Uno de mis vecinos se fue de vacaciones y dejó la radio puesta, bien alta, día y noche, para que la oyeran los presuntos ladrones, para disuadirlos de entrar. Y dejó la ventana abierta. Quizá para disuadirnos de dormir, ya que la vida es corta, a los pocos que hemos quedado en Madrid este mes de agosto.
Mi vecina de arriba regresó de vacaciones la semana pasada. Llegó tarde del viaje, a eso de la una y media de la mañana. Abrió las ventanas para ventilar, me imagino, y organizó en voz bien alta sus asuntos con su hijo, que debía de estar al otro lado de la casa.
También se han quedado los estudiantes del cuarto. Se reunen los viernes y los sábados, a veces. Son buenos chicos: no ponen música. Solo hablan, y ríen sin cuidado, sin hora de cierre, y fuman cigarrillos, que más tarde serán colillas, que se les caerán de los dedos y terminarán en el patio al que da mi dormitorio, a ras de suelo. Ambos: las colillas, mi dormitorio.
Esta mañana, a las 7.41, mi vecina del tercero D, médica de profesión, me despertó al arrojar al patio, en tres tandas, tres aldabonazos, el agua del barreño donde acababa de lavar (imagino) los sujetadores que estaba tendiendo cuando me asomé, sobresaltada, legañosa, para ver qué pasaba. Por un momento creí que había empezado el diluvio universal. Os lo juro que lo creí. Os lo juro: sentí alivio, algo parecido a la esperanza.
Me pregunto cuáles serán mis costumbres molestas. Cuál es el límite de la tolerancia, cuál el del respeto. Si hay algún lugar donde huir de esto. Por qué no hay ningún banco de paciencia.