Cuando me desperté, San Valentín todavía estaba allí. Llevaba una cuerda en la mano, una linterna, un ramo de caléndulas.
—Vamos, —me dijo—, ¿no querías que te casara? No voy bien de tiempo.
Me froté los ojos. Ni siquiera había amanecido.
—Bueno, sí, pero...
—No hay pero que valga, hija, si quieres tiene que ser ahora.
—¿Y esa cuerda? — le pregunté.
—No me dijeron que vives en un bajo.
No me tranquilizó nada su respuesta.
—Mientras bajamos me tienes que contar cual es el inconveniente para la boda. No es que me importe —se apresuró a explicar—, estoy acostumbrado a los conflictos, líos de familia, bigamia, homosexualidad latente... Es que llevo un registro, totalmente anónimo, ¿eh? Pretendo presentarme al guinness de casos raros. ¿Tienes el vestido? El ramo lo he traído yo, que siempre se os olvida. Vamos, apresúrate.
—Pero es que yo... ¡si no tengo vestido!
—Pero, guapina, ¿no te hacía tanta ilusión? Me habían pasado el aviso como urgente. Lo de siempre, ¿no? Pediste por pedir. Qué poca fe...
La verdad es que le había pedido al cielo lo de la boda con bastante insistencia, sí. Fue una noche que volvía sola a casa, de madrugada, con los zapatos en la mano. Había una niebla espesa que olía a vino. Lo recordaba vagamente. Era cierto que tenía poca fe.
—Pero... ¿cómo lo vamos a hacer?
—Pues, hija, como siempre. Los votos, el sí quiero. Lo básico. A ver qué te creías, ¿que iba a traer un organista?
—No, claro, pero... ¿y el novio?
—El novio corre de tu cuenta.
—¿De mi cuenta?
—Pues, ¿qué esperabas?
—Yo qué sé, esa noche había bebido un poco de vino...
—Ya... así que no hay novio. Pues eso sí que es un problema... Hija, es que no sabéis pedir, ¿eh? Habláis a tontas y a locas. Como si los demás no tuviéramos otra cosa que hacer. ¿Sabes la lista de espera que tengo?
El santo empezó a levantar la voz. Se escuchó el llanto de un bebé y una luz se encendió en el edificio de enfrente.
—¿No le había pasado nunca nada así? —Le pregunté, en susurros, para distraerle—. Seguro que no he sido la única.
—Pues no. Bueno, me pasó algo parecido el 20 de julio de 1789, en París. Solo teníamos la cabeza del novio y... ¿entonces no se te ocurre ningún candidato? Es una pena, ya que estamos aquí. Piensa, mujer. Algún pretendiente tendrás...
—¿Para casarme? Que va, ¿por qué se cree que rezaba?
—Piensa bien, alguno habrá. Lo que importa es querer casarse. Créeme, luego, con el tiempo, todo cambia, y da lo mismo lo que te haya gustado al principio. Menos mal que para los divorcios no hace falta la intervención divina. Además, hoy en día todo vale. Y cuanto más raro sea, mejor para mi récord...
Me miró con inteligencia durante un instante. Se estiró mucho, sacó pecho. Parecía conservado en formol. Se peinó con la mano. Le crecían cuatro pelos ralos en un cráneo tapizado de cuero viejo. Se sacudió algunas migas de la saya de saco, y se ajustó el cordón que le ceñía por el ecuador. Después me recorrió con la linterna de arriba abajo. Mi pijama de ositos no pareció gustarle demasiado. Salvo por el escote, donde se detuvo un buen rato.
—Pero ¿tienes ganas de casarte sí o no? —Dijo. Y me guiñó un ojo.