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viernes, 29 de noviembre de 2024

I see a dark stranger

 

El sentido de la realidad de Birdie (Deborah Kerr), en la muy estimulante I see a dark stranger (1946), de Frank Launder, está un tanto condicionado por ciertas ficciones, las relatos (las batallas) de su padre, nacionalista independentista irlandés de pura cepa, sobre su activismo del pasado, inoculándola un odio hacia lo inglés, cuya sombra alargada arraiga en tiempos de Cromwell.  No es de extrañar que cuando Birdie cumpla 21 años decida convertirse en activista, integrante del IRA: Será en otro espacio de representaciones, un museo, donde se enfrente, por primera vez, a la condición fantasiosa de sus relatos, cuando un supuesto compañero de armas del pasado de su padre (ahora conservador del museo, lo que no deja de tener su ironía) más bien pretenda convencerla de que el escenario ha cambiado ya un tanto en las últimas décadas, por lo que no tiene sentido ese anhelo de rebelión contra el opresor. Pero aun así, Birdie seguirá empecinada en su propósito. Y su enajenación será oportuna materia moldeable para quien tiene a Inglaterra como enemigo. La escisión queda bien reflejada, en un afinado uso de la voz en off, a través de los pensamientos de Birdie, un fragor mental amplificado por el contraste con su expresión, gracias a la extraordinaria interpretación de Kerr. Escisión con la realidad que queda manifiesta en el primer viaje en tren, cuando sin darse cuenta, sin solución de continuidad, dice en voz alta una de las frases de lo que está pensando sobre su compañero de vagón inglés, Miller (Raymond Huntley). Pero Miller no es quien parece, y en otro espacio de ficciones, una librería, se nos desvelará que es un agente alemán.  Espacio en el que, significativamente, se reencontrará con Birdie, mente vulnerable a las ficciones (y más a las familiares). Una elocuente elipsis y ya tenemos a Birdie convertida en agente alemana. 

Es momento de recordar que Launder, junto a Sidney Gilliat, también director, escribieron el guion de Alarma en el expreso (1938), de Alfred Hitchcock. Trenes, espías, falsas apariencias. I see a dark stranger fue la primera producción de este tándem británico, con menos renombre que Powell y Pressburger, de las diez que realizaron con su productora, Individual Pictures, que formaron un año antes. Como en la obra de Hitchcock, el humor es factor cardinal en la tonalidad de la historia, como se refleja especialmente en la relación de encuentros y desencuentros (o los desencuentros que se dan cada vez que se reencuentran) de Birdie con Baynes (Trevor Howard), militar de quien en principio se sospecha pueda ser un agente de la inteligencia británica. El relato es también el de un reajuste de una relación que en principio es una representación entre dos supuestos contrarios, ya que para ella él es lo que representa, la posibilidad de que sea un agente británico, por tanto un enemigo. El flirteo es mero fingimiento, una maniobra. El accidentado posterior desarrollo determinará que se vaya afianzando una atracción, a medida que se superan ofuscados filtros y la relación se sostenga no sobre lo que representa sino sobre cómo son. 

La ironía se despliega vivazmente en secuencias como aquella en la que, en estrechas carreteras en la campiña, el carruaje en el que viajan cautivos Birdie y Baynes se encuentra con un séquito funerario  de carruajes que ralentiza su viaje, para revelar, cuando van a cruzar la frontera, que no hay cadáver alguno sino que son contrabandistas de…despertadores. También hay secuencias en donde se privilegia lo siniestro, la vibrante tensión, como la persecución automovilística y el tiroteo consiguiente en un oscuro túnel, o la secuencia en la que Birdie debe llevar en la silla de ruedas un cadáver, del que debe desprenderse, sorteando a cortejadores y solícitos policías. Y, por último, secuencias que conjugan admirablemente ambas líneas, como la espléndida del tren en la que Birdie debe contactar con otro espía alemán del que ignora su aspecto físico, y escruta los rostros (sobre los que especula) de todos los que ocupan el compartimento (entre ellos, la old lady, Katie Johnson, de El quinteto de la muerte, 1955, de Alexander MacKendrick). 

miércoles, 20 de noviembre de 2024

Amargo silencio

 

No soporto a los lobos solitarios, da igual en qué bando estén’ dice Martindale (Laurence Naismith), el dueño de la fábrica, mientras observa, a través de la ventana, cómo uno de los obreros, Tom (Richard Attenborough), cruza la valla de entrada, tras superar al grupo de obreros en huelga apostados en la entrada. Es el único esquirol que se mantiene firme, el único, de los que en principio no estaban de acuerdo con la huelga, que no se deja arredrar por la presión social, silenciosa, de desprecio, o violencia (destrozos de sus propiedades) de algunos de los obreros que realizan la huelga. Amargo silencio (The angry silence, 1960), de Guy Green, es una película incómoda, que abre ángulos poco complacientes que son hendiduras que sangran. Al menos, El hombre del traje blanco (1953), de Alexander MacKendrick, con la que se pueden establecer sugerentes asociaciones, te dejaba con una sonrisa, aunque, en parte helada, porque poco a poco empezabas a percatarte de que te acababan de arrojar una buena ración de ácido. El Inventor que encarnaba Alec Guinness se convertía, por idear una tela que no se mancha, en una figura incómoda que ponía en peligro todo un sistema, por eso era perseguido por todos, fuera los empresarios o los trabajadores. Tom también se convierte en una figura molesta, que no beneficia a los intereses ni de unos ni de otros: Martindale sugiere su despido como solución, y Connolly (Bernard Miles), el capataz, llega a exigirlo, pero otro hombre en medio, el jefe de personal, Davis (Geoffrey Keen), no se deja arrastrar por las conveniencias ni arrebatos viscerales de uno y otro: sabe que es una medida injusta, un chivo expiatorio que paga el no entendimiento entre ambas partes. Green establece asociaciones o equivalencias a través de brillantes transiciones de montaje, como en M (1931), de Fritz Lang, a través de encadenamiento de diálogos de los trabajadores con otros de los directivos de la empresa. En M también los dos bandos, delincuentes y trabajadores, acababan persiguiendo al infanticida.

Green había realizado una espléndida obra bélica con Comando de la muerte (1958). Esta es otra guerra, que se desvía hacia quien se queda en medio. Hay una secuencia inicial en la que la chaqueta de una secretaria se queda enganchada a una máquina, y está a punto de tener consecuencias fatales. Tom también se queda enganchado en sentido figurado, pero las consecuencias son más graves: En primer lugar, porque también afecta a su familia, a su esposa, Anna (excelente Pier Angeli), y sus dos hijos pequeños ( uno de los cuales es cruelmente humillado en el colegio al ser embadurnado con heces, como descubre una desesperada Anna), y por supuesto, al final, él. En el desolador paisaje humano destacan personajes como los jóvenes, comandados por Eddie (Brian Bedford), que abomban su pecho para demostrar que son más machos e importantes que nadie (entre ellos, Oliver Reed), aunque no sepan realmente por qué están de huelga y para qué; van donde las corrientes les lleva, y su única manera de actuar (o reaccionar) es con la violencia; son los que, por ocurrencia propia, ejercen la violencia contra las propiedades de los esquiroles. Y está, al contrario, quien prefiere meter la cabeza bajo tierra, porque no quiere problemas, como es el caso del mejor amigo de Tom, Joe (Michael Craig, argumentista también junto a Richard Gregson), quien, en buen apunte previo de guion (de Bryan Forbes) no se compromete en ningún aspecto de su vida, como demuestra en su cita con una de las secretarias de la fábrica, prefiriendo ir, en cualquier faceta, de refilón, sin que se le note mucho, como si estuviera de paso.

Green narra con percutante vigor, con la aspereza de quien deja en evidencia las miserias de todos. Con qué facilidad se ningunea, y humilla, al que discrepa. Aquí no nos encontramos las autocomplacencias maniqueas que empañaban obras como La huelga (1924), de Serguei Eisenstein o La tierra (1930, de Aleksandr Dovjenko. Ciegos hay en todos los bandos, y cuando una masa se une, aún más ciega puede llegar a ser, y la miseria brota en sus actos, por pasiva o por activa. El final es demoledor, reflejo de esa fustigante conciencia de los jóvenes airados del Free cinema (aunque Green no fuera parte de ese movimiento o de su generación, como Reisz, Anderson o Richardson). Es una buena bofetada que recuerda que si las revoluciones fracasan, cuando se quiere mejorar las condiciones de vida o derrocar a un opresor, es porque los sublevados incurren en parecidas o semejantes iniquidades o mezquindades, como bien apuntala el feroz picado sobre la masa de obreros, que se han quedado en silencio tras una buena reprimenda del que hasta entonces se había amordazado por miedo, que clausura esta espléndida obra. La siguiente obra de Green, Hombre marcado (1961), es tan brillante como incómoda.

miércoles, 26 de junio de 2024

Chantaje en Broadway

 

Tras la venta de Los Estudios Ealing a la BBC en 1954, Alexander Mackendrick decidió trasladarse a Estados Unidos. Rechazó contratos con David Selznick y Cary Grant y se decantó por la compañía independiente Hecht-Hill-Lancaster, porque le atraía la posibilidad de adaptar El discípulo del diablo, de George Bernard Shaw, aunque el proyecto se demoraría (de todos modos, posteriormente, en 1959, sería despedido a las pocas semanas de iniciarse el rodaje, y reemplazado por Guy Hamilton). Mackendrick quiso desligarse de su acuerdo con la productora, pero no lo consiguió y le fue ofrecido otro proyecto, Chantaje en Broadway (Sweet smell of success), adaptación de la homónima novela de Ernest Lehman, aunque en la revista Cosmopolitan había aparecido con el título de Tell me about it tomorrow!, porque al director no le gustaba la palabra Smell (olor), en la que Lehman se inspiraba en sus experiencias como asistente de un agente de prensa y columnista, Walter Winchell. Lehman, en principio, iba a dirigir la película, pero United Artists no parecía muy receptiva con respecto a la idea de que el director fuera un principiante. Cuando Mackendrick se hizo cargo, con respecto a la necesidad de una elaboración del guion, no optó por quien propuso Harold Hecht, Paddy Chayefsky, sino por Clifford Odets, quien no le dedicó unas semanas sino cuatro meses durante los que reconfiguró cada secuencia (incluso, seguía con tal tarea cuando se inició el rodaje, por lo que Mackendrick disponía de las correspondientes páginas pocas horas antes de rodar). Para conseguir el papel del publicista Sidney Falco, Tony Curtis tuvo que superar las reticencias del Estudio, ya que hasta entonces estaba encasillado en el papel de galán. Para el columnista, J.J. Hunsecker se consideró a Orson Welles y, por parte de Mackendrick, Hume Cronyn (por su parecido físico con Winchell), pero sería Burt Lancaster quien terminaría interpretándolo (Mackendrick sugirió que usara sus propias gafas, y que a estas se le aplicara vaselina para acentuar una mirada vacía, ya que al actor le resultaba más difícil enfocar; además decidió, con la colaboración de James Hong Howe, encuadrarle en numerosas ocasiones con contrapicados angulares, e iluminación directa sobre su cabeza para que se generaran sombras su rostro). Se pensó en Robert Vaughn para interpretar al guitarrista Steve Dallas, pero, al ser reclutado, sería reemplazado por Martin Milner, y Ernest Borgnine rechazaría participar en la película porque su personaje (probablemente el policía Kello) no disponía de demasiado diálogos. La banda sonora compuesta por Chico Hamilton y Fred Katz, integrantes del grupo musical en el que participa Dallas, fue reemplazada por la extraordinaria de Elmer Bernstein.

En Chantaje en Broadway (1957), trivial traducción del más cáustico título original ( The sweet smell of success: El dulce aroma del éxito), nos sumergimos ( y nunca mejor dicho, dado el asombroso trabajo fotográfico de James Wong Howe) en las tenebrosas corrientes de la abyección humana. No puede ser más desolador el paisaje humano, empezando por las dos figuras protagonistas. El representante artístico o publicista, Falco (Tony Curtis), no se arredra en recurrir a lo que sea, o en aprovecharse de quien sea, para conseguir su propósito, que no es otro que el que su nombre (o el de sus clientes) aparezca en un artículo del más influyente columnista de la ciudad, Hunsecker (Burt Lancaster), aquel que dicta la realidad, según nombre u omita. En la primera secuencia nos es presentado comprando el periódico para comprobar si aparece o no. Desespera, porque sabe el motivo de que le haya sido negado ese privilegio. Aceptó la petición de éste de que interfiriera en la relación de su hermana pequeña, Susan (Susan Harrison) con el guitarrista Dallas, porque no lo ve el adecuado para ella, pero Falco no ha conseguido su propósito. Aún más, comprueba que su amor se afianza, ya que han decidido casarse, aunque ella pretende comunicárselo a su hermano a la mañana siguiente. Mientras, él utiliza vilmente a Rita (Barbara Nichols), la chica que vende cigarrillos en un night club, haciéndole creer que acude a una cita con él, cuando no es sino para ofrecerla como amante de otro columnista del que necesita cierta información que es conveniente para él (su falta de escrúpulos queda patente en cómo se esfuerza, de modo persuasivo, para conseguir que ella acceda a realizar lo que no quiere hacer con la expresión de quien se siente degradada). Posteriormente, no dudará, tampoco, en chantajear a otro columnista con comunicar a su esposa su amorío con Rita. Los demás son meras piezas funcionales. Probablemente, el escaso éxito de la película se debiera a que sus dos protagonistas compiten por quién puede ser el más mezquino y miserable. Hunsecker es el ejemplo quintaesenciado del inclemente dios que con su palabra hace visible a quien puede alcanzar notoriedad en el medio, o le hunde en el fango de la invisibilidad, y por tanto del fracaso, si no le dota de nombre en su columna. Quien no aparece, o no es nombrado, no existe. O en el principio fue el verbo, aunque sea envenenado. Es capaz de destruir a quien sea, por activa o por omisión, si se le cruza en el punto de mira, como, en un presunto arrebato de generosidad, apoyar o propulsar la carrera de alguien citándole en su columna, aunque, en numerosos casos, siempre subyazca la condición del intercambio de favores ( ya se sabe, hoy por ti, mañana por mí). No importa la verdad, ni el trabajo que se hace, sino la posición. Y el resto es silencio, o la ruidosa algarabía, sin sentido, del circo mediático.

Hunsecker quiere que su voluntad sea complacida, esto es, que la realidad sea como él dicte que sea (no le importa lo que su hermana quiera sino cómo él quiere que sea la vida de su hermana; es su extensión). En la secuencia en la que se nos presenta a Hunsecker, con Falco como esbirro o extensión funcional, se radiografía la crueldad que cimenta ese escenario de relaciones, por cómo Hunsecker dirige la circunstancia con el senador, el agente y la actriz, presentes en su mesa. Y cómo delimita con Falco quien urde la puesta en escena y quien es actor secundario aspirante a protagonista, y cómo puede esa aspiración truncarse si no cumple con el cometido que se le ha asignado, otro ejemplo de intercambio de intereses. Falco, denodadamente, se esfuerza en intentar manipular las circunstancias para su conveniencia, pero como queda patente en la secuencia climática que le confronta con Susan y Hunsecker en el piso de los hermanos, ni sus esfuerzos ni los de Hunsecker serán fructíferos. Susan se escurre porque su hermano se sobrepasa y ordena a Kello que apalice a Dallas, y además deja en evidencia en Falco al citarle en nombre de su hermano para que este les sorprenda juntos. Quien parecía el componente más débil frustra la arrogancia de su hermano y propicia que Falco sea también apalizado. La integridad vence, aunque sea de modo doliente. De ahí, la intemperie que transmite la conclusión, con Susan alejándose en la calle. Sin duda, Chantaje en Broadway es una de las grandes obras maestras de Alexander MacKendrick, con una de las planificaciones, como expresó Jose María Latorre, más lógicas. Cada plano es el encuadre justo. Es una de las planificaciones más refinadas y precisas en el uso del espacio y en el modo de perfilar las relaciones de los personajes en él. Una impecable simetría para revelar la asimetría de la abyección. La carrera posterior de Mackendrick se vería caracterizada con los conflictos o divergencias con los productores. La relación de Mackendrick con Hecht-Hill-Lancaster parecía haber quedado un poco resentida por ciertas tensiones. Un par de años después, retomaría el proyecto de El díscípulo del diablo, pero fue despedido un mes después de comenzar el rodaje, y sería reemplazado por Guy Hamilton. También sería despedido de Los cañones de Navarone (1961), por divergencias de planteamiento creativo (quería incluir elementos de la antigua cultura griega), y sería sustituido por J. Lee Thompson. Las tres películas que dirigiría, aún estupendas, Sammy, huida hacia el sur (1963), Viento en las velas (1965) y No hagan olas (1967), estuvieran definidas por variados percances, en especial, las dos últimas por intromisiones de los productores que afectaron al resultado, del que no quedaría satisfecho, en especial de su última película, de la que prefería no hablar. Optó por dedicarse a la enseñanza.

domingo, 15 de noviembre de 2020

Juegos prohibidos

                           

Una de las singularidades de El tercer hombre (The third man, 1949), de Carol Reed y Juegos prohibidos (Jeux interdits, 1952) reside en la presencia de un solo instrumento musical en su banda sonora, la citara de Anton Karas y la guitarra española de Narciso Yepes, respectivamente. Pero no sólo les une esa peculiaridad. En ambas, es cuestión vertebral, la infancia dañada, en una por el tráfico de penicilina adulterada en la posguerra, en la otra, por la pérdida y la orfandad. En un caso, la sombra alargada de la mitomanía fetichista, mediante la figura del oficial genio maltratado, Orson Welles, impidió apreciar los méritos del director, Carol Reed, restringido durante tiempo en la categoría del cineasta sin particular personalidad. No recurriré al tópico de que el tiempo pone las cosas en su sitio (afirmación falaz), porque Welles sigue siendo catalogado como el cineasta que realizó la mejor película de la historia del cine, aunque la valoración de Reed, al menos, se ha reconsiderado e incrementado. Particularmente, las diferencias entre ambos cineastas no me parecen tan remarcables. Más allá de que Welles realizara dos grandes obras como El cuarto mandamiento (1942) y Sed de mal (1958), el resto de su filmografía me parece definida por la irregularidad (con más obras discretas que logradas). En la obra de Reed, también irregular, además de la citada, se pueden encontrar otras admirables como Larga es la noche (1947) o La Llave (1958), y notables como El amor manda (1938), El ídolo caído (1948), Desterrado de las islas (1951), Se interpone un hombre (1953) o Nuestro hombre en la Habana (1959). En el caso de Clement, es una cuestión de ensombrecimiento porque los focos apuntaran en otra dirección, como quien carece de las cualidades singularizadoras que porten particular brillos. Cineastas como Jean Renoir o Jean Vigo acapararon la sublimación entronizadora o fetichista. De nuevo, las desproporciones. En un caso sobredimensionadas las cualidades, y en otro (como también en los casos de los tardíamente reevaluados Marcel Carné, Jean Gremillon o Sacha Guitry), subvalorados. Ni me parece que abunden las obras maestras en la obra de Renoir (particularmente, solo destacaría Una partida de campo), en una filmografía irregular, como lo es la de Clement, en la que no dudaría de calificar como obras maestras tanto a Juegos prohibidos como a A pleno sol (1961), su obra más valorizada, como son excelentes tanto La batalla del raíl (1945) y Demasiado tarde (1949) o notables Los malditos (1947), Monsieur Ripois (1954) y Como liebre acosada (1972). Dos ejemplos de los daños de los cegadores focos de la mitificación fetichista cinéfila que establece altares que generan sombras en las que quedan oscurecidas filmografías o cineastas con parejos, o incluso superiores, méritos.

Juegos prohibidos sí dispuso de amplio reconocimiento en su momento, incluso en forma de premios (el León de Oro en Venecia, el Oscar y el Bafta a la mejor película extranjera), pero no alcanzó de resonancia posterior, porque fue tapiada por la discriminación de las nuevas generaciones, y su influjo poderoso en la cinefilia, en concreto Francois Truffaut y su desprecio a lo que denominaba cine de qualité; irónicamente, su cine se tornó cada vez más rancio, y más academicista y envarado, que el de esos cineastas precedentes que cuestionaba. Entre los damnificados, como representantes de aquel cine, estaban los guionistas Jean Aurenche y Pierre Bost, luego reivindicados por Betrand Tavernier (cineasta más sustancioso y menos autoindulgente que Truffaut), con los que colaboró en varias de sus excelentes primeras obras. Aurenche y Bost adaptan la homónima novela de Francois Boyer para Juegos prohibidos. En cierta medida, no deja de ser triste qué un obra tan lacerantemente bella como Juegos prohibidos quedara arrinconada en el limbo del olvido. Quien admire la también magistral Viento en las velas (High wind in Jamaica, 1965), de Alexander MacKendrick, sabrá a lo que me refiero cuando califico a esta obra como un tan conmovedor como descarnado, hasta la médula, poema sobre la infancia y la muerte. El contraste entre la mirada de unos niños y las circunstancias de un horror, la guerra se define por su demoledora crudeza y su lirismo acongojante.

Clement no se anda por las ramas con su intenso y arrollador comienzo, en los inicios de la guerra, en 1940: el bombardeo de una escuadrilla de aviones alemanas a una caravana de ciudadanos franceses que huyen hacia el sur desde París. Primeros planos de bombas cayendo y rostros que gritan aterrorizados; la desesperación se torna inclemente cuando un coche no puede volver a arrancar; no dudan en arrojarlo fuera de la carretera; cada uno se preocupa de su propia vida. En ese coche viaja un matrimonio, con su hija de 5 años, Paulette (Briggite Fossey), quien porta su perrito, que asustado echa a correr hacia el puente; ella lo persigue, y los padres a ella; los disparos de una avión acaban con la vida de sus padres y su perrito; un caballo corre asustado, arrastrando un carro al que falta una rueda, en paralelo a Paulette que quiere recuperar el cadáver de su perrito, que han echado al río. El caballo llega a una granja; uno de los hijos es Michel (Georges Poujouly), de once años, busca a una de las vacas asustadas, y se encuentra en el bosque, junto al río con Paulette y el cadáver de su perrito en brazos; el hijo mayor al intentar dominar al caballo es aplastado por las ruedas del carro, y debe permanecer postrado en la cama, a la espera de un médico que no llega. Sobrecogedor inicio, a la par que asombrosa la intensidad narrativa de un montaje que rezuma urgencia, desesperación, desvalimiento, dotando de cuerpo a la irrupción de la violencia rasgando la luminosidad del apacible paisaje y de las rutinas de las dedicaciones diarias: Cultivas la tierra como cada día y de repente una coz de un caballo asustado te daña de tal manera que provocará tu muerte.

La narración se hilvanará sobre hermosos e incisivos contrastes. Las guerras y las hostilidades se producen a diferentes escalas. Países, vecinos. En plena contienda bélica que causa un elevado número de muertes no deja de ser corrosivo el detalle de la enemistad entre las dos granjas vecinas, las de los Dollé y los Gouard, como si vivieran en una burbuja aislada, en su particular representación teatral, en la que la guerra es un eco lejano, otro componente de su particular contienda dramática. Un detalle inicial ya lo evidencia: uno de ellos quiere matar al perro del otro con una horca porque molesta a sus gallinas. Ambos padres muestran su disgusto o rechazo al hecho de que un hijo de uno y la hija del otro se amen (por lo que tienen que encontrarse a escondidas); compiten a través de sus hijos, porque un hijo haya podido participar en guerra y el otro no porque no le dieron por válido para combatir. Como desaparecen las cruces, piensa el padre de Michel, Joseph (Lucien Hubert), que ha sido cosa de su vecino, Gouard (Andre Wasley), por lo que destruye la cruz de su tumba familiar: la apoteosis de absurdo se materializa cuando ambos padres peleen en una angosta tumba del cementerio.
 Como contraste con respecto a esa contienda a pequeña escala,  la hermosa relación que se establece entre Paulette, acogida por la familia Dollé, y Michel. Ambos crean su mundo paralelo, en el que la muerte no es una figura dramática, terrible. Se puede enterrar, como si el ritual funerario fuera una forma de neutralización de su horror. Los cuerpos descansan, son protegidos. Cuando Michel le dice a Paulette que sus padres no han sido enterrados en un cementerio sino en un hoyo con las otras decenas de muertos en el bombardeo en la carretera, ella piensa que es para que no se mojen los cadáveres, y no quiere que le pase lo mismo a su perrito. Por ello, Paulette, que desconocía que existiera una figura denominada Dios ya que no había sido educada por padres católicos, impele a Michel a que robe cruces, incluso en la iglesia, para crear su particular cementerio de animales en el molino (en el que destaca la imponente, e impertérrita, figura del búho, la indiferente naturaleza, que tiene asentado ahí su nido). Esos son sus juegos prohibidos, su particular escenario, o burbuja protectora, que provocarán que se intensifiquen las hostilidades en el escenario o burbuja del conflicto vecinal por la desaparición de las cruces. A medida que se incrementen se apuntala, en cambio, entre ambos una relación de honda compenetración, como si fueran una pareja adulta, que determina que su separación sea de las más dolorosas que ha dado el cine, resuelta, además, con una concisión que no deja resquicio ni para la catarsis efusiva. Son niños perdidos en un paisaje de desolación y destrucción donde su tierna complicidad y su mirada natural y desafectada no tienen cabida en un mundo de adultos inclinado a la violenta confrontación con el otro. El último plano, desde las alturas , un vacío que carece de dioses, encuadra a Paulette perdiéndose en la muchedumbre mientras grita el nombre de su amigo, el vínculo que le hizo sentir, por un breve periodo de tiempo, que no era una huérfana desvalida.



 

domingo, 1 de noviembre de 2020

Los apuros de un pequeño tren

                           

Los apuros de un pequeño tren (The titfield thunderbolt, 1953), de Charles Crichton, es una de las más brillantes representantes de las comedias corales producidas por la británica Ealing, tramadas sobre la idea de que la unión hace la fuerza, sea para solventar una terrible desgracia, que un pueblo escocés se quede sin whisky, como sucede en Whisky a gogó (Whisky galore!, 1949), de Alexander MacKendrick, y después dar rienda suelta al ingenio para que no sea incautado por las autoridades, o sea para disfrutar de las más beneficiosas prebendas como ocurre en el distrito de Pimlico de Londres cuando descubren, por unas excavaciones, que pertenecen a Francia, los que les posibilita crear su propio gobierno y establecer fronteras, como se plantea en Pasaporte a Pimlico (Passport to Pimlico, 1949), de Henry Cornelius. El guionista de esta última también era T.E.B Clarke, autor del guion de la obra de Crichton (para quien había escrito el guion de la también espléndida Oro en barras, The Lavender hill mob, 1951), inspirado en unos sucesos acaecidos entre 1951 y 1952 en Gales, cuando se creó la primera línea ferroviaria para turistas organizada por amateurs; algunos de los sucesos descritos en la novela Railway adventure, de L-T.C Rolt, como los lugareños recogiendo con los más diversos utensilios agua con las que nutrir a la locomotora, o empujando uno de los vagones, inspiraron lances del guion de Clarke.

En la obra de Crichton el detonante conflictivo es la noticia de que el gobierno ha decidido cerrar la línea ferroviaria de Titfield. Para que puedan mantenerla en activo ( y para evitar que sea nacionalizada), deberán, primero, conseguir financiación, lo que consiguen gracias al apoyo del rico hacendado Valentine (Stanley Holloway) al plantearle la posibilidad de que en el tren podrá disfrutar de alcohol desde primeras horas de la mañana). Segundo, deberán pasar un mes de prueba para conseguir el permiso del ministerio de transportes, y la consiguiente inspección. Y, tercero, entretanto, deberán evitar los sabotajes de los dueños de la recién estrenada compañía de autobús (representante de esa modernidad contaminante, que altera el medio ambiente, y que quieren evitar en su comunidad.

Al frente del grupo de amateurs amantes de los trenes está el reverendo Weech (George Relph), quien compartirá conducción de la locomotora con el conductor retirado Taylor (Hugh Griffith), quien vive en un vagón en medio del bosque. Ambos son opuestos, lo que determinará que tengan que pactar, es decir, Weech aceptar que en cualquier momento Taylor detenga el tren para coger alguna pieza de caza. El núcleo de esta exultante obra se centra en el duelo con los saboteadores:  la locomotora tiene que sacar, arrollándolo, al camión lleno de piedras con el que han bloqueado las vías, y acto seguido con un aliado de éstos, el conductor de la apisonadora, Harry (Sidney James), establecer un duelo, como dos astados, entre apisonadora y locomotora (que concluye con la apisonadora despatarrada fuera de las vías); Harry dispara al el depósito de agua por lo que el tren se encuentra sin suministro: todos los pasajeros asaltan una granja cercana para conseguir cualquier recipiente para llenarlos con el agua de un arroyuelo y así abastecer a la locomotora. Cuando todo parece perdido, al precipitar los saboteadores el tren fuera de las vías la noche anterior a la inspección de un representante del ministerio, encuentran la solución en sacar del museo la antigua locomotora (Thunderbolt, a la que alude el título original, The Titfield Thunderbolt), y usar como vagón el hogar de Taylor.

El último acto se centra en la carrera contrarreloj, bajo la inspección del representante del ministerio, para cubrir el trayecto en el horario correcto, mientras sortean y solucionan todas las adversidades que surgen en curso del viaje: como de enganche usan una cuerda, cuando esta se rompe al detener el inspector el tren bruscamente, deberán empujar el vagón para ensamblarlo con la locomotora (esta vez con unas cadenas que de la apisonadora). En suma, Los apuros de un pequeño tren es una comedia modélica en la que brilla el componente excéntrico o absurdo con radiante naturalidad, se perfila con sintéticos e ingeniosos rasgos a los personajes ( y sus contrastes), y se narra con un dinamismo contagioso las peripecias, o los accidentes que deben superar, para mantener la línea en la que el tren siga surcando el esplendoroso paisaje, que hoy en día parece el de un universo paralelo, como el de Innisfree, lo que hace sentir la nostalgia por un mundo luminoso, sin doblez, y con sentimientos solidarios y altruistas, del que uno quisiera ser habitante.

 

 



sábado, 8 de agosto de 2020

Una tragedia humana

An american tragedy de Theodore Dreiser fue publicada en 1925 con notable éxito. Se inspiraba en el caso del asesinato de Grace Brown, en el lago Big moose, por el que fue condenado a muerte Chester Gillette en 1906. El propósito de Dreiser era dirigir sus corrosivos dardos al sistema capitalista, a través de la actitud anti social de su protagonista y su condición de diligente arribista; su empecinada obsesión era escalar en la posición social, su dinamo era la codicia, su pretensión era alcanzar un lugar en el sol, como reflejaba el título de la segunda adaptación cinematográfica, Un lugar en el sol (A place in the sun, 1951), de George Stevens, más popular pero más discreta (y envarada) que la primera, Una tragedia humana (An american tragedy, 1931), de Josef Von Sternberg. Cuatro años después aconteció la grave materialización o consecuencia de lo que se criticaba en la novela, la crisis del 29 cuando la Bolsa de Nueva york quebró y el colapso se extendió al todo el sistema económico. Paramount pictures compró los derechos de la novela, y se contrató a Sergei M Eisenstein para escribir su adaptación, pero no convenció su enfoque  determinista (en el que traslucía su perspectiva marxista). Otro cineasta europeo fue contratado, Josef Von Sternberg. Pero su enfoque no convenció al escritor quien, incluso, demandó a la Paramount por no representar de modo preciso (es decir, fiel) el enfoque de la novela (como si las adaptaciones cinematográficas debieran ajustarse reverencialmente no solo a la letra, el argumento, sino a la perspectiva reflexiva de la obra literaria). Su presión si fue efectiva para conseguir que Von Sternberg incluyera algunas secuencias que había desechado en el proceso de montaje, lo que derivó en que el cineasta no quedará completamente satisfecho del resultad. Von Sternberg, en su adaptación había desechado la concepción de Dreiser con respecto al fundamental influjo o condicionamiento de un sistema social y económico como motriz determinante del crimen. Para Sternberg la fundamental causa residía en la hipocresía o doblez en relación a la sexualidad. 

Dos secuencias condensan su enfoque sobre su personaje protagonista, Clyde (Philip Holmes) discute con su novia Roberta (Sylvia Sidney). En la pared, tras ellos, se reflejan las sombras de las retorcidas ramas de los árboles. La fricción entre ambos es resultado del diferente enfoque con respecto al acto sexual. Él quiere hacerlo ya, ella prefiere esperar. Clyde no solo no acepta su reticencia sino que reacciona de modo despechado, abandonándola en la noche, haciendo caso omiso de sus súplicas de que no se vaya. La posterior secuencia, en la fábrica en la que él es mando intermedio, y ella una empleada que realiza una labor de cosido, se orquesta a través de sus miradas, la suplicante y dolorida de ella y la arrogante y hosca de él, la cual variará cuando lea el papel que ella le pasa subrepticiamente. Por una vez sonríe (algo que rara vez vemos hacer al personaje), aunque su sonrisa aviesa poco tiene que ver con la que se despliega luminosamente en el rostro de ella (la sonrisa de él es la del avaro prestamista que ha conseguido el mejor interés; la de ella la sonrisa radiante de quien carece de recovecos). Elipsis: entran en el piso de ella. Su retorcida estrategia ha sido efectiva. Quería sexo y ha conseguido que ella ceda y le satisfaga. Clyde es alguien que solo se preocupa de sí mismo. En la secuencia en la que le presentan, en su despacho, a Roberta, recién contratada, él se encuentra mirando al exterior, más allá del ventanal. Cuando secuencias más adelante ella le comunica que está embarazada, y él la convence de que se marcha a casa de sus padres, su mirada, de nuevo, le da la espalda, mira hacia la pared. Clyde siempre mira hacia otro lugar que aspira alcanzar: un puesto de trabajo más satisfactorio; la relación que quiere consolidar con una rica heredera, Sondra (Frances Dee). 

La mirada de Clyde se proyecta siempre más allá, en la aspiración de algo mejor, pero también se define por la huida, por la no asunción de responsabilidades. En las primeras secuencias, borracho, atropella a un niño, y colisiona contra una tienda. Como los otros pasajeros del coche, huye. Ya anticipa su reacción cuando ella le comunica que está embarazada; no tiene intención de asumir responsabilidad alguna. Y anticipa, también, su posterior reacción en el bote sobre el lago, pese a que le diga a Roberta que es incapaz de matarla, al volcarse el bote accidentalmente, cuando decide no ayudar a Roberta, que no sabe nadar, y opta por la huida. La muerte de Roberta ha acontecido del modo más cómodo para Clyde. Se ha quitado de en medio a quien suponía una interferencia, ya que había encontrado a una mujer con una posición más acomodada, y no problemática (de hecho, cuando Sondra le confunde con otro en la calle y, tras presentarse, le pregunta si se dirigía a una cita con su novia, él dice que no la tiene: desde el minuto uno sabe que es una apuesta más beneficiosa para él. Clyde no ama, busca la posición o la relación más conveniente. Y elimina lo que interfiere. Tiene que matar porque no sabe resolver la situación de modo frontal y consecuente, exponiendo lo que siente, siendo claro. La secuencia en el lago evoca la secuencia de Amanecer (Sunrise, 1927) de Murnau en la que el protagonista, también en un bote, forcejea con sus sentimientos encontrados con respecto a la mujer que quiere pero no puede matar (aunque en su caso más bien porque no quiere, por eso es incapaz de matarla; en esa circunstancia terminal toma consciencia de que es su esposa a quien ama y no a la otra mujer que ha irrumpido en su vida). Clyde en cambio ha olvidado lo que, presuntamente, sentía cuando, desde su bote, aludió por primera vez a Roberta, quien paseaba por la orilla. Fue el inicio de su relación. Su final también acontece en el elemento acuático. En aquella primera ocasión, la recogió para que subiera al bote, en esta última, tras caerse del bote, deja que se ahoga.


La narración se define por una asombrosa cualidad sintética, y el ritmo vertiginoso de su construcción elíptica (como si se narraran los pasos de un inclemente determinismo), cualidad que evoca la las mejores obras de Robert Bresson (en los cincuenta: Diario de un cura rural, Un condenado a muerte ha escapado, Pickpocket), de Fritz Lang (M, Solo se vive una vez, o Hombre atrapado) o Alexander MacKendrick (Mandy, El quinteto de la muerte y, en especial, El dulce sabor del éxito). Las primeras secuencias condensan, a veces en un solo plano, la sucesión empleos de Clyde y sus desplazamientos, así como el paso del tiempo. Otro aspecto definitorio es la distancia que adopta sobre su protagonista de Clyde (Holmes carece del dominio del matiz de Montgomery Clift pero se ajusta mejor al personaje; una máscara circunspecta y severa que rara vez se ilumina). Von Sternberg dibuja con precisos rasgos al personaje y su circunstancia en las primeras secuencias, cómo resulta fascinante para las mujeres ( la reacción admirada de la mujer a la que lleva sus maletas en el hotel donde trabaja como botones, la cual cree apreciar distinción en sus rasgos), y cómo su voluntad se deja arrastrar por la de otros, aunque implique degradarse, para ser aceptado socialmente (su entumecida y abotargada expresión en el night club donde está con un grupo de amigos, y en especial la que evidencia cuando conduce antes de atropellar a la niña).

Esa distancia expresiva se aplica, de modo significativo, en el caso del fiscal Orville (Irving Pichel), encargado de la acusación durante el juicio, quien durante varias secuencias es casi una figura en plano general, de espaldas, o al que resulta difícil vislumbrar con precisión su rostro, como si se remarcara tanto su inflexible implacabilidad como su condición de representante de un sistema, y una comunidad, sin compasión, incapaz de mirar, y comprender, en primer plano: se enjuicia desde la distancia; los jurados que quieren condenar a Clyde presionan a los dos que dudan sobre su culpabilidad señalando que no quieren cruzarse en la calle con alguien que pudo ser un asesino. Hay una fiera determinación que contrasta con la naturaleza veleidosa de Clyde, quien se deja llevar por la corriente y a la vez es incapaz de fluir armónicamente (como reflejan los títulos de crédito, aguas luminosas sobre la que cae algo). Declara su amor apasionado a Roberta pero después queda fascinado por Sondra (¿o es más bien lo que esta representa, sus posibilidades de ascenso en la vida?) Los demás, en todo momento, parecen piezas que puedan servir a su conveniencia o satisfacer su capricho (de sexo o lujos). El absurdo contraste, que no deja de ser asociación, entre un inclemente sistema y un individuo caprichoso se evidencia durante el juicio cuando Clyde es interrogado durante buena parte del mismo subido al bote en donde recrean el accidente; un asistente grita que le cuelguen ya, y es reprendido instantáneamente por el juez y detenido. Von Sternberg, con esos detalles nos está indicando que Clyde no es una excepción sino un reflejo de un contexto social que impulsa a que alguien como Clyde, para mantenerse a flote, sin asumir nunca las consecuencias de sus actos caprichosos o volubles, sea capaz de ahogar sin miramientos a quien sea, aunque incluso le haya declarado amor.