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miércoles, 19 de febrero de 2025

La infiltrada

 

La infiltrada (2024), quinto largometraje de la cineasta bilbaina Arantxa Echevarría, ha alcanzado reciente notoriedad por su triunfo, ex aqueo con El 47, de Marcel Barrena, en los Goya de este año. Aunque escasa distinción particularmente encuentro en una película que podría calificar como solvente, con un competente reparto de intérpretes, encabezado por una buena actriz como es Carolina Yuste, aunque más bien en cuanto aplicación de programa, dentro de las coordenadas de una producción que se ajusta a un molde, como si fuera más una película confeccionada. En este aspecto se asemeja a la otra ganadora, El 47, la cual prontamente abandoné porque me parecía una obra que hedía a diseño y confección. Una supuesta película realista que me resultaba impostada porque exudaba artificio por todos sus poros desde la delineación de formato a la caracterización física de personajes. No niego mi sorpresa cuando empezaron a sucederse las nominaciones por doquier. Al menos, La infiltrada se sigue con interés, y sus casi dos horas fluyen con dinamismo. Pero su desarrollo suscita, progresivamente, una sucesión de interrogantes o enarcamientos de cejas. En primer lugar, el planteamiento de la película me recordaba a aquella serie de producciones estadounidenses de la posguerra cuyo propósito era el ensalzamiento de diversas instituciones que representaban a la ley, desde el FBI a la policía pasando por el Departamento del Tesoro, entre otras. Buena parte de ellas, en un grado u otro, se conjugaba con ciertos recursos del documental, como el uso de una voz en off que presentaba la ficción como un ejemplo de las cualidades de la institución en cuestión, y durante la narración se prestaba particular atención a ciertos procedimientos sean los de balística, reconocimiento fotográfico o detector de mentiras, de ahí que se les calificara como procedural noirs. En algún caso, el representante de la ley se infiltraba en la organización delincuente, como fue el caso de una de las obras más sobresalientes, La brigada suicida (The T-men, 1948), de Anthony Mann, ejemplo, a su vez, de cómo la vertiente dramática podía estar planteada, expresivamente, con modos nada realistas, con elaboradas e inspiradas composiciones, cualidad también admirable en Orden: Caza sin cuartel (He walked by night, 1949), de Alfred L. Werker (y Anthony Mann) con respecto a las magníficas secuencias relacionadas con el criminal interpretado por Richard Basehart.


No he realizado la asociación porque su planteamiento expresivo sea semejante, por mucho que se inspire en acontecimientos vividos por Aranzazu Brecedo, infiltrada en el entorno abertzale en Donosti durante ocho años durante la década de los noventa, para poder contactar con integrantes de la organización de ETA y así poder desarticular al Comando Donosti. El planteamiento se ajusta, enteramente, a un molde de ficción, pero el ensalzamiento es manifiesto por diferentes motivos, como se refrenda, cual guinda, con el letrero final que señala que El cuerpo y las fuerzas del Orden y la sociedad española derrotaron a ETA. Este es el relato celebrativo de una derrota a través de una pieza fundamental, Aranzazu, no solo, como seña de distinción, representante de la ley sino mujer. Porque, por si no fuera suficiente, el guion que escriben Arantxa y Amelia Mora decide cargar contra el machismo, sea en el frente que sea. Sea en el policial, por las reservas del superior policial (Pedro Casablanc) con respecto a las capacidades que pueda tener una mujer para realizar efectivamente esa labor de infiltrada, incluso en cierto momento presionando para anular la operación, aunque ya llevara años en curso; y por añadidura cómo una mujer prefiere ocultar su embarazo para que no la releguen, como ocurre a Andrea, intepretada por Nausicaa Bonnin, quien, como Aranzazu, demostrará que puede ser tan eficaz como cualquiera. O sea en el entorno de ETA, como ejemplifica el integrante más psicopático, Diego (Diego Anido), con reiteradas muestras de desprecio hacia la capacidad femenina. Machismo y Terrorismo en un mismo saco. Así, sin grises ni matices ni búsquedas de diversos ángulos. Las mujeres son capaces, sea cual sea su condición y su circunstancia, y los terroristas son monstruos.

Primer reparo. Es una lástima que se preste tan poca atención al proceso de incursión de Aranzazu hasta que se integra en ese ambiente y consigue la confianza necesaria para que, primero, un integrante de ETA, Kepa Etxebarria, y después otro, el citado Diego, se alojen en su piso. La narración prefiere centrarse en Aranzazu ya afianzada en ese entorno, lo que determina que se preste poca atención a ese otro entorno y su punto de vista. Y la narración se resiente de que no se haya prestado atención, aunque sea de modo condensado o sintético, a ese esfuerzo del proceso de integración y las tensiones consiguientes, cuando menos por desgaste, ya que Aranzazu es alguien que ha roto por completo con su entorno familiar (en todos sus aspectos), es una extraña en un ambiente en el que no se integra por afinidad o conexión, ese desgaste bien reflejado en Infiltrados, 2006, de Martin Scorsese o Hasta el límite, de Lili Fini Zanuck. Segundo reparo. No se extrae todo el potencial a la relación que, en un momento dado, establece Aranzazu con Kepa, variante de la explorada en otra película con infiltrada, en este caso en el entorno racista violento, en El sendero de la traición (1988), de Costa Gavras, ya que la infiltrada se sentía atraída por quien a medida que progrese la investigación asumirá que sí es un racista que no dudaba en hacer uso de la violencia (la tortura y el asesinato). Un aspecto que, en La infiltrada, hubiera supuesto internarse en zonas más incómodas, sea por el hecho de que personas que realizan acciones violentas sean personas que, en otras facetas cotidianas, pueden parecer tan normales como cualquiera y que pueden sentirse atraídas por alguien, o sufrir conflictos afectivos, de pareja o familiares (yo mismo he trabajado en entornos laborales en los que personas que podía calificar como simpáticas o agradables, podían hacer chanzas sobre la víctima de un atentado de ETA), o sea por lo que revela en Aranzazu (¿de quién se siente atraída?), esto es, cualquiera puede sentir atracción por alguien de quien descubre facetas que considera como terribles. Pero en La infiltrada se decide pasar de puntillas, ignorando esas sugerentes posibilidades dramáticas que propician reconcepción de la realidad, de los otros, y de una misma. Si el otro es ya una persona singular, con sus diversas facetas, y no una representación (un etarra o alguien que apoya la lucha violenta) ¿con quién me relaciono o cómo me relaciono ? (y lo mismo pasaría para alguien del otro frente). Pero esta no es una película que se plantee esas interrogantes sino que es una película de condenas, o sea de posicionamiento ya preestablecido. 

Por añadidura, implica que no se profundice en la perspectiva de los que luchaban por la independencia de Euskadi, ya que ellos se consideraban gudaris, soldados, que luchaban contra la opresión y el ultraje, y es el discurso que utilizaban para reclutar a los más jóvenes. Calificarles meramente como terroristas, por muy execrables que se consideren sus métodos, implica no comprender por qué actuaban como actuaban. Se sentían víctimas, por mucho que fueran también ejecutores, luchaban como reacción con respecto a lo que consideraban, históricamente, como una agresión que calificaban de usurpación. Por lo tanto, atentaban no contra seres singulares sino contra lo que representaban. Luchaban, como todo frente que se subleva, contra representaciones (que para ellos eran monstruos). Por eso no funciona la secuencia en la que ella le pide a Kepa que le relate cómo fue su atentado hacia alguien que calificaba como torturador, y el posterior grito silencioso de horror de Aranzazu en la bañera. No funciona orgánicamente porque no se han trabajado ni el desgaste de Aranzazu por sus años como infiltrada (como actriz de un personaje) ni sus contradicciones (al tratar con un ser humano no solo un ejecutor), como la película adolece de la necesaria tensión, por mucho que se quiera utilizar al gato de Aranzazu como posible víctima del desquiciado Diego. La aparición de este personaje promete, de entrada, esa tensión que pedía la narración, pero resulta un trazo demasiado esquemático de psicópata que no dispone del mínimo detalle que dote al personaje de cierto contraste o contexto (es un psicópata peligroso, punto). Lógico si el retrato de los etarras que se quiere plantear es del meros monstruos sin exponer en ningún momento sus motivaciones y sus sentimientos de víctimas que se sublevaban contra lo que consideraban una opresión.

lunes, 7 de octubre de 2024

Joker: folie á deux

 

Joker folie a deux (2024), de Todd Philips, ofrece una inmejorable oportunidad para reflexionar sobre qué proyectamos o necesitamos como espectadores, qué expectativas se tienen y por tanto cómo discernimos las películas (qué plantean y qué queremos ver). Joker folie a deux parece que, en buena medida, se ha realizado para corregir una reacción y por tanto interpretación, la que suscitó la anterior obra, con el propósito de afinar la sintonización entre obra y espectador, ya que parece esforzarse en deletrear, para niños de parvulario, lo que ya expresaba en la cruda y amarga Joker (2019), como si, entonces, muchos espectadores se hubieran montado su propia película con aquella película superponiendo otra. En Joker lograba, de modo admirable, materializar y así transmitir (con su estilo, su música, sus claroscuros visuales, sus texturas y su narrativa) un malestar social, la turbulencias de una impotencia, de una desorientación y una enajenación extendidas en la sociedad. Se reflejaba la enajenación a la que puede abocar la neutralización de la singularidad, la inexistencia a la que aboca sentirse nada o nadie, ser algo o alguien irrisorio, patético, y abocado los márgenes de la invisibilidad y la irrelevancia. De ahí brotaba el malestar, en forma de desquiciamiento, el gesto de sublevación enmarañado con la confusión. Diseccionaba con agudeza un presente (social). Joker utilizaba como herramienta alegórica precisamente el componente con más influjo en el imaginario cinematográfico de este siglo (los superhéroes); epítome de esta compulsión de control y dominio que nos caracteriza, y además centrándose en una figura, en ese universo, que es particular fetiche de sublimación, Joker, un villano con máscara de payaso que no evidencia vulnerabilidad. Pero los varapalos que está recibiendo Joker folie a deux, y las numerosas decepciones que está suscitando, evidencia tanto cómo entonces se agarraron más a la vertiente fetichista relacionada con el joker interpretado por Heath Ledger en El caballero oscuro (2008), de Christopher Nolan y cierta adolescente rebelión antisistema, como que la nueva propuesta de Philips ha fracasado en su propósito. Hay una negativa a asumir esa enajenación que se remarca en esta segunda obra, convirtiéndose en su centro neurálgico, porque nos está aludiendo (casi a modo de bofetada que intentara que despertáramos o recuperáramos la consciencia) con ese reflejo. El objetivo de esta segunda obra es el propio espectador o su reacción a la primera, su propia enajenación. La respuesta ha sido la negación o el rechazo. Hay quienes enarbolan la sensación de traición, en cuanto sacrilegio, como si no hablara de lo que se espera que hablara, o no reflejara la idea de quien han sublimado, sin comprender que se está desentrañando esa sublimación (quieren ver a su Joker no a cómo se utiliza su icono, combinado con otros iconos, para un determinado propósito). Hay quienes meramente se han aburrido con una obra en la que no hay acción, ya que un primer evento de esas características, una explosión, no ocurre hasta las secuencias climáticas. Y además, la acción ha sido reemplazada por números musicales que aburren y que se consideran realizados sin particular gracia. Aunque los hay, como yo, que piensan que su modulación narrativa es impecable y sus dos horas y cuarto fluyen de modo admirable, y que Joker folie a deux es una de las mejores películas del año, y una necesaria patada en nuestras autocomplacientes partes.

El planteamiento de Joker folie a deux no podía ser más irritante para quienes habían sublimado una figura como Joker, o consideran las películas de superhéroes como distinguida representación del cine en este siglo XXI (por desgracia el único fenómeno reseñable de este siglo: no ha habido ni nouvelle vague ni free cinema ni movimientos cinematográficos de ningún típico más allá de particulares modas con el cine rumano o el cine coreano). De nuevo, hay que remarcarlo, la primera película, Joker, hacía uso de elementos del imaginario cinematográfico, tanto del repertorio de superhéroes como de iconos pretéritos como era el caso Travis Bickle de Taxi driver (1976), de Martin Scorsese, para suscitar una reflexión sobre nuestro tiempo, nuestra forma de percibir y habitar la realidad. Jugaba con esos imaginarios, a modo de reflejo crítico, pero nada tenía que ver con las películas de superhéroes. Por eso, más allá de que se vuelvan a reflejar abusos, de autoridad o posición de poder, como ocurre con los guardianes de la prisión en que está recluido Arthur (cómo en cierta secuencia remarcan cuál es el lugar de cada uno en el patio, o cómo aprovechan su posición para apalizar cuando sienten que han sido contrariados), esta segunda película se centra en la dilucidación de si Arthur Fleck, o sea Joker como figura emblemática para otros, es un mero desequilibrado enajenado que no sabe distinguir la realidad o es alguien que con toda la intención y propósito realiza unas acciones (que se perciben como transgresoras o dinamitadoras de un orden social).

                                                                             

Joker folie a deux se esfuerza en dejar patente cómo Arthur es un enajenado que carecía de capacidad de discernimiento de realidad. Una figura resultante de abusos de una estructura social, con lo cual se estaba remarcando de qué era producto, pero cuya desorientación entraba en un proceso de desquiciamiento sin vuelta atrás, cuando ejercía su respuesta mediante la violencia, como había sido también el caso de otro enajenado, Travis (Robert De Niro), en Taxi driver. Ni uno ni otro son héroes ni modelos sino enajenado resultado de una sociedad desquiciada. En cierta secuencia de Joker folie a deux, el amigo enano de Arthur, testigo entonces del asesinato de quien humillaba a Arthur, responde que sí, era alguien que abusaba de otros pero no por ello merecía morir o ser asesinado por Arthur. Su decisión había sido extrema. Arthur, ya enajenado joker, había cruzado la línea que no le diferenciaba de quien abusaba. En ambas obras se exponen el detritus de una sociedad o sistema, palpable en su mismo tratamiento lumínico y cromático, pero también se indica el enajenamiento de ambos protagonistas. No es el joker de las películas interpretadas por Heath Ledger o Jack Nicholson, sino que se utilizaba ese referente (sublimado) para exponer la máscara o sombra a la que se recurre para no afrontar ni una enajenación ni una impotencia. Pero hay quienes tiene su santuario de iconos, y por lo tanto, para ellos, se está traicionando a su idea del personaje, tanto en el caso de Joker como de Haley Quinn (Lady Gaga), sobre quien se ha dicho, nada menos, que es un personaje intrascendente en esta película, cuando ejerce el papel fundamental, en otra variante del que representaba el personaje de Zazie Beetz en Joker, para apuntalar ese mundo de fantasía en el que se ha desquiciado Arthur cuando se siente, o cree ser, Joker (una caracterización de payaso siniestro para un cómico que no tiene gracia y que se revuelve con violencia cuando todos le ignoran o desprecian o humillan). No queremos que nos califiquen como payaso como cuando se remarca que somos patéticos ¿Al fin y al cabo no queremos ser centro de atención? No queremos ser un mero Arthur sino un admirado y reconocido Joker.

La narración de Joker folie a deux, significativamente, comienza con unos dibujos animados que remedan a los de la Warner, y está protagonizado por Joker y su sombra, o cómo está le suple y destruye. Como cuando explosionó la mente de Arthur se convirtió en su sombra, o fue reemplazada por su máscara protectora, Joker, para escupir con violencia su amargura y rabia al mundo. Como quien ya vive en un dibujo animado. Un desquiciamiento que se exponía como reflejo de nuestra desorientación, como un reflejo supurante. Pero se ve que se quiso enfocar en otros ángulos. Tras esa introducción la narración de Joker folie a deux prosigue con la triste realidad, sórdida y turbia, un esquelético cuerpo en una celda de una prisión. Arthur camina como espectro o alma en pena, con expresión trastornada. Su abogada le expone que va a enfrentarse a una circunstancia que será capital para su destino, un juicio en el que se dirimirá si está desequilibrado o cuerdo. Si en Joker quedaba expuesta su enajenación con su proyección de lo que quisiera que ocurriera con la mujer que le atraía, interpretada por Zazie Beetz, cuando realmente lo que veíamos de esa relación era mero proyección mental, y no tenía realmente trato alguno, en esta ocasión se remarca con su relación con Haley Quinn. Sí hay relación pero se sostiene sobre una fantasía, de ahí que numerosas situaciones se planteen como un musical, a través de canciones. Elocuentemente, la primera vez que la ve, ella está con otros reclusos en una clase de música, así como la primera vez que se canta en la película, es él quien lo hace, solo, en la sala en la que está la televisión. Es su ficción de fuga, su brecha de posible cambio de escenario de realidad, la música del sueño. Pero en cuanto en el juicio deje de lado su máscara de joker y reconozca ante el jurado que es un pobre desequilibrado que no vivía la realidad que él quisiera y autor de unos crímenes, la representación, para ella, se desmonta. Ella se lo subraya, precisamente en ese escenario que se convirtió en icónico en la primera parte, en Joker, esas escaleras en las que su personaje o sombra, Joker, bailaba. Ahí le dice que no van a ninguna sitio ya que la fantasía se ha acabado. Ella no mantenía una relación con alguien llamado Arthur sino con una figura de fantasía de nombre Joker. Como la bomba que ha explotado momentos antes en el tribunal, ella le suelta una bomba que revienta por completo su construcción ficticia de realidad (o sueños) y deja patente su enajenación o carencia de sentido de realidad. Su muerte, acuchillado por un psicópata, como otro reflejo de aquello en lo que se había convertido con su desquiciamiento, cuando era Joker, se ha sentido, por parte de algún espectador (feligrés), como el último acto de sacrilegio. Se mata a una figura fetiche que representaba la adolescencia rebelde contra un sistema. Una muerte patética sin resonancia épica alguna. Porque la cuestión fundamental es que se aprecie el reflejo en nosotros de su enajenación. Pero la virulenta recepción parece indicar que se prefiere optar por el pataleo y berrinche de la negación. Este reflejo descarnado y patético de joker parece que es demasiado amargo y doloroso. Mejor mirar a la ilusión que se prefiere proyectar.

viernes, 12 de enero de 2024

La casa de la alegría

La casa de la alegría (House of mirth, 2000), de Terence Davies, es el destilado de una extracción, el de la sangre de la alegría y exuberancia vital, la de Lily (Gillian Anderson). Es un trayecto que comienza con resplandores, los que emanan de Lily, y provoca que los demás se sientan atraídos por su luz, como las falenas. Aunque es la luz la que se destruirá, porque la conclusión es el vacío, el que realizan alrededor de ella, abandonándola, apartándola. De la luz que ilumina, y alienta ilusiones, a un despojo molesto que se va marginando, barriendo hacia los más oscuros y polvorientos rincones, hasta que se confunda con la misma oscuridad, con la muerte. Lily es una pantalla para los demás: De hecho, en su presentación es una figura incierta, indefinida, en la estación, que camina entre humos y sombras. En cierto momento, el telón se descorre y se descubre a Lily posando magnificente, como una imagen edénica, o la representación de la belleza anhelada, de un objeto de lujo a poseer. Como ella anhela encontrar lo que debe desear, ser la esposa de alguien acaudalado, porque es la única manera de poder vivir holgadamente, ya que una mujer independiente, que viva sola, sigue siendo algo inusitado o raro. Se ofrece en el escaparate, pero también es exigente.

Hay quien le atrae, caso de Selden (Eric Stoltz), abogado, con el que establece un juego, un pulso, en el que late una atracción mutua, que ninguno de los dos pretende materializar, porque él no es lo suficientemente rico, pero con la que juegan, como quien acerca el dedo a la llama que la atrae pero la aparta cuando empieza a sentir la quemadura. Las secuencias iniciales se modulan sobre su danza, la de sus sentimientos asediando a los del otro, como una carga de caballería que rodea al enemigo apostado. La tensión se consume bajo las palabras, contoneándose aunque algún beso se deslice fugaz en algún pasajero resquicio de la coreografía de gestos y miradas, con las palabras como corazas y lanzas. Hay quien es rico, pero no lo suficientemente atractivo, como Rosedale (Anthony La Paglia), y es desechado, o puesto en la cola de pretendientes, aunque le proponga matrimonio. Hay quien le ayuda en unas inversiones, como Tresnor (Dan Ackroyd), pero más bien es una estrategia para con la deuda establecida conseguir sus favores sexuales. Hay quien, como Gryce (Pearce Quigley) parece poseer los adecuados ingredientes de marido, pero es testigo del flirteo con Selden, y desiste en su interés.

Pero las decepciones comenzarán a arrasar el escenario de ese escaparate, rebosante de luz, en el que parecía flotar. Y comenzará a ver cómo esa casa de la alegría que es la sociedad en la que quiere hacerse un lugar, y encontrar su vitrina particular inmune y apoltronada, no es sino es sino una jaula de fieras depredadoras y salvajes que, tras el camuflaje de los rituales, de las convenciones, cortesías y buenas maneras, se dedican a despedazar a quien no encaja en su escenario, o no complace como debiera o no cumple la función a la que se le relega. La matanza se realiza de forma silenciosa, incluso sin abandonar la sonrisa, como la aterradora Bertha (una excepcional Laura Linney), o quizá con expresión de condolencia. Lily va cayendo por el desagüe, y se convierte en una pelusa que desentona en el vestido, o en una mancha incómoda que da cierto reparo escurrir.

Martin Scorsese realizó otro tipo de aproximación al universo de Edith Wharton en La edad de la inocencia (1993). Su estilo, exuberante, de montaje restallante, buscaba hacer sentir, a la vez que desnudar en su condición de ilusión, la dramatización del sentimiento amoroso. Su carne y su representación. Cómo conmociona oler la sombrilla de la mujer que se ama, y adora, y a la vez mostrar que es un gesto forjado en la ilusión, en la sugestión, porque la sombrilla es de otra mujer. Scorsese nos hacía latir con esa enajenación que es la pasión, que arde con la expectación, casi consumiendo una vida con el sueño de un anhelo, de un momento que se desea realizar; en la expectativa, en la espera, en la promesa el escenario de la pasión arde, como la propia vida, la música de la ilusión. Terence Davies, que adapta como guionista la obra de Wharton, opta por un tratamiento más distanciado, como si destripara el muñeco de trapo que ha acompañado las noches de tu infancia. La música aparece (de modo significativo) contadamente, casi no hay transiciones entre secuencias, como si fueran compartimentos de un tren las distintas secuencias, vitrinas en las que los personajes están encajados, incluso cuando los personajes están rodeados de océano, o se pasea por la playa (para sentir que viene hacia ti alguien que de nuevo quiere encerrarte en su contraído mundo). Su concentración narrativa destila hasta desangrar las esencias, como si eliminara lo accesorio, y dejara al descubierto la ceremonia de un vacío, la desaparición de una alegría, de un cuerpo, de una mujer. En las secuencias finales de La edad de la inocencia, el personaje de Daniel Day Lewis prefería seguir viviendo con los reflejos de una ilusión, con el recuerdo de una pasión no realizada. Al final de La casa de la alegría, sólo quedan las lágrimas del sentimiento desperdiciado ante el cadáver de una cruenta cacería. 

lunes, 1 de enero de 2024

23 bandas sonoras 2023

 

1. Trent Reznor & Atticus ross, El imperio de la luz
2. Christopher Bear & Daniel Rossen, Past lives

3. Shida Shahabi & Wilhem Brandl, Falcon Lake
4. Alexandre Desplat, Asteroid city
5. Ryuichi Sakamoto, Monster
6. Arnaud Rebotini, La isla roja
7. Rob Simonsen, The whale
8. Hans Zimmer, The creator
9. Emilie Levienaise-Farrouch - Living
10. Devonté Hynes, Master gardener
11. Hildur Gudnadottir, Tar
12. Ludwig Goransson, Oppenheimer
13. Herdís Stefándottir, Llaman a la puerta
14. Robbie Robertson, Los asesinos de la luna
15. Bobby Krlic, Beau tiene miedo
16. Hans Zimmer, El hijo
17. Carter Burwell, Almas en pena de Inisherin
18. Joe Hisaishi, El chico y la garza
19. Hildur Gudnadottir, Misterio en Venecia
20. Alexandre Desplat, Nyad
21. Anthony Willis, Saltburn
22. Joseph Trapanese, Nadie te salvará
23. Trent Reznor & Atticus Ross, El asesino

miércoles, 18 de octubre de 2023

Los asesinos de la luna

 

Los asesinos de las luna (The killings of the flower moon, 2023), de Martin Scorsese, realiza la adaptación cinematográfica del muy sugerente homónimo ensayo de David Grann, publicado en 2017, Los asesinos de la luna. Petroleo, dinero, homicidio y la creación del FBI (The killings of the flower moon: The osage murders and the birth of FBI), con un enfoque desde otra perspectiva, o dando protagonismo a las perspectivas que en la novela son figuras importantes pero en segundo plano (entre las sombras desveladas). La novela expone los intrigantes hechos relacionados con las muertes, entre 1921 y 1925, de integrantes de la tribu Osange, una tribu que el siglo anterior había sido desplazada de sus tierras a una reserva en Oklahoma, tierras aparentemente poco ricas en la que a finales de ese siglo, en 1897, encontraron petróleo, convirtiéndose en el grupo humano más rico del planeta. Era de tal calibre su fortuna que tras la segunda guerra mundial suscitó reacciones en blancos que aspiraban a poseer su riqueza. Durante esos primeros años veinte (aunque se extendería hasta 1931) murieron alrededor de sesenta indios de la tribu Osange (aunque se estima que realmente quizá fueran cientos). Durante años la ley no investigó esas muertes, o se frustraron ciertos intentos, hasta que, por fin, BOI, la organización, dirigida por Edgar J. Hoover, que luego, a partir de 1935, sería conocida como el FBI, realizó la investigación pertinente, al mando de Tom White, que reveló que todas esas muertes estaban conectadas dado que respondían a un planificado propósito para apropiarse de las tierras de esos indios. La mente organizadora era la del ganadero William Hale, y uno de sus esbirros era su sobrino Ernest Buckhard.

Durante la elaboración de los primeros guiones se percataron que el enfoque no podía ser el de la investigación liderada por Tom White, quien iba a ser interpretado por Leonardo Di Caprio, porque parecía reiterarse un planteamiento ortodoxo muy transitado (la mirada que hila las piezas y logra perfilar la constitución de la trama), sino que resultaba más sugerente poner en primer término a la realidad subyacente. Y, sobre todo, a la perspectiva más contradictoria, la de Buckhard, y por ello el personaje que ofrecía un desafío interpretativo más sustancioso a Dicaprio. Buckhard era el hombre que realizaba las tareas encomendadas por su tio, Hale (Robert De Niro), como intermediario que transmitía las instrucciones de asesinato, y en alguno caso, incluso, realizaba alguna agresión (como a un detective contratado), pero que realmente se enamoró de la mujer con la que su tio le dijo que se casara para poder heredar sus tierras cuando muriera, Mollie (Lily Gladstone). Matrimonios convenientes o eliminaciones expeditivas, esa era la estrategia de apropiación. Buckhard es el hombre sin mucha voluntad que regresa de la guerra, y que se subordina a la voluntad y decisiones de su tío. Pero no solo es su esbirro, el hombre herramienta que materializa los propósitos de Hale, sino un hombre que, a su vez, sí quiere a la mujer con la que se casa, una mujer a la que no dudará, según ordenes de su tío, en envenenar gradualmente para que se muera sin que, sorprendentemente, deje de amarla, como quien vive dos realidades a un mismo tiempo sin asimilar que son incompatibles. Ejecuta las ordenes de su tío y ama a una mujer que no duda en envenenar. Su sobrecogimiento es manifiesto cuando contempla la casa derruida, reventada, por la explosión, en la que vivía una de las hermanas de Mollie con su marido. Como se sobrecoge cuando es testigo del grito de desesperación de Mollie cuando le comunica la muerte de la última hermana que le quedaba viva (cuando, además, él es conocedor de que las muertes de las otras dos hermanas habían sido ordenadas por Hale). Dos momentos relacionados que se revelan como los momentos dramáticos de una narración, en ocasiones irregular, que opta más por la (cáustica) distancia. Buckhard es un personaje que sufre lo que no duda en realizar como el empleado que no es capaz de cuestionar los designios de quienes rigen su empresa aunque le afecten o entre en contradicción con lo que siente. Representa esa mirada contradictoria que ha posibilitado que los abusos sociales se afiancen e instituyan. 

En muchos segmentos, como si fuera un montaje secuencial, la música de Robbie Robertson modula, como un hilo conector, la serie de situaciones que urde la mente pérfida de Hale, ese característico dominio del montaje secuencia que conecta diferentes situaciones, incluso en distintos tiempos. Es una música en la que cobra particular relevancia la base rítmica, en especial el bajo, y en un volumen tenue, acorde a esa urdimbre, en la sombra, que durante años pudo orquestar decenas (o incluso centenares) de muertes sin que fueran advertidas como interconectadas, resultado de una conspiración para apropiarse de unas posesiones. El poder blanco que había usurpado, durante el siglo anterior, las tierras a los indígenas volvía a ejecutar el mismo proceso de un modo más esquinado. Consiguieron neutralizar algunos iniciales intentos de investigación privada o de intento de llamada de atención a las instancias políticas en Washington, hasta que la insistencia de quienes no aceptaban esa situación (los mayores de la tribu con la ayuda de un representante de la ley, Pyle; aunque en la película se focaliza, o personaliza, en Mollie) consiguió que la atención de instituciones de poder enfocara en la realidad subyacente que intentaba reconfigurar la realidad de acuerdo a su voluntad, representada en la indiferente determinación de la mirada de Hale que contrasta con la trasegada de Buckhard o la gravedad que modula el más mínimo matiz de Mollie (ese contraste entre dos personas que se aman dispone de su momento climático en el encuentro que implica la revelación de la contradicción de la expresión de amor de Buckhard). Por eso, es magnífica la contribución de la clausura, o epílogo escénico, con una reconstrucción, a través de un programa radiofónico, en un escenario teatral, de los destinos de unos y otras tras que se aplicaran las correspondientes decisiones judiciales. Cómo, más allá de que algunos responsables, durante un tiempo, fueran recluidos, se siguió silenciando unos hechos como una realidad más que subyacente anulada. Lo que los indígenas quisieran o no, sufrieran o no, era irrelevante. Una nota ni siquiera al margen.

miércoles, 11 de octubre de 2023

Posibilidad de escape

 

Le tour (Willem Dafoe), en Posibilidad de escape (Light sleeper, 1992), de Paul Schrader, es un personaje en un tránsito, entre un pasado quebrado, incluso desperdiciado, que se impele a restituir, a través de una segunda oportunidad que parece ofrecerle el destino (¿o es meramente casualidad?) al reencontrarse con la mujer que amó, Marianne (Dana Delany) y cuya relación frustró por su dependencia de las drogas (¿hicieron el amor alguna vez sobrios?), y un futuro incierto, hacia el que aún no sabe a dónde o cómo encaminar sus pasos (aunque piense que puede ser la dedicación musical, en su faceta técnica, no deja de ser un opción insegura y vaga, casi más como un deseo de fuga) . Mientras en un presente, que es zozobra, interrogante (de las que deja constancia en el diario que escribe cada noche; cuadernos que tira a la basura una vez que los ha completado, como si constatara que su presente no tiene raíz), transita físicamente en la noche, porque su trabajo es el de camello, suministrador de droga (de fugas y alivios) a las ordenes de Ann (Susan Sarandon), quien, precisamente, se está planteando dejar la empresa del suministro de drogas y montar una empresa de cosméticos (corrosivamente irónica la equiparación entre ambas dedicaciones). Le tour no sabe hacia dónde se dirige, es alguien con el sueño ligero (the light sleeper, título original), entre un estado de dormido y despierto, desubicado, como si diera vueltas sobre sí mismo. Le Tour acude a una asesora psíquica buscando orientación sobre qué rige su vida, qué signos ve que es incapaz él de discernir sumido en su desconcierto vital, que no deja de ser reflejo de un entorno, ese que se evidencia manifiesto en los clientes que visita para suministrarle drogas, a los que escucha o hasta ayuda, como si fuera un asistente psicológico, y un entorno urbano rebosante de desperdicios debido a una huelga de los trabajadores de recogida de basura. Le Tour necesita limpiar muchos residuos en su vida (pese a que lleve ya dos años sin consumir drogas) y en primer lugar necesita discernirlos con precisión.

Por eso se pregunta si es casual que en un breve lapsus de tiempo se haya encontrado con alguien que no veía en cinco años, a Marianne, y se agarra como un clavo ardiendo a ese hecho, como si fuera esa repuesta que diera sentido o dirección a su vida, y a su vez restituya los errores cometidos en el pasado. Schrader lo refleja de modo exquisito a través de elementos espaciales. En la conversación que tienen en el comedor del hospital, tras que empiecen a evocar su vida compartida y ella señala cómo él parece tener una memoria selectiva que ha eliminado de sus recuerdos todo lo desagradable o conflictivo, la distancia se corporeiza en ese encuadre en el que vemos a ambos, sentados en una mesa, separados por la columna. En la secuencia en la que hacen el amor, iniciada con un travelling que desciende desde las alturas para encuadrarles desnudos abrazados, se advierte en la pared una gran reproducción de un cuadro de Vermeer, La encajera, que señaliza cómo gravita sobre él una idealización, esa no asunción de lo real que quiere restituir a través de un ideal de lo bello, en esta segunda oportunidad posible con Marianne (en otro plano, cuando ella se viste y se despide, para no verse más, el rostro de la encajera de la pintura se refleja en un espejo). Pero su relación ya estaba señalizada por lo trágico. El segundo encuentro (el primero fue en espacio de tránsito, en la calle, bajo la lluvia, cuando la recoge en su coche de trabajo, que conduce un chofer; como si el presente aún fuera continuidad de aquel pasado compartido) tiene lugar en el hospital, la noche en la que Le Tour va a llevar droga a un cliente habitual, Tis (Victor Garber), y se encuentra con Marianne, que atiende, con su hermana, a su madre. Los destinos de Tis y Marianne convergerán trágicamente más adelante.

En Posibilidad de escape, una de sus obras maestras, Schrader aplica esa noción de transcendencia que admiraba en el cine de Bresson, Dreyer u Ozu, en un estilo de modélica condensación sintética, en el que armoniza las acciones concretas con sus resonancias simbólicas, la materia con el arquetipo, en una odisea nocturna a través de la redención. Algo más de diez años separa a la película y a Le Tour de los protagonistas de American gigolo (1980), de Paul Schrader, y Taxi driver (1976), de Martin Scorsese, con guion de Schrader. Con el de ésta le une que ambos realizan su trabajo en tránsito en la noche, y en la catarsis violenta final, en las que una figura femenina es crucial, pero si el proceso de Travis es el de la enajenación, derivando en una especie de cruzado que en la salvación del personaje de Jodie Foster simboliza la de la pureza en un entorno corrupto, en Le Tour tiene más un componente sacrificial, la redención de un pasado malogrado del que se siente responsable, enfrentándose al reflejo de su presente, ese presente que rechaza en sí mismo, en la figura de Tis (a quien responsabiliza de la muerte de Marianne, ya que cayó al vacío desde su piso; aunque Le Tour sabe que su reaparición fue determinante para que ella volviera a consumir droga). Con el personaje que encarna Richard Gere en American gigolo comparte que son personajes al servicio de otros, pero que no viven su propia vida, en su particular enajenación (en su particular caso, desorientada). El personaje de Gere vive de su cuerpo, pero es un símbolo cosmético, y ambos concluyen con un gesto semejante, que retrotrae al final de Pickpocket (1959), de Robert Bresson, protagonizado por un personaje que se sentía un fantasma en un entorno que no sentía habitar, a la vez que lo sentía hostil, y para el que robar carteras representaba la búsqueda de toma de contacto con el mundo, querer sentirse presencia. Ambos personajes, el que encarna Gere y Le Tour, terminan en prisión, tomando consciencia de a quién amaban de verdad, cuál era la presencia real que les hace sentir real, junto, no personajes volátiles, a la deriva, uno menos consciente de esta circunstancia que el otro. Si el de Gere recrea la frase final de Pickpocket, 'qué largo camino he recorrido hasta ti', en Posibilidad de escape, es el personaje de Ann quien lo dice de otro modo, qué extraños vericuetos tiene la vida. El plano final es bellísimo, con Le Tour besando, con los ojos cerrados, entregadamente reverencial, la mano de Ann.

viernes, 2 de junio de 2023

El sabor de las cosas simples

 

En la introducción de El sabor de las cosas simples (2022), segundo largometraje del cineasta francés de Slony Sow, un personaje equipara el hotel en el que trabaja, en el que sus habitaciones son capsulas que asemejan a ataudes, a la vida desvitalizada del cocinero más considerado en Francia, Gabriel Carvin (Gerard Depardieu). Es una secuencia que adelanta el encuentro de ambos personajes en un momento de transición (que también es geográfica pues acontece en Japón) en la vida del cocinero, quien, tras sufrir un operación a corazón abierto, se replantea su vida, una vida en la que su único incentivo era el tiempo que pasaba en la cocina, ya que sentía a su esposa, Louise (Sandrine Bonnaire) más lejana que las estrellas (esa distancia quedaba señalizada por el hecho de que ella fuera amante del crítico que le había lanzado al éxito a Carvin), y no consideraba que Jean (Bastien Bouillon), el hijo que tuvo con su primera esposa, dispusiera de las cualidades necesarias para ser su relevo como chef (ni su presente ni su futuro le ofrece incentivos, por eso se refugia en la cápsula de su cocina). Una sesión de hipnosis, con su amigo Rufus (Pierre Richard), despierta en él un impulso de recuperar el sabor de su vida a través de la búsqueda de cómo se consigue el sabor del umami, la receta de un chef japonés, Morita (Kyozo Nagatsuka), que le derrotó en un concurso cuarenta años atrás, y que ahora, para su sorpresa, regenta un modesto restaurante en una calle apartada (mientras que Gabriel dispone de toda una mansión). Una inmersión en el pasado pareciera la forma de reconstituir su aprecio por el presente y por las posibilidades de un futuro.

En los primeros pasajes destaca un brillante uso de las transiciones, asociaciones que unen a personajes, cuyo vínculo no se establecerá hasta ya avanzada la narración. El polvo blanco sobre la mesa de la cocina se asocia con la nieve que cae donde vive Mai (Sumire), nieta de Morita, y que padece un profundo estado de melancolía, por una decepción vital cuyo motivo no se conocerá hasta los pasajes finales (en cierto modo, ejerce de equivalente en la distancia geográfica con respecto a Carvin). En una de las más bellas secuencias, al son de la canción The bitter earth, de Dinah Washington mezclada con On the nature of daylight, de Max Richter (como fue por primera vez combinada, por Robbie Robertson, para la banda sonora de Shutter island, 2010, de Martin Scorsese), se conjuga el salto en paracaídas de Nino (Rod Paradot), el hijo de Gabriel con Louise, hasta llegar al suelo, con el gesto de Mai tumbándose en su cama. Un salto de alegría, con un desplome que rezuma tristeza.

Mai es un personaje que ejerce de reverso de Gabriel (a un plano de la operación de Gabriel le sucede otro de Mai tumbada en la cama mirando a unos corazones colgantes en el techo), pero de la misma manera que Gabriel reencontrará el sabor en su vida gracias al proceso de búsqueda, como un entrenamiento, que le plantea Morita, del sabor del Umami, Louise reencontrará el estímulo vital en su vida gracias a Nino (que ejercerá de dinamo o salto vital para reconstituir su disfrute por la vida tras la humillación que sufrió por parte de su anterior pareja). Aprender es viajar, le dirá Louise, a lo que replicará Nino que viajar es aprender. Perspectivas que se complementan en una narración, que colinda armónicamente con la excentricidad, y que conjuga diversas perspectivas, incluidas las recapacitaciones de Louisa con respecto a una relación que consideraba abocada al invierno emocional, y el afán de superación de Jean (que conseguirá la confianza de la carecía con respecto a sus aptitudes como cocinero). Si Rufus, antes de hipnotizar a Gabriel, encuentra, tras décadas dedicado a la pesca, una perla en una ostra, los personajes se revelan como reflejos de unos en otros en su búsqueda de esa perla que haga sentir que su vida no es una mera inercia mecánica o un sumidero de decepción.