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viernes, 29 de septiembre de 2023

Los condenados no lloran

 

Eres la posición que detentas. Cuanto más dinero posees, se acrecienta la sensación de dominio sobre la vida, porque dispones de más poder (si afrontas que debes asumir que cualquier medio es válido y que los demás se convertirán en piezas útiles o prescindibles para tu ascensión a la cumbre). Es con lo que se confrontará Ethel (Joan Crawford), en esta feroz radiografía o disección de los sórdidos engranajes tras los rótulos del sueño americano (o los mecanismos del depredador capitalismo), en Los condenados no lloran (Damned don't cry, 1950), de Vincent Sherman, un incisivo recorrido sobre las diversas posiciones en la escala de poder económico, que se condensa en el trayecto de relaciones de Ethel en su ascensión a las poltronas de los poderosos (del señor del castillo): Roy (Richard Egan), el obrero, Martin (Kent Smith), el contable, y Castleman (David Brian), el empresario (castleman: hombre del castillo), o reformulación de los pretéritos gangsters en un nuevo híbrido que fusiona la legalidad y la delincuencia ya en un mismo tipo ( y así desde entonces), alguien consciente de que los instrumentos para imponerse no deben ser las armas, como aún pone en práctica el aspirante a su trono, Nick (Steve Cochran), sino las retorcidas pero hábiles maniobras de un buen contable (aunque no deja de ser una máscara; tampoco dudará en utilizar las maniobras violentas directas cuando resulta necesario).

Pero antes de desvelar este trayecto se planteará el relato en forma de incognita, a través de un cautivador inicio (formidable el guion de Harold Medford y Jerome Weidman, que adaptan el relato de Gertrude Walker, inspirado en la relación entre Bugsy Siegel y Virgina HIll): Dos figuras a las que no vemos el rostro lanzan un cadáver por un terraplén en el desierto; la policía investiga en la mansión del asesinado, aunque permanezca aún en incógnita su identidad para nosotros, y en unas de sus películas caseras descubren a Loran Hansen Forbes (Crawford), pero cuando investigan sobre esta supuesta y popular rica heredera del negocio del petróleo descubren que nunca ha declarado a Hacienda y que se desconoce su pasado. ¿Quién era esta mujer que ha desaparecido? Solo parece existir en los dos últimos años. Tras esa imagen de éxito se esconde el trayecto de una ascensión, el de Ethel, una mujer que discutía con su marido, Roy, por mirar cada centavo que gastaban. En cambio, ella prefería alimentar las ilusiones de su hijo, comprándole una bicicleta, pese a sus precariedades (por lo tanto, la vida como perspectiva permanente de restricción y la necesidad de quebrar unos límites o la necesidad de que la vida sea como uno quiere que sea). Pero no se puede controlar ni dominar la vida, y la tragedía atropella a su hijo montando su ilusión en forma de bicicleta. Ethel se revuelve contra su condición, y decide romper con esa vida que es más bien un sumidero de carencias, de la que ella era cautiva porque tenía un hijo. Se es la posición que se detenta, y en ese pueblo perdido, es (se siente) nada. Y siente que su futuro será como su presente. Resulta dificil vivir allí, pero lo es más poder salir, escapar. Ethel lo hace. Y juega bien sus cartas, con decisión, y habilidad.

Haciendo buen uso no sólo del encanto de su apariencia (cómo se fijan en sus piernas cuando trabaja de dependienta; el siguiente paso es ser modelo y acompañante), sino de su hábil inteligencia. Todo es un intercambio (de intereses), y se debe saber jugar bien las bazas. Sabe cómo impulsar la carrera del contable, Martin, introduciéndole en el negocio de ese señor del castillo que es Castleman. En su momento, la obtusa ceguera de algunos, en la prensa neoyorkina, calificó al personaje de Ethel como alguien que complica la vida a quienes le rodean. Seguramente no se hubiera dicho tal necedad si hubiera sido hombre. Ethel ansía alcanzar la embriaguez del poder en las alturas, como tantos otros (sean hombres o mujeres); se deja llevar. Como bien le apuntará Martin, que también se dejó envolver por los cantos de sirena, le gusta sentirse una invitada en ese escenario de privilegios (donde le pagan un año de viajes por Europa para cultivarse), sin ser consciente del todo de que se está convirtiendo en una cómplice, y en alguien, aunque le duela asumirlo, que no ha dejado ser ni dejará de ser un instrumento, una pieza en el escenario de quien rige, regula y mueve los hilos, Castleman. Dejará de ser la invitada o acompañante del sueño. El señor del castillo no es un príncipe de ensueño sino un señor de la guerra y no dudará en requerir sus servicios para ensuciarse en el campo de batalla como instrumento de seducción de su principal rival, Nick, para conseguir la necesaria información estratégica. Y no hay vuelta atrás cuando se cruzan ciertos umbrales, y se tiene que enfrentar al hecho de que sus manos tienen que mancharse de sangre aunque pretenda negarlo o rehuirlo. Es lo que ocurrirá cuando quiera salirse del escenario o tablero, cuando quiera volver al inicio, como si fuera posible reescribir su vida. Aunque seguramente, pese a la lección aprendida, querrá volver a escapar de ese sumidero de carencias en lo más bajo de la escala del poder económico o dominio de la vida.

viernes, 11 de agosto de 2023

Daisy Kenyon

 

En el cine de Otto Preminger, los trayectos pueden ser imprevisibles. Su sinuosidad, su suspensión de certezas, como un perfil que aún hubiera que precisar uniendo sus puntos, alienta la interrogante, la que te hace perder el paso, para reajustarlo, como quien aprende a caminar firme sobre terrenos pedregosos o movedizos. Daisy Kenyon (1947), adaptación de la novela de Elizabeth Janeway, publicada en 1945, guionizada por David Hertz, podría parecer que va a transitar los territorios más ortodoxos del melodrama, como los que la propia Joan Crawford protagonizó, o protagonzaría, en las excelentes De amor también se muere (1945), de Jean Negulesco, o en Los condenados no lloran (1950), de Vincent Sherman, pero los dribla para situarnos en territorios que parecen variar (como los decorados de fondo de la atracción de ferie del tren en Carta de una desconocida, 1948, de Max Ophuls) y hasta confundir el escenario, apuntando posibles sendas que no son sino desvíos que dibujan un planteamiento más complejo, desconcertante, aparentemente indeciso, como las ecuaciones sentimentales irresueltas, con flecos sueltos, del trío protagonista: una mujer, Daisy (Joan Crawford), entre dos hombres, Dan (Dan Andrews) y Peter (Henry Fonda), aunque todos parecen indecisos, minados. Dan entre Daisy y su matrimonio en proceso de permanente pero nunca culminada demolición, Peter entre Daisy y el fantasma de su esposa fallecida en un accidente cinco años atrás, motivo por el que se alistó en el ejército, como si un escenario de muerte pudiera generar el olvido de una muerte concreta. Hay una secuencia en la que se insinúa sutilmente la pauta que vertebra la sinuosidad: Dan pregunta a Peter, diseñador, cómo configura el equilibrio de un yate, esa parte que está bajo la superficie, no visible; él, abogado, nunca ha sido muy amigo de la lógica (como quien navega a impulsivo golpe de timón): ¿por qué realmente se siente atraído por Daisy y por qué no se decide a romper su matrimonio?. Paradojas. Equilibrio y lógica. Pero en el territorio premingeriano será difícil que se transite sobre rígidos opuestos, sobre cuadrículas. Resulta arduo en muchas ocasiones lograr discernir lo que sientes, muchas veces vas detrás de ti mismo, sin saberlo, persigues algo, hasta que lo alcanzas, y ves que es tu propio rostro. Quizás fantasmas como películas de las que cuesta desprenderse. Quizás, como Daisy, tras casarse con Peter, ya no ama al otro, a quien parecía enganchada, a Dan, sino sólo el recuerdo de cómo le amó, pero cuesta desprenderse de ese garfio. Porque primero hay que verlo. Como un cristal surcado por gotas de lluvia, hay que restregar bien la mirada para poder ver el exterior ya no de modo borroso, sino de modo bien perfilado.

En las secuencias iniciales, Daisy, ilustradora de una revista, se encuentra enganchada a Dan, casado, con dos hijos. Pugna consigo misma; repetidamente remarca que deberían dejarlo, porque es una relación que no acaba de consolidarse, porque parece suspendida en el aire como una promesa zarandeada como una hoja por el viento. Cuando Dan deja el piso se cruza con la cita de Daisy, Peter, quien llega en el taxi, con el que pretende que él y Daisy vayan a cenar. Pero Dan no quiere esperar su taxi (como el taxista en la primera secuencia no quiso esperarle a él; como Daisy parece cada vez más decidida a no esperar que se decida a abandonar a su esposa). Cuando Peter se le declara a Daisy, alude a sus heridas emocionales, pero Daisy le detiene. Le insta a que se deje de melodramas, porque no se puede tener clara la herida que aún atormenta: la hace historia, melodrama; hay algo que no encaja del todo. Dan es alguien desconcertante, alguien que aún parece marcado por la muerte de su esposa cinco años atrás, y por la guerra misma; aún es presa de las pesadillas. Daisy le aconseja que debe afrontar la muerte de su esposa, aunque él no lo tiene tan claro; no tiene claro cuál es la raíz de sus tinieblas. Y parece también el caso de Daisy o Dan. Ella afirma que ya superó la resaca emocional de Dan, pero en cuanto este reaparece el torbellino vuelve a dominarla. Hasta que no logre mirarlo de frente, hasta que no lo logre terminar la persecución de sí misma, y ver su propio rostro, no lograra descubrir la raíz de ese garfio. Y no harán falta melodramas.

De un modo sorprendente, entonces, nos encontramos ante una obra que disecciona las pautas de un género, el melodrama, del mismo modo que la raíz de las indefinidas emociones de los personajes, que aún tienen que unir todos los puntos para lograr definir el propio perfil de cómo y por qué sienten, para conseguir el equilibrio. Dan no lo logra porque rechaza la lógica, se siente cómodo sin definirse, como quien huye de sí mismo, y de las responsabilidades, entre diferentes escenarios, como a quien le gusta sentirse en lid con el mundo. Pero esa comodidad erosiona a Daisy que necesita perfilar con nitidez el horizonte, porque es como si amara algo intangible, o escurridizo. Dan también erosiona la estabilidad de su hogar. Aparece cual fugaz visitante, como un papa Noel que sus dos hijas reciben siempre con alegría, y reparte justicia salomónicamente, mientras los sinsabores cotidianos se los traga la esposa, quien ya responde a una tensión que le sobrepasa a golpe de bofetada (a su hija menor). La relación entre ambos está viciada, como crispada entre ella y sus hijas. Una relación que es pura conveniencia, imagen, para el gran jurado de la sociedad y los valores de la corrección, pero que en su interior está minada por zapadores invisibles, a los que no se quiere dar cuerpo por la mísera conveniencia. Dan lucha en los juzgados contra la xenofobia de una sociedad que niega a un soldado de ascendencia japonesa que recupere su hogar cuando retorna de la guerra (decisión que toma, en buena medida, para recuperar el aprecio de Daisy), pero es incapaz de lograr la armonía en su propio hogar, o con Daisy. No sabe cómo configurar ese equilibrio interno. Y avasalla. Primero, cuando la fuerza a besarla, después, cuando, pensando que su matrimonio se rompe, insiste de modo implacable (incluso, sin consultarle a ella, pidiendo a Peter que firme primero la petición de divorcio), y por último con constantes llamadas que provocan la exasperación de Daisy, quien incluso, por el agobio, sufre un accidente con el coche. El instinto, la comodidad, no sabe de lógica, funciona a golpe de apetencia. Peter en cambio sabe que no se puede ir apabullando, y más cuando aún se ha realizado el enfoque adecuado sobre lo que se siente. Hay que dejar espacio, y que la mirada de quien amas logre unir los puntos, y quizá sea entonces cuando al completar el perfil vea que son los de tus rasgos.

lunes, 1 de noviembre de 2021

Días impacientes

                             

En El amor llamó dos veces (The more the merrier, 1943), de George Stevens, debido al incremento de la población en Washington y a las dificultades de conseguir alojamiento, una mujer, Constance (Jean Arthur), se encuentra en la circunstancia  de compartir su piso con dos hombres, Benjamin (Charles Coburn) y Joe (Joel McCrea), tras que el primero, que tiene que esperar dos días a que esté disponible la suite del hotel, alquile la mitad de su habitación al segundo porque este necesita un provisional alojamiento hasta que embarque hacia África. Apreturas y dificultades de convivencias en tiempos de guerra en una notable comedia, y una de las más logradas obras de Stevens. Al año siguiente, en otra producción de la Columbia, de nuevo con Jean Arthur y Charles Coburn, Días impacientes (The impacient years, 1944), Andy (Lee Bowman), tras año y medio de ausencia, retorna del campo de batalla, disfruta de su primer permiso y se reencuentra con la mujer con la que se casó, Janie (Jean Arthur), a la que había conocido cuatro días antes de casarse. Conoce por fin a su hijo pero también se encuentra con que comparte la casa no solo con su padre, William (Charles Coburn), sino también con un hombre joven, Henry (Phil Brown). ¿Es otro campo de batalla? La torpeza y el desconcierto determinan que ese reencuentro más bien derive en una colisión cuya única solución, según consideran ambos, es el divorcio. De hecho, la narración comienza en los tribunales donde se dirime la petición de divorcio; la narración es la declaración de William, o la aclaración de qué circunstancias y sucesos determinaron una situación que podría haber evolucionado de otra manera si no hubieran sido tan impacientes y no se hubieran dejado llevar por conclusiones apresuradas. De entrada, porque eran dos personas que, tras tanto tiempo sin verse, se desenvolvían torpes como si fueran casi extraños, y en segundo lugar, porque la figura de ese otro hombre suscita unas dudas en Andy que no sabe cómo compartir con Janie. Infiere lo que no es (dado qué bien se desenvuelve Henry en sus tareas paternales). Y como Janie no sabe lo que él siente interpreta su decisión de no dormir en la misma cama que ella, sino en el suelo, como evidencia de que no se siente ya atraído por ella. Los equívocos y malentendidos determinan la reacción airada de ambos.

La decisión del juez (Edgar Buchanan) determina una singular redirección argumental. Ambos deben recrear los cuatro días durante los que se gestó y consolidó su amor, visitando, paso a paso, los mismos lugares, por si de esa manera recobran esa conexión que creen haber perdido, como si hubiera sido una pasajera enajenación. Los espacios son los mismos, pero ellos no, son como actores que torpe y desganadamente recrean lo que se dijeron e hicieron, sea en el bar donde se conocieron o en la oficina de registros o en lugar junto al mar donde se besaron.  Y por otra parte, se encuentran con las interferencias de quienes interpretan su circunstancia de otro modo, como el conserje (Grant Mtchell) y el botones (Charles Grapewin) del hotel donde se alojan, quienes piensan que él puede ser una amenaza (como si encarnaran el sentimiento agraviado de ella). Los intentos de comunicación de Andy se interpretan como molestia y acaba recluido en su habitación cual prisionero (como prisioneros de los malentendidos se encuentran ambos). Incluso, el mismo padre de Janie, y Henry, creerán que el intenta matarla cuando le sorprenden poniendo una almohada sobre su cara (sin saber que lo hace para quitarle su ataque de hipo). Pero los equívocos lograrán desenmarañarse y conseguirán verse, discernirse, de nuevo ya desprovistos de miedos, recelos e inseguridades, con el espacio (mental) despejado adecuadamente para que las emociones se desplieguen sin cortapisas e interferencias (propias y ajenas) y posibilite la reconexión sentimental.

El sugerente guion es obra de Virgina Van Upp, quien había escrito varios guiones desde mediados de los treinta, entre ellos el de la notable You and me (1938), de Fritz Lang, y que ese mismo año, por su exitosa participación en el guion de Las modelos (1944), de Charles Vidor, había apuntalado de modo más firme su posición de poder en la industria, incluso como productora o supervisora de proyectos, en la Columbia (en aquel entonces solo otras dos mujeres detentaban ese cargo, Joan Harrison, colaboradora de Alfred Hitchcock, y Harriet Parsons, hija de la columnista Louella Parsons). Fue determinante su buena conexión con Rita Hayworth,  para la que supervisaría Gilda (1946), de Charles Vidor y La dama de Trinidad (1953), de Vincent Sherman, así como el remontaje de La dama de Shangai (1948), de Orson Welles.  El director de Días impacientes era Irving Cummings, uno de esos directores a los que no se ha prestado atención alguna, considerado mero impersonal artesano, y con el infortunio de ni siquiera haber dirigido una película popular, o que haya calado de un modo u otro en el imaginario colectivo. La misma Días impacientes, que fue un éxito en su momento, está protagonizada por un actor tan escasamente conocido como él, Lee Bowman, que centraría a partir de 1950 su trabajo en televisión, en donde su rol más destacado sería como protagonista de Ellery Queen (1950-55); quizá su rol más significativo fue su condición de pionero en la labor de asesoría de interpretación o dominio escénico para políticos (fue contratado en 1969, durante la administración como presidente de Richard Nixon, para asistir en tal materia a los más jóvenes representantes republicanos). Por su parte, Jean Arthur quizá fuera la actriz que mejor representa al periodo dorado de la comedia estadounidense, entre mediados de los treinta y mediados de los cuarenta, pero nunca fue considerada una estrella, ni ha generado atracciones fetichistas remarcables, pese a ser una actriz admirada por sus memorables interpretaciones en obras del calibre de Una chica afortunada (1937), de Mitchell Leisen, Cena a medianoche (1937), de Frank Borzage, Vive como quieres (1938) y Caballero sin espada (1939), ambas de Frank Capra, Solo los ángeles tienen alas (1939), de Howard Hawks o El asunto del día (1942), de George Stevens. Con Días impacientes concluiría su contrato con Columbia. Se dice que salió gritando, ¡Soy libre!. Posteriormente, solo interpretaría dos películas más, Berlín Occidental (1948), de Billy Wilder, y Raíces profundas (1952), de nuevo con George Stevens. Con respecto a Cummings, entre sus ochenta y dos películas, dirigió sobre todo comedias y musicales, en particular durante la última década de su carrera, que concluiría en 1951, con Don dólar, con Groucho Marx, aunque también algún western, como Belle starr (1941). Colaboró de modo recurrente con Warner Baxter, Shirley Temple o Betty Grable. Quizá su obra más conocida sea su biografía sobre Alexander Graham Bell, El gran milagro (1939), lo cual da la medida del escaso interés que ha suscitado su cine, o lo poco que ha calado en la memoria cinéfila. De todos modos, quién sabe, entre tantas obras que dirigió, en general desconocidas, quizá haya algunas obras tan estimables como esta sugerente comedia.

sábado, 17 de octubre de 2020

A diez segundos del infierno

Hay películas que parecen impregnadas de una atmósfera nublada, un aliento encapotado que emana de la pesadumbre. Las hay que vibran con el aleteo del ave fénix, pugnando, con una febrilidad en suspenso que no estalla pero no deja respiro, por desprenderse de las cenizas que pretenden abocarla de nuevo a las simas de un agujero negro, el del descreimiento, el estéril cinismo. Ambas películas habitan en Diez segundos al infierno (Ten seconds to hell, 1959), de Robert Aldrich, una producción de la Hammer. Puede parecer una paradoja, y quizás lo sea, pero es ante todo un proceso alquímico (la novela que se adapta, de Lawrence Bachmann, adapta se titula El fénix). La apuesta por la vida tras enfrentarse cara a cara con la muerte, a lo que se enfrentan seis desactivadores de bombas, seis alemanes que fueron relegados, como castigo, a tal tarea por no amoldarse al ideario nazi predominante (pero no sólo por cuestiones políticas, sino también por dedicarse a ciertas actividades ilícitas), y que ahora, ya finalizada la guerra, realizan su labor a las órdenes de los británicos (tras que estos hayan perdido a sus especialistas) entre las ruinas de Berlín. Esa pesadumbre que menciono es la que parece dominar al que la mayor parte de los otros compañeros consideran su líder, Koertner (Jack Palance), al que, aquel que le gustaría ser líder del grupo, Wirtz (Jeff Chandler), califica como poeta del dolor (su semblante parece en muchas ocasiones preso de una convulsión, la de sentir demasiado), alguien noble, que siempre busca el juego limpio, empático y compasivo. Wirtz, en cambio, es alguien más bien cínico, al que le preocupa su propia supervivencia, su propio beneficio.

Con las mujeres también ambos son opuestos. Wirtz sólo parece funcionar por sus necesidades biológicas. Avasalla a Margot (Martine Carol), la viuda que les ha alquilado las habitaciones a ambos, la primera noche que ha salido con ella, haciendo oídos sordos de sus protestas. Koertner, en cambio, llega hasta a dudar de entregarse a ella considerando las precarias circunstancias en las que viven, un tiempo (de tránsito) de dolores y heridas demasiados recientes, de luto, y de necesidad de esfuerzo y entrega para una reconstrucción. No deja de ser sintomático el espacio en el que ambos forcejean con sus planteamiento vitales, con su desubicación, para dar una oportunidad a su amor, unas ruinas a la que ha llevado Koertner a Margot por un motivo especial, que  no es capaz de revelarle, y que Aldrich destacará con un travelling de acercamiento en el último plano de la secuencia cuando ambos se marchan: es un edificio que diseñó Koertner, quien era arquitecto antes de la guerra (detalle que también había ocultado a sus compañeros). Koertner es alguien con pulsión de construir, pero tan dolido, por la desolación y la brutalidad de la que ha sido testigo, que no es capaz de desprenderse de la atracción de desafiar a la muerte, aunque ponga en riesgo su vida. Pero la aparición en su vida de Margot, es la recuperación del aliento de vida, de reconstrucción, de volver a crear una relación con la vida, con los demás, como en hermoso detalle de correspondencias, otro de los integrantes del grupo, Loeffler (Robert Cornthwaite), acoge en su hogar a una gran variedad de animales. Junto a él intentarán convencer a Wirtz de anular la apuesta que acordaron antes de iniciar su tarea: Wirtz propuso al inicio que todos pusieran la mitad de su sueldo, y quien sobreviviera al de tres meses lo ganaría. Por eso, la narración se convertirá en su último tramo en un duelo entre dos mentalidades o actitudes vitales opuestas, la del cínico Wirtz contra el espíritu revitalizado de fénix que ha recuperado Koertner.

Aldrich narra con tensa fisicidad las esplendidas secuencias en las que tienen que desactivar las bombas. Incluso, en algunos casos con ingeniosas soluciones de puesta en escena jugando con la elipsis o lo que no se visibiliza en campo.  Su narrativa es precisa, sintética, y no carente de un desesperado lirismo, aunque contenido. Después de un año de inactividad, durante el cual temió por su futuro profesional, tras ser despedido durante el rodaje de Bestias de la ciudad (1957), de Vincent Sherman y Robert Aldrich, parecía moderar su tendencia a un histrionismo que se extendía a los mismos encuadres. La contención predomina en esta narración, como si contuviera una explosión, como ejemplifica la misma interpretación de Palance. No es de sus obras más populares, ni  más valoradas, pero la considero, dentro del género, bastante superior a otra mucho más renombrada como Doce del patíbulo (The dirty dozen, 1967), a la que no cuestiono su eficiente músculo narrativo, aunque derive más en lo mecánico, sino el insuficiente relieve en el trazo de su personajes, y su contradictorio desarrollo con respecto al (supuesto) planteamiento (una obra que pone en cuestión al estamento militar pero deriva en la más rudimentaria hazañas bélicas). Aunque se sostenga sobre la contrastada, y enfrentada, dualidad de puntos de vista opuestos, Diez segundos al infierno no desmerece al lado de la más corrosiva y compleja (o menos complaciente) Comando en el mar de la china (Too late he hero, 1970), en la que los personajes (los dos protagonistas en especial) están dotados de más matices, y contradicciones, y hasta pueden resultar imprevisibles. Diez segundos al infierno es una estimulante obra que hace cuerpo de la reconstrucción de una ilusión tras tensar la espoleta narrativa con la inmersión en los cenicientos socavones de unas ruinas donde unos hombres, como Wirz, hacen del infierno una morada en la que ser los más fuertes y otros, como Koertner, se esfuerzan en conseguir desactivar las huellas de unos horrores pasados, que amenazan con derrumbar el presente, para lograr erigir de nuevo un futuro con firmes cimientos, los de la nobleza, el juego limpio, la colaboración y la entrega. Para que luego digan que Aldrich era un cineasta cínico.



domingo, 30 de septiembre de 2012

En rodaje: Humphrey Bogart y el maquillaje (I)

Photobucket Photobucket Humphrey Bogart sólo participó en una obra de ciencia ficción o terror, 'The return of Dr X' (1939), De Vincent Sherman, secuela, aunque realmente no guarde relación alguna, de 'Dr X' (1933), de Michael Curtiz, y que Bogart calificó como una de las peores de su filmografía.