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lunes, 31 de agosto de 2020

El cameraman. Noticiarios, sinfonías y telediarios (Ed. Providence), de Javier M. Tarín

 

La editorial Providence inicia una colección, bautizada con el nombre de Telemark (en homenaje a la minusvalorada obra de Anthony Mann Los héroes de Telemark, 1965), dedicada a breves ensayos sobre una película específica, con aguda pertinencia. Javier M. Tarín vertebra su entusiasta análisis sobre la magistral El cameraman (The cameraman, 1928), de Edward Sedgwick (y Buster Keaton), subtitulado Noticiarios, sinfonías urbanas y telediarios, a través de la reflexión sobre la relación entre ficción y realidad. No solo con respecto al momento de su producción, una coyuntura de cambios (del mudo al sonoro) y de apuntalamiento de unos modos de representación (y un sistema de producción), o en relación a la propia circunstancia personal, dentro de la industria, de Keaton, sino que extiende el hilo hacia nuestro presente. En la introducción del texto ya destaca que uno de los motivos personales que le impulsaron a escribir este ensayo fue la reacción de sus alumnos adolescentes de Actividad Audiovisual. Para una generación habituada, primordialmente, a un cine de sofisticado nivel tecnológico, con conocimiento escaso de lo realizado más allá de la década de los 90 (y el hito de Pulp fiction), el blanco y negro pertenece no ya a otro tiempo sino a otra dimensión. Pero El cameraman confronta con un dinamismo narrativo que conecta con el sentido del montaje del cine de hoy en día, y además, de un modo aún más elaborado y afinado (por la meditada elección de un plano general o un primer plano para generar un gag o definir un vínculo entre personajes), y con un portentoso dominio de la síntesis y la elipsis. El relato – su puesta en escena y forma de ser contado- funciona como un reloj suizo a día de hoy entre unas generaciones aturdidas por el exceso audiovisual, generado por los smartphones y las redes sociales.

                 

Tarín, en principio, se centra en la interrelación entre la obra y la circunstancia personal, o el enfoque y la actitud creativa de Keaton y el enfoque de un sistema. En la película, Buster (Buster Keaton) es un fotógrafo callejero que se obceca en conseguir ser aceptado como cameraman en una agencia de noticieros cinematográficos, llamada MGM, como el mismo Estudio con el que Keaton había firmado un contrato, abandonando la independencia con la que elaboraba sus obras previas. Keaton, años después, declararía que fue el mayor error de su vida. Tuvo que plegarse a la estructura y directrices de un sistema que condicionaron, restringieron, su dinámica creativa. Los paralelismos entre la lucha del fotógrafo de la ficción –Buster- por integrarse en un mundo cambiante y trabajar en la MGM, aceptando unos cánones informativos desconocidos para él, y la del actor –Keaton- en un contexto de producción cinematográfica novedoso e incluso hostil aparecen en un nivel profundo de lectura de The cameraman. Ese conflicto, o esa colisión, adquiere dimensión metafórica en el uso de las puertas, ya manifiesto en la primera toma de contacto de Buster con la agencia, unas puertas giratorias, y posteriormente, con la puerta de la agencia, con la que tendrá dificultades para entrar y salir, y que de hecho romperá en un par de ocasiones.  Las puertas simbolizan los obstáculos que el protagonista se va a encontrar en su afán de convertirse en cameraman, pero a su vez sirven como recurso para la continua creación de gags visuales en el film.

Tarín establece otra capa de reflexión mediante el contraste entre las directrices de la agencia de noticieros con la prueba de sus aptitudes como cameraman que el personaje de Keaton muestra, y que es calificada por el director de la agencia como un error. Las imágenes que ha grabado Keaton son del tipo documental vanguardista cuando se aproximan al fenómeno urbano tal como harían Walter Ruttmann ese mismo año en Berlin, sinfonía de una gran ciudad o Dziga Vertov dos años después en El hombre de la cámara. Ya Keaton había explorado el potencial del lenguaje cinematográfico, y sus posibles alternativas o rupturas, en El moderno Sherlock Holmes (1925), con la que secuencia en la que el protagonista se introduce en la pantalla del cine y cada cambio de plano lo coloca en un entorno o en una situación distinta, como si desplazara por la quintaesencia de lo imprevisible. La narración cinematográfica y la vida como un montaje de discontinuidades, cuando el sistema que se apuntalaba en Hollywood se fundamentaba en la continuidad que haga sentir al espectador que vive lo que acontece en la pantalla. Lo que demanda la agencia son imágenes que alientan la espectacularización de la información, entendida más como producto de consumo que como garantía democrática. No importa la imagen como reflexión ni como contextualización. Importa la imagen que impacta. De lo que es ejemplo la secuencia climática en el barrio chino, en la que no importa el porqué del conflicto de las bandas sino capturar la imagen espectacular de un tiroteo. La imagen no reflexiona, impresiona (cuánto más impresiona se incrementan sus posibilidades en el mercado laboral; para ser aceptado como cameraman, como para una producción conseguir un éxito: es la base de la competitividad). El cameraman, más allá de ser una comedia romántica con un equilibrio casi perfecto entre relatos y gags cómicos, aborda la espinosa cuestión de la relación  entre imagen y realidad y de qué forma se están asentando unos modelos de representación del mundo a través de la imagen en movimiento. Tarin resalta la ironía última del planteamiento de Keaton (que a pesar de las restricciones pudo disponer de importante capacidad de decisión durante el rodaje), esto es, una de las cargas de profundidad del film para hacer saltar en pedazos esa presuntuosa actitud del director de la agencia de noticias –y por extensión de los grandes estudios- en su definición de lo que es la calidad cinematográfica, a través del hecho de que las imágenes (impactantes) de un rescate acuático, que él califica como “el mejor trabajo de cámara visto en los últimos años”, sean rodadas por una mona (Josephine).  


En el último tramo del libro, Tarín amplía las capas, o conexiones, estableciendo una asociación con nuestra época, o cómo el enfoque de la agencia de noticiarios ha sido el que ha prevalecido no sólo en la industria sino en la esfera individual, en el modo con el que gestionamos nuestra imagen, o cómo nos relacionamos con la realidad. Los usuarios de las redes sociales como Instagram construyen sus imágenes con un tono claramente publicitario en su estética, alejados de las posibilidades  expresivas de la imagen más allá de la ficción y el documental informativo. No importa lo real o la realidad sino uno mismo, la propia imagen con la que se proyecta o presenta, que dispone de su correspondencia en el predominio del dictamen sobre la reflexión en el comentario (más que crítica analítica ya) sobre las películas: importa poder dar el dictamen sobre la serie o la película del momento, no importa las reflexiones que suscite sobre nuestra relación con la realidad, los demás y nosotros mismos. Ha desaparecido la inquietud en favor del narcisista ensimismamiento, del yo como imagen o voz visible o audible. En lugar de generar una mirada subjetiva y única sobre el mundo circundante, la asociación de smartphones con redes sociales ha potenciado exponencialmente  el narcisismo de los usuarios.

Tarín también destaca una cuestión clave en la película, que se extiende a la obra de Keaton, la colisión o el desajuste del protagonista con su entorno, y la cuestión de la invisibilidad. Un yo que no se siente integrado o aceptado, un yo que se tropieza y colisiona con la realidad. En El cameraman vuelve a recurrir a la relación sentimental como escenario emblemático a pequeña escala, a la vez que reflexiona, con agudeza, sobre sus específicas coordenadas y dinámicas escénicas. Si en El colegial (1927) se apoyaba en los alardes atléticos como soterrada ironía sobre los absurdos de los cortejos amorosos, en El cameraman lo hace con la cámara de cine, con la que incide en la idea de cómo impresionar y cómo hacerse notar, en este caso como una mirada singular ( el ojo de la cámara) que propicie esa visibilidad que implica destacar entre otros, ya no sólo en el aspecto competitivo sino como figura excepcional que pueda ser advertida entre un informe entorno, o lo que es lo mismo, la idea de crear una proximidad, ser el único, superando, o transcendiendo, esa distancia en la que se es uno más. Véase la presentación: Buster está solo realizando una foto a un transeúnte en la calle, pero de repente irrumpe una avasalladora multitud con motivo del homenaje popular a una figura destacada, y entre ellos varios cameraman de noticiarios. Su figura se ve empequeñecida, invisibilizada, pero por azar se encuentra apiñado, sin poder moverse, junto a Sally (Marceline Day), mejilla contra mejilla (su arrobada expresión mirándola como quien ha sentido una inusitada revelación no es advertida ni siquiera por ella, es como un cuerpo más entre una masa informe). Su propósito será impresionar, influir en la mirada de quien ama, como el protagonista de El colegial intentaba esforzadamente con las gestas atléticas, o cómo el de El moderno Sherlock Holmes intentaba desfacer un equívoco sobre él con su sueño, en el que se introducía en la pantalla de cine como detective que resolvía el caso que en la realidad le culpaba a él. En principio, Buster no es nadie, y menos para quien ama: ser un mero fotógrafo de calle no propicia ser visible (cuando la muchedumbre se dispersa se queda solo junto a ella, pero ni aún así Sally se percata de su presencia; debe llamar su atención, ofreciéndose a hacer una foto de ella). Pero no es suficiente, sigue siendo una figura irrelevante, debe penetrar en su propio escenario, motivo por el que se ofrecerá como cameraman de noticiarios en la MGM, la agencia donde ella trabaja como secretaria. Se hace al menos ya visible como aspirante. Aspirante que es pretendiente.

Como en las otras obras citadas, esa compulsión por influir e impresionar, por ser imagen protagonista, entra en colisión con la torpeza, con la dificultad de dominar el mundo (en correspondencia con ese tartamudeo expresivo que domina cuando se quiere cortejar a alguien): queda expuesto, acentuada su vulnerabilidad, y a la vez como quien queda en evidencia, por la torpe desenvoltura: No hace más que romper una y otra vez el cristal de la puerta de la productora con el trípode de la cámara que ha comprado; se viste de punta en largo para su primera cita, y pasea por la calle junto a ella con gesto circunspecto (como si fuera el emperador, junto a su emperatriz, que siente todas las miradas sobre él; como si caminara sobre una alfombra roja, protagonista de su fantasía romántica), pero se resbala y se da un buen morrazo; al subirse al autobús de dos pisos, la multitud les separa, y él acaba arriba, haciendo malabares para bajar abajo, y sostenerse en el exterior del autobús; en la piscina, tras hacer otro alarde, lanzándose desde el trampolín, pierde el traje de baño, que le quedaba muy grande, y buscar el modo de que no se den cuenta de que está desnudo bajo el agua. Toda ínfula o pretensión se torna contrariedad, caída, tropiezo. Buster forcejea y batalla con la realidad que parece, en todo momento, superarle. La ironía es que trata de impresionar a quien ya se siente atraída por él.

Prodigiosa es la secuencia previa en la que espera que ella le llame para concretar la primera cita: Luke vive en un tercer piso y el teléfono está en la planta baja. Tras oír el teléfono baja; la cámara desciende y asciende siguiendo su recorrido, y en ambos casos por su ímpetu acaba en la terraza o en el sótano; cuando habla con ella, por la emoción, mientras ella sigue hablando él sale corriendo y llega a su casa antes de que Sally acabe su parlamento. En correspondencia, su primer alarde de mirada propia, en el campo de su labor como cameraman, es tan torpe como surreal (y singular): las imágenes que ha grabado están superpuestas, como un barco en mitad de las calles de la ciudad, o imágenes que revierten o en pantalla partida. Por otro lado, reflejo de su mirada distintiva, que se desmarca del conjunto. Es una singularidad que se manifiesta de modo natural; es torpeza e inspiración natural. Se esfuerza en impresionar, cuando su singularidad ya resalta en su forma de ser, por activa o pasiva. Cuando realiza la grabación de una trifulca violenta en el barrio chino resulta que no había rollo en la película. Aunque realmente se había producido una interferencia ajena, en sí un apunte sobre los absurdos de querer impresionar o de querer dominar los acontecimientos: el monito, que se ha convertido en compañero de desventuras, había cambiado el rollo; en la secuencia final cuando Luke salve a Sally en el río de la amenaza del fuera borda descontrolado, y ella, en cambio,  cree, al despertar, que ha sido el rival amoroso de Buster (que conducía la lancha), su gesta la ha rodado el monito. Otro gran apunte irónico sobre el afán de control y la necesidad de impresionar e influir en la percepción de los demás, en la imagen que se hagan de nosotros. Como si la realidad se debiera ajustar a nuestra imagen de Instagram. Setenta años atrás, Keaton, con mordaz agudeza, ironizaba sobre esta tendencia escénica predominante en el ser humano. En la conclusión, cerrando el círculo, tras conseguir el empleo y la ratificación del amor de quien ama, ambos caminan por la calle. Buster cree que los vítores de la calle, dirigidos a una celebridad, están dirigidos a él por su doble éxito. Ahora se siente visible, el foco de atención, aunque su percepción sea errónea. El mundo no ha dejado de ser un escenario. Simplemente, ha dejado de ser un atribulado aspirante a director de escena y actor en el teatro del cortejo. Ahora cree que se ha afianzado en la ficción a la que aspiraba, con la que tropezaba y colisionaba. El yo escénico prevalece.


lunes, 22 de abril de 2019

El detective

La cruz azul (1910) fue el primer relato de GK Chesterton en el que aparecía el Padre Brown, o dicho de otro modo, el primero en el que demostraba su agudeza detectivesca en el esclarecimiento de casos, enigmas o crímenes. No fue su primer título. Cuando fue publicado por primera vez, en The saturday Evening Post (el 23 de julio de 1910), se tituló Valentin follows a curious trail/Valentin sigue un curioso rastro. En septiembre del mismo año, en la revista The Story-Teller, se retitularía como La cruz azul, y así también en el primero de los cinco libros centrados en este excepcional y singular personaje, El candor del padre Brown (1911). ¿Por qué ese cambio de título?: En ese relato se daba una circunstancia que no se repitió: la perspectiva correspondía a otro personaje, el jefe de policía de París, Aristide Valentin. El curioso rastro al que aludía ese primer título es el que sigue Valentin por su anomalía, una peculiaridad que intuye puede ser rastro que le conduzca a quien busca, el ladrón Flambeau, aunque el rastro, aparentemente, esté relacionado con dos sacerdotes. Valentin se pregunta por qué en su trayecto por diversos establecimientos uno de los dos sacerdotes cambia la posición de saleros o azucareros, los indicadores de precios que corresponden a nueces o naranjas, o realiza acciones destructivas como lanzar el contenido de un cazo a una pared o romper una vidriera. Todas las acciones las realizaba el padre Brown. En principio, había sido su manera de comprobar que el otro sacerdote era Flambeau: como su propósito era robar la cruz azul no protestaba por ninguna situación anómala para así no llamar la atención, y por eso se constituyó su serie de aparentemente estrafalarias acciones en un curioso rastro que pudiera ser seguido por un observador agudo. El segundo relato que escribió, El jardín secreto, también comenzaba con la perspectiva de Valentin, que organiza una cena en su casa con personajes distinguidos, por su posición, con el añadido del Padre Brown, pero el punto de vista pronto varía e incluso, la resolución del crimen revela su condición de asesino, y como conclusión, finaliza con su suicidio. Valentin sigue siendo representante de la ley, pero se convierte en inglés, y en peculiar antagonista, en El detective (Father brown, 1954), de Robert Hamer, actualización, ya que traslada la acción a los 50, inspirada vagamente en La cruz azul (con el añadido de elementos tomados de otros relatos), que ya había conocido una previa adaptación en 1934, la producción estadounidense Father Brown, detective, de Edward Sedgwick, con Walter Connolly, como el Padre Brown, y Paul Lukas, como Flambeau, antagonista que, desde otro ángulo, menos convencional, lo es menos que Valentin. El Padre Brown (Alec Guinness) persigue a Flambeau (Peter Finch), como un enigma en sí mismo que esclarecer, mientras es perseguido por Valentin (Bernard Lee), como la cuadriculada perspectiva de la ley que no sabe ni se preocupa de matices en los porqués. Su noción de causa y efecto es restringida: son los límites de la cuadrícula. Al Padre Brown le interesa el relieve, a la Ley la superficie. Y ¿a Flambeau?
Poco tiene que ver el guión con el relato, más allá de que en cierto pasaje Flambeau se vista con los hábitos sacerdotales con la finalidad de robar la cruz azul que porta el Padre Brown, pero la situación planteada difiere radicalmente de la del relato, como la misma participación de Valentin. En la escritura del guión participó el mismo Hamer, como ya había hecho en la mayor parte de sus obras previas, fueran dramas de época, noirs o comedias, como fue el caso de su obra más célebre, Ocho sentencias de muerte (1950). Una de las escasas excepciones en que no participó en la escritura del guión fue su admirable debut, el segmento del espejo hechizado de Al caer la noche (1945). Hamer fue un cineasta particularmente admirado por Alexander MacKendrick. Hay quien incluso consideró que fue un flagrante ejemplo de talento desaprovechado. Fue despedido del rodaje de School for scoundrels (1960), por sus discrepancias con el productor, pero también por su crónico alcoholismo, que determinó que no fuera contratado de nuevo. Murió tres años después, en la pobreza, mantenido por su padre.
En El detective colaboraron otros dos guionistas, una acreditada, y otro no. Vale la pena detallar la personalidad o trayectoria de ambos por su singularidad. La adaptación fue realizada por Thelma Moss, quien durante la década aún escribiría algún guión más, como el de El coloso de Nueva York (1958), de Eugene Lourie, aunque sufriera una grave depresión tras la muerte, en 1954, de su marido, Paul Finder Moss, productor de El detective, por causa un cáncer, dos días después de que ella diera a luz. Intentó por dos veces suicidarse, y recibió un tratamiento de psicoterapia con LSD. De la experiencia gestaría un libro, My self and I, que firmó como Constance A Newland, un éxito de ventas en 1962. A mediados de los sesenta decidió estudiar psicología en el Instituto de Neuropsiquiatría de UCLA, donde ejercería como profesora, y dirigiría el laboratorio de parapsicología, en el que destacó en especial su estudio de la Cámara Kirlian. Moss estaba convencida de que describía nuestro cuerpo astral. Publicó dos libros al respecto, además de diversos trabajos, y realizó varios viajes a la Unión Soviética para contrastar otras investigaciones.
También había viajado a Rusia, en 1934, el guionista que no consta como acreditado, Maurice Rapf. Lo hizo por un programa de intercambio estudiantil, y quedó impresionado por la ideología comunista. En su viaje de regreso hizo escala en Berlín, pese al riesgo que suponía siendo como era judío, y quedó convencido de que el comunismo era la ideología que podía derrotar a Hitler. Fue uno de los fundadores de la Asociación de guionistas en 1935. En Winter carnival (1939), reemplazaría a Scott Fitzgerald, ya incapacitado por su alcoholismo. Años después Rapf calificaría a la película como un ladrillo. Ese mismo año se casaría con una mujer católica, pese a las objeciones de los padres de ella. Walt Disney le contrató para convertir en guión el tratamiento de Song of South (1944), precisamente, porque era un izquierdista. Así contrarrestaría la perspectiva blanca sureña con estereotipos de afroamericanos sumisos y serviles, en la línea del Tío Tom: Sé que no crees que debería hacer esta película, tú estás en contra del Tio tomismo, eres un radical. Pero la discrepancia con el autor del tratamiento, Delton Raymond, era inevitable, así que tras siete semanas de trabajo se le trasladó al equipo de guionistas de Cenicienta, en el que pronto colisionaría con su enfoque: su perspectiva del personaje es que fuera menos pasiva y sí más rebelde con respecto a su madrastra: En mi versión lo que ella hacía era rebelarse contra su madrastra y hermanastras, dejar de ser una esclava en su propia casa. Escribí una escena en la que le dan una orden tras otra y ella se revuelve y les tira todo. Se subleva, así que la encierran en el ático. No creo que nadie tomara muy en serio mi idea. Cuando se estrenó en 1950, Rapf no constaba entre los guionistas acreditados. Antes, en julio de 1946 aparecía entre los señalados, por el Hollywood reporter, por su vinculación con el Partido Comunista. Sería incluido en la lista negra de Hollywood, en donde no volvería a trabajar como guionista. Centró su actividad en producciones industriales o publicitarias, e incluso fue crítico de cine. El único largometraje en el que colaboraría durante los 50 sería El detective, hasta 1980 que colaboró en la producción de animación Gnomos, de Jack Zander, de la que años después derivaría la serie David, el gnomo.
Sin duda, la singularidad de esta pareja de colaboradores, a la que se podrá sumar el poco aprecio de Hamer por las convenciones morales, como reflejó particularmente su mordaz tratamiento de las diferentes instituciones en Ocho sentencias de muerte (1949), puede afinar el enfoque sobre una obra tan singular como El detective: una comedia en la que el aspecto fundamental, más que los esclarecimientos detectivescos o las persecuciones policiales, es el pulso de actitudes vitales, o enfoques sobre la realidad (o relación entre sujeto y realidad), entre el Padre Brown y el enigmático ladrón de guante blanco Flambeau. En este caso, el padre Brown, aún más que detective, es sacerdote que quiere reconducir en el adecuado sendero al infractor. Se preocupa más que de los objetos, incluso aunque sean importantes para la institución católica, como es el caso de la cruz azul, del alma de los infractores. Le preocupa más saber, resolver, por qué hacen lo que hacen, y cómo conseguir que modifiquen su actitud. Le importa su suerte, su reconducción, no la sanción. Le interesa más que la recuperación de objetos, por valor simbólico o material que tengan (aunque suponga contrariar, y enfrentarse, a sus superiores eclesiásticos o a los representantes de la ley) la recuperación o arreglo del alma particular, como si esta sufriera una avería cuyo síntoma es la obstinada inclinación al latrocinio. Al Padre Brown le suscita la interrogante del por qué esa recurrente actividad infractora desde hace diez años. ¿Qué desesperación vital, qué oscuro secreto, le impulsa?. Sin duda, un sacerdote con singular enfoque en sus prioridades y en lo que desestima.
Por tanto, la perspectiva del padre Brown difiere de la sancionadora de la ley. lo que suele determinar, consecuencia de (saber) ponerse en la piel de los delincuentes, y de involucrarse hasta tal extremo en conseguir esa redención, que se ponga en situaciones delicadas ante los ojos de la misma ley (o que sus actos acaben difuminando los límites que separan orden y transgresión, bien y mal). Para él los policías son rivales, ya que su restringida perspectiva meramente busca la detención, la neutralización de una acción infractora, y a él le importa la naturaleza del infractor, ese terrenal más allá, por qué es como es y si puede hacer algo para reconducir sus opciones de vida. Ya la secuencia inicial lo condensa espléndidamente. La policía acude a la alarma de un robo nocturno en una empresa, y con quien se encuentran ante la caja fuerte con el dinero en la mano es al padre Brown. Lo está introduciendo, pero, obviamente, no creen que estuviera reponiendo el dinero tras convencer al delincuente (al que hemos visto bajar las escaleras previamente) de que desistiera de realizar el robo, sino que lo está realizando él mismo. Incluso, investigan, para intentar identificarle, porque piensan que les facilita un nombre falso (¿Brown?¿No es Smith o Jones?) cuáles suelen ser los criminales, o sospechosos habituales, que utilizan el disfraz de sacerdote para realizar sus infracciones. La ley no destaca por su agudeza sino por su suspicacia.
Esa tendencia del Padre Brown a involucrarse de tal modo (que puede resultar ambiguo o difuso) complicará de nuevo, y aún más, su situación ( incluso cara a sus superiores eclesiásticos) cuando ponga en peligro la cruz de su parroquia, la cruz de San Agustin, que él se encarga expresamente de trasladar a Paris, y que Flambeau ya había anunciado que intentaría sustraer. Pero el Padre Brown, aunque adivine bajo qué disfraz se oculta, como sacerdote, preferirá despistar a los representantes de la ley, tanto al británico, Valentin, como al francés, Dubois (Gerard Oury), por priorizar su intento de conversión del infractor. Esa primera confrontación, o ese primer pulso (tanto dialéctico como físico) tendrá lugar en un espacio subterráneo, unas catacumbas, otro espacio que alude a esa difuminación de los límites y de la constitución de una realidad sostenida sobre apariencias no sólo engañosas, sino que esconden recovecos inusitados, tanto del otro como de uno mismo. Significativo es que en ese primer duelo esté en juego una cruz, ya que el padre Brown forcejea con Flambeau para que se reconduzca en la fe, porque el robo en sí mismo refleja indiferencia, incluso negación y rechazo. Como replica Flambeau, para él valor y precio no es lo mismo, y quizá el padre Brown está achacándole aquello en lo que él incurre con cierto precipitado maximalismo. Es interesante, al respecto, el detalle de que el padre Brown resulte, en general, tan eficaz en sus deducciones como en sus acciones para despistar a los policías que le persiguen, y que no distinga nada si no porta sus gafas. No deja de ser irónico que el mundo sea tan borroso para alguien tan agudo; otro mordaz apunte sobre cómo se difuminan o emborronan los límites en su forma de actuar (que transgreden los límites marcados por la ley o su misma institución), y sobre lo difícil que resulta descifrar las apariencias. Y, por añadidura, cómo sus juicios, en ocasiones, pueden no ser certeros. Flambeu le resulta escurridizo. Por eso, su principal desafío será comprender cómo es y por qué actúa como actúa. Quiere enfocarle, comprenderle.
Perder la cruz, o no poder impedir que sea robada por Flambeau, por priorizar el querer comprender, y redimir al ladrón, determinará que se establezca un duelo de inteligencias entre ambos. Por eso, elocuente es que establezca una trampa con el reclamo de un valioso juego de ajedrez (esculpido por Benvenuto Cellini) que pone en subasta, con la connivencia de su propietaria, Lady Warren (Joan Greenwood). De nuevo, para el Padre Brown, la primera prioridad es despistar al inspector Valentin. Incluso, el ladrón no se esfuerza mucho en robar el juego de ajedrez, devolviéndoselo a Lady Warren. Parece que lo prioritario es su pulso. En este segundo asalto, Flambeau revela algo más de él, su sensación de desajuste con el mundo, su condición de hombre instruido en las artes de la espada en tiempos que privilegian las bombas u otras armas de fuego, y la equitación en tiempos ya dominados por los coches u otros vehículos de motor. Y como carece de la necesaria capacidad adquisitiva opta por robar aquello que le facilita rodearse de belleza. Esquivo y difuso, el Padre Brown aún no logra enfocar cuál es la raíz de ese desajuste con la realidad y el mundo. Aún será necesario un asalto final, mientras de nuevo esquiva a los representantes de la ley y la amenaza de una posible sanción en una prevista reunión con las altas instancias eclesiásticas, para lograr contextualizar a Flambeu. Y su herramienta será el uso de la habilidad de Flambeau, el robo de su pitillera, en la que destaca el blasón de su linaje. Su esclarecimiento dará pie a una divertida secuencia en la que, valga la paradoja, la rotura de sus gafas es accidente generador de gags.
La modulación de la narración es tan templada, distendida, como el talante el padre Brown, y fluye serena, con esa circunspección que rehuye los énfasis, pero la manera con que modula, con sutil coreografía, esa sucesión de gags, involucradas tanto las gafas tanto del Padre Brown como las del anciano experto en blasones, puede verse, también, como un antecedente de ciertas comedias de Blake Edwards, en particular El guateque (1968) y la serie de la Pantera Rosa. Sobre todo por la suma de otros detalles: en una de las secuencias iniciales, el padre Brown sale de la iglesia y un hombre se abalanza sobre él, y realizan una rápida pelea a base de llaves de judo. Pero no es un ataque, sino otra de las clases por sorpresa que ha contratado el padre Brown (un precedente de los ataques sorpresivos de Cato al inspector Clouseau, a partir de El nuevo caso del Inspector Clouseau, 1964). Del mismo modo, Flambeau puede también considerarse precedente del ladrón de guante blanco encarnado por David Niven o Christopher Plummer en, respectivamente,La pantera rosa (1963) y El regreso de la pantera rosa (1975). Como también, en esta serie de películas, o sobre todo en El guateque, son recurrentes gags generados por el contraste entre el sonido en fuera de campo y lo visible en el encuadre, como el plano fijo sobre la expresión de quien dirige la subasta que, cuando se escucha cómo se rompe el valioso jarrón del lote a subastar, directamente, sin alterar su gesto, indica que se pasa al siguiente lote.
La conclusión consecuentemente tiene lugar tras una pared falsa que se abre con un resorte. Y con otro estupendo apunte sobre la condición equívoca, o escurridiza, de las apariencias: El Padre Brown pensaba que tras el enigma descubriría una figura desgraciada, desesperada, alguna historia trágica, y sólo había un caballito balancín, los juegos de un niño, la transgresión, en suma, de los uniformes de lo adulto. Ese era su desajuste. Por eso, Flambeau había decido adaptar la realidad a su voluntad o capricho, cual niño. Crear su particular habitación secreta decorada con sus juguetes, como él los llama, es decir, decorar la realidad según su deseo. La victoria de el Padre Brown será hacerle comprender que convertir lo que roba en su propiedad priva a los demás de su disfrute. Le hace comprender que hay un mundo alrededor, otras voluntades. El mundo no gira alrededor del capricho de su voluntad. Ni se mide en términos de propiedad. Si el Padre Brown fuera alguien real hubiera sido perseguido por la Caza de Brujas acusado de ciertas afinidades con el ideario comunista.