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Mostrando entradas con la etiqueta Jean Pierre Melville. Mostrar todas las entradas
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miércoles, 13 de noviembre de 2024

El buen ladrón

 

El buen ladrón (The good thief, 2003) es un estimulante remake de Bob el jugador (Bob le Flambeur, 1955) de Jean Pierre Melville, y no desmerece de su predecesora, precursora de la nouvelle vague. La superficie del relato se hila con los mimbres y patrones del subgénero de atracos: centra buena parte de su metraje en su preparación previa, que comporta tanto el alistamiento de los componentes o cómplices que perpetrarán el atraco como la minuciosa elaboración del plan, el seguimiento de los pormenores de las elucubraciones y estratagemas, y el detallado registro de las piezas del puzzle que conforman el proyecto. Y, ya en el tercer acto o desenlace, asistimos a la materialización de la idea, al contraste entre lo proyectado o planificado y la realidad, ese desafío de enfrentarse a los imprevistos o accidentes que puedan surgir. Pero, más allá de su ajuste a un patrón dramatúrgico y narrativo, en su corazón dramático narra un proceso de superación, o recuperación. La cárcel, de la que no ha salido, y que aún tiene recluido a Bob (un extraordinario Nick Nolte), es la adicción a las drogas, que no es sino el paraíso artificial en el que se alivia para contrarrestar la consciencia de su fracaso vital, tras un largo recorrido de apuestas con la vida, emblematizado en el juego y en el robo, que no han conseguido que salga de un círculo vital en el que sólo subsiste.

Pero si de algo aún no carece Bob es de vitalidad, aunque su empuje aún esté resentido. Es todo un cool man de templada sabiduría, ahora desdibujada con la resignación, algo materializado visualmente en esos brillantes colores saturados del trabajo de color y luz, y en la vivacidad con la que conduce la narrativa Jordan. Un casual cruce de destinos con una inmigrante adolescente, de diecisiete años, Anne (Nutsa Kukhianidze), a la que rescata de su proxeneta, será el imprevisto detonante de su despertar o recuperación vital. Se constituirá en reflejo que le determine a tejer un nuevo proyecto, un nuevo plan de robo que desafíe al azar que hasta ahora ha sido contrario a él. Y el emblema es un casino en el sur de Francia donde discurre la acción. Y como correspondencia con su arte, con su singularidad creativa, los objetos robados, a diferencia de la obra de Melville, serán famosas pinturas guardadas en un edificio contiguo al casino. Correspondencia en la que se puede rastrear una alegoría, por un lado, del creador, en combate autoafirmativo, como figura diferente y singular, frente a un mundo impersonal y que sólo valora el interés mercantil, y del mismo Jordan, pues antes de Juego de lágrimas estuvo a punto de dejar el cine por desespero de no encontrar su lugar, o receptividad de financiación, para dar forma a sus proyectos y expresar su mundo, su visión, en un universo de producción que potenciaba, o potencia más, lo clónico, el mecano de costuras predeterminadas para una única finalidad, sacar beneficios. Nada de expresiones o reflexiones personales, la sensibilidad artística secuestrada por el mercantilismo.

De ahí ese vindicativo título de buen ladrón. Y esta apuesta vitalista que corrige la resolución fatalista de la versión de Melville, por interferencia de otras figuras (en concreto, las figuras femeninas). Aquí el golpe, la apuesta, se convierte en representación de que cuando crees en la suerte, la suerte responde, y hasta doblemente, porque como explicita Bob al final, nada se puede controlar, nada es previsible. Sólo tienes tu impulso vital y tu voluntad de superación, para seguir enfrentándote a la banca, al sistema, y quizás, así, en cualquier momento, si perseveras, con tu voluntad, la suerte también te sonría, y las circunstancias te acompañen. Y, como señaliza la última secuencia junto a la orilla del mar, uno deja de sentirse varado, y ya por fin puede zarpar en las inciertas aguas de la vida, y, por fin, con el depósito lleno, y en compañía de tu amor. El buen ladrón es una obra rebosante de vitalidad e ironía, en la que destaca también la relación que mantiene Bob con el policía interpretado por el excelente Tcheky Karyo. Entre sus figuras secundarias, el cineasta Emir Kusturika, como experto en alarmas (que ayudará a desactivar las que él mismo instala) y, sin acreditar, Ralph Fiennes, en uno de sus personajes más turbios, quien, precisamente, había protagonizado la anterior película de Jordan, quizá su obra maestra, El fin del romance (1999), y también variación de una obra precedente, dirigida por Edward Dmytryk en 1955, ambas adaptaciones de la espléndida homónima novela de Graham Greene. En esta, el romance más bien comienza. En esta, el azar no es una maraña.

viernes, 9 de agosto de 2024

El relojero de Saint-Paul

 

El intrigante inicio de El relojero de Saint-Paul (1975), de Bertrand Tavernier, adaptación de la novela L'horloger de Everton de Georges Simenon, cautiva por su extrañeza. Una niña en el pasillo de un vagón de tren, un coche ardiendo. Nos hace sentir que algo fuera de lo corriente ha ocurrido pero sin vislumbrar el qué. Asienta una incertidumbre que impregna las posteriores secuencias, donde nada parece que ocurra porque todo parece muy cotidiano, cuando nos presenta a Descombes (Philippe Noiret), departiendo con sus amigos mientras cenan y cuando se sigue a la mañana siguiente, con dilatada parsimonia, sus acciones de levantarse, desayunar y dirigirse a su tienda de relojero. Una impecable forma de definir a un hombre cuya vida es como el mecanismo de un reloj, una estructura de movimientos que son inercia de rutinas. Pero un suceso inesperado rompe éstas. La policía le informa de que su hijo ha huido junto a su novia y es sospechoso de un crimen. Deducimos que está relacionado con ese intrigante inicio, aunque a Tavernier no le importa, como a Georges Simenon, la trama, sino los claroscuros morales que no dejan espacio para la confortable certeza. El juego de la incógnita es otro, el del extrañamiento. Una de las principales virtudes de esta excelente obra es cómo, con un conciso estilo más escurridizo de lo que se puede inferir de su apariencia naturalista, nos va sumergiendo en el desconcierto de un padre que va vislumbrando lo poco que sabe de su hijo porque había dejado asentar una distancia que era ausencia de comunicación. Aunque parezcan tan dispares, se le podría aplicar sus palabras admirativas por el cine de Michael Powell: 'Sus intenciones van más allá del naturalismo cotidiano, y conduce hacia una irracional y metafísica intensidad que propicia innumerables visiones. No sigues la trama, te sumerges en un universo'. 

Ese extrañamiento va calando lentamente en la narración, con amortiguada intensidad, a través de sutiles detalles que actúan como contraste, y como signos de esa ausencia, caso de las notas de piano que suenan en un piso vecino cuando Descombes, tras recibir la noticia, se tumba en la cama de la habitación de su hijo, o el tic tac de los relojes cuando escucha en su tienda, en un magnetófono, la confesión de su hijo explicando la motivación de sus actos. La narración, por tanto, se convierte en una deriva individual pero, a su vez, perfila, con afinado equilibrio, el retrato de una sociedad que no asume sus responsabilidades a través de un telón de fondo de reivindicaciones sociopolíticas (añádase que el crimen tiene lugar en la noche de las elecciones) en el que laten ecos de los movimientos sociales contestatarios de finales de los 60 y de la narrativa existencial. El muerto era un guardián de las milicias patronales, y pronto, periodistas y policía enfocarán el crimen hacia la motivación política, para perplejidad del padre que no encaja que califiquen a su hijo de izquierdista. El padre reenfoca su mirada en colisión con un desenfoque colectivo. La recuperación de su mirada (que es abandono de inercia de vida) acontece con el discermiento de inercias sociales caracterizadas por el desenfoque en su forma de percibir la realidad. Se da cuenta de que no conocía a su hijo, pero se esfuerza en comprenderle, en vez de que, por su acto, su condición de mancha social se convierta en condicionamiento perceptivo. No lo siente como extensión de él, sino que intenta comprender sus motivaciones.

El policía encargado del caso, Guibaud (Jean Rochefort), se pregunta qué le hemos hecho a nuestros hijos, pero más que una interrogante es una queja agraviada. El hijo, en un momento dado, dice que todos oyen lo que quieren oír. Hay una implícita ironía en que el asesinado se llame Razón. Todos buscan, antes y después de la detención, una conveniente explicación sobre un acto que, ante todo, pone en evidencia, como apunta indignado un amigo de Descombes, la asfixia de una sociedad en la que los ciudadanos están presos de la cobardía y el confort. Una sociedad que, simplemente, permite el abuso por conveniencia. Para el hijo, su razón es que el asesinado era repugnante, que ya estaba bien que alguien como él se saliera con la suya (un reflejo de una sociedad asentada sobre el abuso de poder económico). Sólo el padre se esfuerza en entenderle (en las primeras secuencias, quita la verja de su establecimiento; en las secuencias finales contempla a su hijo a través de los barrotes que les separa; pero su mirada ya carece de verjas que interfieran). Esto, además, implicará que comprenda por qué su hijo había dicho de él que era demasiado amable, y que recupere a aquel que fue antes de acomodarse en su vida de rutina y tiempo mecanizado, aquel que abofeteó, durante la guerra, a un general que pretendía que entrara en una casa en llamas para recuperar su violín. Esa es su revolución personal.

No lo tuvo nada fácil Bertrand Tavernier para dirigir su opera prima. Decisivo, para conseguirlo, fue el apoyo del actor Philippe Noiret. Como escribió Tavernier en una carta de homenaje tras su fallecimiento: ”Fue su fidelidad a la palabra dada, su sentido del honor, lo que me permitió hacer El relojero de Saint Paul, pese a que el guion había sido rechazado prácticamente por todos los productores y distribuidores en París. Durante más de dieciocho meses, mientras me rechazaban y humillaban, él me apoyó, estuvo en mi rincón, sin renegar de su compromiso. Yo, sin embargo, nunca había hecho antes una película, y si él hubiera abandonado el barco, hoy no estaría aquí”. En esos momentos, Tavernier trabajaba como agente de prensa para el productor Georges de Beauregard. Se había iniciado en el mundo de cine como ayudante de dirección para Jean Pierre Melville en Leon Morin, pretre (1961), pero este, dada sus escasas aptitudes para tal labor, le recomendó que mejor se dedicara a agente de prensa, y en tal labor trabajó en su siguiente obra, El confidente (Le doulos, 1963). Al mismo tiempo, Tavernier se dedicó a la crítica de cine, en Positif y Cahiers du cinema, y publicó dos libros sobre el cine norteamericano. Como agente de prensa conoció al cineasta italiano Riccardo Freda, quien le presentó a los guionistas Pierre Bost y Jean Aucheren, que durante los 40 y 50 habían colaborado en los guiones de obras de Rene Clement y, sobre todo, Claude Autant Lara, para quien adaptaron otra obra de Simenon, En cas de malheur (1958), es decir, representantes de un cine que había sido denostado y descalificado como academicista por Francois Truffaut en su artículo Una cierta tendencia del cine francés, con términos como cine de papá o una tradición de calidad. Tavernier, apoya, o reivindica, la tradición y, a la vez, va a contracorriente (como su recurrente cuestionamiento de las contradicciones y abusos del poder institucional; algo de ello tenía esa estigmatización inflexible por parte de Truffaut con respecto a un cine del pasado con el cortaban todo lazo). Tavernier se interesó por el tratamiento que tenían escrito sobre una obra de Georges Simenon, L’Horloger de Everton, y cuando ya pudo rodarla, gracias al apoyo en la producción de Raymond Danon, trasladó la acción a su ciudad natal, Lyon. Por añadidura, la película está dedicada al guionista Jacques Prevert, conocido en especial por su amplia colaboración con Marcel Carné, representante de ese estilo conocido como realismo poético, en los años 30 y 40. Como se puede apreciar, todas las décadas del cine francés se congregan a través de esa serie de nombres. Tradición y modernidad se conjugan en el cine de Tavernier en un punto intermedio. El relojero de Saint-Paul es el inicio de una de las más sugerentes y sustanciosas filmografías del cine francés.

lunes, 19 de diciembre de 2022

No toquéis la pasta

 

La música interna, el tempo narrativo, de No toquéis la pasta (Touchez pas au grisbi, 1954), de Jacques Becker (quien adapta junto a Maurice Griffe y Albert Simonin la novela de éste), parece acompasada al talante vital de Max (Jean Gabin). Las primeras secuencias, en un restaurante y un night club, nos lo muestran entre ausente y fatigado, reacio a alargar la noche, pese a la insistencia de su amigo Ritón (Rene Darny), e indiferente a la posibilidad de tener un flirt con una de las dos chicas que les acompañan. Un gesto le define en la secuencia inicial: se levanta en mitad de la conversación y selecciona en la maquina de música su tema. Gesto con el que se cierra también la película, aunque ya su gesto tiene algo templada aceptación de las adversidades de la vida, significativamente, ahora sí acompañado de una mujer, con la que sí quiere afianzar una relación, Betty (Marilyn Buferd). ¿Y por qué ese inicial cansancio vital? En el night club sabremos que sus actividades están al margen de la ley, y que es un veterano respetado, cuando Angelo (Lino Ventura), por intermediación del dueño del local, y amigo de Max, Pierrot (Frank Frankeur), le solicite un hombre de confianza para sus actividades en el tráfico de drogas. Todo parece fluir con cierta desidia, como el estado de Max, cansado con una vida con la que quiere romper, ya con escasos incentivos. Considera que el robo de oro que ha realizado es ya el último. Pero en la vida hay interferencias que pueden poner en peligro la materialización de un propósito, y en su caso no es solo la posible intervención de la policía, sino los intereses de otros que quieran apoderarse de ese botín.

La narración sufre un quiebro cuando retorna a su casa en un taxi, y advierte que una ambulancia les sigue. Resulta admirable cómo Becker narra esta larga secuencia, con esa meticulosa precisión proverbial que alcanzó un grado de refinada depuración en La evasión (1960), con los movimientos de Max por el edificio para sorprender a sus seguidores, y luego abandonarlo por la parte trasera. Al llamar a Ritón, y saber que está Angelo con él, comprenderá inmediatamente que éste intenta apoderarse del cargamento de oro que robaron días atrás y que están a la espera de venderlo. Becker narra con una asombrosa inmediatez, que insufla de un aire cotidiano a la acción, una ascesis narrativa que relaciona a los personajes con su entorno a la vez que con sus estados vitales. Elocuente es la secuencia que comparte con Ritón en su casa, comiendo foie gras mientras le intenta convencer de que ya no tienen edad para seguir en estas actividades, cómo en su físico ya se revela el desgaste del tiempo. En cambio, Ritón aún está empecinado en mantenerse en esa ilusoriedad de creerse joven, capaz, como también refleja su relación, o aspiración, con la joven Jossy (Jeanne Moureau), la cual realmente sólo aspira a ascender en su posición social, y por eso sustituirá a Ritón por Angelo.

El último tramo, el enfrentamiento entre Max y sus amigos y la banda de Angelo, que han secuestrado a Ritón para canjearlo por el oro, es sencillamente magistral por su milimétrica precisión. Las aspiraciones se enmarañan con las adversidades, como con los propios autoengaños y las codicias de los otros, pero Max seguirá afirmándose en su propia música que ahora está iluminada por una sonrisa, la de la propia afirmación vital que ya ha encajado la erosión del tiempo y la amenaza de la muerte como inevitables pasajeros. No toquéis la pasta fue una obra crucial y muy influyente en la evolución del Polar, o variante francesa del Film noir, como se podría percibir en Rififi (1955), de Jules Dassin y Bob, el mentiroso (1955), de Jean Pierre Melville, y el cine posterior de éste, una ascesis narrativa entre lo abstracto y lo cotidiano, pero también, incluso, en el cine norteamericano, como en la también magnífica Apuestas contra el mañana (1959), de Robert Wise. También supuso un punto y aparte en la carrera de Jean Gabin, que renació cual ave fenix, convirtiéndose en figura referencial del Polar, interpretaciones aparte de Maigret.

miércoles, 27 de julio de 2022

El confidente

 

El confidente (The friends of Eddie Coyle, 1973), de Peter Yates, y Mátalos suavemente (Killing them softly, 2012), de Andrew Dominik , adaptan sendas novelas de George V Higgins. Una consideración alienta ambas obras: La obra de Dominik lo explicita en boca del personaje de Brad Pitt: America es un negocio. También enfatiza, o hace más palpable, la turbiedad, sordidez y podedumbre (moral) que supura. Su violencia resulta más sofocante, como si se fuera cerrando la llave del aire. Su estructura casi episódica, o trama poliédrica, hace más visible, o manifiesta, su condición compartimentada. Por eso, es una obra que linda de modo más claro, y difuso, a la vez, con lo abstracto, con cierto artificio, como una pieza de cámara, aunque no dejen de abundar los exteriores. Aun así, prefiero la sutilidad de la obra de Yates, como quien mira hacia otro lado, encogiendo los hombros, sin dar importancia a una revelación que te deja desarmado porque trastoca tu vida. El Boston de El confidente también parece ajeno a los bullicios urbanos. Pareciera una ciudad casi despoblada. Los espacios son como presencias silenciosas que fueran devorando a los personajes sin que estos se percataran.

La película, en su título castellano, coincide con la de la magnífica obra que Jean Pierre Melville rodó en 1962 (su título original era Le Doulos), también relato de traiciones, rostros elusivos, robos y negocios. El título original de la obra de Yates, como el de la novela de Higgins, es Los amigos de Eddie Coyle. Pero Eddie (soberano Robert Mitchum) no tiene amigos. Son más bien relaciones de negocios, conveniencias, alianzas, traiciones e intercambios. Sea con el que vende las armas, Jackie (Steven Keats), con el jefe de la banda de atracadores, Jimmy (Alex Rocco) o con Dave (Richard Jordan), el policía al que Eddie solicita ayuda, colaboración, para que no le condenen en otro estado, New Hampshire (mientras conversan, tras Eddie se advierten unas verjas; no hay salida para Eddie: hay prisiones de las que es más difícil salir, como la propia vida). Eddie es alguien periférico, incluso dentro de los márgenes; no es nadie aunque casi conozca a todos; malvive como guarda de seguridad, y a la vez es un mediador, el que consigue las armas, el que trata con el traficante y consigue las armas para los atracadores; es alguien cuya vida tiene ya poca seguridad, es alguien que está en medio, como quien está atado, de piernas y brazos, a varios caballos que tiran de él. Es un engarce, y también lo es en la construcción narrativa que alterna las vicisitudes de los diversos personajes de esa cadena que comprende actividades ilegales y a los propios representantes de la ley. Al representante de la ley, Dave, no le importa si tiene tres hijos y una esposa. Dave no ayuda ni colabora sino que exige un intercambio y, aún más, aprovecha su posición de ventaja, para estirar la cuerda y extraer todo el beneficio que pueda, por lo que le convierte en su confidente no provisional sino recurrente. Dave sabe hacer negocios, tiene alma de empresario, sabe cuándo explotar a sus empleados, ajeno a su suerte, a las consecuencias que les depare. Aún mejor animal que representa la condición del país como negocio es Dillon (Peter Boyle), quien sabe jugar hábilmente a dos bandas, en ese territorio intermedio que define a una realidad que establece diferenciaciones sólo en los escaparates, mientras en sus entrañas una maraña de alianzas y traiciones está salpicada de sangre.

Yates resulta más efectivo en cuanto dispone de más sugerentes textos de base, con los que se muestra cumplidor, como también demostraría posteriormente con la notable La sombra del actor (1983). Con un material tan sustancioso, eficazmente adaptado por Paul Monash, y servido por un espléndido grupo de intérpretes delinea un vibrante tapiz narrativo a golpe de silenciador, modulado como un engranaje que se desangra con firme pulso. La introducción, la orquestación de un atraco, modulada de forma particularmente afinada, ya anuncia que la misma trama de la realidad se puede equiparar a un engranaje. Yates ya había realizado eficaces thrillers como El gran robo (Robbery, 1967), sobre el atraco al tren de Glasgow, la célebre Bullit (1968), o la sugerente combinación de comedia y thriller (con atracos, también, incluidos), Diamantes al rojo vivo (1972), pero quizá sea El confidente su obra más brillante. Aunque las texturas de la película de Dominik puedan ser más sugerentes, en su planteamiento teórico, al final me parece que recargan demasiado, como quien emborrona y difumina el texto cuando quiere hacer doble subrayado, aunque sea por meras cabriolas formales, lo que determina una descompensada narración. Yates, en cambio, asume una condición más modesta, como quien admira desde la distancia y no quiere interferir. Quizá raspe menos de entrada, pero el silencio que se extiende tras acabar la proyección es como la hendidura de una herida producida por un disparo que adviertes en tu piel, sin que sepas cuándo te han disparado, cuánto tiempo llevas andando con la sangre abandonando tu cuerpo y cuánto te queda antes de que te desplomes. No hay catarsis en la tragedia. Ni siquiera consciencia. La muerte es otro margen en los márgenes irrelevantes de una vida intermedia que gradualmente se desvanecía

jueves, 29 de abril de 2021

La evasión

                           

El inicio de La evasión (Le trou, 1960), de Jacques Becker, que adapta, junto al autor, Jose Giovanni, la homónima novela, publicada en 1957, no deja de ser singular. La cámara se desplaza en un espacio abierto hasta encuadrar a Roland (Jean Karaudy), quien, inclinado sobre el motor de un coche, está arreglándolo. Se incorpora y se vuelve para dirigirse a la cámara y decir, escuetamente, que se nos va a narrar la historia de un intento de fuga de una prisión en la que él participó (en 1947, en la prisión de La Santé). En la película su personaje tendrá otro apellido (su nombre real es Roland Barbat, y su personaje se apellida Darbant; Jean Keraudy es nombre artístico), pero introduce la vertiente de documento, patente, en particular, en la atención a los procedimientos, al tratamiento del tiempo, o puntual fusión de tiempo fílmico y tiempo real. Precisamente, una de las principales cualidades de Roland es la habilidad con las manos. No sólo interpreta al cerebro de la fuga, sino que su maña es crucial (cómo utiliza, por ejemplo, uno de los hierros de la cama para usarlo como piqueta). La pericia y precisión narrativa de La evasión se acompasa a la del personaje. De alguna manera, puede parecer un documental dado cómo dedica minuciosa atención, y planos de dilatada duración, a mostrar cómo los guardas registran la comida que reciben los presos, cómo, durante cuatro minutos sin cambiar el plano, los reos pican el suelo de su celda, o sus desplazamientos y sus actividades por los subterráneos, que es descripción y análisis de situación (corte de barrotes, pique de las paredes menos gruesas, deducción de cuándo hacen ronda los vigilantes, corte de un hierro para hacer del mismo la ganzúa que les abra todas la puertas).

Su concisión es condensación, expresión de la concreción y esencia de las acciones. Y el tiempo es crucial (de hecho, tienen que idear el modo de medir la duración de sus actividades en los subterráneos para saber cuánto tienen que estar picando antes de volver a la celda). Todo es medición, cálculo, constancia, método. Es la labor depurada de un artesano. Ontología de la tarea. Los mismos personajes están descritos con precisos trazos, en sus acciones y reacciones, sin necesidad de saber de su pasado: la templanza de Roland, la suspicacia alerta de un sanguíneo Manu (Philippe Leroy), que acaba reflejando los difusos límites entre el recelo y la intuición, la jovialidad, o aparente desapego de Monsignore (Raymond Menier), que no puede camuflar en algún momento su nervioso temperamento, o el relajo con el que se lo toma todo (hasta ponerse a trabajar) Geo (Michel Constantine), quien puede aparentar que se implica menos (pero no dejará de colaborar aunque renuncie a la fuga para evitar que su madre sufriera por la tensión cuando se enterara). Los personajes son lo que parecen, pero también pueden parecer lo que no son, y reaccionar de un modo inesperado. Lo incierto de las apariencias se manifiesta de modo más claro en el recién llegado a la celda, Gaspard (Mark Michel), del que sí sabremos su pasado, porque será interrogado, explorado, por los otros cuatro, ya que es el extraño, por lo tanto incógnita, en un grupo bien definido. Ya en la previa secuencia introductoria queda patente su persuasiva capacidad para influir en la percepción sobre él de los demás, como es el caso del mismo alcaide de prisión. Logra evitar, tras una infracción cometida, que sea castigado. Por eso, su relato del por qué está ahí no deja de estar teñido de ambiguedad, cuando menos en las motivaciones. Sus rasgos suaves, cual bello ángel, y sus maneras educadas inspiran confianza, pero la duda no deja de sobrevolar, como una sombra, sobre sus posibles reacciones, a veces percibido en algún gesto elusivo.

La evasión es una obra ante todo de acciones, en un sentido amplio, no sólo por su minuciosa atención a los procedimientos o procesos. Las acciones (o reacciones), mediante gestos, expresiones, e incluso omisiones, son elocuentes: Cómo se refleja la sensación de grupo, de unidad y lealtad, entre los cuatro hombres, que aceptan a Mark como parte del mismo, pese a algunas reticencias de Manu; cómo alguien decide no fugarse pero no deja de colaborar con sus compañeros en la fuga; cómo alguien, Manu, ante la vista de una fuga factible, cuando ven la calle desierta, piensa en sus compañeros y vuelve para realizar la fuga conjunta al día siguiente, mientras en el otro, Gaspard, se ha apreciado la vacilación, la disposición a coger uno de los taxis que ven pasar; cómo alguien, ante la posibilidad de que su condena se conmute decida pensar en sí mismo antes que en los demás. Una elipsis, al respecto, no es omisión que genere expectativa sino elocuente correspondencia con quien se camufla bajo su apariencia angélica. Cada acción define a los personajes, porque en la acción nos definimos, como un grupo se define por el hecho de que todos colaboren entregados sin pensar primero en sí mismos, excepto la nota discordante, aquel que se mueve por sus propios intereses, que no deja de ser su real condena o miseria: ese pobre Gaspard que le dice Roland tras que los gendarmes hayan intervenido e impedido la fuga en el último momento; no es una mirada de reproche ni de rabia sino de conmiseración.

Jean Pierre Melville dijo que La evasión era la mejor obra que había dado el cine francés. Fácil de comprender si se considera su mismo cine, otro prodigio de precisión y capacidad de condensación, en el que los personajes, también, ante todo, se definen por sus acciones, un cine de presencias que deja entrever lo incierto en sus intersticios, del mismo modo que el método, el sentido profesional de una labor o un objetivo se ve trastocada por los imprevistos y por la voluntad e intereses de los otros. O, al mismo tiempo, cómo la honestidad y la solidaridad se quiebra por la egoísta mezquindad. La evasión es uno de los ejemplos más depurados de narración cinematográfica, en cuanto lógica, concreción y extracción de lo accesorio, en cuanto precisión y fluida modulación, como también son, precisamente en este particular sub género que es el de las fugas o evasiones, Un condenado a muerte ha escapado (1959), de Robert Bresson, La gran evasión (1963), de John Sturges o Fuga de Alcatraz (1979), de Don Siegel. O, en otro particular subgénero, el de los robos y atracos, Rififi (1955), de Jules Dassin y Círculo rojo (1970), en especial, por sus dilatadas secuencias de la ejecución de los atracos, con una duración de alrededor de media hora, en la que los personajes no emiten palabra alguna. Atracos y fugas, acciones y procedimientos para entrar o para salir, para superar, o transgredir, un férreo sistema de alarmas y vigilancia, obstáculos e impedimentos, códigos y normas. La transgresión: un agujero (como el título original, Le trou) o una fisura en el cerco de un sistema.

 

jueves, 15 de abril de 2021

Círculo rojo

                           

A un hombre, Corey (Alain Delon), le es concedida la libertad, antes de que cumpla el tiempo de condena al que le sentenciaron, por buen comportamiento. Antes de abandonar la prisión de Marsella, un oficial de policía le plantea la opción de un atraco a una joyería de París. Corey muestra su reticencia, porque no quiere reincidir, pero el policía argumenta que no está en posición de decidir quien ha estado recluido cinco años de prisión. No es cuestión de lo que quiera sino de lo que puede, y para alguien con sus antecedentes será complicado encontrar un empleo. La fatalidad es la propia sociedad. Otro hombre, Vogel (Gian Maria Volonté), se fuga del compartimento del tren en el que es trasladado de Marsella a París, escoltado por el inspector Mattei (André Bourvil), quien no cejará para volver a apresarle. Prisión, fuga, fatalidad, liberación.  Los pasajes iniciales de  Círculo rojo (Le cercle rouge, 1970), de Jean Pierre Melville, alternan los avatares de ambos hombres, un prófugo y un (presunto) liberado, hasta que sus direcciones coincidan, como si un círculo fuera lo que les uniera. Cuando dos hombres, incluso si lo ignoran, están destinados a encontrarse un día, cualquier cosa puede pasarles, y pueden seguir caminos divergentes, pero cuando llegue el día, inevitablemente estarán juntos en el círculo rojo, es la cita, del propio Melville, con la que se abre la película. Tras que Vogel atraviese bosques y prados nevados, perseguido por la policía, se introducirá en el maletero del coche, aparcado, de Corey, mientras éste toma un café en un bar de carretera. Azar, coincidencia, ¿fatalidad? La tenacidad de Mattei será una sombra que se cierna sobre ambos. Pero también la de quien ya había traicionado a Corey antes de ser encarcelado, Rico (Andre Ekyan), y durante su estancia en prisión, ya que había entablado relación con la que había sido novia de Corey, quien, cuando acude a su domicilio a pedir cuentas, intuye que está en el dormitorio. Todo plan o proyecto se ve enturbiado por la interferencia de los otros. El azar son las voluntades o los despechos de los otros. La vida es como una mesa de billar en la que juegas y no sabes cuándo irrumpirá, imprevisible, otro jugador que, quizá, desbarate tu propósito.

Ambos, Corey y Vogel, sombras fugitivas, están marcados por la figura de un policía, el que propuso el plan a Corey, y el que persigue de modo implacable a Vogel. Uno establece como única posible dirección la reincidencia en el delito y el otro se cierne cual espada de Damocles. Por eso, resulta una ironía, que Corey no puede evitar advertir, que quien sea el tercer integrante para el atraco, por su afinada puntería, sea alguien que fue policía, Jansen (Yves Montand). Si en el primer tercio la narración es la coreografía de dos destinos que se entrecruzan, estos pasajes previos al atraco están dominados por la presencia de quien ha perdido pie y es una sombra de lo que fue (o quiso ser), ya que Jansen sufre alucinaciones de delirium tremens por el excesivo consumo de alcohol. Su particular prisión. Es un desecho, un despojo vital, como el despojamiento de su mismo hogar. Los hechos no se controlan, ni la interferencia de los otros, pero sí al menos hay un logro que es posible, aquel que depende de la voluntad, la victoria sobre las propias fragilidades, el triunfo de la pericia sobre los temblores. Por eso, Jansen renunciará a su parte del botín, porque para él su desafío era la superación de temblor que le superaba y le convertía en un guiñapo dominado por el temor, logro de lo que es signo concreto el disparo certero, desde larga distancia, para neutralizar las alarmas de la joyería.

La secuencia del atraco, que dura aproximadamente media hora, es un afinado prodigio de modulación, de parecido calibre a los veintiocho minutos que duraba el de la también magistral Rififí (1955), de Jules Dassin. Otra filigrana de coreografía de montaje de acciones y gestos, sin una sola palabra. Es el logro. Pero la consecución se verá frustrada por la intervención de las citadas sombras. Rico, que ya previamente había enviado, por dos veces, a una diferente pareja de sicarios para matar a Corey (en la primera ocasión, en unos billares, Corey se libra de ambos, y en la segunda, será fundamental la intervención de Vogel), impide que el tratante acepte vender las joyas robadas. Determinará que Corey busque otra opción, en la que interferirá Mattei, ya que por su presión al contacto de Corey, Santi (Francois Perier), con una  representación que se revelará realidad (detendrá a su hijo como sospechoso de posesión de marihuana pero realmente si la posee), se hará él mismo pasar por tratante (otra representación). La vida tramada por falsos reflejos. Mattei es una vertiente del orden: la repetición: por dos veces nos es mostrado llegara su domicilio donde vive en compañía de tres gatos. Su vida es su dedicación policial. Más allá, solo unos gatos para disimular su soledad, un vacío en el que no parece haber nada más. Otra vertiente de la ley: la visión nihilista o fatalista del jefe de policía, quien asevera que todos somos culpables, tarde o temprano (¿por naturaleza o por la manera en que se configura la sociedad?). Una tercera: la corrupción (de quien propuso el atraco a Corey: el mismo Orden incita a la reincidencia porque el Orden no da oportunidades de reintegración). Y una más, la sombra herida o irónica: el policía que dejó de serlo, porque no resistió ni el vacío de la repetición ni el cinismo nihilista ni la corrupción y se precipitó en los abismos de la embriaguez para resistir una vida insatisfactoria, una impostura. Antes de morir, con una sonrisa, espeta a Mattei qué estúpida es la ley. Pero la Ley y el Orden se impone sobre aquellos que habían intentado fugarse o habían abandonado prisión como quien está más bien atrapado en un círculo vicioso. Un círculo que sólo podía romperse con la muerte.