Translate

Mostrando entradas con la etiqueta Jules Dassin. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Jules Dassin. Mostrar todas las entradas

lunes, 17 de julio de 2023

Union station

 

Union station (1950) de Rudolph Mate, producción de la Paramount, con guion de Sidney Boehm, según argumento de Thomas Walsh, es una vigorosa muestra de cine negro, una obra de eficaz y enérgica narración, cuya lograda tensión se sostiene sobre la urgencia de un plazo tiempo limitado, aspecto en que ya había incidido Mate en otra interesante obra Con las horas contadas (DOA, 1949). La acción pivota alrededor de ese gran escenario de la Union Station en Chicago, en el que se establecen los encuentros entre los secuestradores de la hija ciega de un millonario y éste, con la atenta vigilancia de la policía, encabezados por el eficiente, aunque con un punto de inflexible, teniente Calhoun (William Holden) y el más relajado Inspector Donnelly (Barry Fitzgerald). Este protagonizaba una obra inspiradora de Union station, La ciudad desnuda (1948) de Jules Dassin. Ambas, como La calle del misterio (1950), de John Sturges, en cuyo guion también colaboró Boehm, colindan con esa variante del cine negro de esa epoca que es el cine procedural, en el que nos relatan con detalle los procedimientos de la institución policial (en este caso labor de vigilancia y seguimiento), y el rodaje en localizaciones reales, que inprime cierto aire semidocumental en ciertas secuencias, que aquí se combina con la estilización de otras.


Esta alternancia o conjugación se aprecia claramente en las dos brillantes secuencias de acción: la persecución en el tren elevado que realiza la policía tras uno de los secuestradores, y que acaba entre unos corrales de ganado vacuno, o la que tiene lugar en el climax final en unos estilizados decorados de estudio que representan los túneles con vías debajo de la estación. Los trazos en el dibujo de los personajes son escuetos pero precisos, como es el caso del villano, Beacom, que pasó cinco años en la cárcel, definido en sus acciones (carente de escrúpulos, amenazando al compinche que duda sobre el éxito del secuestro, o indiferente, cuando disparan a su novia, interpretada por Jan Sterling) y por la inquietante mirada del actor Lyle Bettger. O como lo es la inflexibilidad en cuestión de Callahan, que da lugar a una excelente secuencia, distendida, en casa del inspector Donnelly, en la que, mientras éste prepara unas bebidas, le señala los riesgos de que una excesiva eficiencia le convierta en autómata, aspecto sobre el que ha sido cuestionado por Joyce (Nancy Olson), la mujer que les informó sobre la sospechosa forma de actuar de dos hombres en el tren, Beacom y el compinche que luego será perseguido en el tren. Un cuestionamiento que afecta a Callahan porque no se cree tan insensible, y porque se siente atraído por ella. De alguna manera, durante la resolución del caso, Callahan se reenfoca a sí mismo.

La narración brilla por su afinada capacidad de síntesis. Queda patente en su introducción, que ya nos sitúa prontamente en el conflicto. Se nos presenta a Joyce, presta a coger el tren, despidiéndose de Lorna (Allene Roberts), ciega, para cuyo padre ella trabaja. En una parada del tren se percata de un coche que llega a toda velocidad, tocando la bocina, y del que descienden dos hombres que se separan y entran cada uno por distintas entradas del vagón para sentarse separadamente; y advierte, cuando alza la maleta, que uno, Beacom, lleva pistola. Joyce pide al revisor que avisa a la policía. Cuando llegan a la estación, Calhoun sigue a los hombres, que introducen un maletín en la taquilla. En su interior solo hay ropa de Lorna, por lo que deducen que la han secuestrado. Sin muchos preámbulos, y con presteza expositiva, ya nos introducen en el conflicto que generará la consiguiente tensión en la narración. Esa cualidad de precisa contundencia destaca también en intensas secuencias como aquella en la que los policías amenazan a uno de los secuestradores con lanzarle a las vías para que le arrolle un tren que llega si no les dice donde está la secuestrada (sobre la cual pende en todo momento la duda de si los secuestradores la habrán matado o no). Probablemente, Union station sea una de las obras más estimables, en su discreta filmografía como director, de Rudoph Mate, quien comenzó como director de fotografía trabajando para Dreyer en La pasión de Juana de Arco (1928), o Vampyr (1931), Lang en Liliom (1934). Reputado director de fotografía, nominado en cinco ocasiones en los Oscar, colaboró con King Vidor en Stella Dallas (1937), Leo McCarey en Tú y yo (1939), William Wyler, en Desengaño (1936) o El forastero (1940), Alfred Hitchcock en Enviado especial (1940), Garson Kanin en Mi esposa favorita, o Ernst Lubitsch en Ser o no ser (1941). 

viernes, 6 de enero de 2023

Noche en la ciudad

 

Resulta difícil pensar en un film noir más febril, tortuoso y desabrido, de tumescente nocturnidad, que Noche en la ciudad (Night and the city, 1950), de Jules Dassin, para la que Joe Eisinger adapta la novela de Gerald Kersch. La urgencia, como llameante desesperación, palpita, sin resquicio de respiro, desde su formidable introducción, la persecución en la noche que sufre el protagonista, Harry Fabian (Richard Widmark). La crispación de los encuadres, el desasosiego que transpiran unas edificaciones y calles que parecen cernirse y ahogar al personaje en su huida, como si estuviera atrapado en un laberinto del que no fuera posible encontrar la salida, porque realmente está solo. De hecho, en el primer encuadre es una figura mínima en ese espacio nocturno desacogedor, en la que las únicas presencias humanas son perseguidor y perseguido. Quizá estas sensaciones, de indefensión, no se hubieran logrado plasmar si Dassin no hubiera empezado a sufrir la persecución del Comité de Actividades antiamericanas (HUAC) que determinía su exilio en 1952. Darryl Zanuck, jefe de del Estudio de la Fox, le indicó, en 1949, que probablemente fuera incluido en la lista negra de Hollywood, ya que su nombre había sido mencionado por algunos de los que ya habían declarado ante el Comité, y se le relacionaba con tres organizaciones con vínculos o afinidades comunistas. Aún así le comentó que aún podría disponer de tiempo para dirigir otra producción para la Fox por lo que le propuso que dirigiera, en Londres, Noche en la ciudad. Ya durante el rodaje sería incluído en la lista negra, por lo que ya no le sería permitido el acceso al Estudio para participar en el montaje o supervisar la banda sonora. De todas maneras, Zanuck aún le propondría dirigir otra producción, la comedia Half Angel, con Loretta Young, pero las presiones políticas determinaron que fuera reemplazado por Richard Sale. Durante 1951 otros directores, Frank Tuttle, Michael Gordon y Edward Dmytryk, le mencionarían, como a ellos mismos, como uno de los siete directores comunistas que formaban parte de la Asociación de directores (junto a Bernard Vohaus, Herbert Biberman y John Berry). En1952, Bette Davis le propondría dirigir la obra de teatro que ella protagonizaba, Two's company, pero tras cancelarse por la indisposición de la actriz, Dassin optaría por exiliarse antes de que fuera citado por el Comité de Actividades Antiamericanas.

Queda patente en esa primera secuencia que Fabian es alguien que huye aunque, como quedará también manifiesto en la posterior secuencia, a la vez sea alguien que persigue, obstinadamente, algo. Su persecución obcecada le convierte, paradójicamente, en perseguido. En la siguiente secuencia, en la casa en la que se refugia, el hogar de su novia, Mary (Gene Tierney), se nos revela la posibilidad de otra elección que quizá esté desperdiciando por su empecinamiento en ser algo más en la vida, en ser, como él mismo expresa con desesperación sombría, alguien, algo más que un mero delincuente de poca monta que busca clientes para un garito nocturno. Mary, una vez más, tiene que prestarle dinero no solo para que pueda salir del paso (por la deuda con su perseguidor) sino para su nuevo proyecto o sueño de consecución de riqueza (relacionado con las apuestas). La fotografía en la que se les ve a ambos en Venecia es la imagen de esa realidad que pudieran materializar si Fabian no ambicionara ser alguien importante en un universo regido por la codicia y la traición. El vecino de Mary, un constructor de juguetes, Adam (Hugh Marlowe) le define como un artista sin arte, lo que le aboca a ese extravío, como quien no sabe dónde encauzar sus inquietudes. Otro espejismo surge cuando cree que podría controlar el negocio de la lucha libre, aprovechándose de la integridad de un afamado viejo luchador, Gregorius (Stanislaus Zybszko), que desprecia las malas artes de los que rigen ese negocio y de los que luchan, como es el caso de su mismo hijo, Kristo (Herbert Lom), a quien cuestiona que haya convertido tal deporte en un mero circo con payasos, con su luchador El estrangulador (Mike Mazurki).

Malas artes e integridad, es la cuerda en la que oscila el combate interno que bulle en las entrañas de esta hermosa obra. La cuerda que ahogará a Fabian, porque intenta competir con los que dominan la noche de la ciudad, para quienes la integridad es algo ajeno, sea Kristo, quien domina ese negocio, sea Nosseros (Francis L. Sullivan), el dueño del garito nocturno en el que trabaja, sea la esposa de éste, Helen (Googie Withers), quien aspira a montar su propio negocio, a espaldas de su marido (y buscando la alianza conveniente con Fabian) o los pequeños delincuentes a los que Fabian pide que le presten dinero para poder realizar la inversión, alguno de los cuáles no tendrá reparos en traicionarle, por su propia conveniencia, cuando, posteriormente, Fabian sea un estigmatizado o condenado (a muerte). La relación marital de Nosseros y Helen es una relación sostenida por el desprecio callado (de ella) y la traición. Helen utiliza a Fabian, o su sueño, para poder afianzar el propio, pero no cuenta con que Fabian utilice las estratagemas oportunas para aprovecharse de ella para apuntalar el suyo. Y a su vez Nosseros, no dudará, al ser consciente de esa alianza, en traicionar a Fabian, para sabotear su sueño, al plantearle una condición que complicará fatalmente su consecución. Fabian, en su afán desesperado por crear su propio espacio, que implica recurrir a cualquier estratagema o mala arte para conseguirlo (incluso, en una terrible y descarnada secuencia, robar el dinero de su novia pese a la desolación de ésta), comete el error de entrometerse en otros cuadriláteros afectivos, por un lado, el de Nosseros y su esposa, y por otro, el de Kristo con su padre, de los cuales sólo puede salir escaldado. Se convertirá en lo que ya se anunciaba en la secuencia inicial, una rata perseguida en un turbio laberinto de calles y muelles, espacios abandonados o arrumbados. Su gesto final, en su última carrera en un amanecer de desacogedora luz, resulta un último vano intento de redención.

lunes, 19 de diciembre de 2022

No toquéis la pasta

 

La música interna, el tempo narrativo, de No toquéis la pasta (Touchez pas au grisbi, 1954), de Jacques Becker (quien adapta junto a Maurice Griffe y Albert Simonin la novela de éste), parece acompasada al talante vital de Max (Jean Gabin). Las primeras secuencias, en un restaurante y un night club, nos lo muestran entre ausente y fatigado, reacio a alargar la noche, pese a la insistencia de su amigo Ritón (Rene Darny), e indiferente a la posibilidad de tener un flirt con una de las dos chicas que les acompañan. Un gesto le define en la secuencia inicial: se levanta en mitad de la conversación y selecciona en la maquina de música su tema. Gesto con el que se cierra también la película, aunque ya su gesto tiene algo templada aceptación de las adversidades de la vida, significativamente, ahora sí acompañado de una mujer, con la que sí quiere afianzar una relación, Betty (Marilyn Buferd). ¿Y por qué ese inicial cansancio vital? En el night club sabremos que sus actividades están al margen de la ley, y que es un veterano respetado, cuando Angelo (Lino Ventura), por intermediación del dueño del local, y amigo de Max, Pierrot (Frank Frankeur), le solicite un hombre de confianza para sus actividades en el tráfico de drogas. Todo parece fluir con cierta desidia, como el estado de Max, cansado con una vida con la que quiere romper, ya con escasos incentivos. Considera que el robo de oro que ha realizado es ya el último. Pero en la vida hay interferencias que pueden poner en peligro la materialización de un propósito, y en su caso no es solo la posible intervención de la policía, sino los intereses de otros que quieran apoderarse de ese botín.

La narración sufre un quiebro cuando retorna a su casa en un taxi, y advierte que una ambulancia les sigue. Resulta admirable cómo Becker narra esta larga secuencia, con esa meticulosa precisión proverbial que alcanzó un grado de refinada depuración en La evasión (1960), con los movimientos de Max por el edificio para sorprender a sus seguidores, y luego abandonarlo por la parte trasera. Al llamar a Ritón, y saber que está Angelo con él, comprenderá inmediatamente que éste intenta apoderarse del cargamento de oro que robaron días atrás y que están a la espera de venderlo. Becker narra con una asombrosa inmediatez, que insufla de un aire cotidiano a la acción, una ascesis narrativa que relaciona a los personajes con su entorno a la vez que con sus estados vitales. Elocuente es la secuencia que comparte con Ritón en su casa, comiendo foie gras mientras le intenta convencer de que ya no tienen edad para seguir en estas actividades, cómo en su físico ya se revela el desgaste del tiempo. En cambio, Ritón aún está empecinado en mantenerse en esa ilusoriedad de creerse joven, capaz, como también refleja su relación, o aspiración, con la joven Jossy (Jeanne Moureau), la cual realmente sólo aspira a ascender en su posición social, y por eso sustituirá a Ritón por Angelo.

El último tramo, el enfrentamiento entre Max y sus amigos y la banda de Angelo, que han secuestrado a Ritón para canjearlo por el oro, es sencillamente magistral por su milimétrica precisión. Las aspiraciones se enmarañan con las adversidades, como con los propios autoengaños y las codicias de los otros, pero Max seguirá afirmándose en su propia música que ahora está iluminada por una sonrisa, la de la propia afirmación vital que ya ha encajado la erosión del tiempo y la amenaza de la muerte como inevitables pasajeros. No toquéis la pasta fue una obra crucial y muy influyente en la evolución del Polar, o variante francesa del Film noir, como se podría percibir en Rififi (1955), de Jules Dassin y Bob, el mentiroso (1955), de Jean Pierre Melville, y el cine posterior de éste, una ascesis narrativa entre lo abstracto y lo cotidiano, pero también, incluso, en el cine norteamericano, como en la también magnífica Apuestas contra el mañana (1959), de Robert Wise. También supuso un punto y aparte en la carrera de Jean Gabin, que renació cual ave fenix, convirtiéndose en figura referencial del Polar, interpretaciones aparte de Maigret.

jueves, 29 de abril de 2021

La evasión

                           

El inicio de La evasión (Le trou, 1960), de Jacques Becker, que adapta, junto al autor, Jose Giovanni, la homónima novela, publicada en 1957, no deja de ser singular. La cámara se desplaza en un espacio abierto hasta encuadrar a Roland (Jean Karaudy), quien, inclinado sobre el motor de un coche, está arreglándolo. Se incorpora y se vuelve para dirigirse a la cámara y decir, escuetamente, que se nos va a narrar la historia de un intento de fuga de una prisión en la que él participó (en 1947, en la prisión de La Santé). En la película su personaje tendrá otro apellido (su nombre real es Roland Barbat, y su personaje se apellida Darbant; Jean Keraudy es nombre artístico), pero introduce la vertiente de documento, patente, en particular, en la atención a los procedimientos, al tratamiento del tiempo, o puntual fusión de tiempo fílmico y tiempo real. Precisamente, una de las principales cualidades de Roland es la habilidad con las manos. No sólo interpreta al cerebro de la fuga, sino que su maña es crucial (cómo utiliza, por ejemplo, uno de los hierros de la cama para usarlo como piqueta). La pericia y precisión narrativa de La evasión se acompasa a la del personaje. De alguna manera, puede parecer un documental dado cómo dedica minuciosa atención, y planos de dilatada duración, a mostrar cómo los guardas registran la comida que reciben los presos, cómo, durante cuatro minutos sin cambiar el plano, los reos pican el suelo de su celda, o sus desplazamientos y sus actividades por los subterráneos, que es descripción y análisis de situación (corte de barrotes, pique de las paredes menos gruesas, deducción de cuándo hacen ronda los vigilantes, corte de un hierro para hacer del mismo la ganzúa que les abra todas la puertas).

Su concisión es condensación, expresión de la concreción y esencia de las acciones. Y el tiempo es crucial (de hecho, tienen que idear el modo de medir la duración de sus actividades en los subterráneos para saber cuánto tienen que estar picando antes de volver a la celda). Todo es medición, cálculo, constancia, método. Es la labor depurada de un artesano. Ontología de la tarea. Los mismos personajes están descritos con precisos trazos, en sus acciones y reacciones, sin necesidad de saber de su pasado: la templanza de Roland, la suspicacia alerta de un sanguíneo Manu (Philippe Leroy), que acaba reflejando los difusos límites entre el recelo y la intuición, la jovialidad, o aparente desapego de Monsignore (Raymond Menier), que no puede camuflar en algún momento su nervioso temperamento, o el relajo con el que se lo toma todo (hasta ponerse a trabajar) Geo (Michel Constantine), quien puede aparentar que se implica menos (pero no dejará de colaborar aunque renuncie a la fuga para evitar que su madre sufriera por la tensión cuando se enterara). Los personajes son lo que parecen, pero también pueden parecer lo que no son, y reaccionar de un modo inesperado. Lo incierto de las apariencias se manifiesta de modo más claro en el recién llegado a la celda, Gaspard (Mark Michel), del que sí sabremos su pasado, porque será interrogado, explorado, por los otros cuatro, ya que es el extraño, por lo tanto incógnita, en un grupo bien definido. Ya en la previa secuencia introductoria queda patente su persuasiva capacidad para influir en la percepción sobre él de los demás, como es el caso del mismo alcaide de prisión. Logra evitar, tras una infracción cometida, que sea castigado. Por eso, su relato del por qué está ahí no deja de estar teñido de ambiguedad, cuando menos en las motivaciones. Sus rasgos suaves, cual bello ángel, y sus maneras educadas inspiran confianza, pero la duda no deja de sobrevolar, como una sombra, sobre sus posibles reacciones, a veces percibido en algún gesto elusivo.

La evasión es una obra ante todo de acciones, en un sentido amplio, no sólo por su minuciosa atención a los procedimientos o procesos. Las acciones (o reacciones), mediante gestos, expresiones, e incluso omisiones, son elocuentes: Cómo se refleja la sensación de grupo, de unidad y lealtad, entre los cuatro hombres, que aceptan a Mark como parte del mismo, pese a algunas reticencias de Manu; cómo alguien decide no fugarse pero no deja de colaborar con sus compañeros en la fuga; cómo alguien, Manu, ante la vista de una fuga factible, cuando ven la calle desierta, piensa en sus compañeros y vuelve para realizar la fuga conjunta al día siguiente, mientras en el otro, Gaspard, se ha apreciado la vacilación, la disposición a coger uno de los taxis que ven pasar; cómo alguien, ante la posibilidad de que su condena se conmute decida pensar en sí mismo antes que en los demás. Una elipsis, al respecto, no es omisión que genere expectativa sino elocuente correspondencia con quien se camufla bajo su apariencia angélica. Cada acción define a los personajes, porque en la acción nos definimos, como un grupo se define por el hecho de que todos colaboren entregados sin pensar primero en sí mismos, excepto la nota discordante, aquel que se mueve por sus propios intereses, que no deja de ser su real condena o miseria: ese pobre Gaspard que le dice Roland tras que los gendarmes hayan intervenido e impedido la fuga en el último momento; no es una mirada de reproche ni de rabia sino de conmiseración.

Jean Pierre Melville dijo que La evasión era la mejor obra que había dado el cine francés. Fácil de comprender si se considera su mismo cine, otro prodigio de precisión y capacidad de condensación, en el que los personajes, también, ante todo, se definen por sus acciones, un cine de presencias que deja entrever lo incierto en sus intersticios, del mismo modo que el método, el sentido profesional de una labor o un objetivo se ve trastocada por los imprevistos y por la voluntad e intereses de los otros. O, al mismo tiempo, cómo la honestidad y la solidaridad se quiebra por la egoísta mezquindad. La evasión es uno de los ejemplos más depurados de narración cinematográfica, en cuanto lógica, concreción y extracción de lo accesorio, en cuanto precisión y fluida modulación, como también son, precisamente en este particular sub género que es el de las fugas o evasiones, Un condenado a muerte ha escapado (1959), de Robert Bresson, La gran evasión (1963), de John Sturges o Fuga de Alcatraz (1979), de Don Siegel. O, en otro particular subgénero, el de los robos y atracos, Rififi (1955), de Jules Dassin y Círculo rojo (1970), en especial, por sus dilatadas secuencias de la ejecución de los atracos, con una duración de alrededor de media hora, en la que los personajes no emiten palabra alguna. Atracos y fugas, acciones y procedimientos para entrar o para salir, para superar, o transgredir, un férreo sistema de alarmas y vigilancia, obstáculos e impedimentos, códigos y normas. La transgresión: un agujero (como el título original, Le trou) o una fisura en el cerco de un sistema.

 

jueves, 15 de abril de 2021

Círculo rojo

                           

A un hombre, Corey (Alain Delon), le es concedida la libertad, antes de que cumpla el tiempo de condena al que le sentenciaron, por buen comportamiento. Antes de abandonar la prisión de Marsella, un oficial de policía le plantea la opción de un atraco a una joyería de París. Corey muestra su reticencia, porque no quiere reincidir, pero el policía argumenta que no está en posición de decidir quien ha estado recluido cinco años de prisión. No es cuestión de lo que quiera sino de lo que puede, y para alguien con sus antecedentes será complicado encontrar un empleo. La fatalidad es la propia sociedad. Otro hombre, Vogel (Gian Maria Volonté), se fuga del compartimento del tren en el que es trasladado de Marsella a París, escoltado por el inspector Mattei (André Bourvil), quien no cejará para volver a apresarle. Prisión, fuga, fatalidad, liberación.  Los pasajes iniciales de  Círculo rojo (Le cercle rouge, 1970), de Jean Pierre Melville, alternan los avatares de ambos hombres, un prófugo y un (presunto) liberado, hasta que sus direcciones coincidan, como si un círculo fuera lo que les uniera. Cuando dos hombres, incluso si lo ignoran, están destinados a encontrarse un día, cualquier cosa puede pasarles, y pueden seguir caminos divergentes, pero cuando llegue el día, inevitablemente estarán juntos en el círculo rojo, es la cita, del propio Melville, con la que se abre la película. Tras que Vogel atraviese bosques y prados nevados, perseguido por la policía, se introducirá en el maletero del coche, aparcado, de Corey, mientras éste toma un café en un bar de carretera. Azar, coincidencia, ¿fatalidad? La tenacidad de Mattei será una sombra que se cierna sobre ambos. Pero también la de quien ya había traicionado a Corey antes de ser encarcelado, Rico (Andre Ekyan), y durante su estancia en prisión, ya que había entablado relación con la que había sido novia de Corey, quien, cuando acude a su domicilio a pedir cuentas, intuye que está en el dormitorio. Todo plan o proyecto se ve enturbiado por la interferencia de los otros. El azar son las voluntades o los despechos de los otros. La vida es como una mesa de billar en la que juegas y no sabes cuándo irrumpirá, imprevisible, otro jugador que, quizá, desbarate tu propósito.

Ambos, Corey y Vogel, sombras fugitivas, están marcados por la figura de un policía, el que propuso el plan a Corey, y el que persigue de modo implacable a Vogel. Uno establece como única posible dirección la reincidencia en el delito y el otro se cierne cual espada de Damocles. Por eso, resulta una ironía, que Corey no puede evitar advertir, que quien sea el tercer integrante para el atraco, por su afinada puntería, sea alguien que fue policía, Jansen (Yves Montand). Si en el primer tercio la narración es la coreografía de dos destinos que se entrecruzan, estos pasajes previos al atraco están dominados por la presencia de quien ha perdido pie y es una sombra de lo que fue (o quiso ser), ya que Jansen sufre alucinaciones de delirium tremens por el excesivo consumo de alcohol. Su particular prisión. Es un desecho, un despojo vital, como el despojamiento de su mismo hogar. Los hechos no se controlan, ni la interferencia de los otros, pero sí al menos hay un logro que es posible, aquel que depende de la voluntad, la victoria sobre las propias fragilidades, el triunfo de la pericia sobre los temblores. Por eso, Jansen renunciará a su parte del botín, porque para él su desafío era la superación de temblor que le superaba y le convertía en un guiñapo dominado por el temor, logro de lo que es signo concreto el disparo certero, desde larga distancia, para neutralizar las alarmas de la joyería.

La secuencia del atraco, que dura aproximadamente media hora, es un afinado prodigio de modulación, de parecido calibre a los veintiocho minutos que duraba el de la también magistral Rififí (1955), de Jules Dassin. Otra filigrana de coreografía de montaje de acciones y gestos, sin una sola palabra. Es el logro. Pero la consecución se verá frustrada por la intervención de las citadas sombras. Rico, que ya previamente había enviado, por dos veces, a una diferente pareja de sicarios para matar a Corey (en la primera ocasión, en unos billares, Corey se libra de ambos, y en la segunda, será fundamental la intervención de Vogel), impide que el tratante acepte vender las joyas robadas. Determinará que Corey busque otra opción, en la que interferirá Mattei, ya que por su presión al contacto de Corey, Santi (Francois Perier), con una  representación que se revelará realidad (detendrá a su hijo como sospechoso de posesión de marihuana pero realmente si la posee), se hará él mismo pasar por tratante (otra representación). La vida tramada por falsos reflejos. Mattei es una vertiente del orden: la repetición: por dos veces nos es mostrado llegara su domicilio donde vive en compañía de tres gatos. Su vida es su dedicación policial. Más allá, solo unos gatos para disimular su soledad, un vacío en el que no parece haber nada más. Otra vertiente de la ley: la visión nihilista o fatalista del jefe de policía, quien asevera que todos somos culpables, tarde o temprano (¿por naturaleza o por la manera en que se configura la sociedad?). Una tercera: la corrupción (de quien propuso el atraco a Corey: el mismo Orden incita a la reincidencia porque el Orden no da oportunidades de reintegración). Y una más, la sombra herida o irónica: el policía que dejó de serlo, porque no resistió ni el vacío de la repetición ni el cinismo nihilista ni la corrupción y se precipitó en los abismos de la embriaguez para resistir una vida insatisfactoria, una impostura. Antes de morir, con una sonrisa, espeta a Mattei qué estúpida es la ley. Pero la Ley y el Orden se impone sobre aquellos que habían intentado fugarse o habían abandonado prisión como quien está más bien atrapado en un círculo vicioso. Un círculo que sólo podía romperse con la muerte.