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viernes, 23 de abril de 2021

Celebro el aniversario de los tubos con Puccini y Pook

Hoy celebro un año del día en que me desintubaron en la UCI y el mismo día me tuvieron que volver a intubar. Yo no me acuerdo de nada de aquel día, gracias a Dios. Mi madre y mis hermanas sí, que fueron las que me lo recordaron el domingo. Algunos lo recordaréis también. Sé que mucha gente rezó por mí aquel día: tengo mucho que agradecer.

Puccini. Ya sé, estoy descubriendo la pólvora:

Y luego esto. No creo que se pueda cantar algo más agudo mejor:

La letra es de El mercader de Venecia de Shakespeare:
How sweet the moonlight sleeps upon this bank! 
Here will we sit, and let the sounds of music
Creep in our ears: soft stillness and the night
Become the touches of sweet harmony.

miércoles, 3 de junio de 2020

Arqueo de caja - declaración a deber

De los días de enfermedad, dejo a deber un montón de cariño y oraciones a un montón de gente, familiares, amigos, conocidos y también a saludados y a un montón de gente que pasaba por ahí y se enteró: mirad una captura de pantalla del tuit del día en que salí de la UCI (el de antes, que ya lo puse aquí, me había parecido una barbaridad y llegó a la décima parte de gente). Aunque sea solamente un ejercicio tontorrón de economicismo, si de cada uno que se interesó por mi salud o deseó sin más que yo mejorara o se alegró al ver que yo salía de aquello Dios hiciera un arqueo valorándolo, muy rico me vi yo en esos días:

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Me llegaron muchos mensajes, correos, llamadas y esas leves muestras de cariño, muy de agradecer, de los «me gusta» o similares de las redes sociales.
Me impresionó enterarme de que habían rezado por mí unas reclusas de una cárcel cercana. Y rezaron por mí personas que me dijeron que no rezan. Rezó por mí el Prelado del Opus Dei. Rezó por mí una musulmana. Rezaron por mi amigos que están en Japón, en Letonia, en muchos sitios de América, del Sur y del Norte. Amigos buscaron el modo de enterarse de mi desaparición súbita del mundo digital y crean medios de estar al tanto y rezar. Un amigo ofreció por mí seis velas, de las grandes. En una Misa un jesuita puso a rezar a toda la iglesia por mí.

Supongo que todos tenemos la tentación de pensar que Dios, que es un Padre bueno, ya vela por todos (es verdad) y que es ocioso pedir por los demás (es mentira): porque ya se encargó el Señor de recordarnos que hay que pedir con insistencia (baste Mateo 7.7-8 y, de san Pablo, Ef. 6.18-19). Yo he tomado buena nota y sí que lo estoy intentando hacer ahora por todos, especialmente los que más lo necesitan. 
Y espero que sigáis rezando por mí, que ahora empieza lo difícil: la vida diaria, el peligro de la rutina, de bajar la mirada, de empezar a aburrirse, de darlo todo por visto, por supuesto, por debido.

martes, 2 de junio de 2020

El oficio del enfermo, dejarse

Una de las cosas que vi más claras, sobre todo en la UCI y los días de recuperación de después, fue esta, que quizá no os parezca gran cosa, pero a mí me resultó aplastante, de puro evidente:
El oficio del enfermo es dejarse
Mi vergüenza es tener que añadir que justo cuando pensaba esa frase verdadera se me pasó por la cabeza que si fuera derridiano lo habría escrito así: (déjà)rse, un compuesto de déjà («ya» en francés) en infinito, una acción de pasividad activa: hacerse un ya, convertirse en la inminencia del ya. Sería el vivir en el ahora, esperarlo. Pero, bueno, yo a Derrida nunca lo he leído; echémosle la culpa de esos jueguecitos de palabras con paréntesis dentro a sus epígonos, que tanto daño han hecho por todas las revistas de humanidades.
A lo que iba: el oficio de enfermo es dejar que otros tomen las riendas de tu vida física. Nos pasamos el tiempo reafirmando y aumentando nuestra autonomía y llegan momentos como los de la enfermedad en que recordamos nuestra dependencia radical. Por eso la experiencia de la enfermedad se asocia a la infancia y algunos hablan de volver a nacer y por eso, cito a Flannery O'Connor, doctora en dolor, «la enfermedad es un lugar, y es más instructiva que un largo viaje por Europa». Espero haber aprendido algo, pero habrá que ver, porque hay lecciones que a la primera no acabas de pillarlas.
Por decirlo de otro modo: en la enfermedad no creo que baste con aguantar(se), con asumir estoicismos, algo por lo demás admirable en quienes tienen ese grado de fortaleza. Tampoco creo que consista, para una persona con sentido religioso, en ponerse a repetir oraciones: yo tuve la suerte de estar muy a gusto en el estar, en el dejarme, en repetir como mucho alguna jaculatoria, en recordar el nombre de Jesús. Justo en la UCI me acordé de lo que explicaba la propia Flannery de cuando estuvo muy mal al inicio del tratamiento del lupus y la cortisona le impedía dormir:
Desde entonces he pensado en el sueño como algo relacionado metafóricamente con la Madre de Dios. Hopkins decía que ella era el aire que respirábamos, pero yo lo he descubierto más en el don del sueño. La vida sin ella se parecería a la vida sin dormir y, al igual que ella llevó a Cristo un tiempo, parece que al dormir, lleva nuestra vida para que podamos despertar en paz. 
Since then I have come to think of sleep as metaphorically connected with the mother of God. Hopkins said she was the air we breathe, but I have come to realize her most in the gift of going to sleep. Life without her would be equivalent to me to life without sleep and as she contained Christ for a time, she seems to contain our life in sleep for a time so that we are able to wake up in peace.
Me acuerdo que cuando Verónica puso en la UCI la música, yo me dormí con una canción de Guns 'n Roses, algo que le hizo mucha gracia a un celador muy majo que estaba allí: yo, que no me dormía con la música clásica, me dejaba acunar por el rock (yo creo que debió de ser que me dormí por no oírlo), pero así de tranquilo estaba, gracias a vuestras oraciones.

lunes, 1 de junio de 2020

Escribir la enfermedad

A mí de pequeño me sorprendía que la gente mayor le diera tanta importancia a que les preguntaran por una enfermedad que habían tenido. Como en tantos otros aspectos de mi vida, mis juicios de entonces se vuelven contra mí ahora, porque estos días, siempre que puedo, cuento que estuve ingresado y ¡quince días en la UCI! Y pongo luego cara de, bueno, no fue para tanto.
Me estoy acordando mucho del cuento más famoso de Flannery O'Connor, Es difícil encontrar un hombre bueno, en el momento en que tienen el accidente de coche y los niños, después de comprobar que pueden mover brazos y piernas, salen reptando y gritando casi con entusiasmo, “Hemos tenido un accidente!” (“We’ve had an ACCIDENT!”: lo lee muy bien la propia Flannery, de hecho a continuación el público se ríe).
Cuando estaba en la torrija-de-medio-despertarme de la sedación, una de las cosas que más vueltas le di fue a pensar que podría contarlo todo. Me entretuvo mucho esas noches que no conseguía dormirme: qué libro iba a salir de ahí. Por fin tenía algo que contar. 
Desde el principio decidí que nada de novela: sería no ficción, un a modo de diario, muy verdadero aunque no notarial. Ojalá estuviera en mi mano hacer un Fortunata y Jacinta, pero veía más asequible la literatura del yo, que practico desde pequeñito en mi cabeza, con constancia ejemplar y escaso éxito, fuera de mí mismo. 
Luego, cuando me acabé aclarando de que la mayoría de las cosas que quería contar era puras imaginaciones mías y que hacían de mí un retrato que no estaba muy dispuesto a mostrar, un Dorian Gray al revés, la única salida que tenía era la del que llaman «unreliable narrator», el narrador no creíble, al que iban a tener que creer los lectores, un Rogelio Ackroyd del que no fiarse.
Yo no quería mentir, no quería inventarme nada. Lo que escribiese contendría su qué de sátira, pero para eso debería aprender a reírme primero de mí, como un Hiponacte. Yo admiro a los comediantes que saben hacer reír poniéndose ellos en solfa (en sus mejores momentos, gente de mi edad como Stewart Lee o Louis C. K.), convirtiéndose en fármacos (φαρμακός) de sus conciudadanos. Yo no sé soportar ponerme en ridículo, supongo que es el gran drama de nosotros, los tímidos, aunque mi situación en cierto modo lo era: en la UCI, con manías persecutorias, pensando que las enfermeras hablaban mal de mí, por no gallego, por ser casta, por excentricidades de élite económico-religiosa, todo teorías conspiratorias que giraban en mi cabeza en torno a la dolorosa noción de estar fuera de sitio, de haberme colado donde no debía, de haber quitado a otros su sitio. 
Por ello preferí, aunque le había dicho a mi madre y a mis hermanas, incluso a algún amigo, lo del libro, que mejor seguiría por mi carril: ir escribiendo en el blog, a ver que tal. Me han ido llegando mensajes muy positivos y es verdad que estoy contento de cómo va saliendo, sobre todo los de las enfermeras. No tiene mucho más recorrido, pero uno está donde llega: yo soy un escritor de blog, no soy Elias Canetti y así es como es.

miércoles, 27 de mayo de 2020

Los médicos

Puedo hablar mucho menos de los médicos que de las enfermeras, porque los veía solamente cuando pasaban, muchas veces en grupo y siempre con mascarilla. Voy a decir algo evidente: son lo más importante del hospital. Mi admiración por ellos, ya enorme, ha crecido más si cabe. Valorar el trabajo abnegado de las señoras de la limpieza, de los celadores, los auxiliares, de los que iban con un palo compactando en los cubos los restos de material contaminado por el coronavirus, es muy importante, porque cada uno en su función es fundamental, pero al final quienes son decisivos son los médicos y como primum vivere, deinde philosophari, comprendo ahora todavía mejor que los estudios de Medicina sean los que con más seriedad se realizan: nos va la vida en ello. Ojalá en los demás ámbitos, como Wittgenstein respecto al filosofar, nos lo tomáramos así: no aprobaríamos a la gente con el latiguillo estúpido de «ya les enseñará la vida».
Yo estuve en manos, en estudio, bajo la lupa, de un montón de médicos, pero o no los veía o nos lo reconocía de primeras con tanta máscara como llevaban o sus decisiones me llegaban en forma de tratamiento administrado por las enfermeras, pero si estoy aquí es por ellos. Hablaré de algunos, pero fueron más que los que recuerdo aquí los que intervinieron en mi tratamiento: por lo que sé, hubo un momento de especial crisis y salí de él gracias a los años de estudio y experiencia de todos ellos, lidiando además con una enfermedad nueva, en la que se van desechando casi cada día tratamientos tentativos. Y porque Dios me tuvo de su mano, claro, y porque rezó un montón de gente.

Para empezar, vive aquí en nuestra casa un médico que ya se puso en alerta cuando me oyó toser una tarde: me miraba y yo pensaba: ¡pero si es una tosecilla! Me dijo que me aislara en la habitación y al ver que día siguiente me iba subiendo la fiebre paulatinamente, movió Roma con Santiago (nunca mejor dicho) para que me miraran en urgencias, cuando lo que yo quería era acostarme: así empezó mi experiencia hospitalaria. Todo el tiempo estuvo pendiente y fue el que tuvo a mi madre y a mis hermanas (y por extensión a mucha gente) al tanto de todo lo que me iba pasando. 
Recuerdo a un médico que habían contratado hacía poco para la UCI, muy majo, que me dijo que unos estudios garantizaban que mis problemas no se repetirían de ningún modo, porque estadísticamente, tras salir de dos intubaciones, ya no había riesgo: no lo puse en duda, me tranquilizó muchísimo la afirmación, que ahora me parece como que podría haber empezado a discutir, por ese espíritu quisquilloso que a veces me sale: pero entonces venció mi veneración por la autoridad, la auctoritas médica. 
Yo, en mi actitud de negacionismo del conocimiento de todo lo que tenga que ver con lo médico, que tan incomprendido me hace por parte de los que se dedican a esos ámbitos, porque no les cabe en la cabeza mi actitud de avestruz que esconde la cabeza en el suelo, tampoco quería mucha información y he comprobado que son más bien parcos en ello, lo que les agradezco. En esas situaciones no querría mentiras, pero tampoco que me abrumaran con datos que no puedo valorar: quiero que me tranquilicen con la verdad, que me sonrían, que me animen, hasta que me riñan un poco, pero no que me abrumen a datos.
Por la UCI aparecía también una médico que me recordaba a Marisol de jovencilla, muy simpática: se iluminaba el lugar con su sonrisa imaginada tras la mascarilla.
Qué alegría me dio un médico que apareció un día y de sopetón me mandó recuerdos de otro médico amigo y para colmo, también de un amigo mío de Barcelona. Resultó que conocía de toda la vida a ese médico: fue casi como el primer contacto con el mundo exterior en una semana. Otro día apareció con otro médico muy alto: justo era otra tarde en que las enfermeras me habían preguntado si quería algo de música y yo dije que Handel, las arias, y que buscaran en Youtube. La primera era Lascia qu'io pianga, que estoy ya un poco aburrido de oír, de tanto oírla, pero que me emocionó, pensando que la habría podido cantar mi vecina de la cama de al lado, doña Teresa y que, si hubiera podido cantar eso, le hubiera salido muy verdadero su lamento: Deja que lamente / mi oscura suerte. Estaba yo en la gloria oyendo más arias y justo entraron y parecía un poco fuera de lugar, pretencioso, pero no me importó. Luego apareció el amigo de mi amigo más veces: le interesaba que contara mis alucinaciones, era un médico muy pendiente de la reacción a los efectos de la enfermedad. También cogía de las manos a doña Teresa y le hablaba con voz clara, a ver si reaccionaba, y cómo, a su voz.
Cuando me iba a ir ya de la UCI, apareció un médico, que resultó ser el jefe de la UCI. Luego me enteré de que había estado muy pendiente de mí todo el tiempo. Tengo que ir a agradecerle su trabajo y el de todas las personas que trabajan en la UCI, empezando por los médicos.

martes, 26 de mayo de 2020

Enfermeras de la UCI - 7 y final

El otro grupo significativo eran las enfermeras mayores. Coincidió que las tuve sobre todo en el turno de noche, de 10 a 6 de la mañana. Se las veía más reposadas, más en control de la situación, cada una defendiendo su espacio, topeteando entre ellas pero sin levantar la voz, con educación, sin tantas ganas de parlotear como las jóvenes. 
Me acuerdo de Isa, que era la reina del no estar ya para tonterías. Llevaba un libro electrónico envuelto en plástico. Lo leía cuando la cosa se tranquilizaba, a partir de las once y media de la noche, sentada con un escabel para los pies, tras una hora y media, que era lo que dedicaba a ponernos en estado de revista para que durmiéramos lo mejor posible. Luego venían largas horas con un ojo en los monitores, cada cierto tiempo levantándose a hacernos revisiones varias. 
Irene a mí me pareció al principio una de las cabecillas de esa conspiración de enfermeras que mi delirio creó cuando me desperté de la sedación, Luego fue ella la que se encargó de los últimos preparativos el día que salí de la UCI. Ella fue la que me dijo, cuando estaba agobiado por no poder dormir, que cerrara los ojos y no me preocupase de mirar constantemente el reloj que tenía frente a mí: era un buen consejo, pero al principio no me sirvió de mucho. Era sindicalista, se veía que era guerrera, pero también era una muy buena enfermera, lo hacía todo con gran cuidado y evitándome molestias.
La otra mayor que recuerdo se llamaba no sé si Merche o algo así y también le tocó el papel de mala, de la mala más mala, la cabecilla de las malas. Luego fue ella la que me calmó una noche en la que yo pensaba que no iba a pegar ojo y me estaba agobiando: me explicó que me iban a dar una pastilla para dormir, pero yo dudaba de su eficacia porque pensaba que era un preparado de hierbas de nulo efecto (otra paranoia). A esta la vi por primera vez en un turno de tarde: le pedí que me quitara lo que fuera que tenía en la garganta y descubrí al instante que había pinchado en hueso; se cerró en banda: no estaba dispuesta a repetir la extubación primera, que salió tan mal y obligó a que me intubaran otra vez. Ahí es cuando creé yo una conspiración médicos contra enfermeras; y ella como cabecilla; al final, lo que fuera que tuviera metido en la garganta fue ella la que me lo quitó, dejándome un amarguísimo sabor en la boca y el alivio tremendo de quitarme eso, quizá el único recuerdo que me ha quedado de los primeros días, no sé, quizá es de algún momento entre entubarme y extubarme, alguna de las dos veces. La cosa es que esa noche que no me podía dormir (yo no sabía que había pasado seis días sedado y pensaba que necesitaba dormir más), le dije que lo que podía calmarme era hablar y le conté que era ese día la fiesta de san Isidoro, el patrón de la Facultad y que no iba a haber acto de graduación. Ella me contó que tenía una hija que estudiaba segundo de Medicina. Ella, a mi lado, me dijo que era como cuando les contaba cuentos por la noche a sus hijos.

El último día me despedí de la jefa de enfermeras, eficaz, atenta a todo el mundo, que echaba una mano donde hiciera falta, haciendo una cama, limpiando a un enfermo o lo que tocase: le dije que la admiraba mucho y que se lo agradecía mucho. Lo decía por todo el personal de la UCI, especialmente por los de enfermería.

Las enfermeras de la UCI me mostraron el lado más maternal del hospital. Eran las que me llamaban «meu rei» (a mi vencia doña Teresa le decían «meu reina»): ahí vi cómo pueden ser las madres gallegas, eso que yo no conocía ni por el forro. Llevo veinte años en Galicia y también esta experiencia, con sus puntos de traumática, me ha ayudado a conocer más el lugar donde vivo. Durante un tiempo defendí mi derecho a considerarme gallego, porque pagaba aquí mis impuestos: era la época en la que se hablaba del «patriotismo constitucional», tan escaso en realidad, tal como lo veo ahora. Me fastidiaba ser menos gallego que un emigrante argentino que nunca ha estado aquí y cuyo tatarabuelo nació en Galicia, pero al que han dado derecho de voto, o menos gallego que el típico de Madrid que viene una vez cada tres años a Sanxenxo y tiene una abuela de Chantada. Pero también es verdad que mi infancia es burgalesa, que mi madre está en Burgos. No me voy a considerar nunca gallego total: seré siempre un meteco. Galicia, veinte años después es parte central de mi vida; nunca seré como los que se criaron aquí, pero ahora sé, gracias a las enfermeras, cómo podría haber sido ser gallego.

lunes, 25 de mayo de 2020

Enfermeras en la UCI - 6

De las enfermeras más jóvenes me acuerdo de María, que venía de Rianxo y trabajaba siete días al mes. Estaba contenta, así, aunque a tiempo parcial, porque había muchas compañeras suyas en el paro. Como muchas otras enfermeras jóvenes, se preocupaba mucho de que la vía que tenía yo en el brazo no se despegara, gran problema, porque con toda mi pelambrera del brazo, nada se sujetaba más de un rato. Hasta que otra, joven, tomó medidas drásticas: me afeitó por la muñeca (sigo con un claro de bosque ahí). Yo en el fondo me alegraba, porque no quería que tuviesen que tentar otra vez por la vena, a base de golpecitos contundentes, muy molestos, mientras se quejaban de la dureza de mi piel. Para evitar el mal, ponían una especie de tirita gigante muy compleja, con varias capas y una ranura o agujero para el tubito ese que a veces tenía sangre. Pero quizá mejor no sigo por aquí. María hablaba un gallego muy natural, muy sin esfuerzo, ese que no usan los urbanitas, por muy reconvertidos que se hayan vuelto, como les pasa a algunos alumnos míos por segundo o tercero de carrera. Le conté que había estado en la capilla de Guadalupe, la Rianxeira, el año pasado. Me dijo que había una vista muy bonita, en A Muralla, menos alta que el monte de la Curota, pero espectacular. He buscado y vaya, sí que es impresionante.
Había otras dos jóvenes que recuerdo, una del turno de noche que vi luego, a las seis de la mañana, gracias a una buena noche que pasé dormido, como una bola verde, porque verde tenía la redecilla del pelo y también verde la mascarilla verde; estuvo una noche y solo me acuerdo de ese borrón verde. La tengo asociada a otro momento de despiste, de los típicos en esos primeros momentos postsedación: me desperté pensando que se había muerto la señora de al lado, doña Teresa (y no, que luego hasta salió de la UCI también) y además me imaginaba que era la suegra de un amigo mío que vive en Madrid. En aquel desparrame mental, resultaba que eran todos hinduístas y hacían el funeral justo frente a mi cama, con unas luces que luego descubrí que en realidad eran de las rendijas de unas persianas que había enfrente.
Otra enfermera más me vino a la memoria: simplemente me acordé de que contó que empezó Veterinaria y que lo dejó. Me llamaba la atención porque se atrevía a contradecir la opinión dominante del coro de enfermeras.
La última que recuerdo es Raquel, a la que asocio con la palabra «sororidad», aunque quizá también en eso todo sea un puro desparrame mental mío. Lo que sí sé con certeza es que Raquel buscó un teléfono para que yo pudiera hablar con mi madre. Se empeñó, consiguió que mis hermanas contestaran a aquel número raro que les aparecía y al final pude decirle a ellas y a mi madre, con una voz que resultó aceptable después de dos intubaciones y dos extubaciones, que las quería muchísimo, seis días después de haber desaparecido del mundo de los conscientes.

miércoles, 20 de mayo de 2020

Enfermeras de la UCI 5

A Chus yo la miraba mal porque creía, cuando, tras la desentubación, estaba tan desubicado y se mezclaba lo vivido con lo imaginado, que se dedicaba a hablar mal de un amigo mío, al que en realidad ni lo conocía la pobre. 
Era una enfermera muy concienzuda, lo iba comprobando todo en esa especie de estadillos con columnas de colores donde anotaban con líneas, números y puntos la menor variación de los enfermos que les tocaba, dos a cada una. Al llegar, decían: «hoy me toca sextas» (luego descubrí que yo era «sextas», la cama 11 y la mía, la 12). A mí me hacía ilusión que esos estadillos estuviesen sobre una placa metálica, como en las películas; ahí también anotaban hasta incluso que me hubiera tomado un batido de fresa (qué bien me supo el primero que me dieron allí, de Fresubin, lo primero que tomé en días; porque todo lo demás era parenteral); no digo ya la presión o la temperatura, que eso lo miraban con cadencia constante. En la UCI todo pesa, todo se mide, estás siendo -esa es la palabra- monitorizado por todo tipo de máquinas. Me dio por acordarme de un documental sobre un hotel carísimo en las montañas de Suiza donde iban los ricachones también a hacerse costosísimos chequeos. Se me ocurrió que los megamillonarios podrían tener sus UCIs particulares para ponerse a tono y no morirse nunca, que es lo que intentan. 
Lo mío acabó siendo una cura de adelgazamiento, no poca cosa. 
Bueno, pues Chus arrastraba una patológica inseguridad (si lo percibo bien, ya digo, todo está confundido por mis delirios de esos días): se quejaba de errores en las sumas, de olvidarse de cosas, de que se le pasaban momentos decisivos. En realidad era muy concienzuda, muy exigente consigo misma, pero a la vez, a mí me lo parecía, se la veía como agraviada porque le debía de parecer que no la valoraban lo que debían.
Yo creo ahora que era una enfermera excelente con problemas de autoestima, pero puede ser todo completamente al revés. A mí siempre me trató muy bien y a doña Teresa, la señora de la cama 13, al otro lado, cuando le tocaba cuidarla, la trataba con muchísimo cariño; hasta llamaba al llegar a casa a los familiares, para darles cada noche el parte.
En toda esta bruma, tengo una espinita, que es la de que me parece que me encaré una vez con ella, quejándome de alguno de esos agravios imaginarios: Chus, si fuera así, perdona, no me lo tengas en cuenta. Debí de percibir, como malo que soy, esa inseguridad tuya para hacerte pagar mi miedo con un ataque.

martes, 19 de mayo de 2020

Enfermeras de la UCI 4

En la UCI por no tener, yo no tenía ni las gafas, así que de leer ni posibilidad había (tampoco ganas, la verdad), pero es que tampoco tenía dónde escribir: todo lo que iba poniendo en mi cabeza como digno de contarlo, que era mucho o me lo parecía, intentaba guardarlo en la memoria, por ejemplo los nombres de un trío de enfermeras que formaban como un equipo, un grupo muy bien avenido que era una alegría contemplar.
Estaba la más alta, una enfermera admirable. Siempre entraba como cabreada, lo que causaba gran alegría a las otras dos, que aprovechaban para recordarle qué fácil era poner sus nervios en el disparadero. Ella aceptaba todo eso con paciencia, no dándole gran importancia. No sé por qué me parece que se llamaba Rebeca, pero ahora lo escribo, ese nombre, y como que no. Era una enfermera como la copa de un pino, como el modelo de enfermera: entraba dispuesta a darlo todo. Además, la de la enfermería era una cuestión que le entusiasmaba y de la que hablaba con elocuencia y pasión: les decía a las otras lo necesario que era darse del todo al trabajo, porque no era como los demás, no valía simplemente con cumplir. Era entusiasmante oírle hablar de estas cosas. Me daban ganas de aplaudir. 
Entraban en su turno, normalmente por la mañana, con una gran alegría, teniendo como tenían motivos de tristeza: una de las otras, de santa Comba, eso sí lo recuerdo, había dejado allí a sus dos niñas, con su madre, y llevaba más de un mes sin verlas. Un día les contó (nos contó, yo estaba enfrente de ellas, entretenido en el teatrillo que montaban delante de mí, como La casa de Bernarda Alba, pero en alegre: teatro exclusivamente femenino, algo que no tengo muy conocido); nos contó de cuando llevó a sus hijas a París, a un parque temático con personajes del mundo de las niñas, princesas y así: estuvo muy bien cómo contaba que la pequeña, que iba vestida de una de sus ídolos de dibujos animados, se encontró con la encarnación de esa princesa delante de ella. Todo porque esta enfermera era de padres emigrantes, como tantas de Galicia, en Suiza, por la zona de Ginebra: iban en Navidades, porque todavía tenían familia por allí. 
La tercera no había podido ir a ver a su familia y llevaba muy mal la posibilidad de que el gobierno no abriera la mano al tránsito por provincias, teniendo a la suya por Pontevedra y Tui. Tenía con otras familias una escuela de música para niños; ella creo que tocaba el clarinete y contaba con entusiasmo lo que es desfilar con una banda de música. Ahora todo estaba en el aire y los niños le mandaban mensajes.
Ya digo que yo estaba allí delante, sentado o tumbado en la cama. Muchas veces ni me veían: supongo que es lógico, porque es lo normal en la UCI, que los enfermos estén en otro orden, el del sueño o del sopor. A veces se daban cuenta y me preguntaban si me aburría: les decía que en absoluto.

lunes, 18 de mayo de 2020

Enfermeras de la UCI 3 - Verónica

Tengo que tener cuidado hablando del periodo de la UCI porque resulta que cuando me desperté de los días de sedación, esos en que estuve entubado y luego desentubado y a continuación tuve una crisis que la amnesia misericordiosamente ha borrado, que se define con un término terrorífico -stridor (yo me acuerdo de que en el Evangelio se habla del stridor dentium de los condenados, el rechinar de dientes) y me tuvieron que volver a entubar; bueno, pues al salir de todo eso (y parece que no era lo previsible, que saliera con bien de aquella: pero tenía a un montón de gente rezando por mí) di en varios delirios que me parecían absolutamente reales y de los que no hablaré aquí, porque en realidad son simplemente proyecciones de preocupaciones mías íntimas y que mejor es que sigan ahí. Cuando desperté, pensaba que podía contarlo, me parecía absolutamente factible hacer incluso un libro a corazón abierto, porque era todo muy espectacular y muy redondo. Pero no tenía dónde apuntar nada, ni gafas, ni el móvil: mejor así. 
Bueno, por suerte, gracias a Dios, que me sacó de una situación absolutamente crítica de la enfermedad, acabé volviendo a la normalidad. Cuando llevaba quizá ocho días en la UCI todo empezó a volver a cauces más trillados. Ahí estaba Verónica.
Era una enfermera de media edad, de piel morena, con ojos muy fijos, muy atentos. Era ella la que se sujetaba esas gafas como de esquiar que tenía sobre las suyas apretando los lados de su frente, para intentar engañar al dolor de cabeza.
Entró en su turno, el de tarde y me dijo que iba a ser un día especial. Se veía que era una enfermera como la copa de un pino y una persona que se preocupaba de los enfermos: la enfermería es una dedicación a los demás que requiere una preparación técnica muy compleja, pero que no por eso deja de ser una labor maternal. Yo, que no podía tener a mi madre al lado, tenía a las enfermeras de la UCI, que me trataron como el niño a que había quedado reducido.
Verónica me dijo que me iba a poner música y trajo un ordenador y yo le dije que pusiera Radio 3, pero luego caí en la cuenta de que ya prácticamente sólo oigo música clásica y le dije que Radio Clásica. Resultó que el ordenador tenía un programa de oír radio, pero publicitario: al final acabamos oyendo música que podría llamar «de extremo centro», esa que le gusta supuestamente a todo el mundo, cosas como U2 o R.E.M. No me importó mucho: en la novedad de una situación serena, aunque fuera en la UCI, oír música era una novedad bienvenida.
Allí estuvo toda esa tarde pendiente Verónica, que tenía, por lo demás, sus propias preocupaciones aquel mismo día, porque al siguiente le hacían la prueba del virus: por eso no la vi los siguientes días. Justo la tarde en que me soltaron de la UCI apareció otra vez. Le pude dar las gracias por aquella tarde en la que volví a una normalidad serena. Me hizo un gesto como de que no importaba, pero yo me alegré un montón de haberle podido decir que aquella tarde marcó un cambio decisivo en mi enfermedad, o en el modo de tomármela.  

miércoles, 13 de mayo de 2020

Enfermeras de la UCI 2

Era una UCI exclusiva para pacientes con coronavirus: a los enfermos solamente nos afectaba en tener que llevar mascarilla, una lata, la verdad, que nos hacían menos molesta poniendo gasas en las sujeciones de las orejas para que no nos dejasen marca. Pero el personal tenía que llevar por encima una especie de bata, sobre esa especie de pijama de dos piezas que usan ahora todos y suele ser o verde o azul, La bata era o blanca o azul fuerte, como de plástico: era como el peplo de las atenienses, un vestido casi hasta los pies, con ataduras por detrás, a la altura del hombro y la cintura y que les daba a todas una grandísima elegancia (un celador me recordaba con él al pescador vasco de la foto de Ortiz de Echagüe, aunque él tenía más perfil como de vikingo). Luego tenían una mascarilla gorda de las buenas y sobre ellas la azul quirúrgica. Además, unas especie de gafas como de ski (por cierto ¿sabéis que llaman gafas nasales a esos tubos que ponen en la nariz?) para todos, pero también como protección de las otras gafas. Todo se iba sujetando por detrás de la cabeza, con lo que se complicaba esa zona una barbaridad, sobre la redecilla que recogía el pelo. Algunos llevaban una especie de protección como la de los soldadores, con una sujeción circular sobre la cabeza, una especie de corona de plástico amarillo que a mí me recordaba una barbaridad a la emperatriz Teodora en los frescos de Rávena (junto a los que pasamos, sin pararnos, ay, hace un año en aquel tan añorado Viaje a Italia). 
Vestidos todos así, era muy difícil saber quién era quién, aunque pasados los días ya los reconocías, por las mandíbulas, por el porte, por la ligereza (Leticia me explicó que había estado muchos años practicando ballet: y cómo se le notaba al andar). Lo que no supe ver era si había diferencias de grado: sí que noté que los médicos no iban con el casco de soldador, lo que no me impidió equivocarme varias veces, rebajando a médicos a auxiliares o elevando a celadores a médicos: y mira que existía la jerarquía (y mejor que existiera).
Se me olvida mencionar los guantes, unos claros que se sacaban de una especie de sobres, sobre los que se ponían unos azules, frotándolos con desinfectante después: la de veces que esos segundos se los quitaban para ponerse otros. Allí nadie dudaba de la letalidad del coronavirus. Incluso ahí era cuando se ponían una especie de bata como de papel sobre todo el famoso traje EPI.
Yo, ya decía ayer, asistía sobre todo al moverse, como en el kabuki o en el teatro griego, con máscaras, de las enfermeras. Me acuerdo mucho de los gestos que hacía Verónica de sujetarse los frontales con las manos para aguantar el dolor de cabeza, del que se quejaban muchas, con tanto perendegue en la cabeza. Una señora de la limpieza me contó, en la fase final del hospital, que lo pasaba muy mal con el esfuerzo continuo y el calor y todo lo que llevaba encima; yo le pregunté que si le pagaban algo más y me dijo que no.

martes, 12 de mayo de 2020

Enfermeras de la UCI 1

Quitémonos de enmedio primero el engorroso obstáculo de las discusiones sobre sexo y género: conocí dos enfermeros, pero la inmensa y abrumadora mayoría eran mujeres. Allí me acordé de que Mario Míguez, el poeta, dedicó la última parte de su vida a atender enfermos terminales, sin ser estrictamente enfermero. Y qué poemas tiene de cuidar a su padre enfermo. 
La enfermería es cuidado y da igual el sexo, pero el hecho es que a ella responden abrumadoramente mujeres. Los varones estamos de hecho menos dispuestos a esa entrega y no creo que sea un problema de construcciones culturales ni de estereotipos.
La enfermería, trabajo de enorme complejidad, es primero de todo el cuidado de otros seres humanos en sus momentos de más debilidad, de más necesidad. Como explicaba un día una de ellas, hablando con otras de su turno sobre sus experiencias, había que implicarse, el trabajo de enfermería no es para rácanos ni para cicateros, es estar siempre pendiente. Da igual que seas varón o mujer: has de estar pendiente y a la vez muy preparado. La implicación emocional deja el corazón herido y eso también forma parte del oficio.

En la UCI yo los primeros días estaba sedado, pero cuando ya estuve despierto, me convertí en un espectador único de enfermeras. La sala tenía forma de L y en mi brazo de esa ele estábamos quizá seis al principio, luego cuatro enfermos, yo el único medianamente consciente, con las enfermeras delante. A mí me sentaban en la cama, que era superferolítica y podía convertirse en un a modo de sillón y allí tenía todo el espectáculo, pero sobre todo a las enfermeras, que primero se daban el parte unas a otras en el cambio de turno y luego empezaban a danzar alrededor de nosotros poniéndonos inyecciones, bolsas de suero, mil cuidados. Cuando se podían sentar, era como una obra de arte y ensayo: yo de público y ellas contándose sus cosas, no del todo conscientes de mí. Se hablaban de sus miedos a estar contagiadas del Covid (y era las de la UCI especial para eso, pero no les habían hecho las pruebas), de sus líos de trabajo y turnos, de cuestiones familiares (algunas no veían a sus hijos desde el inicio de la crisis). Era un espectáculo maravilloso, que me entretenía un montón. 

viernes, 8 de mayo de 2020

Ya en casa (y 2)

Primera hora de la mañana. Me he sentado en mi sillón, la ventana abierta (en el Hospital todo es un circuito cerrado de aire), pajaritos de música de fondo y me he puesto a leer (privilegios de clasicista) los textos de la Misa latina de hoy. Y justo al principio me he emocionado (os podéis imaginar lo blandito que estoy por dentro estos días, enterándome como me voy enterando poco a poco de tanto cariño a mi alrededor) por cómo empezaba la Collecta
Deus qui et libertatis nostrae auctor es et salutis ... 
Es decir: 
Dios, que eres el autor de nuestra libertad y nuestra salud...
Luego, en el Evangelio, el Señor explica que se va a prepararnos una habitación. Pues donde Él quiera: Aquí, feliz, aunque con miedo a no estar a la altura, pero con el don de la libertad para querer más a todos. Allí, feliz del todo.  

jueves, 7 de mayo de 2020

Ya en casa

Qué alegría poder escribir aquí que ya estoy en casa, tras el alta del hospital.
La experiencia ha sido fuerte, pero muy enriquecedora. He vuelto a descubrir el mundo de la atención a los enfermos: los celadores, los enfermeros (y en especial todas esas enfermeras de UCI tan maternales que he conocido), los médicos comandando, los que limpian, unos que iban midiendo la orina, los de la farmacia, los que recogían los productos contaminados. Todos en su trabajo, que es un trabajo a otro nivel de los demás trabajos. Pues eso me ha vuelto a impresionar del CHUS (Complejo Hospitalario Universitario de Santiago) y quiero agradecérselo aquí otra vez.

miércoles, 6 de mayo de 2020

Estoy libre del virus

Ayer era san Ángel de Sicilia, el que me da nombre y al que nunca le he tratado como debía. Pues ayer justo me hicieron la prueba y estoy libre de coronavirus. Deo gratias!

Ahora queda la cuestión técnica de cuándo me voy a casa, si en días,  horas o, como bromeaba mi padre, "es cosa de menutos".

lunes, 4 de mayo de 2020

Lunes en el hospital

En el último comentario aquí era optimista. No sabía que iba a pasar dos semanas en la UCI. Gracias a Dios, aquello pasó y ahora estoy en una habitación "normal" (dentro de los parámetros del COVID, con trajes especiales y mascarillas). Solamente quería contaros los últimos hechos.  
Me han llegado montones de ánimos y sobre todo oraciones,  que me han llevado al otro lado, aunque no está de más seguir, para rematar la jugada en casa.

martes, 14 de abril de 2020

Actualización de mi salud

El martes pasado empecé a toser, el miércoles comencé con febrícula y me auscultaron y consiguieron que me vieran en Urgencias del CHUS: una neumonía pequeña y bastantes papeletas para tener Coronavirus.
Me ingresaron, me pareció lógico: no me asustó,  la verdad.
Puse notas en Twitter y Facebook y hubo un montón (una barbaridad de gente) que me escribió ofreciendo oraciones y ánimos. De hecho, el primer efecto positivo fue que me pasé los dos primeros días contestándolos, y estuve la mar de entretenido.


En estos días ya hay una rutina de pastillas,  de comidas (que se me hacen bola con cierta frecuencia), de momentos típicos de fiebre y luego de paracetamol.
No he perdido la alegría,  ni la esperanza: eso sí que lo debo a tantos.
Quedan unos días en el hospital.  Ya os contaré 

jueves, 28 de marzo de 2013

El lapso

El viernes pasado, Viernes de Dolores, tenía mi consulta semestral con el endocrino. Es como ir con un mazo de suspensos a casa (yo, que siempre he sido de buenas notas), pero en este caso con el ignominioso tique de mi peso creciente -esta vez, je, resultó ser menguante- en la mano y la cerviz inclinada ante la previsible bronca: que si deporte, que si régimen, que si por qué no pongo algo de mi parte.
Pero resultó que mi endocrino estaba de baja (nada grave, por suerte: lesión de fútbol, y no saco moralejas) así que me libré. El otro médico se limitó a informarme de que todo bien: yo daba saltos de alegría, pero sobre todo de alivio.
Por la tarde fuimos a Ribeira. Mario fue leyendo del nuevo libro de Miguel d'Ors; a mí me gustó sobre todo un grandioso poema a los tojos florecidos por las laderas que estábamos viendo por el camino.
Y de ahí a Olbeira, a unos días de retiro: ha llovido todo lo que pudiera llover. Y llueve sobre seis meses de lluvia. Pero yo muy contento, con ganas de mandaros un saludo y mi aprecio en este Jueves Santo.

domingo, 3 de junio de 2012

Remecido

Se ha muerto en Valladolid Satur Lorenzo, cuatro años después del diagnóstico de un cáncer tremendo.

Al enterarme entonces, le escribí. Esto es lo que me contestó (le acababan de hacer -creo- una una tremenda primera operación en la cabeza):
Gracias Ángel. He pasado la primera prueba, la operación de los olvidos. Gracias a Dios bien. Escribo lento, pero más remecido. Ahora estoy con las quimiovitaminas y la semana próxima con radioterapia.
Estoy bastante impactado por el cariño. Y el Señor ayuda en cada momento. Un abrazo fuerte. 
Era así: elegante, agradecido, de enorme categoría humana y piedad.

[Aquí un gran texto de A. J. Mencía sobre él]

lunes, 21 de noviembre de 2011

Incurable hipocondria

Yo también estaba ayer con miedo, pero no al veredicto de las urnas: a la consulta del endocrino era.
Cuando uno es hipocondriaco y cuando uno que es hipocondriaco ha oído ya el tienes cáncer (aunque hayan pasado casi cinco años), no hay curación de la hipocondria: será menos aparatosa, más manejable, un poquito menos irracional, pero el hecho es que ya vas a toda consulta médica bien cargado de sinrazón: de razones para temer.
Pero bueno, todo salió bien: en lo político nos hemos quitado una pesadilla y por mi parte he salido de la consulta prometiendo adelgazar: y ya sé que no es lo mismo, pero ahí está un paralelismo (y un ripio).
Y el endocrino me ha leído la cartilla -mamá, voy a hacer régimen, te ha hecho caso- y al final me ha dado el visto bueno.
Y he sobrellevado bien el chorreo habitual, más doloroso por lo razonable. Mi endocrino me hace sentirme como el mal alumno con malas notas que nunca fui, cuando me pregunta por mi desapego al ejercicio. Hasta me ha señalado mi tripa, cruel.
Y yo me retorcía de arrepentimiento: no estoy a la altura, bien que me pesa.
Pero salí de allí y he recuperado la libertad provisional del hipocondriaco, siempre a riesgo de perderla - y de ganar entonces más argumentos de hipocondria.
Y vengo aquí a contároslo, para que os alegréis conmigo de que estoy bien, sin colesterol siquiera.

Que esto se suponía que era un blog autobiográfico.