Nos habíamos creído que Sol de noviembre (2005) inauguraba una época poética, pero dentro del crepúsculo creativo de la obra de Miguel d’Ors, por el título y porque él bien que se empeñaba en decirlo allí, entre insistentes quejas de que pasaba por periodos largos de sequía poética. Pero ya había hecho un poema ¡en 1984! titulado «Donde el poeta se despide del cotarro»: habrá que concluir que además de aprender en Pamplona a coger el toro por los cuernos tiene de siempre esa actitud tan torera de anunciar su retirada para desdecirse repetidamente, porque se lo pide el cuerpo (y se lo pide la afición, pero eso no importa para el argumento). En 2010 publicó Sociedad limitada, y ahora nos sorprende –qué alegría- con un nuevo libro, Átomos y galaxias (Sevilla, Renacimiento). Podría haber racaneado sacando fascículos –plaquettes, los llaman los enterados de la secta poética- de poemas entecos y escasos, a ser posible oscuros, arcanos y herméticos, pero no: nos sorprende –y vaya cómo nos alegra- con un libro de cien poemas -100-, que es como encerrarse con seis Mihuras, a una edad en la que mejor se está haciendo de ganadero en la gran finca con cortijo, bien ganada con los sudores de las tournées por América. Claro que los pitones de los toros siguen ahí –en realidad más cerca-, que además los reflejos no son los mismos, que esos pases de pecho ya el respetable los cuenta a beneficio de inventario: pero qué valentía a pesar de todo: «que sepa también yo (…) / hacer de los adioses mi música mejor», nos dice (40) y se nos escapa un olé bien de dentro.
Y entramos en el libro y nos encontramos –la primera en la frente- con una traducción –no recuerdo otra mejor en castellano, aunque
de Carlos Pujol había una muy buena- de
Pied Beauty, de Gerald Manley Hopkins. Ahí, estos versos (4-6):
las brasas nuevas de las castañas que caen, las alas del pinzón,
el paisaje parcelado y repartido –redil, barbecho, labranza-
y todos los oficios, sus faenas y aperos y jaeces.
Eso es este libro, la naturaleza con todas sus motas, pintas y parcelas, en su variedad –plantas, flores, sobre todo las más sencillas; y aves, principalmente pájaros (
Avecedario acaba con los gorriones, «que son / la calderilla del cielo» 21)- y la vida humana en ella, la delicia y la dificultad de vivir junto a ellos y de saber que los perderemos, en 100 poemas ordenados alfabéticamente, donde hay de todo: grandes logros y otros que nos recuerdan a otros suyos.
Están los temas que nos gusta volver a ver en él: la infancia en Santiago (aunque la Compostela real no le llegue ahora a la altura a esos recuerdos) y los veranos del campo –nombres que se repiten, como Almofrey- con abejas «buscando la flor del tojo / por las laderas ariscas / de mi infancia» (9), su padre –unidos el latín y el frente de guerra en 1938- como primer eslabón en la cadena del ser que le enlaza con sus antepasados en la solidaridad con la humanidad originaria y la reivindicación de lo que yo podría llamar
aldeísmo, esa glorificación a mi ver excesiva de una vida primitiva,
ludita, en torno a la artesanía (
Francisco Lois, 54,
Herencia 63), solo engañosamente más verdadera.
Todos los montañeros –dejadme soltar una afirmación incomprobable- están tentados de panteísmo. Nuestro poeta se ve atacado, claro, pero bien claro comprende que la armonía con la naturaleza es siempre limitada, que existe el extrañamiento, por más que sus extraordinarias enumeraciones caóticas –es el mejor poeta que yo conozca en ese palo- den la sensación de que todo está en todo, por ejemplo en la palabra
Cereza (31) o solo al encanto de la mención del
Miércoles de Ceniza (81). Pero la naturaleza es extraña a lo humano, bien que lo medita en varios poemas (una emocionante
Necrológica 85), y por supuesto sabe bien que tampoco es arte (
Cuervos, 38), por más que vea también en Cézanne la «indiscutible consistencia» de la realidad (raras palabras en d'Ors: creo que está citando a Guillén). Y a eso aspira en su poesía, ya lo sabíamos, a salvar la realidad. Anotemos que en el terreno del arte en este libro vuelve a mencionar el Taj Mahal (mal) y a Ella Fitzgerald la sustituye Chet Baker (y eso también me parece mal). Berceo vuelve (¡bien!) y vuelve por suerte la luna y su inmediatez (o no, en aquella serie de poemas conversando con Victor Botas).
Pero por lo menos aquel dolor de Ella Fitzgerald sigue ahí, fecundando la belleza de este mundo construido sobre él: el azul de nuestro planeta, las majestuosas gaviotas aunque de cerca son «ratas del aire», el jilguero que se alimenta de cardos borriqueros, el sapo que se parece tanto a un corazón (123), las sombras que hacen de peana de un Cristo de Ribera (114), las flores de cuneta (64, 16-23):
(…) simples margaritas,
collejas, corregüelas, malvas, dientes
de león, digitales, las niñas amarillas
de la xesta y el tojo y esas otras
tan bonitas –no sé cómo se llaman-
que lucen, agrupadas como en constelaciones,
una versión barata del azul
de las gencianas de los Pirineos.
Y seguimos encontrando en sus poemas el amor de después de tantas cosas –aquellas manos ajadas por el detergente- en un poema titulado
Arrugas. Y a la vez todas las posibilidades de amor, todas las opciones que se dejaron (
Elecciones 41-42,
Helena 60), también la otra vida que podría haber tenido con quien ama, en un poema deudor de Szymborska (
El poema que nunca escribiré 43). Y no se retrae de hablar del amor de Dios, por ejemplo cuando se ve, con su cuerpo muerto corrompiéndose, «echado a los brazos de la Misericordia» (37). Ese Dios que sabe ya aquí, aun «cuando te has puesto ese disfraz de Nada» (
Fe, 50).
Novedosa –y consoladora para mí, que no nací en Santiago, pero que además de disfrutar la vida de esta santa ciudad, padezco su lluvia excesiva- es la frecuencia de menciones a la alegría de después de escampar. Creo que voy a recitar muchas veces estos dos versos a modo de exorcismo (
Campanadas, 25, 3-4):
mirando cómo llueve, llueve, llueve,
qué anochecida sigue la mañana.
Y sobre todo el inicio de
Luz, pura celebración (80):
Después de un mes de cielo enmorriñado
por una lluvia parda y sorda y lenta,
vuelve la luz como resucitada.
Absolutamente novedosos en temática son los poemas a sus nietos, con una ligereza y una tendencia al juego (y hasta un leve caligrama; ya los había estudiado teóricamente en un libro de 1977, todo vuelve) que los hace especialmente refrescantes. Quizá por eso ahora reaparece su padre, pero no solo el de Virgilio en las trincheras de 1938: también el joven de 1931 y el de 1946, cogiéndole de la mano de recién nacido (y más novedoso todavía: de blanco y ¡jugando al tenis! en 1958).
Me resulta también nuevo que junto a los nombres del Pirineo recuerde aquí otros de Granada, esos montes «color de pana pobre» y esos topónimos tan curiosos: Soportújar, Cauchiles (73). Y el Guadarrama fugazmente desde el tren, en
Llamada (77).
No es poco lo que nos ha dado d’Ors en este libro. Los que disfrutamos estos días de las flores del tojo –de lejos, desde el coche, que así no pinchan- no podemos menos de conmovernos al ver que se compara con él (
Tojo, 127):
que igual que tú, soy áspero y montuno,
que daño a quien me abraza
y que también, desde las mismas ramas
que sustentan mis púas, como tú, contribuyo
al esplendor del mundo
con unas pocas flores amarillas.