Relat escrit fa uns tres anys originàriament en castellà. Les fotos son autèntiques. A la primera surto jo el juny de l'any 91 amb la guitarra vella i la segona l'acabo de fer fa deu minuts.LA GUITARRA
Tendría yo unos 12 años cuando mis padres me regalaron una guitarra. Fue algo inesperado ya que la economía familiar no estaba como para echar cohetes y la guitarra en cuestión no era precisamente barata.
El obsequio incluía un libro con un método para aprender a tocarla, con fotos de unas manos indicando la posición de los dedos en los distintos acordes.
Mi añorado padre siempre vio en mi algo de artista, talento que sólo él era capaz de percibir. Cuando, de pequeña, le regalaba un dibujo, él creía que yo apuntaba maneras de futura pintora e incluso, unos años más tarde, me planteó la posibilidad de inscribirme en una escuela de arte para desarrollar mis aptitudes a lo que yo –mucho más realista– me negué en redondo: Una cosa era no dibujar mal y otra tener una verdadera capacidad para ello.
Pero bueno, ahí estaba yo con mi preciosa guitarra intentando colocar mis manos a imitación de las fotos del manual.
Sorprendentemente, aprendí a afinarla de oído, aunque luego sólo logré memorizar 6 o 7 acordes. Lo justo para acompañar el ritmo de canciones facilísimas y nada más.
La guitarra pasaba meses y meses dentro de su funda de color marrón oscuro, en un rinconcito de la salita, apoyada en la pared, al lado de una estantería.
Pero nunca me olvidaba de ella.
De vez en cuando la sacaba y, al verla, recordaba esa misma inmensa ilusión que tuve cuando me la regalaron... sólo con mirarla, mi estado de ánimo mejoraba. Me sentaba, la apoyaba en mi regazo y rememoraba esas pocas canciones que aprendí. Luego la guardaba de nuevo.
Los años fueron pasando y mi vida cambió completamente. Con mi boda, el traslado a otra ciudad, la nueva casa... y la guitarra se quedó –de momento– apoyada en su rincón.
Transcurridos varios meses, un sábado por la mañana, fui a casa de mis padres decidida a llevarla conmigo.
Cuando ya salía a la calle, justo al cruzar la puerta, un ciclista que circulaba por la acera a toda velocidad sin controlar en absoluto si salía gente de los portales, me dio un susto terrible, me golpeó en el brazo y se llevó la guitarra por delante. Cayeron al suelo ambos: instrumento y muchacho. El ruido que se oyó no dejaba lugar a dudas. Mi guitarra había sido literalmente aplastada.
Pero el chico se levantó, se miró un rasguño en la mano, cogió de nuevo la bicicleta –que había quedado intacta– y se largó a toda velocidad sin decir palabra.
El regalo más bonito que había recibido de pequeña, había dejado de existir y yo me sentía como una niña a la que, injustamente, quitan su juguete preferido.
Y lloré.
Cuando estuve más tranquila, ya en mi casa, se lo conté a mi marido. Entonces ya no me sentía enfadada, aunque sí triste. Vi su rostro sonreír y oí su voz diciéndome:
- No estés triste, yo te compraré una para tu cumpleaños.
Y lo hizo. Mi guitarra nueva era aún más bonita que la anterior. También compró un método para aprender, con fotos similares a las del primero (que fuimos incapaces de encontrar en casa de mis padres)
Su música era dulce, limpia. Para mí era casi mágica.
Recordé el sonido de las cuerdas "al aire" y traté de poner los dedos como el profesor del libro indicaba, aunque sin mucho éxito.
No sabría explicar el porqué, pero el mismo efecto benéfico y relajante, que me producía la primera, me lo provocaba igualmente la segunda... El instrumento también pasaba meses y meses apoyado en un rincón, dentro de su funda y, en mi casa, la guardaba asimismo al lado de una estantería, como si tratase de reproducir, inconscientemente, el escenario de tantos años atrás. No importaba que no supiese tocarla, "ella estaba ahí".
Cada vez que la miraba, se me dibujaba una sonrisa en el rostro.
En primavera murió mi padre y cuando, pasadas unas semanas, me fijé de nuevo en mi guitarra, tuve enseguida el deseo de oír su son...
La tomé, la desenfundé y empecé a tocar perfectamente los acordes, las melodías punteadas... nada era un secreto para mí... la música brotaba maravillosa, en perfecta armonía, como si quien estuviera interpretando fuese una experta concertista.
Miré al cielo y dije:
- Papá, has sido tú, ¿eh?
Y me vino clarísima su imagen a la mente:
- Yo sabía que mi niña era una artista.