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Mostrando entradas con la etiqueta Francis Coppola. Mostrar todas las entradas
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viernes, 20 de diciembre de 2024

Nosferatu

 

Nosferatu (2024), de Robert Eggers, es una de esas producciones que se estrenan con la vitola de acontecimiento. Aunque particularmente diría que esa noción sería más bien aplicable a otra obra que se estrena en España ese mismo día, Oh, Canada, producción con la que Paul Schrader demuestra que sabe realizar una muy sugerente obra fuera de ese molde dramatúrgico y narrativo que tan bien domina, y que ha deparado tres estupendas variantes en los últimos años. El reverendo (2017), El contador de cartas (2021) y El maestro jardinero (2022). Oh, Canada es una obra, por añadidura, estimulante por cómo prueba senderos y juega con el aspecto formal, con la estructura y los formatos. En cambio, desafortunadamente, Nosferatu me suscitó la impresión, más allá de sus pictóricas cabriolas formales, sobre todo en la dirección de fotografía y el diseño de producción, de que es un relato que veía por quincuagésima vez. Como otras adaptaciones de célebres novelas, caso de Los tres mosqueteros, de la que recientemente se realizó otra nueva versión, dividida en dos partes (y desistí de ver la segunda por esa sensación de reiteración sin particulares estímulos añadidos por su planteamiento), se han realizado múltiples adaptaciones de la novela Dracula, de Bram Stoker, publicada en 1897, porque el conde Orlok que protagoniza Nosferatu es el conde Dracula. Su nombre, y el de los otros personajes, se varió en la versión de la extraordinaria Nosferatu (1922), de F.W. Murnau, porque el productor no quería pagar los derechos. De hecho, la segunda versión titulada Nosferatu, dirigida en 1979 por Werner Herzog ( y una de sus mejores producciones de ficción) recuperaba los nombres de Dracula o de Jonathan Harker, el agente inmobiliario que viaja de la población alemana de Wismar a los Montes Cárpatos en Transilvania, para proceder a la gestión de la compra de un vivienda en Wismar por parte del conde. En Nosferatu, de Eggers, se mantienen los nombres de Orlok y Hutter, interpretado en este caso por Nicholas Hoult.


El repertorio varía poco. De nuevo, aparece el personaje de Renfield, aquí Herr Knock (Simon McBurney), que en unas versiones es empleado y en otras jefe de la agencia inmobiliaria, y que aporta la nota de extravagancia con su comportamiento desajustado a las reglas sociales, como su gusto por morder y devorar cualquier criatura viva para absorber su sangre. Como no falta la variante de Van Helsing, Von Franz (Willem Dafoe), el científico experto en ocultismo que intenta encontrar la solución con la combatir el influjo de Orlok, quien desembarca en Wismar como una plaga de peste, de la que son transmisores las miles de ratas. Pero no se logra transmitir la necesaria perturbación (desde luego no a mí) a través de todos esos peculiares personajes y esas situaciones que se caracterizan, potencialmente, por lo siniestro y los tenebroso, por muy imponentes que sean las composiciones de luces y sombras. Ocurre lo mismo con el viaje del navío Demeter, durante cuya singladura Orlok elimina a todos los tripulantes, breve episodio sin particular impacto, como también era el caso de la discreta película enteramente dedicada a ese episodio, estrenada recientemente, El último viaje del Demeter (2023), de André Ovredal, en la que también el trabajo de dirección de fotografía era la faceta más destacada. El interés puntual de la obra de Eggers reside en los aspectos en los que se desmarca. La caracterización de Orlok es diferente de la rigidez con cara y dientes de ratón calvo de la obra de Murnau y Herzog. Es más bien una imponente alta figura con un cuerpo que parece en descomposición y un semblante lóbrego en el que destaca un notable mostacho. Y, por otra parte, el espacio de su castillo se caracteriza, por otra parte, por carecer casi de decoración. Es un espacio vaciado, como realidad en derrumbe, o desentrañada. Un espacio de dominantes sombras.

El otro elemento más notable de Nosferatu es la esforzada interpretación de Lily-Rose Depp como Ellen, la esposa de Hutter, quien dispone de particulares poderes intuitivos, desde que era niña, y a la que caracteriza la insatisfacción sexual en su matrimonio como una particular conexión en la distancia con Orlok, quien se obsesiona con ella. Se incide, por tanto, en la idea planteada en obras previas de que Orlok, o Dracula, representa el anverso o doble de Hutter, quien está caracterizado por los rasgos de un actor como Hoult que parece un niño con cuerpo de hombre, acorde a su falta de efusividad sexual, como un no cuerpo. Contraste con la caracterización de Orlok que se revela como uno de los aspectos más sugestivos de la película. Al resaltar esa dualidad (no cuerpo/organicidad y deterioro), Hutter, como el Harker que encarna Bruno Ganz en la obra de Herzog, dispone de más trayecto narrativo, en paralelo con Orlok, a diferencia de otras versiones en las que Harker/Hutter fallece en la visita al castillo de Orlok. Ellen es el cuerpo convulso que clama debido a su insatisfacción. La singularidad, y el desajuste emocional y sexual, de Ellen se transluce en agitaciones variadas, en la demanda desesperada a su marido, tras que vuelva, de que la penetre, y una vez más en su sacrificio con ese cuerpo de apariencia descompuesta de Orlok que representa la falta de vivencia corporal mediante la expresión sexual. Orlok es el reflejo corporal de una sociedad definida por la descomposición de su desvitalizada o neutralizada relación con el cuerpo. Pero más allá de metáforas y símbolos, la narración no consigue despegar en ningún momento, quedando como una discreta vitrina de deslumbrantes composiciones caligráficas con sombras y niebla. En este sentido, no diverge de Dracula (1992), de Francis Coppola, también una mera suma de deslumbrantes fuegos artificios formales, por decorados, vestuario o dirección de fotografía. La diferencia es que Nosferatu se desprende la iconografía romántica a la que recurría Coppola puntualmente. Su enfoque es más turbio. Es la turbiedad de la insatisfacción sexual. Es una cuestión de cuerpos.

miércoles, 18 de septiembre de 2024

Hannah y sus hermanas

 

En principio, el argumento se centraba en un hombre que se enamoraba de una hermana de su esposa, pero la relectura de Anna Karenina, de Tolstoi, propició varias modificaciones. En primer lugar, a Woody Allen le atrajo la posibilidad de jugar con una narrativa, como la de la novela, que variaba constantemente de punto de vista, alternando la perspectiva de diferentes personajes. Y segundo, le impactó, sintió muy cercano, un personaje, Levin, que no encontraba sentido a la vida y estaba obsesionado por la muerte. Además, impresionado como estaba con su pareja, Mia Farrow, por cómo lograba conjugar su vertiente afectiva, y relación con ocho hijos, y su vertiente profesional, decidió crear una versión idealizada de ella en el personaje de Hannah, que transmitiera la calma y la fuerza interior del Michael, interpretado por Al Pacino, en El padrino (1972), de Francis Coppola, con el contrapunto de dos hermanas más inestables. Por eso, la estructura narrativa de Hannah y sus hermanas (1986), una de las más elaboradas de su filmografía, conjuga las circunstancias de tres hermanas, Hannah (Mia Farrow),Holly (Dianne Wiest) y Lee (Barbara Hershey), con la de Mickey (Woody Allen), ex marido de Hannah, hipocondríaco obsesionado con su posible muerte. Precisamente, El hipocondríaco, uno de los múltiples intertítulos que segmentan la narración coral, es el que nos presenta a Mickey, un realizador de tv que no deja de pensar que algo fatal le va a ocurrir, que las cosas inevitablemente le irán mal. Hipocondríaco irredento, cree tener un problema en un oído, aunque no sabe ni precisar cuál. El médico solicita unas pruebas, lo que le hará pensar que le diagnosticarán un cáncer cerebral. Cuando el resultado revela que no padece nada, toma consciencia, viendo en el cine Sopa de ganso (1931), de Leo McCarey, con los Hermanos Marx, del absurdo de vivir la vida permanentemente preocupado y en vilo, ya que lo hay que hacer es procurar disfrutar de los momentos, entregándote a ellos sin miedos. Porque todo es incierto e imprevisible, como nuestras mismas emociones, cambiantes y veleidosas. En Hannah y sus hermanas, los personajes parecen desbordados por sus emociones. Al respecto, destaca el agudo empleo, con diversos personajes, de la voz en off de su mente, con sus dilemas y desconciertos, en contraste o colisión con sus acciones.

Mickey ejerce de contrapunto, hiperbólico, de las vicisitudes de los otros personajes, con sus preocupaciones (dramatizaciones) puntuales y sus variaciones de foco afectivo, sus dudas y miedos, determinaciones puntuales e incertidumbres. Hannah y sus hermanas se trama alrededor de las nociones de control y vulnerabilidad. Hannah (Mia Farrow) es una mujer que tiene las cosas claras, con una voluntad decidida que sabe dominar las situaciones -aunque mucho menos de lo que ella cree, dado los coqueteos de su marido, Eric ( Michael Caine) con su hermana Lee-. Transmite tal control que genera la impresión de que nada le puede afectar, como si fuera una columna sin fisuras. Lee se ha dejado modelar por quien fue su profesor y, durante cinco años, pareja, Frederick (Max Von Sydow), pero ya quiere tomar la batuta de su vida, no ser la extensión de alguien que tiene las cosas demasiado claras, rígida e inflexiblemente, como Frederick, con quien piensa que la relación ya se ha agotado. Pero tampoco de quien anda dominado por las vacilaciones y la indeterminación, como Eric, quien es capaz, entre mil dudas de cortejarla, creyendo que está enamorado de ella, e iniciar, incluso, una relación (que durará un año), pero que es incapaz ( a la inversa que Lee) de abandonar a su esposa, y que, como remate, meses después, tras concluir la relación, se preguntará, asombrado, cómo pudo sentir que no podía vivir sin Lee, convencido de que a quien ama es su esposa Hannah. Así de extrañas e inciertas pueden ser las emociones, o el por qué las sentimos, y por qué creemos, y las calificamos, de un modo, cuando quizá sean circunstanciales.

Es también el caso con la tercera hermana, Holly (Dianne Wiest), cuya vida es una continúa indeterminación, el extremo inseguro de su hermana Hannah, sin saber qué quiere hacer con su vida, si actriz, escritora o qué. El mundo para ella es un lugar incierto que no domina en absoluto. Será precisamente quien publique una novela inspirada en su propia familia, visión que trastornará a Hannah, pues expone lo que ella creía que nadie más sabía. Otro ejemplo de lo imprevisible que puede ser los giros en las relaciones, es el caso de Holly y Mickey, quienes, años atrás, en su primera cita, colisionaron. Mickey no soportaba sus gustos de música punk o su gusto por la cocaína, y la cita fue un fracaso. Pero tiempo después, se produce el proceso inverso de Eric y Lee. Por los cambios que se han producido en ambos, la complicidad es además chispa, y el amor surge, y de lo que parecía imposible brotar un sentimiento afín se produce esa magia de la complicidad verdadera entre Holly y Mickey, quien, además, la dejará embarazada, cuando según los médicos era estéril. Hannah y sus hermanas alterna con sabia agudeza el drama y la comedia, inclusive, dentro de la misma secuencia, con una dramaturgia, hilvanada con precisión, que alterna perspectivas y personajes en un sutil juego de espejos cruzados, y con detalles brillantes de puesta en escena, caso de ese plano general en sombras del despertar dominado por la ansiedad de Mickey en plena noche. Su sutilidad de construcción se condensa, precisamente, en los apuntes sobre arquitectura, a través del arquitecto (Sam Wasterton) por el que se sienten atraídos Holly y su amiga April (Carrie Fisher), sobre la armonía o no de la vecindad de edificaciones de distintas características. O cómo en la vida, esa armonía de construcciones hay que saber discernirla y no inferirla (proyectarla) para edificar una relación con cimientos sólidos y ciertos, con el añadido de que nosotros somos también construcciones que varían en el tiempo, y por lo tanto, las relaciones con otros también pueden variar.

miércoles, 10 de abril de 2024

Apocalypse now Redux

 

Apocalypse now redux (2001) recompone, y afina, el montaje de Apocalypse now (1979), cuyo negativo tuvo que cortarse para poder realizar la reedición (que también implicó un doblaje de las secuencias que hicieron el primer montaje por parte de los actores). Se amplió un total de 53 minutos. Las escenas añadidas no fueron cortadas en su momento por imposiciones ajenas sino por el miedo del propio director. Miedo a que el resultado fuera demasiado desolador y tenebroso para el espectador. Con el tiempo, reconoció arrepentirse de esa decisión, y remontó su magna obra, tal como él pretendía que fuera desde un primer momento. Coppola adapta, o trasplanta, la acción y, sobre todo, espíritu de la genial novela de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, en el escenario de las colonias, a la época, un siglo después, del conflicto bélico en Vietnam. Una forma de retratar implícitamente que el ser humano poco cambia. El trayecto lo realiza Willard (Martin Sheen), junto a los tripulantes de la barcaza en la que ascienden el rio, en busca del por qué Kurtz (Marlon Brando) ha desertado no sólo de las instancias militares sino de toda concepción moral admisible y comprensible. Aunque para las instancias militares que le han ofrecido esa misión a Willard no es la búsqueda de un por qué sino la ejecución de un perturbación (como si su actitud pusiera en evidencia, desentrañara sin justificaciones, el sinsentido o la mascarada de su propósito). Como dice Willard, en uno de sus numerosos monólogos, que puntúan con voice over la narración, acusarle de asesinato durante una guerra es como poner multas por velocidad en una carrera automovilística. Algunas de las secuencias añadidas son breves, como el robo de la tabla de surf del coronel Kilgore (Robert Duvall), por parte de Willard, cuando abandonan la zona de combate para iniciar su viaje por el río y la posterior de la barcaza escondida mientras oyen el helicóptero que les busca con la grabación de Kilgore instándoles a que le devuelvan la tabla, o la lectura que realiza Kurtz de unos textos del Times a un cautivo Willard. Las más extensas, sea el encuentro sexual con las bailarinas en un campamento desolado, entre la lluvia y el barro, o sea el encuentro en la colonia francesa, la confrontación con las raíces del pasado del conflicto presente (o como dice el dueño de la plantación, Hubert de Marais (Christian Marquand), ellos luchan por lo que les pertenece, desde ya dos generaciones, mientras que la lucha de Estados Unidos es por la gran Nada), aportan una densidad que tanto acrecienta la desolación del horror que progresivamente se va adueñando de la narración, la pérdida y extravío de todo referente enfrentado a la esencial condición bárbara del ser humano, con una intensidad emocional que desgarra con más rotundidad y hace que el tramo final, el encuentro con Kurtz (el hombre más roto y desgarrado que he conocido, como dice Willard), adquiera, ahora, un cuerpo espectral más armonizado, más coherente aún si cabe, con el desarrollo de ese desprendimiento de todo lazo con la razón.

Ya no sólo tenemos ese despojamiento del sinsentido de la acción militar, de su condición de representación y espectáculo escénico, como, de entrada, la enajenación de quienes se creen su papel, como Kilgore, quien porta un sombrero de caballería, pone la música de las Walkirias de Wagner en el asalto de los helicópteros al poblado vietnamita, se embriaga con el olor del napalm (porque huele a victoria), permanece imperturbable, mientras los demás se tiran al suelo, aunque caigan bombas a su alrededor, y fuerza a unos soldados a hacer surf en mitad de una batalla. Esa desquiciada condición escénica de la guerra (expuesta también con el detalle del equipo de televisión que graba el combate, con Coppola encarnando al director que da instrucciones a los soldados para que no miren a cámara) va desvelando y desnudando su absurda y alucinatoria entraña en el nocturno espectáculo de las bailarinas para los soldados en medio de la selva. La injustificada ejecución, por atolondramiento, de los vietnamitas de la barcaza (ya no hay distancia, como desde los helicópteros, es un cara a cara con la incoherencia de sus actos), y la ceguera de esa noche moral que ya les envuelve cuando cruzan hacia el otro lado del espejo, en el encuentro con los que combaten en un puente (¿hacia dónde?¿de qué sirven tantas luces si ya domina la ofuscación de su propósito?), sin ningún oficial visible al mando, contra un enemigo invisible, perdidos y trastornados entre trincheras y coloques para anular su sensibilidad (mientras otros suplican, lanzándose al rio, para que la barcaza les saque de ese infierno). Apocalypse Now redux amplia la complejidad y riqueza de la obra estrenada en 1979. Ese largo tramo del encuentro con los franceses se convierte en otro reflejo en el espejo, el pasado que es presente, aunque varíen quienes dominan y colonizan al Otro. El supuesto monstruo, el Vietcong, como explica De Marais, fue una creación del mismo Estados Unidos, una creación porque deseaban que Francia abandonara el dominio de la zona. Por lo tanto, desentraña la nada de ese conflicto, la ficción, gestada en la mera arrogancia de unas ansias de dominio. Kurtz no es sino su reflejo distorsionado, la selva en forma humana, el instinto de dominio del ser humano, su desquiciamiento sin el maquillaje de las excusas (no tenéis derecho a llamarme asesino, tenéis derecho a matarme, pero no tenéis derecho a juzgarme; el horror, para Kurtz, es la capacidad de esos seres humanos que, sin duda ni escrúpulos, amputaron los brazos de los niños que habían sido vacunados; con esos hombres se puede ganar cualquier guerra; es la genuina bestia que habita en el ser humano).


Apocalypse now Redux es una obra desoladora que te empuja a sumergirte en las más hondas y turbias tinieblas. Y con esta versión se hace aún más palpable, con su progresiva pérdida de gravedad, la inmersión en los abismos del horror que nos hacen mirar de frente a la bestia que habita en nosotros. Por eso comienza con una (excepcional) canción que precisamente se llama The end/El final, de The doors. La narración se inicia y concluye con parecidas imágenes que son variación. Sobre las imágenes de bombardeos en la selva, al inicio, el rostro de Willard en el extravío de su soledad y desamparo en su habitación (sabe que no hay posible vuelta a casa; ha estado ahí y sabe que deseaba volver al escenario de la guerra; así que realmente habita un espacio intermedio, huérfano). Su rostro, invertido, confrontado con un rostro de piedra. En las imágenes finales, con las imágenes de bombardeos como fondo, tras haber ejecutado a Kurtz (en paralelo al sacrificio de un buey, al fin y al cabo es lo que representa la muerte de Kurtz para que la guerra subsista con su ficción; sacrificar a quien se había quitado la máscara) no está invertido el rostro de Willard sino en paralelo con el rostro de piedra, con el que se funde. La piedra del instinto, nuestra sustancia primigenia, el impulso de destrucción y daño. El final ya estaba en el principio. Quizá el trayecto sea un bucle, quizá el viaje sea la ensoñación de quien ya ha perdido la razón en su habitación consciente del despropósito y horror en el que está atrapado.

lunes, 18 de marzo de 2024

La conversación

 

La realidad asemeja un tablero en el que las piezas parecen distribuidas de forma azarosa. Quizá sientas que puedes controlarla, quizás pienses que puedes descifrarla, como esa conversación que se está grabando en la primera secuencia de La conversación (The conversation, 1974), de Francis Coppola, y con la que se obsesionará Harry Caul (Gene Hackman), un técnico de sonido en tareas de vigilancia, en San Francisco, alguien que trama y configura su vida sobre otra vigilancia, la de la intrusión de los otros en su vida, la reserva. Harry establece distancias, suspicaz ante cualquier interrogante o intromisión en su vida. Le molesta que una vecina le haya dejado dentro de su casa un regalo por su cumpleaños, porque le preocupa que alguien tenga acceso a su casa, que tenga otra llave, que pueda controlar su correspondencia, su espacio íntimo. Le molesta que Amy (Terry Garr), la chica con la que mantiene una relación, le haga tantas preguntas, le incómoda, y se revuelve receloso. A ella le molesta estar siempre tan pendiente de él, de cuándo aparece o no. Su relación se quiebra, porque los dos estiran la cuerda hacia su lado. Harry es como un monje, parece que vistiera un hábito, ese vestuario de traje y corbata con una gabardina, que parece traslucida; transpira severidad, rigidez, alguien que se ha retirado en su interior, en su soledad acorazada. Sus sentimientos a buen recaudo, sin querer implicarse en su trabajo, como si los sentimientos sólo interfirieran, sin hacerse preguntas, cual mero técnico que realiza trámites con la vida y el trabajo. Pero no se puede controlar la vida, ni eres el centro de la misma, no eres el único que tiene las llaves, eres una pieza más, y la realidad hará burla de tus presunciones.

En la primera secuencia, ese plano de la plaza, que realiza con teleobjetivo con acercamiento de zoom a los que transitan por la misma, resalta la figura de un mimo que imita a los transeúntes, hasta que el encuadre se centra en uno al que sigue remedando su gestos, Harry. Ya un anuncio de lo que será el curso o deriva de la narración, de lo que hará la realidad con el controlador vigilante. Quienes componían el encuadre de su vida, las piezas que lo mantenían estable, empiezan a disgregarse, a contrariarle. No sólo Amy, sino su asistente, Stan (John Cazale), quien tras discutir con él se une a un rival profesional de Harry, Bernie (Allen Garfield). La realidad comienza a ser territorio movedizo, incierto, amenazante. Harry empieza a mirar su rostro, a preguntarse sobre sí mismo, pero opta por mirar hacia afuera, como si las respuestas, o las soluciones que busca pudieran estar allá afuera. Harry llama (Caul fonéticamente se asemeja a call, ‘llamar’) pero la realidad no contesta, o hay interferencias, comienza a ser inteligible, y además surgen los fantasmas del pasado, aquellos que motivaron que se convirtiera en una especie de monje de clausura, clausurado para el mundo, sin implicarse con nada ni con nadie, cuando un trabajo de escucha con éxito propició, como consecuencia, la brutal muerte de un implicado y su familia. Es como si se hubiera roto la escotilla que había puesto en su vida. ¿Y si sucede de nuevo? ¿Y si esa pareja que escucha pueden ser asesinados por facilitar la conversación que ha grabado?

Por esa emulsión de emociones ( y, al ser católico, la culpabilidad, ese resorte que obstaculiza el discernimiento ) que ofuscan su hasta entonces robótica objetividad de técnico, su percepción se altera, ya que le conducen a la especulación, a la interpretación de los signos de la realidad, a la inferencia de lo que implica el murmullo de la conversación de la realidad, y se apodera de él un prurito de intervenir en y con la realidad (en vez de ser un mero registrador o espectador como hasta ahora). Y la interferencia tiene lugar (en su mirada, pero también la que su acción, de intervención, provoca, como perturbación, en otros). La narrativa progresivamente se va empapando de una atmósfera enrarecida, en la que los espacios gélidos, desacogedores, incrementan esa sensación de aislamiento, de hostilidad, de desencuentro, de realidad que no se habita, como si la realidad (los espacios de la empresa que le ha contratado) y el interior de Harry (los espacios vacíos del almacén donde trabajan) se fueran confundiendo, y la realidad mostrara sus siniestras entrañas. Las superficies esmeriladas, como aquella a través de la cual entrevé fugazmente el crimen, definen su mirada emborronada, desamparada. La capa traslucida de su gabardina es la de un caballero que intenta enfrentarse a un dragón, al de unas instancias de poder, el de las corporaciones que se rigen por una barbarie disimulada en maneras corteses, apariencias impolutas, pasillos y oficinas que no dejan de ser distancias escurridizas; no deja de ser curioso que Harrison Ford repitiera como oficial subalterno en Apocalipse now (1979), una sutil forma de asociar ambas instituciones, o la entraña siniestra de ambas. La realidad, ese tablero de piezas, frases, que la mirada, el entendimiento, intenta desentrañar y combinar en un cifrado coherente, se revela como una imprevista y escurridiza urdimbre en la que resulta difícil advertir una pauta, o un centro. Es un caos ante el que no es posible ejercer un control, porque la realidad no dejará de burlarse de esa obsesión o compulsión. Las apariencias son arenas movedizas, porque hay otros hilos que interfieren en los propios, y a veces los cortan. No advierte que lo que toca es lo que busca. Y la mirada, desamparada, se queda en ruinas.

Aunque, al estrenarse pocos meses antes de la dimisión de Nixon, se asociara el argumento, por el uso de las escuchas, con el caso Watergate, el rodaje ya había concluido, en concreto en febrero de 1973, antes de que adquiriera resonancia en los medios ese caso. El mismo Coppola se quedó sorprendido con el hecho de que los equipos de escucha que usa en la película fueran los mismos que usaba la Administración Nixon para espiar integrantes del partido Demócrata. De hecho, el guion había sido escrito incluso antes de que Nixon fuera elegido presidente en 1969. Sí fue influencia determinante Blow up (1966), de Michelangelo Antonioni, una fascinante obra en términos semióticos, aunque cuestionable en términos cinematográficos, lejos, a mi parecer, de la excelencia de las obras que había rodado previamente Antonioni esa década. Es una obra mucha más sugerente por su planteamiento que por su materialización cinematográfica. Carece de la extrañación, de la turbadora atmósfera, que sí se logra en La conversación con el admirable uso de la luz y el color, obra de Bill Butler, tras reemplazar a Haxkel Wexler ya iniciado el rodaje, por diferencias creativas con Coppola (aunque algunas escenas se rodarían de nuevo, se mantuvo la secuencia inicial en la plaza). David Shire compuso antes de que se iniciara el rodaje la banda sonora, en la que destaca, sobremanera, su memorable tema principal con el piano como único instrumento. El brillante uso del diseño de sonido fue obra de Walter Murch, también coeditor, al que Coppola dejó mano libre durante la elaboración del montaje ya que estaba imbuido en la preparación de El padrino II (1974). Robert Duvall, que no aparece acreditado, interviene en escasas secuencias, en el tramo final, aunque su papel es importante en la trama, una figura de poder, como la que también encarnará en Apocalipse now.

lunes, 20 de noviembre de 2023

Los amantes de Montparnasse

 

No sé si porque es el retrato más certero de un artista en conflicto con un entorno (no receptivo a su excepcional sensibilidad, cuando no carroñero) y consigo mismo, con su fragilidad, con su vulnerabilidad a flor de piel, y por ello incapacidad de resistir la contrariedad (como si su sensibilidad sintiéndose incapaz de establecer conversación con la sensibilidad predominante, ese desajuste se tornara en agujero negro) o porque es el que más me ha conmocionado, pero no he visto obra más bella centrada en un artista que esta magistral Los amantes de Montparnasse (Montparnasse, 19, 1958), de Jacques Becker, tan lírica como descarnada, rugosamente sombría y afinadamente contenida, centrada en los últimos días del gran pintor Amadeo Modigliani, o Modi, encarnado admirablemente por Gerard Philippe. Con guion de Henri Jeanson, que adapta la novela de Georges- Michel Michel, no pretende ser una reconstrucción histórica sino el retrato esencial de un artista enfrentado a un mundo ajeno a las sensibilidades singulares (o percepciones agudas) y a su propia fragil interioridad, esa que tiene los nervios sin protección porque capta las cosas con una desnuda agudeza inusual. En aquellos oscuros ojos vaciados, que caracterizan sus pinturas, se condensaba su desajuste con su alrededor. Con respecto a su sensibilidad, siempre me ha parecido también, por su aspecto o forma de vestir, o su forma de desplazarse, un antecedente de El chico de la moto que encarna Mickey Rourke en La ley de la calle (Rumble fish, 1983), de Francis Coppola, un personaje con percepción aguda, como Modigliani, y con cierta inclinación autodestructiva por sentirse fuera, exiliado, de un modo de vida (Modigliani busca en la bebida el aturdimiento que alivie su desazón por sentir que no se aprecia su arte como si, por tanto, su vida careciera de propósito, abocada a un soliloquio).

Los amantes de Montparnasse era un proyecto de Max Ophuls, quien murió durante su preparación. No es de extrañar en un cineasta que acababa de realizar la magnífica Lola Montes (1955). Tanto esta mujer como Modigliani son sensibilidades excepcionales que, por su singularidad, son convertidas en atracción de feria o marginada (por incomprendida) hasta que mueran, para enriquecerse con su admirado arte, como bien sabe el abyecto tratante de arte Morel (Lino Ventura), quien sabe apreciar la cualidad de su pintura pero también que estará más valorizada (esto es, que podría extraer negocio de la misma) cuando haya muerto. Morel, precisamente, está presente en la secuencia inicial en el café, donde Modigliani realiza un retrato a un cliente que responde con rechazo cuando ve el resultado (no le parece lo que considera un retrato; no le importa que sea el modo en el que el artista le ve; para él un retrato es un registro, no una interpretación o un reflejo de otra mirada). Así como también, al final, en el mismo café, es también una figura de espaldas que se vuelve cuando se percata de que Modigliani, como acción desesperada, intenta vender a cinco francos sus dibujos, sin encontrar respuesta positiva de ningún cliente. En esta ocasión, le seguirá como un ave rapaz que huele la inminente muerte, por las calles neblinosas, al acecho, hasta que Modigliani, enfermo de los pulmones, cae desmayado. Será, por tanto, entre quienes conocen a Modigliani, el único testigo de su muerte en un hospital, en donde, mientras agoniza, no es capaz de decir donde vive, ya que sabe que eso supondría que se enteraría su amada, Jeanne (Anouk Aimee), y su propósito es dirigirse a su casa para comprar sus cuadros, sin decirle siquiera a ella que Modi ha muerto, para que así pueda comprar su obra con un precio menor. Así se define su falta de escrúpulos. Son unas demoledoras secuencias como conclusión, un desgarrador final que implica la desoladora constatación de las palabras de Morel cuando fracasa la exposición de Modi ( tras la que, incluso, la policía pide que se retire una de sus pinturas del escaparate porque se ve vello púbico en el desnudo femenino).

Como se refleja en la excelente secuencia en que un millonario norteamericano quiere comprar sus cuadros, y utilizar uno para promocionar una marca de perfume, Modi no acepta ese destino mercantilista de su arte; su sentido de la pureza es inflexible, como desesperado su anhelo de sentir que su arte sea reconocido, amarga frustración que le precipita a esos descensos en la oscuridad, con el alcohol como recurso aturdidor, o esa relación, con Beatrice (Lili Palmer), la escritora inglesa, en la que se embrutece, u olvida, en un masoquismo que se camufla en permitido sadismo (cuando la golpea, y la deja desmayada en el suelo). La aparición de Jeanne, que parece salida de uno de sus cuadros (como si llenara todos sus ojos vací(ad)os), le hace sentir, encontrar, de nuevo la ilusión de que todo es posible. La ternura que transpira su relación es conmovedora, desde esa secuencia en la que la dibuja dormida, y su fiel amigo Zborowsky (Gerard Sety) le pregunta qué tal hace el amor, y él, mirándola abstraído, embelesado, musita que no lo sabe. Jeanne es su refugio, cálido, y la mirada que le eleva; pocas relaciones de complicidad, de conversación amorosa entre afines, como la retratada entre Modigliani y Jeanne; de ahí la desesperación de Modi porque no quiere que le afecten sus tinieblas, su desesperación fatalista (el momento en que lanza el dinero que les queda al Sena, diciéndole que no quiere llegar a ser cruel con ella cuando esa desesperación le supere y por ello le ruega que le abandone). Las secuencias posteriores, ambos en un hogar dominado por las sombras, son de las más bellas que ha dado el cine: ese primer plano de Modi mientras dirime con su fragilidad y fatalismo, por un lado, y por su amor inmenso a Jeanne, por otro. Será entonces cuando decida salir a la calle a vender sus dibujos por cinco francos, dejando de lado su orgullo inflexible. Tarde, porque ya su organismo desfallece tras tanto maltrato y muere con solo treinta y cinco años por meningitis tuberculosa. Será el ave carroñera, Morel, quien sacará beneficio, ignorante y despectivo de su entrega al amor sin condiciones así como de su condición de poeta que sólo anhelaba que su arte fuera admirado porque brotaba de sus entrañas, de su mirada única. Esas frágiles entrañas se exponen en la mirada del actor, quien mira a su amada como si fuera su luz de vida. Aunque una luz que no fue suficiente para que él supiera resistir la contrariedad de sentirse invisible a la mirada de un entorno que ni le apreciaba ni le entendía.