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jueves, 3 de julio de 2014
Una mujer confiesa
Una mujer está suspendida en el vacío, entre dos hombres. Una imagen que condensa el trayecto la excelente 'Una mujer confiesa' (Tsuma wa kokuhaku suru, 1961), de Yasuzo Masumura, y su mirada sobre la posición de la mujer en la cultura japonesa. Y lo refleja como el acto de un despedazamiento, como si los dos extremos de la cuerda se tensaran hasta extraer sus miembros. Lo refleja como el proceso ya final de una infección, palpable en la espesura de un blanco y negro, obra de Satsuo Kobayashi, que parece asfixiar a los personajes, y en los opresivos acordes de una banda sonora, de Riichiro Manable, que asemejan al deshilachamiento de cualquier residuo armónico. El hombre que sostiene, a duras penas la cuerda tanto que sus manos sangran por el rozamiento de la misma, es Osamu (Hiroshi Kawagushi), de quien sospechan que es amante de Ayako (Ayako Takigawa), la mujer acusada de cortar la cuerda de modo intencionado para que su marido, Ryokichi (Eitaro Ozawa), el hombre suspendido del extremo de la cuerda debajo suyo, se precipite en el vacío. La narración comienza con la acusación, con el inicio del juicio contra Ayako. Se inicia con el desenfoque de la mirada que no sabe ver más allá de las apariencias, o busca el titular llamativo en un periódico. Se inicia con los prejuicios, con la mirada que sofoca, aprisiona a la mujer en el cautiverio que debía aceptar resignada. Cortar esa cuerda pareciera un gesto de sublevación, un gesto incluso contra natura, desde luego contra ciertos valores tradicionales que establecen que la mujer debe aceptar su asfixia entre extremos, entre los de sus deseos no realizados y los deseos ajenos que le imponen.
Aunque ella adujera que cortó la cuerda porque no podía soportar el dolor que le infligía por el peso de su marido, las sospechas sobre su posible relación con Osamu y el hecho de que cobre una considerable suma de dinero por el seguro de vida de su marido, la sitúan en la posición suspendida del vacío de la culpabilidad. Y más peso aporta el hecho de que su matrimonio fuera infeliz, que se casara por mejorar su precaria situación económica, xomo quien acepta que le fuercen para no vivir una vida mísera, económicamente hablando, y acepta otra miseria, y que luego sufriera el despecho de un marido que no le concedía el divorcio porque no podía aceptar que ella no soportara vivir con él. Y una mujer no podía aducir para divorciarse que meramente no le amara. Otro peso social que la condena es la consideración, que alega el fiscal, de que como esposa debería haber optado por el sacrificio, por morir junto a su esposo, por dejarse precipitar junto a él en el vacío. La asfixia vital se revela a través de todas las costuras, las que apretaban su vida en el pasado en su tortuosa convivencia con Ryokichi, y en un presente en el que su dolor se subordina, tanto que hay un instante en el que clama entre sollozos que sí quiso matarlo intencionalmente.
En esos sollozos pesa la desesperación de las interrogantes de Osamu, el peso de sus dudas sobre si ella si mató a su esposa intencionalmente, si era ante todo una mujer que realizó una acción fatal, sin escrúpulos, como si no tuviera peso su circunstancia, su pesadumbre, atrapada en una vida que suprimía todo vestigio de oxigeno vital por la crueldad de su marido. Osamu, como otros hombres, ven en ella sólo una mano que corta una cuerda, un gesto que desprecia una vida, no la mano de un cuerpo que sufre o ama en los pliegues de un silencio frustrado. Si en los primeros pasajes de la narración cobra más presencia el peso del marido sobre la vida de Ayako, en el desarrollo de su trayecto dramático, en la segunda parte, cobra más relevancia el peso que ahoga y remata a Ayako. El peso de la desconfianza del hombre que ama. Cuando la relación parece tomar cuerpo, por fin liberarse, Osamu no se libera de sus dudas, y aún más, no logra comprender lo que implica que Ayako cortara la cuerda no por liberarse de su marido, no por su propio dolor, sino por evitar el sufrimiento de Osamu, la posible muerte del hombre que ama, porque temía que no podría soportar por más tiempo el peso de ambos. Osamu no aprecia lo que implica su gesto, su acción. No aprecia ni ve su amor. Sí lo ve otra mujer, la que era prometida de Osamu, quien le dirá que del mismo modo que Ayako había propiciado que su marido se precipitara en el vacío, él determina, por su ceguera, que Ayako, desesperada, sin cuerda vital que la sostenga, se precipite en el vacío de la muerte.
miércoles, 18 de diciembre de 2013
El ángel rojo
'En la guerra, los hombres matan a otros hombres, follan a las mujeres y comen sus raciones', le dice un soldado a la enfermera Sakura (Ayako Wakao), antes de intentar violarla. Sakura ya sabe lo que es ser violada por otro soldado, en aquel caso convaleciente, como muestra una de las primeras secuencias de la extraordinaria 'El ángel rojo' (Akai tenshi, 1966), de Yasuzo Masumura. De lo que se olvida ese soldado es de que hay quienes se ocupan en la guerra de certificar la muerte o seccionar los cuerpos de esos hombres que combaten, matan, violan o comen, caso del Dr Okabe (Shinsuke Ashida), a quien asiste Sakura en la mesa de operaciones, por la que pasan cientos de cuerpos destrozados a los que hay que asistir, mientras los cubos se van llenando de miembros cortados, como también muestran con crudeza las primeras secuencias (el chirriante sonido de la sierra cortando una pierna, conjugados con los gritos del soldado). Los cuerpos que avasallan ahora se revelan en su condición vulnerable. Quizá no haya cinematografía que haya retratado de modo más descarnado, y contundente, la atroz vivencia de la guerra, como reflejaron las también magistrales 'Fuego en la llanura' (1959), de Kon Ichikawa o la trilogia de 'La condición humana' (1959-61), de Masaki Kobayashi.
Hay quien se pregunta qué hacen ahí, en tierras chinas, combatiendo para qué, en un territorio tan grande que sólo puede sumirles en el extravío. Hay quien prefiere que su pierna se infecte, aunque tengan que cortársela, porque de ese modo podrá volver a casa, en vez de tener que combatir de nuevo. Hay quien entre tanto padecimiento es capaz de suministrar un pálpito de calidez. Sakura significa flor de cerezo. En la cultura japonesa simboliza el renacimiento de la vida, o la belleza de la naturaleza, la inocencia, la simplicidad. La luz que emana de su generosidad y entrega no tiene que ver con ese paisaje lúgubre, tenebroso y sórdido, realzado por una iluminación que parece cubierta por un velo de oscuridad incrustada, una infección de tinieblas. Sakura se esfuerza en que sobreviva el malherido hombre que la violó, y le convence al doctor Okabe para que le haga una transfusión de sangre, aunque el doctor Okabe considera que es inútil, ya que ha dictaminado en la mesa de operaciones que no hay nada que hacer. Como así se demuestra cuando muera esa noche. Pero Sakura no quería que aquel hombre que la violó pensara que moría porque ella quería vengarse. No hay rencor en ella, no quiere que sufra ni aquel que realizó una cruel abyección sobre ella.
Sakura accede a masturbar a un soldado que se ha quedado sin los dos brazos, como deja que acaricie con su pie sus genitales, e incluso le lleva un día a un hotel, para que sus pieles se fundan en un abrazo, tomando un baño, acariciándose en la cama. Hay una elipsis demoledora, una elipsis que secciona el aliento: Tras el plano de ambos cuerpos desnudos sobre la cama, tras que ella le diga que esa será la única ocasión en que lo hagan, el siguiente plano muestra al hombre muerto, bajo las ventanas del hospital, tras lanzarse al vacío. En ocasiones, la fugaz visión de un ángel, la efímera experiencia de lo sublime, puede ser más desoladora si sabes que después sólo te espera el infierno. En este apocalípsis de cuerpos despedazados y sufrientes, de contorsiones desesperadas y gritos agónicos, germina un hermoso amor entre un hombre que había anestesiado sus emociones con el consumo de morfina, para así no empañar su mente con el dolor del que es testigo cada día, y una mujer que no cede al desaliento aunque sea violada o despreciada.
Sakura suministra aliento de vida al doctor Okabe, que recupera la capacidad de sentir, tanto en su cuerpo, como en sus emociones. En su cuerpo renace el deseo que había relegado al olvido, como los velos que rodean su cama. Sus cuerpos se funden en una sinfonía de caricias, y las sonrisas se despliegan en una relación que quiebra las absurdas separaciones o distinciones de los roles, como refleja ella cuando se viste con su uniforme. No son un hombre y una mujer, son dos emociones que alientan generosidad, entrega, aliento de vida, la simplicidad que no sabe de trincheras ni de uniformes que separan con bombas y bayonetas. En la guerra, el enemigo despoja del distintivo enemigo, el uniforme, y deja el campo sembrado de cuerpos despedazados, como quien deja el hueso tras devorar la carne. Sukura dota de vida al cuerpo y a la ilusión de un hombre que había hecho de su propia desaparición como cuerpo el instrumental necesario para su entrega como médico, para poder realizar la cura o arreglo de esos otros cuerpos que matan, violan y comen.
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