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miércoles, 25 de marzo de 2020

El olor del bosque (Errata naturae), de Hèléne Gestern

Este libro nace del deseo de trenzar historias de desaparecidos a los que se tragó la guerra, el tiempo, el silencio. De dar cuenta de sus rastros, que iluminan, pero también devoran, a los vivos. Hay relatos que se traman sobre el esclarecimiento de un pasado ajeno que, implicará, en paralelo el esclarecimiento del presente de quien enfoca hacia aquel pasado que no es propio pero ilumina, como reflejo, sus particulares huecos y sus sombras. Se enfoca a otra pantalla y así se logra enfocar la propia. En la propia estructura del relato, por esa duplicación e intermediación, se evidencia la relación del propio lector o espectador con respecto a una obra de ficción. En Los puentes de Madison (1995), de Clint Eastwood, adaptación de la novela de Robert James Waller, los hijos modificaban el enfoque sobre su propia vida tras conocer lo que ignoraban sobre su madre, cómo (se) sentía realmente. En El paciente inglés, (1996), de Anthony Minghella, adaptación de la novela de Michael Ondaatje, la enfermera superaba sus miedos a las minas de los sentimientos (las decepciones, frustraciones o pérdidas) a través del relato de una vivencia, quemadura emocional, ajena. El olor del bosque (Errata naturae/Periférica), de Hèléne Gestern, es una historia sobre desapariciones y recuperaciones. Elizabeth Bathori es calificada como una sentimental de los archivos. Se especializó en la exploración del patrimonio fotográfico porque le define el gusto melancólico de las voces apagadas, de los amores aplazados, de las esperanzas y los viajes de los que aquellos rectángulos de cartón desgastados constituían a la vez prueba y ofrenda. Es particularmente sensible, de por sí, a cierto tipo de relato de vivencia, a cierta película sentimental. Pero en la específica investigación que se narra, exquisitamente, en El olor del bosque, lo que explora se enreda con lo que arrastra, proyecta o necesita, con su propia circunstancia emocional.
Unas cartas que, durante la primera guerra mundial, envió un astrónomo a un célebre poeta, y la incógnita de un diario en clave escrito por la adolescente a la que amaba el primero, pero también conocía el segundo, son el inicio de un hilo, una serie de enigmas, incluidas desapariciones irresueltas, que nutre, con sus posibles líneas de trama, sus propias faltas y carencias personales. Aquella búsqueda a la que me aferraba era mi única arma para combatir el sentimiento de estar suspendida en el vacío. Ese sentimiento está relacionado con la desaparición sufrida en su propia vida, la muerte del hombre que amaba. Aún no ha superado esa pérdida. No era nadie, traslúcida y ausente en el mundo. Elizabeth investiga un pasado, que une la primera con la segunda guerra mundial a través de dos líneas de investigación que acaban uniéndose, mientras, a la vez, ella se pregunta si el sentimiento que parece afianzarse con alguien que irrumpe en su vida posibilita realmente su recuperación o no es sino un espejismo pasajero en el que, también, intentar agarrarse con la ilusión de lo que sí puede ser, cuando no es sino una mera proyección. Los relatos, la proyección de lo que se necesita, interfieren, tanto en su relación con lo que explora de aquellas vidas pretéritas, como con la relación que inicia. ¿Proyecta en las relaciones de aquellos personajes la película que satisfaga su melancolía emocional?¿Cree estar descubriendo y desvelando más que proyectando un prototipo de melodrama romántico con sus componentes habituales de contrariedades, adversidades, desencuentros, trágicas circunstancias que impiden una materialización? A veces, le supera el extraño sentimiento de avanzar por un decorado de película. Y lo mismo con el hombre que irrumpe en su vida. No me hacía a la idea de encontrarme de nuevo a merced de las intermitencias del corazón.
Historias, relatos. Las que se proyectan, las que se viven como si fueran vivencias escénicas. Con respecto al amor que perdió por una fatal enfermedad: Tenía la impresión de ser prisionera de mi historia, una historia cuyo epílogo no había elegido. No fue algo que controlara, no fue un error que cometieran. Fue un tumor que irrumpió para truncar una armonía sentimental que no había conocido hasta ese momento, por eso siente, con sus dudas e inseguridades en relación al hombre que irrumpe en su vida, que retorna a las vacilaciones y cobardías que parecían recurrentes en relaciones previas. Las imágenes del pasado, de aquella relación truncada, irrumpen en su mente. ¿Se acaban alguna vez las imágenes?. Y, por otro lado, ella no deja de especular porque no comprende el porqué de los actos y las omisiones de ese hombre que siente amar. Las imágenes y los relatos se enmarañan en sus emociones.Cuando Samuel no está no existen dudas, y el presente circula en nosotros como en cuerpo único. Pero, en su ausencia, su imagen es como arena que se me escapa de las manos. Vuelve a convertirse en un enigma con el que tropiezo y sobre el que, sin embargo, no dejo de tener ganas de inclinarme hasta tocar con el dedo su verdadero ser. A lo mejor esa curiosidad era la frontera invisible que llevaba del deseo al amor. Es la que me empuja hacia ese hombre al que todavía conozco tan poco, es la que une a unos seres con otros a pesar de las penas, malentendidos y las vicisitudes.
La estructura narrativa combina, armoniosamente, tiempos. Las investigaciones y peripecias sentimentales de Elizabeth con las cartas que escribía desde el frente el astrónomo al poeta, además de otros breves pasajes que van desvelando lo que Elizabeth intenta dotar de contornos precisos ¿Qué ve, proyecta o discierne en aquel pasado y en su presente?. Precisamente, el astrónomo desarrolló, en las trincheras, una afición por la fotografía como una manera de contrarrestar el horror de la vivencia. Todo lo que veía no existiría más que en el tiempo diferido de la cámara oscura que montaban en el refugio. Desde aquel momento, colocó su máquina entre la guerra y él, como un escudo, dejando que el aparato lo absorbiese todo: la carga de horror de los cadáveres, los tambores abandonados, los caballos en los árboles. También el diario con elaborados códigos interpone, protege, es otro escollo a superar para comprender lo que los personajes sentían, qué temían, qué anhelaban, qué no podían transparentar o manifestar. Por eso, la realidad es difusa, y a la vez se complica su discernimiento con lo que se proyecta. Cada vez que parecía que el puzzle encajaba, la investigación se torcía y nuevos elementos destruían la apariencia de orden que había comenzado a adoptar el conjunto del cuadro. En Los ladrones (1996), de André Techiné, una profesora de filosofía señala que no somos transparentes, tenemos sentimientos. Es la paradoja de un tiempo vivo. Elizabeth siente que de nuevo se expone a la vida tras sentir que se hundía en sus propias emociones por la pérdida del hombre que amaba, pero ese territorio vivo puede ser escurridizo, elusivo, desconcertante, un cultivo para interpretar erróneamente las omisiones y acciones del otro. Y aquel pasado, que conecta dos guerras, dos horrores, evidencia también el daño que pueden ejercer los humanos en sus particulares parcelas sentimentales, sea por despecho, celos o resentimiento. El campo de batalla te convierte en un maniquí gris de brazo rígido que no tenía otro rostro que el de un asesino. Pero las contiendas colectivas son el reflejo de las particulares.
Precisamente, el título alude ese anhelo armonía en el que no interfiera ni el dolor de la pérdida ni la desolación por la violencia que ejerce el ser humano. El olor del bosque, las lindes del jardín bordeado de rosas, la paz de sus muros y la gatita blanca sonaba como la promesa de un lugar donde no me toparía con tu recuerdo en cada esquina. Pero su anhelo comporta riesgos de querer que la película que se superponga sobre el puzzle incierto e irresuelto sea la que se necesita. Construí, porque era bonita y cómoda también, una historia de amor, con su planteamiento, nudo y su desenlace triste y romántico. A veces se construye una historia sentimental a través, y con, alguien que ha podido vivir una circunstancia parecida. Quizá ambos proyecten lo mismo, pero también puede ser que las indecisiones, las indeterminaciones, el no saber enfrentarse a sus sombras y confiar en nosotros, sea lo que dificulte y obstaculice lo posible. Las propias sombras son una espesura que resulta necesario saber identificar, no sabes en qué medida o grado interfieren, como una cámara oscura que impide discernir las heridas de un campo de batalla sentimental pretérito. Quizá sea cuestión de cómo se enfoca, porque quizá, tarde o temprano, se discierna, en vez de proyectar, y se advierta que era otra dirección, otra mirada, a la que había que enfocar (o no se había atrevido a enfocar) cuando se intuya por qué suele estar contigo intensamente presente y al rato se ausenta de golpe, como si se proyectase en el minuto siguiente, que va a absorberlo por entero. Quizá te pasaba lo mismo.

martes, 24 de marzo de 2020

Los ladrones

En un pasaje de la ópera La flauta mágica de Mozart, a la que asisten Marie (Catherine Deneuve) y Alex (Daniel Auteul), quien canta, encaramado en una roca, pregunta a la oscuridad, a la noche sin fin, al firmamento plagado de silenciosos astros, si existe el amor. Y la contestación, como comenta Marie con el entusiasmo de quien se agarra a un clavo ardiendo, es . Aunque ambos, en el escenario de su vida, no parecen escuchar la misma respuesta. Alex apunta que si ella cree en el amor por qué no va en busca de quien ama, Juliette (Laurence Cote). Marie replica que respeta su libertad, y aunque esté ausente la siente consigo en cada momento del día. Marie se suicida dos días después, porque está convencida de que en la vida no se renuncia a quien se ama sino que se reemplaza por otro, y ella no quiere reemplazar a Juliette , el astro alrededor del que giraba su vida, como quizá, de modo pasajero, menos firme, también la de Alex, su rival, porque quizá en Alex comenzaba a cambiar el enfoque en sus entrañas, a realizar el reemplazo, porque quizá la rival comenzara a atisbarse como nuevo astro sobre el que orbitar. Juliette calificaba su relación con Alex como sexo suicida. Alex la consideraba una enferma, aunque se pregunta Marie si se puede calificar como enfermo a un volcán. Juliette se intenta suicidar en varias ocasiones, tragándose cristal, lanzándose por un balcón. Juliette es un cuerpo en llamas. Las que ciegan con su humo el discernimiento de esa oscuridad en la que arden las preguntas de si existe el amor.
Los ladrones (Les voleurs, 1996), de Andre Techiné, tiene una estructura resquebrajada, más que poliédrica, como si una bala en el ojo impidiera la visión clara. Un prólogo y epílogo son los paréntesis que contienen tres perspectivas. Tres son las figuras en cuyo encuadre vital orbita Juliette, pero son dos en cuya mirada nos sumergimos, las de Alex, policía, y Marie, profesora de filosofía. El tercero, no tan cautivado, es Victor (Didier Bezace), ladrón y hermano de Alex, aunque el relato, que alterna tiempos como perspectivas, comienza con su muerte, causada por una bala que penetró por uno de sus ojos. La perspectiva que abre la narración es una perspectiva tan ajena como periférica, ignorante de todas esas llamas en las que se debaten esos adultos, la del niño Justin (Juen Riviere), alguien que despierta porque oye ruidos; es un satélite a quien los astros adultos le parecen incomprensibles, ruido.
Otros personajes despiertan porque oyen otro tipo de ruido, el de sus emociones y sentimientos, que resulta inteligible, como la cacofonía resultante de la mezcla de voces que se escuchan en los títulos de crédito. La maraña de voces que enreda y embosca el entendimiento, el discernimiento. Aunque quizá no hayan despertado, y sigan perdidos en su sueño. No somos transparentes, tenemos sentimientos, apunta Marie. Y las decisiones se complican, y las posiciones se confunden o difuminan, se cree tener todo bajo control, y se te va de las manos. No resulta fácil realizar tu trabajo, cuando interfieren vínculos de sangre y sentimientos, como es el caso de Alex, que siente sus acciones limitadas porque su hermano, aunque no se lleve bien con él, y Juliette, son integrantes de la banda. Alex se siente como un ladrón por la clandestinidad que parece rezumar su relación con Juliette, ya que sus encuentros siempre son en hoteles. No hay líneas divisorias claras, quizá ni las haya. Alguien de otro mundo, de otra estratosfera, que imparte clases de filosofía, siente lo mismo que tú por la misma persona, y tú sientes algo por ella que aún hierve indefinido en la oscuridad. El amor llegó con el cristianismo, antes los cuerpos simplemente forcejeaban con el deseo, en las orgías te das enteramente, en el amor o siempre es mucho o nunca es suficiente, señala Marie. Y el amor no resulta divertido, porque hay mucha oscuridad, con muchas redes en las que complicarte, o boquear sin aire como un pez. Los sentimientos se escurren entre las manos, como el agua, y a veces se convierten en una tormenta en la que te extravías, y hasta te ahogas. Ladrones de coches, de cuerpos, de sentimientos, que parecen autos de choque, desplazamientos que son colisiones, sin saber claramente si somos víctimas o somos los que realizamos la sustracción. O quizás las dos cosas, mientras seguimos preguntando a la oscuridad si existe el amor.

sábado, 8 de octubre de 2016

Cuando tienes 17 años

Cuando tienes 17 años y colisionas con lo que deseas, cuando aún tú mismo, lo que deseas y quieres, cómo miras y cómo deseas, se perfila aún en un proceso de formación, cuando aún tienes que recorrer una larga distancia en ti mismo para enfocarte, cuando aún tienes que forcejear contigo mismo, con tu imagen, con esa espesura borrosa que aún son los otros, y ese influjo que sientes sobre ti. Cuando tienes 17 años, como ese cuerpo que recorre una larga distancia en un paisaje nevado desde la granja hasta la carretera más cercana en la que coge el autobús que le trasladará al colegio, al que llegará hora y media después, o ese otro cuerpo que golpea sacas mientras corre por la nieve antes de ser de nuevo instruido en el arte del combate cuerpo a cuerpo por un vecino, cuerpos que colisionan con lo que sienten, por lo que la afirmación se torna negación, la caricia puño, la atracción de la proximidad distancia que no se quiere recorrer. El recorrido narrativo, a través de los trimestres que conforman un curso, de 'Cuando tienes 17 años' (Quand on a 17 ans, 2016), de André Techiné (quien escribe el guión junto a Celine Sciamma), es el recorrido de la negación a la afirmación que es asunción y superación de límites, los que cerca el desconcierto y el miedo.
El inicio del trayecto suscita una interrogante, por qué la animadversión entre Damien (Karey Mottet Klein) y Tom (Corentin Fila). Por qué el segundo zancadillea al primero tras que este haya recitado unos versos de Rimbaud. Por qué el primero humilla al segundo en la pizarra, remarcando su ignorancia, cuando le corrige una ecuación que no ha sabido resolver. Por qué parecen buscar cualquier excusa para golpearse,por qué parecen acecharse como aves de presa, por qué sus miradas se auscultan con recelo y a la vez parece que se buscaran. Ninguno sabe dar una razón de por qué esa necesidad de hacer daño al otro, de rechazarlo y hasta agredirlo, como una presencia molesta, una interferencia que hace sentir que hay interpuesta una reja en la realidad en vez de espacio abierto. La conexión que posibilitará que la proximidad sea forzada, aunque sea en términos geográficos, es la madre de Damien, Marianne (Sandrine Kiberlain), la doctora que atenderá a la madre adoptiva de Tom, embarazada, y se ofrece para acoger en su casa a Tom durante un tiempo. También la madre vive sujeta a una distancia afectiva, en su caso sí geográfica. Su marido está destinado, como piloto de helicóptero, en Afganistan. La comunicación tiene que ser a través de la pantalla de un ordenador, o sólo puede disfrutarse en sus pasajeros permisos. Una guerra lejana, indicador de la tendencia humana a las contiendas; creces, te haces adulto y te afirmas con respecto a otro, justificas el combate con otro por una razón u otra. Damien y Tom viven su particular enfrentamiento bélico que intentan dilucidar con peleas pactadas, como si primara la coraza y la lanza en la relación. Aunque más que dilucidar incrementa la espesura en la que se enmaraña su confusión.
Damien es el primero que abre una brecha, cuando intente probar qué siente, si desea a los hombres o es a Tom a quien desea, cuando se anime a concertar una cita a través de un contacto virtual. Damien es el primero que enuncia la interrogante, a sí mismo y al otro, esa que ocultaban entre puños y repulsas. Expresamos lo contrario de lo que sentimos, por miedo, torpeza, incomprensión. Tom recula en las primeras aproximaciones, pero reconoce que lo que le condiciona, y atasca, como un quiste sebáceo emocional, es el miedo. Y ese miedo se torna violencia, repulsa del cuerpo que desea. El cuerpo que recorría distancias para coger el autobús, también recorría distancias en su interior pero para alejarse de lo que le atraía, inmovilizado por el miedo. En correspondencia de versos de rima libre, la muerte de quienes viven atrapados en la conformación adulta, la justificación de la contienda como escenario inevitable, detonará la aproximación de los que forcejean en su proceso de formación, en la definición de lo que sienten: la apuesta por la conciliación, y la aceptación, en vez de en la negación. La muerte en combate del padre de Damien propicia la circunstancia, a través del cuidado y atención de la pesadumbre de la madre, en la que los cuerpos superarán sus miedos y reticencias, y se desprenderán de toda coraza y lanza para entregarse a la desnudez, las caricias y los abrazos, la refriega placentera de los cuerpos que ya no se preocupan de los cercos en los que creían protegerse. La ternura y dedicación que ofrecen al dolor de la madre se corresponde con la propulsión del deseo sin trabas ni rubor y la apertura de los sentimientos que no ven al otro como un rival o contendiente sino un cómplice al que sentir, y a través del que sentirse más pleno por esa entrega que destierra recelos y sacas de aprensiones que se tornaban golpes. En la secuencia final, un cuerpo corre, supera una distancia, un recorrido, que concluye en un beso con el cuerpo que ya reconoce que desea.

lunes, 28 de octubre de 2013

Los ladrones - Imágenes de un rodaje

André Techiné, Daniel Auteuil y Catherine Deneuve durante el rodaje de la magnífica 'Los ladrones' (Les voleurs, 1996), de André Techiné

lunes, 8 de abril de 2013

Laurence Coté, volcán entre ladrones

Laurence Cote. El punto álgido de su carrera tuvo lugar con el volcán de personaje que intepreta en 'Los ladrones' (1996), de André Techiné. Antes había sido una de las protagonistas de dos magníficas obras de Jacques Rivette, 'La banda de los cuatro' (1989) y 'Alto bajo frágil' (1995). También participó en la primera obra de Arnaud Desplechin, 'La vida de los muertos' y con Jean Luc Godard en 'Nueva ola' (1990). Posteriormente ha intervenido, entre otras producciones cinemmatográficas y televisivas, en 'Comme un avion' (2002), de Marie France Pissier o en 'Nuestros adorables niños' (2003), de Benoit Cohen, y ha dirigido cuatro cortometrajes.

miércoles, 1 de agosto de 2012

domingo, 26 de febrero de 2012

Alice y Martin - Imágenes de un rodaje

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André Techiné, Juliette Binoche y Alexis Loret en varios momentos el rodaje (en el sur de España) de 'Alice y Martin' (Alice et Martin, 1998), que se trenza sobre emociones, o su forcejeo, entre la de los personajes o en uno mismo. Un secreto trágico, que permanece en fuera de campo, es el emblema de lo que un modo u otro define al resto, los recovecos secretos del corazón que permanecen camuflados para no sufrir más. Alice y Martin son dos errantes figuras en busca de la reconciliación con el sentimiento luminoso, sin rasgones del pasado que enmudezan un posible nuevo dialogo amoroso.

lunes, 28 de marzo de 2011

Las hermanas Bronte

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'Las hermanas Bronte' (1978), de André Techiné, no es un biopic ni una obra de obra de época convencional, es una obra de atmósfera de duermevela, en la que la realidad y ficcion difuminan sus contornos, un retrato interior que es un lienzo animado dominado por el ámbar y el ocre, vida atrapada en el ámbar, el caudal de emociones en colisión con los corsés de una rígida construcción social, el ocre de sus convenciones, la vibración de los paisajes que puntúan la narración entreverada con el escenario social que angosta las emociones e ilusiones. Las hermanas Bronte, Charlotte (Mary France Pissier), cabal y serena, siempre conciliadora, Emily (Isabelle Adjani), de permanente gesto enfebrecido, temperamento disidente, como sus paseos por los paramos que remarcan su rechazo al escenario social, como sus vestimentas masculinas al rol femenino en el que pretenden sojuzgarlas, y la delicada y discreta Anne (Isabelle Huppert), pero también su hermano, Bradwell (Pascal Gregory), que adquiere en el relato la misma relevancia que sus hermanas, aspiran a realizarse como literatos pero a la vez son personajes en una ficción en la que están cautivos. Hay una hermosa secuencia que lo condensa: Charlotte y Emily leen una carta en la que un editor ha contestado a la primera, señalando que pese a que Charlotte se haya presentado con un seudónimo masculino ha intuido que es mujer, y apostillando que como mujer debe abandonar esa aspiración ya que su 'rol', su logar en la sociedad es otro, desde luego no el de la creación. La oscuridad domina el encuadre, las dos figuras levemente iluminadas por un quinqué a su lado. Es la oscuridad que les rodea, la que les oprime y dificulta sus ilusiones. Ese ambar, como decía, que domina mucho de los encuadres aunque sean exteriores (al fin y al cabo, es el 'exterior' con el que lidian).
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La secuencia introductoria incide en esa idea de que son personajes. En una taberna un hombre narra cómo se brega en la granja dedicados a la lana, resistiendo, e intentando seguir sintiendo que se está vivo, mientras las hermanas siguen escribiendo. Esa es su vida, resistencia, pugnar por sentirse vivas,perseverar en escribir. En la primer secuencia tras los créditos, Bradwell, las llama porque ha culminado el retrato de ellos cuatros. Figuras de un lienzo, como en sus propias vidas, como en la película misma, del que intentan liberars, con el que luchan, con las plumas de su escritura, abocados, uno y otras, a sobrevivir con trabajos como tutores de niños,en Inglaterra o Bélgica (a donde van Anne y Charlotte con el propósito de en un futuro poder abrir una escuela). La narración es discontinua, como sus vidas luchando contra la interrupción de sus ilusiones. Ficción y realidad se cruzan en ambas direcciones. Pero la realidad que inspira sus obras es aún más descarnada, lóbrega, sórdida. Charlotte se enamora de su profesor, indiferente a su apasionada declaración, lo que inspira su obra 'Jane Eyre'. Bradwell, tutor de unos niños, se enamora de la esposa de un hombre tan cruel y miserable, despectivo con su esposa, remarcando cuáles son las posiciones sociales de cada uno, indiferente a que su hijo torture animales pero preocupado con que se ensucie cuando los mutila. Esa pasión no se visibilizará ( hay unos hermosos travellings de avance y retroceso hacia el elfeizar de la ventana de la habitación donde Bradwell pugna por materializar esa pasión mientras fuera el niño relata con indiferencia a Anne sus crueldades con los animales; la crueldad es lo que se visibiliza, las emociones generosas, clamor de vida, se anulan o reprimen). Es la inspiración de 'Cumbres borrascosas' escrita por Emily.
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Bradwell no se recuperará de esa decepción, de ese amor elevado frustrado, entrando en una caída libre de abandono y autodestrucción, entre el opio y alcohol, hasta la que tuberculosis acaba con su vida. Enfermedad que afectará a Anne y Emily, en unos pasajes narrativos, los del último tramo, de cautivadora fúnebre belleza, la de la descomposición de unos sueños. En las muy bellas últimas secuencias parece que sólor restara lo que ha sojuzgado sus ilusiones, sus emociones (aunque hayan alcanzado el éxito, eso sí, firmando con seudónimos masculinos). En la entrada de un teatro, figuras se desplazan con antorchas. En el interior, Charlotte, única supervivente, se desplaza como una sombra errante, una figura extraviada en la multitud. Un travelling recorre los palcos con emperifollados espectadores (¿los ajenos espectadores de la vida en ambar de las hermanas y hermano?). Se intercala el plano de unas aguas caudalosas, las emociones que se difuminaron en el ámbar del escenario. Un nuevo travelling recorre los palcos ahora vacíos, mientras resuenan las palabras de Bradwell, sobre que no se ha conocido pasión como la que él sentía, y el diálogo entre Emily y Ann, cuando la primera despreció lo que simbolizaba las rosas, el amor que será siempre provisional, prefiriendo el discreto arbusto que representa la solidez que perdura de la amistad, a la que Ann responde que su aspecto es banal. Esa banalidad en la que han perecido sus ilusiones y sueños, como su ánimo insurgente bajo el peso del personaje en el que el escenario social ha aprisionado su voluntad, la de crear su propio destino, no sólo con su pluma.

‎'Las hermanas Bronte' (Les seurs Bronte, 1978), es una singular y cautivadora obra de André Techiné, de fascinante caligrafia tenebrista elaborada en la dirección fotográfica por Bruno Nuyten. La construcción dramática, servida por un afinado guión de Techiné y Pascal Bonitzer, apuesta por el artificio, por la creación de una atmósfera emocional, interior, en una narración discontinua de cortantes elipsis en el tránsito de sus episodios.

jueves, 7 de octubre de 2010

Plácidas pausas de rodaje: André Téchiné y Catherine Deneuve

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Catherine Deneuve y André Techiné ríen en una pausa de rodaje de la excelente 'Mi estación preferida' (1993), de Techiné.

Mis cinco preferidas de este estupendo cineasta francés serían: 'Los ladrones' (1996), 'Alice y Martin' (1998), 'La chica del tren' (2009), 'Mi estación preferida' (1993) y 'Los juncos salvajes' (1994)

Los testigos

‎Los testigos (Les temoins, 2006), de André Techiné, con guión de Lauren Guyot y Vivianne Zing, una obra solar y radiante, está hermosamente tejida como un tapiz, o hilada como un musical mosaico, que refleja unas circunstancias, las de un tiempo, 1984, y las emocionales de unos personajes que verán sacudidas sus vidas por la intrusión de un acontecimiento, el sida, que las transforma y quiebra como a la misma película (el letrero que abre esta parte es la guerra), dividida en dos partes bien diferenciadas. Como en otras obras de Techiné, Los ladrones (1996) o La chica del tren (2009), la narrativa es descentrada, alternando, en un armónico fluir, los distintos puntos de vista o vivencias de los personajes principales. Sarah (Emmanuelle Beart) es una escritora a la que cuesta integrar en su vida el bebé que acaba de dar a luz: su pareja, un policía, Mehdi (Sami Bouajila) la cuestiona que no lo atienda como es debido; ambos mantienen una relación abierta, algo necesario para Sarah, que prefiere sentirse la primera, pero que haya otras relaciones le hace sentir que tiene aire en su vida. Ambos pasan un fin de semana en la costa, donde se reúnen con un amigo de Sarah, Adrien (Michel Blanc), médico, que acaba de conocer en un parque, donde realizan sus encuentros los homosexuales, a un joven recién llegado, Manu (Johan Libereau), en cuya relación no entra el sexo (aunque sea la expectativa de Adrien).
Manu vive con su hermana, cantante de opera, en un pequeño hotel, en el cual, como en el bar de enfrente, abunda la prostitución, y en donde Mehdi realiza alguna redada. Éste, que había evitado, cuando se bañaban juntos en el mar, que Manu se ahogara, con la respiración asistida, le avisa de que no frecuente ese ambiente. Y entre ambos surge algo más, y se hacen amantes. Significativamente es en el momento en que Adrien reacciona despechado, al saberlo, golpeando a Manu, cuando descubre en el cuerpo de éste los primeros signos de que padece el sida. Revelación que afectará a los otros también como una cadena de dominó. Techiné rehuye la sobrecarga dramática siempre primando su atención al detalle, a las gestualidades, transmitiendo con su estilo fragmentario una sensación tanto de inmediatez como de conexión entre cada vida. Por ejemplo, Mehdi visita a Manu y descubre en su cuerpo los efectos del sida; Techiné inserta un escueto plano cuando Mehdi ya se marcha por el sendero, con la ropa de Manu que lleva a limpiar, acuclillándose para prorrumpir en un doliente sollozo. Techiné corta rápido el plano. Su trazado de las emociones es sutil.
Sutil también es el detalle de que en las primeras secuencias, en la costa, encuadra juntos bailando en la terraza a Manu, Adrien y Sarah, y dentro de la casa a Mehdi. En la secuencia final éste está con Adrien y Sarah, y un nuevo recién llegado, otro chico joven que ha conocido Adrien. Una circularidad que sugiere que la vida está constituida de recién llegados, a veces como estímulos vitales, como Manu, a veces como tragedias cercenadoras, como la aparición del sida, y a la vez, que la vida es tanto desaparición como transformación, muerte y vida, de la que estos personajes han sido tan testigos como protagonistas.

martes, 28 de septiembre de 2010

Emmanuelle Beart, exuberancia y desgarro


Entre 1991 y 1992 Emmanuelle Beart (en la imagen fotografiada por Marcel Hartmann) despuntó con tres interpretaciones muy contrastadas, que daban prueba de su talento, en tres títulos estupendos como La bella mentirosa (1991), de Jacques Rivette, En la boca, no (1991) de André Techiné y Un corazón en invierno (1992), de Claude Sautet, ésta junto a su entonces pareja, el extraordinario Daniel Auteuil. La exuberante sensualidad se conjugaba con la capacidad de expresar las más desgarradas emociones ( a remarcar, en la última, la secuencia en la que reprende, en el bar, con rabia doliente al personaje de Auteuil su incapacidad de amar y su irresponsable modo de jugar con sentimientos ajenos).Admirable también estuvo en la extraordinaria El infierno (1994), de Claude Chabrol, y en su muy sugerente segunda colaboración con Claude Sautet, Nelly y el señor Arnaud (1995). Tras cruzar el atlántico y dar un toque de distinción en la efectista y mediocre Misión imposible (1996), de Brian De Palma, ha proseguido su carrera en Francia, en títulos como Le temps retrouvé (1999), de Raul Ruiz, Los destinos sentimentales (2000), de Olivier Assayas, 8 mujeres (2002), de Francois Ozon o Los fugitivos (2003) y Los testigos (2007), de André Techiné

jueves, 15 de julio de 2010

La chica del tren

Si uno buscara el apoyo de ese término denominado premisa argumental en la hermosa La chica del tren (2009), de Andre Techiné, que coescribe guión con Odile Barski y Jean Marie Besset, habría que esperar a que transcurriera la mitad de la película, justo cuando se inicia la segunda parte, denominada, Las consecuencias, y se trama una mentira que tiene un imprevisto alcance mediático (hecho que está basado en un suceso real que acaeció hará unos años en Francia) y con implicaciones politizadas. Hasta entonces ha transcurrido el primer segmento titulado Las circunstancias. No las causas, sino la exposición más que explicativa descriptiva de un mosaico de relaciones, de hebras de personajes y relaciones, que transmiten más una sensación de deshilachado vital, no sólo presente, sino que transciende a un pasado, colectivo e individual, irresuelto, que determina que los desencuentros y conflictos, a escala personal o colectiva y genérica (las identidades nacionales, raciales) sigan reproduciéndose.
La narrativa en esta primera parte es discontinua, con saltos de perspectiva de un personaje a otro, que hilvanan, más que una trama, una circunstancia de la que son piezas de un conjunto, y reflejos esquivos entre sí, y una atmósfera emocional que es equiparable a esa imagen de un indefinido tunel con la que comienza la película; no hay dirección aparente narrativa, como los personajes parecen desplazarse en una oscuridad que no saben a dónde les dirige, o si lo saben, expuestos a la accidentalidad, lo imprevisible (a que reaparezca una figura del pasado, y un sentimiento que quizás incluso entonces no sentías, pero que te desconcierta; que te acuchillen; o que, aparentemente, te sientas por fin más feliz, o estable, que nunca, algo no imaginado; o que una pareja separada, que parece abocada a las mutuas descalificaciones, se dejen llevar por el deseo). Jeanne (Emilie Dequenne) busca trabajo, ayudado por su madre, Louise (Catherine Deneuve), y una propuesta que le sugiere a su hija le enfrenta a un nombre que le suena, el de un amigo de su marido fallecido, Blestein (Michel Blanc), un abogado dedicado a las causas de agresiones a judios, para quien trabaja su ex nuera, separada de su hijo, los cuáles tienen un hijo que transita la narración como quien tuviera las cosas más claras, o las dijera con más claridad (es quién pregunta directamente a quien ha mentido por qué, o se pregunta por qué alguien tiene unas esculturas africanas en su casa, qué refleja eso, o dice a su padre que no quiere quedarse en una casa que no le gusta; y es capaz de reconocer lo que siente por alguien).
Jeanne se desplaza, se mueve, aunque se sienta inmovilizada, sea en tren o sobre patines; en un túnel es donde conoce a Franck, que practica la lucha libre; hay un hermoso montaje secuencial que refleja el paso del tiempo y cómo se va gestando ese mutuo sentimiento; conversan a través de internet, chatean; los textos se superponen en ocasiones en la pantalla; a medida que pasa el tiempo, están más despojados de ropa, como su confianza cada vez más despojada; el cierre (secuencial) son dos primeros planos que corroboran esa conexión. En suma, Techiné juega con lo sugerido, con lo entredicho, con lo que palpita entre planos, con lo que los personajes sienten, o creen sentir, porque se sorprenden a sí mismos descubriendo sentimientos que no esperaban sentir, como si forcejearan consigo mismos en un desplazamiento sinuoso en el que se están enfrentando a lo que les inmoviliza, y a lo imprevisible (confusos entre interrogantes, autoengaños y mentiras). La trama de esa mentira que alcanzará después tal repercusión no es más que el reflejo de unas vidas cuya trama está deshilachada, porque quizás desconocen mucho de ellos mismos, algo que va más allá del autoengaño, y a los otros los ven como difusas representaciones porque tampoco saben qué ven en ellos. O quizás sólo necesiten sentirse queridos, pero no saben expresarlo de modo directo.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Alice y Martin

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No es fácil encontrar el centro de gravedad de los sentimientos, y más el acompasarlos a los de otros en unos fluidos pasos de baile que broten espontaneos sin coreografía predeterminada. No hay tampoco centro de gravedad en la narración de Alice y Martin, o permanece subterranea como las emociones que no se revelan, o...cultas por un miedo al que no se quieren enfrentar, o que se desbocan en fuga, confusas. Las olas del mar conjugadas con el pálpito de un feto en las entrañas de la mujer que amas pueden conjurar la trama enmarañada de emociones dolorosas del pasado. Las contracciones nerviosas que te paralizaban al dar a luz un sentimiento entregado pueden convertirse en paso de baile de un tango compartido.

'Alice y Martin' (1998), de Andre Techiné, con Juliette Binoche, Mathieu Amalric y Alexis Loret, se trenza sobre emociones, o su forcejeo, entre la de los personajes o en uno mismo. Un secreto trágico, que permanece en fuera de campo, es el emblema de lo que un modo u otro define al resto, los recovecos secretos del corazón que permanecen camuflados para no sufrir más. Alice y Martin son dos errantes figuras en busca de la reconciliación con el sentimiento luminoso, sin rasgones del pasado que enmudezan un posible nuevo dialogo amoroso.