The end



Bien dicen las canciones que todo lo que empieza tiene un final, que todo buen principio viene de algún otro fin, que lo que bien empieza bien acaba (bueno, eso lo decía mi abuela, o El Dúo Dinámico, no sé), que el final del verano llegó y tú partirás (sí, esa sí es de El Dúo Dinámico, no hay duda). Y este blog no podía ser una excepción: esta es mi última entrada, después de casi once años. Once años, tela. Nada en mi vida ha durado tanto tiempo, excepto algunas amistades.

Empecé el blog en 2006 con la absurda idea de compartir lo que escribía y las tonterías que me pasaban. Muchos y muchas habéis estado ahí fuera, al pie del cañón, leyendo y comentando cosas que, ahora que miro para atrás, eran verdaderas estupideces que no le importaban a nadie más que a mí. Os he contado mi vida, me he confesado más de una vez, he compartido textos que no verán la luz jamás en ningún otro medio. Y me lo he pasado pipa escribiendo artículos que me arrancaban una carcajada y que habéis llegado a agradecerme. El germen de Armarios y fulares lo compartí aquí. Y eso no lo olvidaré nunca. 

Que este blog cierre no significa que yo deje de dar la chapa. A rey muerto rey puesto, que decía alguno (aquí sí que ya no sé de quién hablo); Contando historias deja paso a Escribir en los tiempos de Google, donde espero seguir arrancando alguna que otra sonrisa a los incautos e incautas que paséis por ahí. Tened piedad de mí, que todavía está bajo construcción y hay mucho andamio y mucha teja suelta; os agradeceré que me ayudéis a ponerlo bonito. 

Por eso, más que adiós os digo "hasta luego". Estoy ahí mismo, en la calle de al lado, y ahora no tenéis más que teclear mi nombre en el navegador. Venid a visitarme; prometo que esta vez habrá más miga (más literatura, más recursos para profesores, más risas) y menos "yo". A los y las que habéis estado aquí siempre, un millón de gracias. Sois la razón por la que este blog ha durado más de una década y de que siga escribiendo. 

Gracias. De corazón.

Venid a verme a: www.ruthibanez.com


Echa una ojeada: primer capítulo de Armarios y fulares

Si sois como yo, os gusta hojear los libros antes de comprarlos. No basta con leer la sinopsis, o que la portada os atraiga, o que os lo hayan recomendado: tenéis que pasar las páginas y ver las palabras escritas, fijaros en el diálogo, ver si los párrafos son muy largos o muy cortos. Cuando el libro que compras es digital, es más difícil de hacer. Más de una vez me he arrepentido de comprar un ebook al verle las entrañas. 

Como no quiero que os pase eso, aquí os dejo el primer capítulo de Armarios y fulares. Es bastante largo, y creo que con él vais a poder haceros una idea del tono del libro. Si no os deja con ganas de más, cerradlo y hasta otra, gracias por intentarlo; si os pica la curiosidad, podéis comprarlo haciendo clic aquí y descargarlo en vuestro Kindle o tablet más cercano.

Perdonad la maquetación chapucera de este primer capítulo: os aseguro que la copia de Amazon tiene una calidad excepcional, más que nada porque yo no he tenido que ver nada en ello y la artistaza que es Artkanna se ha encargado de todo. 

Espero que os guste. 



Se acaba 2016, ¡por fin!


El fin de año se acerca, y creo que no soy la única en pensar que menos mal. No puedo decir que en lo personal haya sido un mal año (tampoco bueno, simplemente "aceptable", "normal", "uno más"), pero en lo que a noticias internacionales se refiere ha sido horrendo. Era el año en el que teníamos que celebrar a la primera presidenta de los Estados Unidos, y en lugar de eso hemos visto cómo ganaba Trump (he empezado a poner adjetivos en lugar de su nombre y me he asustado de mí misma, así que vamos a dejarlo en Trump a secas). Nuestra querida Europa, que siempre ha alardeado de mente y puertas abiertas, cierra fronteras en los morros de la gente que huye de la guerra y se cruza de brazos ante el mayor holocausto de las últimas décadas. Reino Unido decide independizarse de Europa, la extrema derecha sube posiciones, decenas de mujeres siguen siendo asesinadas a manos de sus parejas en España (pero esto no es nuevo, y total son mujeres, si fueran futbolistas estaríamos en la calle con bates de béisbol), y en febrero se murió Alan Rickman. Que sí, que entre todo lo que he dicho esto es lo de menos, pero el año ya apuntaba maneras y no ha decepcionado.

¿Será mejor 2017? No lo sé. La verdad, lo dudo, porque hay tantos frentes abiertos ahora mismo que solo un milagro puede salvar el año. Me conformo con que sea el año en el que se acabe la guerra en Siria; si Trump tuviera, digamos, un pequeño problema de salud o una denuncia que le impidiera ser presidente, 2017 sería recordado como el mejor año de la década, como mínimo.

Yo, que soy de naturaleza optimista, he decidido que no me voy a dejar llevar por las malas noticias. Me concentro en que 2016 fue el año en que publiqué mi primera novela, con lo que cumplí uno de mis sueños más antiguos. Estos días de fiesta he empezado a hacer mi lista de buenos propósitos, y por primera vez en mi vida solo he apuntado dos:

  • Ser mejor. 
  • Estar mejor. 
Y ya. No pido más. Objetivos humildes son, aunque no sencillos, por más que sean escuetos. Nada de listas interminables, nada de promesas que no voy a cumplir. Evaluación continua, como en el cole, pasito a paso hasta el objetivo final. Ya os contaré. 

Pero os lo contaré en otro lugar, porque mucho me temo que esta es la última entrada de este blog, o mejor dicho la penúltima. No me voy, solo me mudo; mudo de dirección en todos los sentidos, tanto física (todo lo físico que puede ser una dirección de internet) como temática. Seguiré al pie del cañón, pero de otra manera, una que me ayude a cumplir los objetivos de este año. Pasaré a anunciar dónde podréis encontrarme, y hasta entonces os deseo todo lo mejor. Espero que 2017 sea mejor que el año que nos deja, algo que, la verdad, no tiene difícil. Nos veremos en el nuevo año con más fuerza que nunca. 

ZORIONAK ETA URTE BERRI ON!!



Cómo razonar con peques de cuatro años y no perder la cordura en el intento


A lo largo de mis veinte años de experiencia en las aulas he pasado por muchas fases como maestra. Cuando salí de la universidad tenía todas las respuestas; sabía que en mi clase nunca iba a haber fracaso escolar, que ningún niño o niña se iba a sentir frustrado o frustrada en su proceso de aprendizaje y que, sobre todo, yo nunca iba a ser como esas dinosaurias que pululan por las aulas con las gafas de ver de cerca en la punta de la nariz paseando con el ceño fruncido entre las filas de pupitres en una clase donde reina un silencio sepulcral y todo el mundo se centra en su libro sin levantar la cabeza. Jamás iba a alzar la voz, nunca iba a echar a alguien de clase, no iba a poner exámenes y, sobre todo, nunca iba a ser una bruja que dijera a todo que no y no dejara a las criaturas expresarse en clase.

A los pocos años de empezar a trabajar en el aula, sin embargo, me di cuenta de que me estaba pasando algo muy curioso: todas esas respuestas que tenía cuando salí de la universidad se me estaban olvidando. De repente me encontré con que yo no sabía más que las dichosas dinosaurias con las gafas de ver de cerca en la punta de la nariz, y aún no había cumplido los treinta cuando me di cuenta de que me pasaba la mayor parte del tiempo pegando unos alaridos dignos de Pedro Picapiedra. A pesar de que todos los años me propongo no poner exámenes (más que nada porque odio corregirlos), todavía no he encontrado la manera de evaluar a esos niños y niñas que se quedan sentados cual setas en su silla y no participan, no se mueven, no dan ninguna señal de que están entendiendo o necesitan ayuda, si no es con un examen. De lo que sí me he jactado siempre es de que en mi clase los niños y niñas siempre se han sentido seguros a la hora de expresar sus deseos, miedos y necesidades. Por muy enfadada que esté con alguien, sé cómo tomar aire y sentarme a su altura para escuchar por qué se ha portado así, qué ha pasado en el recreo (o en casa, o en la clase anterior) y qué necesita en ese momento. A veces es solo un abrazo, a veces es ir al baño a refrescarse la cara. Y a veces es dejarlo estar en un rincón hasta que se le pase el disgusto.

Imaginaos esto por 24. Haces lo que sea.
Pero todo cambió cuando empecé a trabajar en infantil unas horas a la semana. Yo, que venía de primaria, donde hasta el más canijo o canija de primero puede entender que esta vida no es justa y no pueden hacer lo que quieran en el momento que se les antoje, me di de bruces con la realidad de los niños y niñas de cuatro años. Mi primera conversación con ellos y ellas fue algo así:

Niño/a: --Quiero hacer un dibujo.
Yo: --No, cielo, ahora es la hora de inglés y vamos a leer el cuento. Luego he traído una ficha y la vamos a colorear.
N: --Quiero hacer un dibujo.
Y: --Pero he traído un cuento muy bonito. ¿Ves? Hay mariposas.
N: --QUIERO HACER UN DIBUJO.
Y: --Pero si haces el dibujo no vas a poder escuchar el cuento.
N: --¡¡QUIERO HACER UN DIBUJO!!
Y: --Bueno, vale, pero mañana escuchas el cuento, ¿eh?

Más tarde, harta de que me tomaran por el pito del sereno, desarrollé otra estrategia que bien llevada puede ser muy eficaz y solo necesita implementarse los primeros meses del año. Lo malo era que esos primeros meses del año terminaban siempre con una baja por migraña, o una gripe de esas que te cogen cuando tus defensas están más despistadas, que suele ser cuando tienes bajón anímico. Mi jugada era algo así.

N: --Quiero hacer un dibujo.
Y: --No.
N: --Quiero hacer un dibujo.
Y: --No.
N: --QUIERO HACER UN DIBUJO.
Y: --No.
N: --¡¡QUIERO HACER UN DIBUJO!!
Y: No.
En este estadio, la criatura en cuestión se suele tirar al suelo y yo saco a Mr Monkey para contarles el cuento al resto de los críos y crías. Cuando se ve ignorado/a, se acerca al grupo y se sienta a escuchar el cuento (o se queda de morros en una esquina, que al final funciona igual). Claro que siempre tienes la criatura a la que no le han dicho que no en su vida y en vez de quedarse sentada se pone a pegar patadas a las sillas, a tirar del pelo a la gente, a escupir... No siempre funciona.

Tenía que buscar una alternativa. Ya había aprendido que no se puede razonar con un crío o cría de cuatro años y que la que manda soy yo, pero tenía que haber otra manera de ganarme a la chavalería. Y entonces me puse a observar a las profesionales de la etapa: las profesoras de infantil.

N: --Quiero hacer un dibujo.
P: --Ah, ¿sí? ¿Y qué quieres dibujar?
N: --Un perro.
P: --Ah, qué bien. ¿Te gustan los perros?
N: --Sí.
P: --Pues mira, aquí tengo un cuento de un perro. ¿Quieres que te lo lea? Así ves el dibujo y aprendes cómo hacerlo.
N: --Vale.

Tan fácil como eso. Sin gritos, sin lágrimas, sin perder la paciencia, sin sufrir migrañas. Hace falta otro tipo de personalidad para dar clase en infantil, supongo, una que, yo creo, se trae de serie pero que también se puede adquirir con los años. Calculo que tardaré otros veinte en ser como ellas, pero aspiro por lo menos a no tener migrañas este curso. Teniendo en cuenta que hace más de diez meses que no tengo una, creo que he empezado a hacer las cosas bien.

**Ruth toca madera para no provocar la ira de los duendes de la migraña y rebusca entre sus apuntes de magisterio para volver a encontrar todas esas respuestas que se han ido quedando por el camino.**

De lecturas que te llevan a otras, o cómo he acabado yo aquí

Que leer un libro te lleva a otro es algo que toda buena lectora y todo buen lector saben desde hace mucho. Hay por ahí una frase del tipo "leer a Cortazar te hace querer leer a Poe" (o viceversa, soy terrible para las citas) que creo que resume muy bien esa ansiedad que sientes cuando terminas de leer un libro que hace referencia a otro, o cuando investigas un poco sobre un autor o autora y descubres qué lecturas les influenciaron (o, sin más, porque te gusta el tema y quieres profundizar más en él). Cuando leí a Munro sentí curiosidad por Atwood solo porque eran amigas; después de 1984 vino, irremediablemente, Fahrenheit 451. Toni Morrison me hizo sentir curiosidad por la América negra, e Isabel Allende me llevó a Gabriel García Márquez (ahora Allende me da urticaria, pero reconozco que mi adolescencia no hubiera sido la misma sin ella). Incluso El código DaVinci me hizo sentir curiosidad por la teología, no os digo más. Las redes que pueden surgir de un solo libro son infinitas, y el agobio que siento cuando pienso en todo lo que quiero leer y seguramente nunca conseguiré es indescriptible.

Ayer me metí en una librería sin ánimo de comprar nada, solo por ver si había algo que me llamara la atención (para no comprarlo; sí, muy lógico todo), porque últimamente solo veo los bestsellers de siempre y empiezo a hartarme. Por variar mi ruta de todos los fines de semana, me colé un momento en la sección de filosofía y recordé por un instante que me había propuesto leer al menos un libro de no ficción al mes que tuviera que ver con filosofía, pedagogía, educación o cualquier otro tema del millón que me interesan. Me costó treinta segundos desesperarme al ver los títulos y autores de muchos de los libros, no os digo ya nada al ver su precio (ninguno bajaba de veinte eurazos, y me niego a que los herederos de Nietzsche y compañía se lleven mi dinero); calculé que me haría falta otra vida y una lotería de las gordas para conseguir siquiera un mínimo conocimiento sobre filosofía, por no hablar de pedagogía y demás. Y entonces, en la mesa de novedades, vi este libro. Y, por supuesto, no me pude resistir.


Creo que los que os pasáis por aquí con cierta asiduidad ya sabéis que soy capaz de gastarme un dineral en cualquier cosa que lleve el nombre de Harry Potter en el título, pero es que lo que tuve con este libro fue un flechazo descomunal. Ahí estaba yo, buscando una especie de guía de iniciación a la filosofía, cuando de repente me encuentro con una colección de artículos que tratan temas filosóficos desde las páginas de la saga. Acabo de empezarlo y ya tengo una idea muy general sobre las distintas visiones del alma que se han dado a través de la historia de la filosofía (¿qué se llevan los dementores cuando se llevan el alma?, ¿tus recuerdos, tu forma de ser, tu personalidad, tu energía vital?) y me he tragado un artículo muy interesante sobre la dualidad cuerpo/mente de Descartes basándose en la figura de Sirius/Padfoot (me niego a decir Canuto, ¿a quién se le ocurrió traducir Padfoot como Canuto?). No es la lectura más amena que he tenido entre las manos, pero desde luego es una buena manera de sumergirme en los libros de no ficción y leer algo con relativa consistencia para variar (que no digo yo que leer a Julian Barnes no lo sea, pero creo que me he empachado de ficción y necesito un cambio). Mientras tanto, voy haciendo una lista en el móvil de libros que buscar en librerías de viejo y en las secciones baratas de librerías varias, pero creo que he acertado con el punto de partida. Ahora a ver si soy capaz de terminarlo y digerirlo, sobre todo el capítulo dedicado a la redención de Snape, que sabéis que voy a devorar con ansia. 

Un libro lleva a otro, una lectura te anima a querer seguir leyendo. Las conexiones entre ellas a veces son incomprensibles, y tan variadas como las personas que las leen. Por eso me resulta tan crucial y tan importante leer: nunca sabes a qué nuevo puerto te va a llevar. Y este viaje, al igual que los físicos en barco y avión, es lo que nos convierte realmente en humanos y en máquinas de aprender. 

La letra jugando entra

Esta semana pasada he estado con los críos en un campamento de inglés. Durante cinco días, diez niños y niñas de sexto han estado haciendo actividades a media hora de Vitoria con cinco monitores nativos con los que se han tenido que comunicar en inglés sí o sí (aunque el último día descubrieron que dos hablaban castellano casi mejor que ellos y se llevaron un sorpresón de infarto). Han hecho todo tipo de actividades, incluido sentarse a escribir un diario todos los días (algo inimaginable en el aula); han plantado una lechuga en una botella de plástico y visitado el valle salado de Salinas de Añana, a tiro de piedra del albergue donde estábamos, con los niños y niñas de otro colegio con el que han hecho una amistad muy bonita. Se han esforzado como nunca por hablar inglés y no les ha quedado otro remedio que entenderse con los monitores, ya fuera por señas o pidiendo ayuda. Cinco días no dan para mucho y no creo que hayan aprendido más que la letra de un par de canciones que han bailado y cantado hasta la saciedad (si vuelvo a oír la de "What does the fox say" voy a matar a alguien), pero la experiencia ha sido genial. Como todos los años.

Salinas de Añana, donde se produce sal de manera tradicional que luego
se puede comprar a precio de oro blanco. Visita muy recomendada.

Genial para ellos, claro, porque a mí me ha entrado un agobio del quince. No puedo evitar comparar lo que han hecho en el campamento con lo que hacemos en clase, y me apena decir que no hay ni el más mínimo parecido. Intento trabajar canciones con ellos y ellas, hacer algún teatro, dar plástica en inglés, pero al final la mayor parte del tiempo están sentados/as delante del libro y haciendo ejercicios siempre fuera de contexto. Sé que cada año mejoro un poco y les doy más contextos comunicativos, más excusas para hablar en inglés, pero es difícil cuando las notas están basadas en contenidos lingüísticos, sobre todo en sexto, cuando empieza mi canguelo personal por mandarlos con un nivel decente al instituto. ¿Entiende el texto? ¿Ha sabido elegir las respuestas correctas en el "listening"? ¿Les ha puesto la "-s" a todos los verbos de la tercera persona? ¿Sabe describir correctamente la ropa que lleva su compañera? Pues igual no, pero entiende todo lo que le digo en clase, trata de comunicarse conmigo en inglés aunque a veces suene a telegrama codificado y le encanta venir a clase. Incluso ha empezado a ver los dibujos animados en inglés en casa, lo que me deja de piedra. Se supone que los idiomas están para comunicarse, pero cuando la prisa aprieta y los resultados se miden cuantitativamente, nos lanzamos al libro y a repetir como loritos. Y no seré yo la que se queje de los temas que trabajan los libros (cómo han cambiado y qué amenos son ahora), pero de vez en cuando no estaría mal preguntarles qué necesitan decir y cómo les puedo ayudar yo a aprenderlo.

Yo doy inglés y me doy cuenta de las lagunas que hay en mi clase, pero supongo que todo esto es extrapolable a cualquier asignatura. Me muero por una escuela en la que no se trabaje por asignaturas, sino simplemente por objetivos y competencias, pero sin clasificar. Construir un barco a escala leyendo las instrucciones en inglés; intentar adivinar el tiempo de la semana que viene basándose en pronósticos antiguos; organizar una recogida de fondos para cualquier grupo que necesite ayuda en su ciudad; crear un libro de recetas en los tres idiomas que ya hablan. Hay tantas, tantísimas cosas que se pueden llevar a cabo sin necesidad de tenerlos sentados con la mirada fija en la pizarra que me pongo a escribirlas y me emociono. Pero seguir un libro de texto es más fácil, y lo que es peor, es lo que van a seguir haciendo cuando pasen al instituto. Con un poco de suerte, las cosas cambiaran para los y las que lleguen a la universidad, pero para muchos y muchas será ya demasiado tarde y se habrán quedado por el camino por el simple hecho de que nunca aprendieron a ponerle la "-s" a la tercera persona del inglés. Al menos recordarán el día que plantaron lechugas en una botella y aprendieron a hacer fuego sin cerillas. O esa esperanza me queda.

Docentes tecnológicamente analfabetos: una especie sin peligro de extinción


Voy a confesar algo: la mayor parte del tiempo no uso las tecnologías en mi aula, aparte del CD y música de Youtube. Más que nada porque no tengo pizarra digital en mi clase, porque el programa que uso no lo pide y porque me da mucha pereza estrenar la sala de ordenadores nueva que nos han puesto en el cole (y llegar media hora antes, comprobar que todos los ordenadores funcionan, poner a los y las peques por parejas, vigilar que no se me vayan a una página de juegos y que no se peleen por coger el ratón, enseñarles uno a uno cómo guardar un documento en la red del centro, comprobar que no han llenado el teclado de cualquier substancia pringosa que hayan comido a la hora del recreo...). Podría quedarme en las clases donde sí tienen pizarra, pero, la verdad, verde y de tiza o blanca y digital, una pizarra sigue siendo una pizarra y no me parece que hayamos adelantado tanto. Prefiero sacarlos al pasillo, vendarles los ojos y jugar a darles instrucciones en inglés para llegar al baño, como hicimos el jueves; o crear un teatrillo, grabarlo y, entonces sí, echarnos unas risas viéndolo en la pantalla. Llamadme antigua. Sé que no soy la única. La gran mayoría de los y las docentes de mi centro no usan las TIC, aunque el motivo sea muy diferente.

La diferencia es que yo sí sé usarlas, aunque no me obsesione con ellas. Utilizo el correo electrónico para comunicarme con mis compañeras y he creado un calendario para reservar las salas del centro (aunque luego las profesoras ponen un post-it en la puerta para asegurarse de que todo el mundo sabe que está cogida). A pesar de no tener pizarra digital, sé usarla con un mínimo de confianza, y no se me caen los anillos si tengo que instalar un programa nuevo en el ordenador o renovar el Adobe Flash Player. Mi reto de este año es crear una página web para el centro donde padres y madres puedan tener acceso directo a la información y los y las profesoras puedan acceder a documentos cuando lo necesiten (es un reto considerable porque no tengo ni idea de cómo hacerlo; otro día hablaremos de por qué estas labores que no tienen nada que ver con educar e impartir conocimientos recaen también en los y las maestras, en vez de contratar a profesionales que lo hagan en una fracción del tiempo que me va a costar a mí y mucho mejor, dónde vamos a parar). Cuando decido no usar la tecnología, lo hago porque considero que hay otros medios que cumplen mejor los objetivos de la lección, no porque me dé miedo o no sepa.

Usar bien las apps del móvil
no te convierten en experta/o
tecnológico.
Tenemos un número muy importante de docentes tecnológicamente analfabetos, y la verdad es que las nuevas generaciones no me dan ninguna tranquilidad. Hace unos días hablaba con una informática que hizo también magisterio y me contaba lo mucho que había alucinado con el desconocimiento de sus compañeros y compañeras de facultad en cuestiones informáticas básicas. Sí, controlaban Whattsapp y Facebook con facilidad, pero no sabían qué era Dropbox o Drive y se les escapaban funciones básicas de Word, como hacer un índice al principio del documento sin necesidad de ir cambiando el número de páginas si cambias el contenido. Todavía me encuentro gente que no ha entrado nunca en la página de Educación del Gobierno Vasco porque no tiene la contraseña (página donde está toda tu información laboral, tus nóminas, tus títulos, tu correo electrónico del trabajo, tu puntuación, la información y plazos para el cambio de destino...), y el colmo es cuando te dicen que no lo necesitan, que siempre encuentran a una persona al otro lado del teléfono que les soluciona el marrón cuando llaman. Queremos empezar a comunicarnos por correo electrónico con las familias (algunas profesoras ya lo hacen) y nos damos cuenta de que nuestras compañeras nunca han abierto el correo que les dimos de la escuela el curso pasado. Luego vienen desesperadas a que les eches una mano grabando CDs con los vídeos de los niños y niñas de su clase para pasárselos a las familias, y te miran como las vacas al tren cuando les explicas que es más fácil meterlo todo en Drive y compartirlo con ellos a través de Google Suite. Prefieren pasar horas (muchas horas) grabando los vídeos que mandar un simple email. No sé si tienen miedo al ordenador, a Gmail, a aprender algo nuevo o a hacer el ridículo delante de las familias. Probablemente sea una mezcla de todo.

El año pasado fui a un curso donde una ponente terminó su presentación con una afirmación tajante: no podemos permitir que un docente sea analfabeto tecnológico. Creo que tiene razón. No ya por ese razonamiento sobre que los niños y niñas saben más que nosotras, sino porque la cantidad de horas ahorradas cuando eres hábil frente al ordenador suponen un ahorro de tiempo, esfuerzo y dinero más que digno de tener en cuenta. Algo tan sencillo como aprender a escribir a máquina en un mundo en el que todo, absolutamente todo, se hace ya a través de un teclado debería ser obligatorio para conseguir el título de profesor o profesora. Mucho idioma, mucho inglés, mucha teoría que luego no vuelves a usar ni a ver, pero luego no sabemos explicarles a los críos cómo hacer una búsqueda eficiente en Google. Peor: no sabemos nosotras. Y eso, en un sistema educativo en el que al profesorado se le exige más y se le da menos recursos (incluido el tiempo para preparar sus clases), es mortal.

Libros de lectura obligatoria para ser persona

Me había propuesto firmemente escribir una reseña cada viernes (no en este blog, sino en este otro blog de reseñas al que últimamente le estoy dando algo más de vida), pero entre que no leo rápido y que ahora mismo estoy con una colección de cuentos de Chéjòv que no es que sean lectura fácil precisamente, esta semana tampoco llego a la cita (y para mañana dudo mucho que consiga terminarme el libro). Para no dejaros con las ganas a los tres o cuatro pobres incautos que llegáis al blog de casualidad, os voy a regalar un pequeño listado de libros que considero de lectura obligatoria para cualquiera que se considere un ser humano. Son ese tipo de libros que, aparte de su calidad literaria, te incitan a ser mejor persona y cuando los terminas te entran ganas de arreglar el mundo. No suelo encontrarlos y cuando lo hago tiendo a releerlos como loca.

El guardián entre el centeno, J.D. Salinger

Por cierto: qué maravilloso
resulta leerlo en su versión
original. 
Ser adolescente es difícil, muy difícil. Lo es si eres un niño o niña normal, con una familia estable en un entorno comprensivo, así que si eres un chaval conflictivo al que sus padres han mandado a un internado tras la muerte del hermano pequeño porque ya no te pueden controlar, imagínate hasta qué punto puede llegar a ser tu adolescencia una mierda. El que no empatice con el protagonista de este libro es que no tiene corazón; el que no se emocione cuando Holden Caulfield recuerda a su hermano muerto o dice aquello de "aunque supiera explicarlo, no lo haría" es de piedra o tiene su propia adolescencia tan bloqueada que lo que necesita no es un libro, sino un psicólogo. A mí me afectó tanto que tuve que colarlo en la única obra de ficción que he publicado nunca, porque creo que cualquier adulto que trabaje con adolescentes tiene que saberse este libro como mi madre se sabía el catecismo (y Alan no iba a ser menos).

Matar a un ruiseñor, Harper Lee


La gran mayoría de las veces, hacer lo que una cree que es correcto es mucho más difícil que hacer algo que sabes que está mal pero está aceptado por el resto del mundo. Atticus Finch es un héroe que se juega la vida y pone en peligro a su familia por algo que cree justo, aunque desde el principio sabe que tiene las de perder y que no va a poder luchar contra el mundo. Su heroísmo se nos muestra a través de los ojos de su hija, que, imaginamos, aprenderá lo que significa la valentía gracias a su ejemplo. Y sí, la película mola y Gregory Peck es el Atticus Finch perfecto, pero cualquier buen/a lector/a sabe que el libro siempre, SIEMPRE, es mejor. (La segunda parte, que no es segunda parte sino el primer borrador de la primera, no refleja ni con mucho la grandeza de Atticus, ni el amor y el orgullo que su hija siente por él. Si no la habéis leído, ni os molestéis; yo me lleve un chasco de impresión y hasta le cogí un poco de manía a Atticus, lo que me dio mucha rabia.)

Muerte de un viajante, Arthur Miller


Si os digo que este libro me cambió la vida igual me quedo corta. Esta obra de teatro nos habla de esperanzas, de esperar a un futuro mejor que nunca termina de llegar, de soñar con lo que se tendrá dentro de unos años, cuando me jubile, cuando los niños sean mayores, cuando ahorremos, cuando las cosas vayan mejor... Pero ese futuro, a veces, no llega nunca, y cuando nos damos cuenta de ello ya es demasiado tarde y nos hemos pasado la vida viviéndola con la vista puesta en ese "cuando..." que cada vez se aleja más. Aunque sigue en mi estantería y no saldrá de ahí nunca, no creo que pueda ser capaz de leerlo otra vez, no al menos en breve; me emocionó de tal manera que, incluso escribiendo esto, se me pone la piel de gallina solo de recordarlo. No es que sea difícil hacerme llorar con un libro bien escrito, pero la congoja que me provocó este me dijo bien a las claras que había tocado una fibra muy, muy sensible. 


Los libros tienen el poder de hacernos soñar, de ayudarnos a olvidar o trasladarnos a otros lugares, pero algunos pocos también tienen el poder de cambiarnos. No me quiero ni imaginar qué grado de genialidad tiene que haber detrás de la pluma que escribe estos textos para conseguir producir ese deseo de cambio, ese impulso que te haga querer ser mejor persona, o al menos mejorar tu propia vida. Espero que siga naciendo gente capaz de hacerme sentir así a través de las palabras, porque creo que de eso trata la literatura. Sí, también la necesitamos para pasar el tiempo, pero encontrarte de vez en cuando con algo que te llena de esta manera es casi místico.