A lo largo de mis veinte años de experiencia en las aulas he pasado por muchas fases como maestra. Cuando salí de la universidad tenía todas las respuestas;
sabía que en mi clase nunca iba a haber fracaso escolar, que ningún niño o niña se iba a sentir frustrado o frustrada en su proceso de aprendizaje y que, sobre todo, yo nunca iba a ser como esas dinosaurias que pululan por las aulas con las gafas de ver de cerca en la punta de la nariz paseando con el ceño fruncido entre las filas de pupitres en una clase donde reina un silencio sepulcral y todo el mundo se centra en su libro sin levantar la cabeza. Jamás iba a alzar la voz, nunca iba a echar a alguien de clase, no iba a poner exámenes y, sobre todo, nunca iba a ser una bruja que dijera a todo que no y no dejara a las criaturas expresarse en clase.
A los pocos años de empezar a trabajar en el aula, sin embargo, me di cuenta de que me estaba pasando algo muy curioso: todas esas respuestas que tenía cuando salí de la universidad se me estaban olvidando. De repente me encontré con que yo no sabía más que las dichosas dinosaurias con las gafas de ver de cerca en la punta de la nariz, y aún no había cumplido los treinta cuando me di cuenta de que me pasaba la mayor parte del tiempo pegando unos alaridos dignos de Pedro Picapiedra. A pesar de que todos los años me propongo no poner exámenes (más que nada porque odio corregirlos), todavía no he encontrado la manera de evaluar a esos niños y niñas que se quedan sentados cual setas en su silla y no participan, no se mueven, no dan ninguna señal de que están entendiendo o necesitan ayuda, si no es con un examen. De lo que sí me he jactado siempre es de que en mi clase los niños y niñas siempre se han sentido seguros a la hora de expresar sus deseos, miedos y necesidades. Por muy enfadada que esté con alguien, sé cómo tomar aire y sentarme a su altura para escuchar por qué se ha portado así, qué ha pasado en el recreo (o en casa, o en la clase anterior) y qué necesita en ese momento. A veces es solo un abrazo, a veces es ir al baño a refrescarse la cara. Y a veces es dejarlo estar en un rincón hasta que se le pase el disgusto.
|
Imaginaos esto por 24. Haces lo que sea. |
Pero todo cambió cuando empecé a trabajar en infantil unas horas a la semana. Yo, que venía de primaria, donde hasta el más canijo o canija de primero puede entender que esta vida no es justa y no pueden hacer lo que quieran en el momento que se les antoje, me di de bruces con la realidad de los niños y niñas de cuatro años. Mi primera conversación con ellos y ellas fue algo así:
Niño/a: --Quiero hacer un dibujo.
Yo: --No, cielo, ahora es la hora de inglés y vamos a leer el cuento. Luego he traído una ficha y la vamos a colorear.
N: --Quiero hacer un dibujo.
Y: --Pero he traído un cuento muy bonito. ¿Ves? Hay mariposas.
N: --QUIERO HACER UN DIBUJO.
Y: --Pero si haces el dibujo no vas a poder escuchar el cuento.
N: --¡¡QUIERO HACER UN DIBUJO!!
Y: --Bueno, vale, pero mañana escuchas el cuento, ¿eh?
Más tarde, harta de que me tomaran por el pito del sereno, desarrollé otra estrategia que bien llevada puede ser muy eficaz y solo necesita implementarse los primeros meses del año. Lo malo era que esos primeros meses del año terminaban siempre con una baja por migraña, o una gripe de esas que te cogen cuando tus defensas están más despistadas, que suele ser cuando tienes bajón anímico. Mi jugada era algo así.
N: --Quiero hacer un dibujo.
Y: --No.
N: --Quiero hacer un dibujo.
Y: --No.
N: --QUIERO HACER UN DIBUJO.
Y: --No.
N: --¡¡QUIERO HACER UN DIBUJO!!
Y: No.
En este estadio, la criatura en cuestión se suele tirar al suelo y yo saco a Mr Monkey para contarles el cuento al resto de los críos y crías. Cuando se ve ignorado/a, se acerca al grupo y se sienta a escuchar el cuento (o se queda de morros en una esquina, que al final funciona igual). Claro que siempre tienes la criatura a la que no le han dicho que no en su vida y en vez de quedarse sentada se pone a pegar patadas a las sillas, a tirar del pelo a la gente, a escupir... No siempre funciona.
Tenía que buscar una alternativa. Ya había aprendido que no se puede razonar con un crío o cría de cuatro años y que la que manda soy yo, pero tenía que haber otra manera de ganarme a la chavalería. Y entonces me puse a observar a las profesionales de la etapa: las profesoras de infantil.
N: --Quiero hacer un dibujo.
P: --Ah, ¿sí? ¿Y qué quieres dibujar?
N: --Un perro.
P: --Ah, qué bien. ¿Te gustan los perros?
N: --Sí.
P: --Pues mira, aquí tengo un cuento de un perro. ¿Quieres que te lo lea? Así ves el dibujo y aprendes cómo hacerlo.
N: --Vale.
Tan fácil como eso. Sin gritos, sin lágrimas, sin perder la paciencia, sin sufrir migrañas. Hace falta otro tipo de personalidad para dar clase en infantil, supongo, una que, yo creo, se trae de serie pero que también se puede adquirir con los años. Calculo que tardaré otros veinte en ser como ellas, pero aspiro por lo menos a no tener migrañas este curso. Teniendo en cuenta que hace más de diez meses que no tengo una, creo que he empezado a hacer las cosas bien.
**Ruth toca madera para no provocar la ira de los duendes de la migraña y rebusca entre sus apuntes de magisterio para volver a encontrar todas esas respuestas que se han ido quedando por el camino.**