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Manuel Juliá en la Feria del Libro 2015
Foto: G. Munárriz |
La gentileza, provocada, de la
editorial Hiperión ha traído a Mientras la Luz
El sueño de la vida, de
Manuel
Juliá, poeta al que hemos prestado atención en ocasiones anteriores. Y
ahora con mayor motivo. Con este libro cierra la trilogía abierta con
El sueño de la muerte, que continuó con
El sueño del amor para terminar con este
sueño último. Es un libro generoso de un poeta generoso. 41 poemas. Versos que
oscilan entre la tentación versicular y el poema en prosa. Un texto que
mantiene con los anteriores señas de identidad tan evidentes que hacen de la
trilogía citada un corpus coherente. Hasta tal punto que nos atrevemos a decir
que este libro es el culmen, el punto de arribo del poeta que comenzara a
tantearse con el aquel lejano
De umbría.
Escrito desde la conciencia de una
fisicidad permeable, el discurso del poeta se ancla en la fascinación por la
Naturaleza, por la conciencia panteista de ser en ella, de ella, para ella. Y marcado por la constante conversación con los signos materiales con que la Naturaleza se ofrece en subjetividad. Se hace evidente que fija su atención en el árbol como elemento simbólico esencial. El árbol
como signo vertical de la tensión hacia lo alto, hacia lo puro, hacia la
perfección que supone existir en plenitud. El árbol como alter ego, como depositario armónico de la serenidad. Estadio que ocupa los dos primeros
capítulos para desembocar en un tercero emocionado, el que Manuel Juliá dedica
a la memoria de la madre. Algo que ya apuntó en el merecidamente famoso poema “Melocotones”
de El sueño de la muerte y que ahora
cobra pleno sentido. Como lo tienen esos puentes
de niebla que el autor mantiene como metáfora permanente para conciliar el
paso del tiempo con la aventura personal que consiste en atreverse a atravesarlos, dicho de
otra manera: el desafío que supone vivir lo no esperado.
Poemas medidos y alejados de
acentos y cuentas, pero henchidos de imágenes sorprendentes que surgen con
espontáneo azar surrealista. Lejos siempre de lo ampuloso, de lo trascendente,
Manuel Juliá permanece instalado en esas suaves maneras cotidiana del hacer anglosajón que
sus lecturas refuerzan. No hay sino repasar el origen de la mayoría de sus citas:
A. Tennyson, R.W. Emerson, A. Ginsberg, E. Hemingway, M. Lowry, W. Blake. El libro viene precedido por “Un pequeño
relato”, introducción pretendidamente simbólica en donde el mar, visto por el
niño con los ojos juntos de toda la familia, se convierte en el símbolo de un
universo vital, de una esperanza.
Manuel Juliá se sitúa con esta
entrega -que junto al resto de la trilogía ha venido a enriquecer los fondos
literarios de Híperión- en un lugar destacado del paisaje poético español. Es
de esperar que la anunciada antología de poetas manchegos que va desde Corredor
Matheos a Ángela Vallvey ordene su posición en este panorama tan cambiante. Pero
no es en el ámbito regional, tan necesario ahora, donde debe buscársele relaciones
sino en el más amplio de la poesía española actual. Su hacer lo exige. Al tiempo.
Sendero de
abedules
En el mismo sueño o en la misma
muerte
hay una presencia que fuerza a los
abedules
a mostrar su belleza rodeando un río
seco,
hay un jarabe de luz rodeando el
frío y las heridas
donde la yerba y los sonidos del
viento
siguen cuando la muerte se pierde,
y el río avanza
por deseos que ya no morirán,
en la misma muerte o en la misma
vida se esconde
el cauce de una nostalgia que
incendia mi garganta,
su vaho levanta muros hermosos que
están mirando
las palabras para que tengan
sentido
cuando la vida solo sabe ser
amarga,
la luz atrapa los árboles en el
silencio
de la viejas montañas, habla la
muerte
para encontrar una voz que se
alimente con la vida,
en la misma vida o en la misma
muerte
cuando lo ríos se terminan, hay
otro mar más lejos
al que se llega con los sueños
que están presos de amor en
cualquier primavera,
en el mismo sueño o en la misma
muerte
puedo tocar el pulso de las
estrellas más viejas,
seguir un sendero de abedules, que
no es de la vida
y ha crecido contra el tiempo, está
lleno
de palabras que no mueren en los páramos,
en la misma vida o en la misma
muerte
las estaciones amadas del camino
son brazos
que se agarran a mi cuello y me
limpian la camisa
de tierra que han abandonado en mi
cuerpo,
los abedules me dan su última
caricia, y dicen
que jamás podré dejar de amar, y
que los zapatos
desaparecen porque ya no son
necesarios,
mis células son hilos de vida que
han decidido
romperse de luz al anochecer,
cuando el fantasma del fuego
aparece
abriendo la puerta decisiva.