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lunes, 2 de septiembre de 2024

La delgada línea roja

 

En 1998, coincidieron en las pantallas dos obras, cuya acción transcurría en un lance bélico, que no podían ser más opuestas en su mirada y planteamiento. Salvar al soldado Ryan, de Steven Spielberg, más allá de sus puntuales virtudes narrativas (la excelente secuencia inicial del desembarco), se constituía en un maniqueo vía crucis donde los sacrificados soldados norteamericanos se enfrentaban al inclemente monstruo alemán. El horror provenía de la crueldad de aquellos ogros, a los que no sensibilizaba ni siquiera el hecho de que les perdonaran la vida, mientras ellos se entregaban a una misión en la que se ponía en riesgo varias vidas para salvar la del citado soldado (y no se incide en el absurdo de tal decisión). El horror no proviene, siquiera de la guerra, sino, fundamentalmente, de los otros (los enemigos). En cambio, Terrence Malick, en La delgada línea roja, no sólo no hacía distingos de banderas ni de uniformes, equiparando a unos y otros, norteamericanos y japoneses, sino que nos sumerge no ya sólo en el horror que es la guerra en sí, y su absurdo consustancial, que tiene mucho de grotesco teatro, sino en una conmocionante experiencia en la que va más allá y se plantea por qué el ser humano no sabe vivir en armonía consigo mismo, los demás y su entorno, en vez de tender a destruir con tal virulencia. ¿De dónde brota esa violencia humana, ese impulso de hacer daño? De modo significativo, la primera imagen de la narración corresponde a un cocodrilo, en asociación con la vertiente reptiliana del cerebro humana, nuestra vertiente más básica, en relación con los instintos. Elocuentemente, tras el ataque a la base japonesa en la selva, el segundo enfrentamiento de la narración, los soldados estadounidenses contemplan a un cocodrilo que han atrapado.

Los primeros compases del film ( y nunca mejor dicho lo de compases dada su prodigiosa encarnadura musical, que nos envuelve cual trance) nos sitúan en una paradisiaca isla del Pacífico ( adecuado nombre para un lugar donde uno se concilia con el pacífico sentido de las cosas). Más que narrar, se describen, o se captan, sensorialmente, momentos, instantes fugaces que tienen el aroma de lo eterno, o donde ambos conceptos, lo efímero y lo permanente parecen conciliarse. Uno permanece porque está en armonía con lo que le rodea, no hay ansía, simplemente se fluye, el tiempo ya no es una dimensión estratificada, es puro fluir. el soldado Witt (James Caviezel) ha desertado, junto a un compañero, y disfruta de estas sencillas sensaciones, en un poblado indígena, que le hacen sentir que ha hallado la encarnación física del hogar, en el pálpito de las aguas en las que se sumergen, en la desapegada y afable forma de ser de los nativos, en el roce del viento y la arena, de los árboles y de las risas, esa naturaleza con la que uno conversa fundiéndose en ella. Pero en el horizonte asoma la amenazante figura de un navío de guerra. La elipsis es como un afilado corte. Ahora, Witt está en uno de los compartimentos del navío, conversando, más que siendo interrogado, con su comprensivo sargento (Sean Penn). Su conversación ya delinea los puntos sobre los que se gestará la narración. Así como el espacio, oscuro, opresivo, como el sonido de la maquinaria del barco, transmitiendo la sensación de encierro y de falta de respiración, un espacio carente y desvitalizado...

El sargento es la voz lúcida de quien ha pactado con el estado de las cosas, y del que opina que no sirve huir, porque es el único mundo que hay, y en el cuál hay que integrarse, pese a sus deficiencias, grisura y vacío. Witt disiente, sí hay otro mundo posible, y él lo ha visto, y palpado, en aquella pacífica isla. En este mundo, del que el navío es un emblema, no somos nada, figuras perdidas en la oscuridad, en un grotesco teatro de marionetas uniformadas, y atrofiados por nuestras mezquinas ambiciones, y nuestra crueldad. El hombre (en cuanto ser humano) ha desaparecido, ya no existe el verdadero hombre, perdido su contacto con la auténtica naturaleza de las cosas, o aquella que nos concilia con nosotros, los demás y el entorno, en una conversación empática y próxima. Hemos negado esa otra posibilidad. Conclusión a la que se enfrentará dolorosamente el mismo sargento en las últimas imágenes del film, desbordado por la sinrazón que ha seguido contemplando, y ante la que ya no sirve su voluntarioso pragmatismo de superviviente lúcido. La narración nos hace palpar esa naturaleza que el ser humano niega con su uniformado teatro de operaciones militares, con sus ridículas dramatizaciones donde unos y otros adoptan un papel en un escenario en el que las tramas son abstracciones sustentadas en la violencia, en pos del poder, del dominio, en donde el otro no es un igual sino un contrincante al que aplastar, es un mero signo, no otro ser humano igual que uno mismo, que sangra cuando le hieren, y que posee también su familia, y pasiones, como las que uno tiene. En ese absurdo horror, o inconsecuencia, al menos, hay algunos que quieren materializar, o realizar, con sus actos, ese impulso de armonía, de empatía por el otro, de sentirse conciliado generosamente, pero nadie logrará su propósito. Witt dedicado a salvar las vidas de los demás, asistiendo como sanitario, verá su vida quebrada. Bell (Ben Chaplin) que revive, a través de las cartas con su esposa, los momentos compartidos hechos de sensaciones e instantes, como un bálsamo que le hace sentir que el amor, pese a todo, puede realizarse pese a la tortuosidad de lo vivido en combate, se encontrará con que su esposa no ha sabido, o podido, o querido, esperarle, y ha encontrado a otro hombre. O el capitán Staros (Elias Koteas) enfrentándose a su superior, el coronel Tall (Nick Nolte), negándose a secundar una orden que llevaría a los hombres a sus ordenes ( o en su regazo, porque Staros se preocupa de verdad por sus subordinados) a una muerte segura. Y aunque fuera razonable, y su negativa salve por una vez a sus hombres de una irracional orden que sólo ve a los soldados como peones, y por tanto sacrificables, esa preocupación, o empatía, no tiene lugar en este inclemente teatro, y será trasladado a otro destino.

El coronel Tall es el personaje más complejo de La delgada línea roja, un rostro agazapado en el corazón de las tinieblas y que representa la escisión que late en las entrañas del film. Es un personaje a la vez consciente pero plegado a ese teatro que es el campo de batalla, en el que sabe que todos son actores que representan cada uno su papel dentro de una obra, pero no por ello, deja de cumplir con el suyo, ordenando misiones casi suicidas para conquistar una colina sabedor de las muertes que supondrán (pero es lo que son los soldados a su orden, peones en ese tablero de ajedrez), y además se siente frustrado porque no ha conseguido aún el reconocimiento para ascender al trono de los emperadores (como expresa en su monólogo inicial cuando habla con el general, que encarna John Travolta). Si otros personajes intentan encontrar una luz en esta barbarie, preocupándose de ayudar a los demás, o de buscar una rendija por la que sentir la armonía del amor, el coronel Tall acata la inevitabilidad de la barbarie, y la propulsa. Hay una secuencia especialmente portentosa, tras la larga primera batalla, en la que se produce como pocas veces esa alquimia entre un movimiento de cámara y lo que se agita en la expresión de un rostro. Tall Contempla a los hombres felices por haber sobrevivido a una nueva batalla. En su rostro se debaten todas esas emociones, en el fondo quisiera ser como Staros, la desolación late en su expresión porque no cejará en seguir representando su papel y enviando a los hombres a la muerte. Es un hombre desgarrado, y rendido a su máscara. Este plano es casi como el corazón de la película, el gozne que da paso irreversiblemente a que el corazón de las tinieblas se adueñe de la película y de la vida de estos hombres atrapados en la tela de araña de este bárbaro teatro. ¿Se ha visto más dolorosa y desgarrada secuencia de una batalla como la que tiene lugar después, y que significativamente, comienza con los soldados caminando entre la niebla, cuando atacan el poblado donde están los soldados japoneses, y donde la atrocidad y la desesperación no han alcanzado cotas semejantes de intensidad, de un lirismo tan sangrante, como si ya se clamara al cielo un impotente por qué, por qué esta loca ansía de destrucción, donde se ultraja ya sin limites a otro ser humano, llegando a arrancar sus dientes de oro ? Ya no hay salida. Todos aquellos que han querido buscar la armonía, el amor o preocuparse por la vida de los otros, morirán, perderán la luz de un amor, ya no correspondido, o serán retirados del tablero. El resto es silencio. El silencio de la naturaleza que vibra en las aguas, testigo de la ciega y arrogante inconsecuencia del ser humano.

Pocos cineastas han logrado transmitir tal fisicidad con sus planos, haciéndonos sentir la respiración de la naturaleza, de las sensaciones, del tiempo, o de las cosas, como el roce de unas cortinas mecidas por el viento, o la hierba mecida por el viento, el pequeño pájaro maltrecho durante la batalla, el rostro semienterrado de un soldado japonés o las hojas acribilladas. Quizás sólo Tarkovski, y un ejemplo emblemático sería aquel inicio de Solaris (1972), con aquellas algas cimbreándose en el agua, mientras el tiempo de la narración se escancia lentamente. En Malick se conjugan Tarkovski y John Ford. Si uno evoca Qué verde era mi valle (1941), apreciará una similar construcción narrativa (Un mundo armónico reflejado en sus primeros lances narrativos, y cómo se va degradando y quebrando por la sinrazón del ser humano y sus instituciones o escenarios codificados), y una pareja desbordante emoción, que conmociona hasta el tuétano, gracias a una mirada que busca plasmar, en un paisaje desolado por el propio ser humano, la genuina emoción del anhelo de materializar el sentido pacífico de las cosas, el jubiloso y celebrativo amor a la vida, hecho de entrega y cercanía. Bell se pregunta en un momento dado, ¿De dónde viene el amor? Envolviéndonos en la mirada de estos grandes cineastas palpamos de qué está constituido el contraste entre nuestra capacidad de amar y nuestra capacidad de dañar y destruir.

miércoles, 24 de julio de 2024

El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford

 

Quizás casualidad, quizás reflejo de unos tiempos en que los modelos de actuación estaban en cuestión, ¿contra qué se lucha, y con qué medios, dónde están los límites entre lo justo y lo necesario?, pero no deja de llamar la atención las coincidentes resonancias que se podían apreciar en las secuencias de apertura de dos revisitaciones del paisaje genérico del western estrenadas el mismo año, Tren de las 3’10 (2007), de James Mangold, y El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007) de Andrew Dominik. Resonancias que hacen alusión a la relevancia de la mirada, tanto narrativa, integrada en el propio relato, como simbólica, en cuanto mediatizada y proyectora. La intermediación de una determinada mirada es clave, en un grado u otro, en la narración de ambas películas. Una mirada puesta sobre el modelo del hombre de acción, sobre su mito fundacional, el hombre del oeste, el forajido de leyenda. En la obra de Dominik vertebra el relato. Su introducción es un bello montaje secuencial, de raigambre Malickiana (incluido plano de mano acariciando unas hierbas), una sucesión de fragmentarios planos sobre Jesse James (Brad Pitt, en una de sus mejores interpretaciones), o meros espacios vacíos, cuya conexión es la voz de una voz narradora, que puntuará la narración de modo intermitente, como constancia de un tiempo pasado, y de la muerte de su protagonista. Es una narración que se inicia con la constancia de lo que ya fue y ya no es. Tras esa introducción se nos presenta, de espaldas, a Robert Ford (Cassey Affleck), dirigiéndose hacia Jesse James, que habla con su hermano, Frank (Sam Rockwell) y el primo de Jesse, Wood (Jeremy Renner). Cuando se sienta junto a ellos, justo les llaman para comer. Es un paso frustrado, infructuoso, como lo será su intento de conversación con el hermano de Jesse, Frank James (Sam Shepard), que es un intento de presentación de sus capacidades como compinche de su banda. Frank acabará, a punto de pistola, exigiendo que se aleje de él. Frank es un chico de diecinueve, que dice que tiene veinte cuando le preguntan, porque se siente ya hombre, y eso significa capaz de lo sea. Pero vive de espaldas a la realidad, de la misma manera que proyecta sobre la presencia o imagen de Jesse.A través de la mirada de Ford, la realidad es otra gracias a la imagen modelo de James. Porque este no deja de ser un fantasma del deseo, para Ford, de ser Otro, de ser lo que representa James. En cierto momento, el propio Jesse le preguntará si quiere ser como él o quiere ser él. Pero el modelo está hecho de barro, es quizá como esas serpientes que él mismo decapita en su jardín delante de Bob Ford. La relación con su modelo ideal se definirá por la frustración.


Lo que diferencia esta nueva versión de las realizadas, anteriormente, por Henry King, Nicholas Ray o Walter Hill, entre otros, sobre las andanzas o vida de este forajido, no es que se convierta en una revisión sobre su imagen (ya la de King incidía en sus claroscuros; puede que su imagen estuviera embellecida en sus rasgos, por ser interpretado por Tyrone Power, pero no su visión sobre sus contradicciones), sino cómo conjuga, en una misma obra, dos figuras y dos miradas, la del espectador y la imagen, la del interprete y el referente, la del émulo y el modelo, y esto a través de dos personajes contrapuestos, y, quizás, complementarios, Ford y James. Y digo, sí, dos miradas, porque no es sólo la mirada de Ford la que guía la narración. Ya su misma estructura discontinua, con saltos de perspectiva de uno a otro, de Ford a James, nos indica cómo en esa aparente disonancia hay una convergencia. James también proyecta, por así decirlo, sus fantasmas. Por eso cobra tanta relevancia en el relato sus miedos a una conspiración por parte de los miembros de su escindida banda. Es su mirada, tensa y escrutadora, la que modula estos enfrentamientos encubiertos, a través de diálogos con cada uno de ellos, transformándose, aun latentes, en las secuencias más violentas del film, más que su puntual descontrolado estallido, después del cual él mismo, James, se sume en lágrimas, tal es la tensión que padece, ante algo que cree inminente, su fatal muerte, como una sombra permanente que le persigue. Y que de hecho será así. Por eso, a diferencia de otras versiones, aquí se representa su muerte como una asunción, por parte de James, de algo inevitable, ofreciéndose a Ford, cuando descubre que él va a matarle, como si, a la vez, esa muerte fuera una liberación (su mirada al zapatito que su pequeña hija perdió cuando él la cogió en brazos). Ambos personajes miran pero no ven, proyectando Ford en el otro lo que le gustaría ser, y James sus miedos a dejar de ser. Uno crea una imagen, el otro teme la destrucción de su cuerpo. Pero es también el proceso de una decepción, para Bob, cómo se va modificando su concepción de Jesse, aunque un día antes de que le mate, aprovechando su ausencia, recorra sus habitaciones y beba el agua de su vaso o se ponga su sombrero. De la misma manera que se acrecentará el desquiciamiento de Jesse, Bob parece oscilar en la indefinición. Su destino parece ser el de un actor que representa, durante un centenar de funciones, un hecho, un asesinato, que se convertirá en fenómeno social, como también él, pero como el opuesto a Jesse James. Se convertirá, precisamente, en la imagen no deseada, en aquel que debe ser borrado, y que no merece ni el recuerdo.



El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007), segunda obra del cineasta australiano Andrew Dominik, es un magnífico western que plantea una sugerente reflexión sobre la mirada, o la proyección, y nos enfrenta, dentro de este espejo mítico o legendario, a otro espejo de nuestro tiempo. El de cuáles son los modelos necesarios, el de cuáles creamos y por qué, y cuál es el reverso de éste y, por añadidura, qué dice de nosotros. Dominik escribe el guion que adapta la novela de Ron Hansen, y plantea una narrativa discontinua, bajo el influjo de Terrence Malick (de hecho, destacó Malas Tierras, 1973), entre sus diez películas predilectas para Sight & Sound en 2012), y transitando el cine sensorial, atmosférico, vertebrado a través de miradas y acciones, en el que el mismo entorno, la naturaleza, es un personaje crucial (esos páramos a los que mira desde su casa Ed, Garret Dillahunt, cuando entrevé, atemorizado, la figura de Jesse James cuando se acerca a caballo; ese hielo sobre el que dispara Jesse James mientras habla con Charley, que intenta convencerle de que su hermano se una a ellos para los atracos previstos. Roger Deakins realiza uno de los trabajos fotográficos más deslumbrantes de la década (consideraba el encuadre el tren con su luz acercándose en la noche a la figura de Jesse James uno de los mayores logros de su carrera), y Nick Cave (que realiza un cameo en la parte final como cantante en un bar) y Warren Ellis componen una bellísima banda sonora. Me parece la obra más lograda de Andrew Dominik, junto a sus documentales acerca de Nick Cave, su música y su dolor (la pérdida de su hijo), One more time with feeling (2016) y This much i know to be true (2022). Su fluidez narrativa es admirable, así como la capacidad de, en ciertos pasajes narrativos, centrarse en personajes secundarios, como derivaciones que son reflejos, como el conflicto de Wood con Dick (Paul Schneider), cuando éste mantiene relaciones sexuales con la joven esposa de su padre, pese a sus advertencias. Ese primer conflicto será eliptizado pero no la espléndida secuencia de su casual reencuentro en la casa de la hermana de Bob y Charley, en la que se produce un enfrentamiento que culmina con la primera muerte de Bob. Los desquiciamientos parecen una tónica extendida. Son excelentes todos los pasajes finales en los que, pese a que con ellos planee otro robo, se acrecienta progresivamente la desconfianza de Jesse James con respecto a ambos hermanos ( a quienes no les permitirá, incluso, que estén solos sin él). Un desquiciamiento, o una contradicción, que también evidencia la soledad del propio Jesse James, porque más allá de su esposa e hijos, ya no puede confiar en nadie, pero necesita a otros con los que realizar sus propósitos. Y eso no refleja sino una imposibilidad, un cortocircuito cuya única conclusión solo parece ser la muerte.

viernes, 4 de agosto de 2023

The master

 

Hay otras delgadas líneas rojas, otros campos de batalla, siempre habrá señores que quieran marcar tu destino, superiores a los que debes subordinarte, maestros a cuyas concepciones sobre el significado de la vida y modo de relacionarse con la misma plegarse como coordenadas referenciales. El inicio de The master (2012), de Paul Thomas Anderson, evoca al de La delgada línea roja (1999), de Terrence Malick, pero también, después, la estructura de la obra, sostenida sobre una disociación, que quizá sea en este caso complementación. Se inicia con un extravío, el de Freddie (Joaquin Phoenix), quien, en su deriva, o en una de sus episodios de colisión con la realidad, que se tornan en fuga, cruzará su trayecto vital con quien parece disponer la claridad de conocimiento; de hecho, es el maestro o líder de un movimiento (filosófico) conocido como La causa. Extravío o desorientación y el orden causal de unas coordenadas definidas. El extraviado creerá percibir un fundamento. ¿Es así? En el origen del proyecto Anderson se sentía intrigado por la circunstancia de que tras un conflicto bélico pareciera más factible que se gestaran movimientos espirituales. ¿Era la necesidad de gestar una ilusión de orden o fundamento compensadora de la vivencia del caos en su manifestación más acusada?¿Se daban unas circunstancias propicias para quedarse atrapado en imposturas sostenidas en una aparente causalidad que parecían dotar de sentido a la vivencia más pura del desorden y el desquiciamiento?

La obra de Malick era como una variación de Qué verde era mi valle (1941), de John Ford. En sus primeros pasajes se reflejaba, se hacia cuerpo, de la armonía, de la conciliación, para después reflejar la degradación y desintegración (por la sinrazón del ser humano, por la inconsecuencia y rigidez de sus instituciones). Ese contraste entre dos opuestos, la armonía y el caos (paraíso e infierno), en la obra de Anderson se convierte en una procelosa interrelación, entre extravío e impostura. La armonía es un vago recuerdo sepultado, una ilusión seccionada, como si fuera la de otro (o como si fuera la de una realidad no sólo de otro tiempo, sino de otra dimensión). El comienzo nos sitúa en una isla del pacífico durante la guerra. El arranque es un fracturado montaje de secuencias, de cortantes elipsis, como las esquirlas de una explosión ya producida, la sufrida en el interior de Freddie (Joaquin Phoenix). Ese montaje nos sitúa en la entraña quebrada de este hombre; es un hombre extraviado, de mente errática, ya no firme, como si viviera suspendido en la realidad, sacudido por brotes agresivos, dislocados, por risas extemporáneas como las de un niño que aún no sabe deletrear sus emociones. Su paso es encorvado, como el de un primate, un cuerpo que parece crispado, como si fuera alguien que no deja de encogerse en su interior. En la playa, corta unos cocos, y juega con la posibilidad de cortar su mano con el machete; se precipita sobre la forma de una mujer hecha con arena por compañeros y simula que la penetra y la masturba manualmente; se queda dormido en lo alto del barco, mientras desde abajo le lanzan diversos objetos: es un hombre suspendido sobre el vacío que pareciera definirse por el extravío y la más básica expresión del instinto (a través del sexo: se masturba solo en la orilla del mar). Es un cuerpo que huye, un cuerpo que se agita. Pareciera más un primate que un ser humano. Freddie es fotógrafo pero ¿cómo percibe la vida?

Su desorientación le convertirá en el idóneo soldado para alguien, como Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), que aspira a ser un alto mando en la vida civil, esto es, a influir con su visión de la vida en los demás; aspira a que tomen su palabra como si fuera la de una divinidad. Es el idóneo agujero negro para los errantes que buscan una luz en la siniestra tormenta que habitan. Claro que su afable aire de peluche gigante, su jovial dominio escénico, su distendido humor, se ensombrecen y tensan cuando es contrariado, y surge la furia que no acepta la réplica, ni la posibilidad de otras perspectivas. En ese momento se vislumbra la similitud visceral con quien, como Freddie, parece su opuesto. Bajo la representación de la razón se revela la furia que necesita imponerse. Siempre habrá alguien, como Dodd, que quiera imponerse y ser influencia primordial, guía, faro, referencia, modelo, ser ese señor (master) al que sirven, necesitan, acatan, reverencian, ante el que se subordinan, al que siguen como esa estela que hace sentir que hay una dirección, una singladura. Nadie se puede librar de servir a un señor, o es lo que él precisamente asegura, en las secuencias finales, a quien ha sido su fiel siervo y acólito, como Freddie, tras que éste haya buscado otros horizontes, y haya rechazado su luz ( y haya ido en busca de la luz que desdeñó, por desorientación, años atrás, la chica que le amaba, y a la que dijo que volvería tras una ausencia; pero descubre que ella se casó y ya tiene hijos).

La frase de Dodd es un axioma crispado, porque no puede aceptar que haya fugas ni fisuras, otras perspectivas, otros ángulos, mentes que se interroguen y creen sus propios senderos. Su aseveración es otra contorsión de su canto de sirenas, ese que no permite que haya para los demás otros horizontes distintos al que él representa, esa falaz promesa de un sueño que brilla en su sonrisa, mientras convierte al acólito en una cobaya atrapada en una jaula invisible, entre la pared y el cristal, ese punto en el que cree orientarse, esa voz que no es sino invisible cuerda que cree que le sostiene, aunque le manipula, porque siente que sin ella es un monigote que se deslavazaría como zarandeado por impetuosos vientos interiores, los de su extravío y desamparo, los de su desesperación que se torna en furia, que a él mismo le arrasa, y cansa, y consume, convirtiéndole en una figura escurrida, alguien que ha perdido la sensación de hogar.

Quizás sólo reste como certeza algo tan precario e inestable como una figura de arena, de cuerpo de mujer, en la playa, sobre la que descansar, dormir. Las fantasías de la mente. ‘Puedo recordar’ quizá no sea lo mismo que ‘puedo imaginar’. Recordar, liberarse de los traumas, de las heridas agolpadas, o es el espejismo cuando crees que alguien te guía con una mano que no parece lo que es, un puño apretado. ‘Puedo imaginar’ es más amplio, se domina la mente en lo que fue y lo que puede o quisiera ser ¿Quién es aquel hombre que parece articular, fundir todas sus piezas que siente quebradas? ¿Por qué se convierte en su perro, que muerde a aquel que contraría su voluntad o visión? Hay otras delgadas líneas rojas, otros campos de batalla, que son invisibles, que quieren atrapar nuestra mente, encadenarla, hacerla prisionera con el espejismo de una luz que se convierte en cepo. Hay quien quiere imponer su visión como la única, hay quien cuya mirada está quebrada en múltiples trozos, y su visión ofuscada, desintegrada, como si le hubiera estallado una granada en el interior de su mente. Hasta que quizá un día despierte y recuerde que tuvo otros sueños, pero que ya es demasiado tarde. Habrá que seguir soñando, aunque el agua borre la siguiente figura de arena que moldee en el horizonte de su mente.

viernes, 16 de diciembre de 2022

Avatar: el sentido del agua

 

El inicio de Avatar: el sentido del agua (Avatar: the way of water, 2022), de James Cameron, evoca el de La delgada línea roja (1998), de Terrence Malick que, a su vez, evocaba el de ¡Qué verde era mi valle! (1941), de John Ford. En pocos minutos se refleja la armonía y la conciliación, la posibilidad de ese logro, en una familia y comunidad, y con el mismo entorno de la naturaleza. En la obra de Cameron se condensa el paso de los años, alrededor de tres lustros, en la relación de Sully (Sam Worthington) y Neytiri (Zoe Saldaña), y con sus tres hijos, Neteyam, Lo'ak y Tuk, la adoptada Kiri, nacida del avatar Na'vi de Grace (Sigourney Weaver) y el humano Spider (Jack Champion), hijo de Quadritch (Stephen Lang), que por ser un bebé no pudo ser trasladado a la Tierra en estado de Criostasis. En esas secuencias iniciales, como en las de la película de Malick, se expone esa relación armónica con la naturaleza, que dispondrá de su posterior manifestación, más específica, en la particular relación sensorial de Kiri con la materia, sea terrestre (la hierba) o el agua, y otras criaturas (la paradoja es que sea el personaje que afirme que se siente menos integrado por ser considerada una rara por otros). Como ya quedaba expuesto en Avatar (2009) todo está interconectado, la naturaleza es una relación entre todas las partes. El camino del agua al que alude el título de esta segunda obra, más allá de que indique el entorno en el que transcurrirá la mayor parte de la narración, en el arrecife de Mektayina, es la manera del agua, una materia sin principio ni fin, que representa la esencia de la vida, su flujo, la conexión de las partes que conforman un todo, en contraposición con la tendencia humana (virulenta y parasitaria) que prioriza la acción expoliadora y dañina. En el cine de Cameron, más allá de la presencia material en obras como Piraña o Titanic, el agua adquiría esa condición emblemática en Abbys. Allí, también eran los militares, su enajenación, quienes representaba lo opuesto, como aquí Quadritch, quien vuelve a ser el principal antagonista, aunque ahora como na'vi (ya que fallecía como humano en la obra previa) al que le han implantado la memoria de Quadritch. De la misma manera que en La delgada línea roja, esa tendencia destructora del ser humano irrumpía en el armónico y pacífico atolón del Pacífico en forma de barco de guerra (como una mancha en el horizonte), en Avatar: el sentido del agua, la contundente irrupción siniestra que trastorna la armonía viene en forma de metálicas naves que aterrizan en Pandora como un sembrado de fuego que destruye la naturaleza circundante y toda especie que lo habitaba.

Si en la obra previa la voraz depredación humana venía representada en su avasalladora destrucción de entornos ambientales por la codicia de la extracción de materia que provee de beneficio (reflejo de lo que estamos haciendo en este planeta sea con entornos terrestres o en los fondos marinos), su retorno simplemente se debe a que la Tierra es ya inhabitable y buscan otro entorno del que apropiarse para establecerse. Ya no solo se apropian de materia sino de todo un planeta. El camino, o el sentido, de agua es el opuesto, es el que necesitaríamos recuperar si realmente tomáramos consciencia de cómo estamos destrozando nuestro entorno, tanto por indiferencia o cinismo como por ignorancia (como si estuviéramos convencidos de que la naturaleza fuera un pozo sin fondo de suministro que puede renovarse). Avatar: el sentido del agua no es solo una espectacular obra, narrada con ese admirable dominio del montaje, del flujo narrativo, caractéristico de Cameron (que hace que fluyan las tres horas y cuarto en un suspiro), con un refinado diseño visual, en cuanto efectos visuales y uso de la 3 D (en particular, en las fascinantes secuencias acuáticas), sino otra incisiva, y necesaria, llamada de atención sobre la catástrofe depredadora que somos (aunque habrá que ver de cuánto eco dispondrá en las críticas que se realicen sobre la obra). En Avatar la desoladora destrucción del gigantesco árbol que representaba a la cultura na'vi, pero también a la Naturaleza en sí, dispone de su correspondencia con la caza de los tulkuns, equivalentes de las ballenas terrestres (que son descritas, por un biólogo, como más inteligentes y más complejas emocionalmente que los seres humanos: otro mordaz apunte sobre nuestra suficiencia, o cómo estamos separados del entorno por nuestra arrogancia como si estuviéramos por encima de cualquier especie o de la misma naturaleza).

En el trazado dramático y narrativo adquieren particular relevancia dos trayectos. Uno tiene que ver con la principal amenaza, que representa Quadritch. Más allá del objetivo general de apropiarse de un entorno (como los colonizadores blancos que se apropiaron de los territorios de los indígenas en la conquista del Oeste estadounidense), a Quadritch le guía la venganza. Propósito personal y general se conjugan en el hecho de que Sully y Neytiri sea quienes lideren a los na'vi. Ambos, con su familia, deberán optar por el traslado a otras tierras, que serán costeras, para evitar que se ponga en peligro a la comunidad. Eso implicará la adaptación a otro entorno, el acuático, a otra forma de relacionarse con el medio (como la misma forma de respirar). Unos se apropian de un entorno y otros se adaptan sin pretender imponerse. La otra línea dramática fundamental es el proceso de aprendizaje de Lo'ak, en cuya determinación se contrasta el fino hilo que separa el valor del atolondramiento. Ya en su presentación, su acción pondrá en peligro la vida de su hermano mayor. Sus acciones decididas, relacionadas con los impulsos, o con emociones más básicas, como el orgullo, pondrán en peligro su vida o la de seres queridos. Es significativa la relación íntima, cómplice, que establece con un tulkun que está considerado como proscrito, separado de la manada, por sufrir el estigma de ser violento. Como en el caso de Lo'ak se pone en interrogante cómo en ocasiones las acciones realizadas con buenas intenciones pueden ser extremas y excesivas, deberse más bien a la ofuscación o carecer de la necesaria prudencia. Las espléndidas secuencias finales parecen conjugar el escenario de Titanic, con un barco en proceso de hundirse, con las secuencias acuáticas de Abbys, en la que aquella aparición alienígena en forma de extensión acuática serpenteante dispone de su equivalente en un luminoso reguero de peces relacionado con esa capacidad de conexión con su entorno o cualquier especie de Kiri. El entramado conceptual puede ser elemental (como lo podía ser también en Titanic), pero es claro y efectivo (y de nuevo, necesario, dado nuestro crónico entumecimiento), así como no carece de potencia emocional, con un componente catártico (alquímico: fuego y agua), la conclusión de un desarrollo dramático en la que un hundimiento se conjuga con el ascenso simbólico de una superación que es logro, en cuanto momentánea victoria contra el dañino virus humano. El camino del agua, por el momento, aún fluye.