte, seis meses después, sufrirá un cambio de escenario, de perspectivas y de dinamismo narrativo, del mismo modo que cambiará para Marian cuando retorne el escenario de la mansión, y se encuentre con que ha variado casi todo el servicio de la mansión, e incluso la adjudicación de las habitaciones, como la suya. Es como si cambiara el eje de su mirada, ya que descubrirá (de nuevo, la distancia, a través de la ventana, desde el alfeizar) los intereses ocultos, las conspiraciones aviesas, la sugestión que han utilizado hábilmente para conseguir sus codiciosos propósitos aquellos que han manipulado a los otros. Se esclarecerán gradualmente las incógnitas, como la revelación de unos pasadizos secretos comenzará a dar luz sobre la figura y condición de la mujer de blanco, mientras otros permanecían en la oscuridad con sus mezquinas maquinaciones. Pero, como esos personajes aspirantes a demiurgos característicos del cine de Mankiewicz, por mucho que se intente controlar todas las hebras del tapiz, siempre habrá alguna que acabe saltándote al ojo. Photobucket