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lunes, 8 de agosto de 2022

El topo

 

El dominio del extrañamiento tonal, tan destacable en la obra previa de Tomas Alfredson, Déjame entrar (2008), está presente desde la primera secuencia en El topo (Tinker taylor soldier spy, 2011), el encuentro, en un interior, en el que Control (John Hurt), el director de The Circus (el departamento de la Inteligencia Británica), encarga al agente Prideux (Mark Strong) que contacte en Budapest con un general húngaro, quien, se supone, le informará sobre quién ejerce de topo, o agente doble, entre los tenientes que conforman el consejo de mando en The Circus, Alleline “Tinker”(Toby Jones) , Haydon “Tailor” (Colin Firth), Blandon “Soldier” (Ciaran Hinds), Smiley “Spy” o Esterhase “Poorman” (David Dencik). Con una espesura de luz mortecina, como si la realidad se definiera por su naturaleza difusa (y capciosa), ya se aposenta una atmósfera que define un mundo cuya entraña es el vacío cuando no la corrupción moral y vital; una mortuoria danza de espectros en una vitrina presurizada. La segunda, y magnífica, secuencia, el encuentro en Hungría, que finaliza con un atentado, o la revelación de una trampa (una realidad que se sostenía sobre una falsa apariencia) se define por el desubicamiento, en donde cualquier gesto, mirada, es como una fisura abierta a lo posible, a lo incierto ( y supurante de amenaza de hostilidad). Esa sensación, y concepción de la trama de la realidad que viven estos personajes se expande y cala en ese sórdido laberinto en el que se constituye la narración, mediante el admirable tratamiento del color, de los decorados, de cariz mortecino, apagado; espacios desacogedores que más bien parecen asfixiar, oprimir, que ser habitados, como si las personas fueran tanto cautivos como emanaciones de la ponzoña de un sumidero vital de tramas y engranajes de una institución sostenida sobre las apariencias, la falsedad, y las manipulaciones y conspiraciones ( y donde la emoción, el afecto, es un componente degradado, anulado, eliminado; de ahí la potencia emocional del desenlace, un hermosisimo cruce de miradas en primer plano, en las que asoman unas lágrimas, como asoma una bala).

La emoción se destila subterránea, contenida, en ese páramo de relaciones institucionalizadas, convenientes, de aire viciado entre imposturas. Al respecto es capital la excepcional banda sonora de Alberto Iglesias que pareciera trazar la cartografía de esa naturaleza subterránea de fragilidades, traiciones y decepciones. Qué elegante sutileza la forma de sugerir en los títulos de crédito quién es el topo, aunque esa revelación no sea lo más importante, sino la asombrosa capacidad minuciosa de hilar una alambicada trama, un laberinto que es maraña, y describir una atmósfera vital, un vida de forma de puzzle que revela, cuando lo completas, un vacío mortífero. La trama laboral, el desentrañamiento del topo, la revelación de quien no es bajo la apariencia con la que se presenta a los demás, conecta además con la vida íntima de Smiley, quien, tras la muerte de Control, también se queda fuera de juego, y realiza su investigación, o esclarecimiento de la identidad del topo, desde los márgenes furtivos de la periferia, asistido por agentes como Guillam (Benedict Cumberbatch), su hilo disimulado dentro de la institución, ya que es quien realiza las incursiones secretas y solapadas para recabar la necesaria información dentro del sistema. Smiley es alguien que quedó también fuera del sistema afectivo, con la infidelidad de su esposa con Haydon. Precisamente, su amor por su esposa era la fisura en su firmeza como bien descubrió su principal contrincante, Karla, el demiurgo del espionaje ruso, y así se lo reconocerá Smiley a Guillam. Precisamente, para Smiley, el esclarecimiento de quien es el topo ejercerá de comprensión de la hábil estrategia de Karla, ya que había usado como peón a Haydon. Este había seducido a Ann con la finalidad de ofuscar la capacidad de discernimiento de Smiley. La realidad como una maraña de estrategias y manipulaciones que dificultan la precisa percepción.

El topo, como Déjame entrar, deslumbra por su esquivo sentido depurado de la concentración dramática, narrativa, y de significado. No hay nada accesorio. Su estilo conecta, tanto con la excelente previa adaptación televisiva, Calderero, sastre, soldado, espía (1979), de John Irvin, como con el de otras dos esplendidas adaptaciones de obras de John Le Carre, El espía que surgió del frío (1965), de Martin Ritt y Llamada para el muerto (1966), de Sidney Lumet. Su estructura es más heterodoxa: saltos en el tiempo y en las perspectivas, como si se hubiera descentrado el eje de la realidad; Smiley, que no emite palabra hasta transcurridos quince minutos de narración, cobra más relevancia escénica en la segunda mitad; es ante todo una mirada, analítica, que observa y desentraña una realidad desdibujada por la aviesa manipulación de las apariencias. Precisamente, un disparo bajo un ojo, ejecutado por quien también había sido abocado a los márgenes, por las aviesas manipulaciones de afectos y apariencias, apostilla una realidad tramada sobre el engaño al ojo, una superficie capciosa como una pintura que oculta, en su condición de regalo, o aparente ofrenda, una retorcida película de engañosas capas. En la conclusión de los iniciales títulos de crédito (coincidente con el nombre del director, Tomás Alfredson), el plano de Smiley contemplando el cuadro que le regaló Haydon anticipa que este es el traidor; el cuadro, a su vez, representa el emblema de un modo de vida. El desarrollo narrativo se puede equiparar al derramamiento de la pintura, la cual revela la materia de la que está constituida ese modo de vida, la naturaleza de la bestia de la doblez y el engaño.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Déjame entrar

Photobucket Deja entrar al adecuado (Let the right one in), es el título original de esta bella obra de compás de duermevela. A los vampiros hay que invitarlos para que puedan entrar. Quizás la presencia adecuada para quebrar el cristal tras el que uno se siente atrapado y aislado. Como Oskar, un chico de 12 años. Nos lo presentan, desde el exterior, golpeando su ventana con un cuchillo mientras entreoímos cómo grita chilla cerdo. En el aula de su clase, un plano general, con Oskar dando la espalda a la cámara, redunda en esa condición. Se oye la letanía de un golpeteo distorsionado. Un travelling lateral reajusta el encuadre, y vemos a otro chico mirándole mientras golpea su pupitre. Uno de los que le humillan, y acosan gritándole chilla cerdo. La perturbadora presencia no invitada a entrar pero que se ha arrogado ese derecho. En el nevado patio de su bloque, que parece salido del Decálogo de Kieslowski, la cámara se desplaza, y vemos sobre unos andamios a una chica de su edad, Eli, su nueva vecina. Su aliada. Aunque sea una vampira. Quizás una figura invocada al fuera de campo para conjurar ese otro contracampo que le sojuzga. Con la que sí comparte lenguaje, como ese código Morse con el que se comunican a base de golpeteos, y con la que se reconcilia con su propia condición de extraño en un entorno helado conformado por relaciones rotas, solitarias o crispadas. Es significativo que la única figura que sufra el proceso de conversión a vampira sea una mujer humillada por su marido. Alfredson modula con maestría un relato fantástico donde el extrañamiento se aposenta antes de la aparición del cuerpo extraño. El deslizamiento sensorial en suspensión de Kieslowski se funde con la geometría de la puesta en escena de Terence Fisher. Conjuga inmediatez y abstracción, lirismo contenido y arrebato transgresor, como las concisas secuencias de las acciones vampíricas, rasgones sombríos en un paisaje humano entumecido y de violencia agazapada. En la turbadora secuencia del climax, donde advertimos desde el fondo de la piscina los efectos de lo que ocurre fuera de ella, se dirimen los dos fuera de campo en conflicto, la encarnación de la insumisa singularidad frente a la insidiosa opresión que obstruye la respiración de aquel que no se pliega a los demás. Oskar dejó entrar a la presencia adecuada. No es la vampira la extraña, sino la cómplice que le libera de un cruel mundo de muertos en vida en el que se sentía un extraño. Photobucket 'Déjame entrar' (Let the right one in, 2008), de Thomas Alfredsson, es una de las más bellas obras que ha deparado el reciente cine fantástico, y, por extensión, de esa vertiente centrada en los vampiros. Su excepcionalidad, ya intrínseca, destaca, por otra parte, porque casi resucita a un género y a una particular vertiente que parecían 'condenados' a la medianía en estas últimas décadas. Conmueve esa bella historia de amor entre los dos chicos, como turba la atmósfera que se va creando con una sutil distancia y una elaborada modulación. E integra lo fantástico y lo cotidiano con un refinado equilibrio, en el que quedan expuestos sus reflejos e interacciones con un aliento transgresor y una compleja ambiguedad. Y rescata algo que parece, también, casi extinto, un sentido de la puesta en escena, del uso de los recursos del lenguaje fílmico, de una precisión y elocuencia admirables, tanto en significado como en creación de atmósfera, en especial, del trabajo sobre los espacios y el empleo del fuera del campo.