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domingo, 13 de noviembre de 2016

De Marquina a Céspedes

    

Marquina

Francisco G. Marquina leyendo
Foto EC



  Dijo Pérez Henares, al que todos llamaron Chani, que él leyó el libro en Beirut, territorio muy ad hoc para hablar a la muerte. O mirarla. Hizo una presentación desenfadada, como corresponde a un libro que tiene a la muerte por prota, pero sobre todo muy al hilo de su autor, del gran  Francisco García Marquina, el poeta alcarreño nacido en Madrid. El asunto fue en Guadalajara, a donde se desplazó en pleno la redacción de Mientras la luz, becaria incluida. Dijo también Chani, que en el libro, aparte de aceptación dialogada, hay también gotas de sabia ironía y una pizquita de humor, pero sin pasarse. Y estoy de acuerdo. Está bien salpimentar, pero sin que se enmascare el verdadero sabor del alimento. La sabia mano que Marquina gobierna sabe bien esa armonía. Se presentó, lunes 7, Morirse es como un pueblo ante una nutrida representación de la inteligentsia de la ciudad. Dijo el autor que el título procede –mourir est un village– del belga Luis Scutenaire, y que a él le parece que sí. Tanto por lo vulgar como por lo que tiene el asunto de comunitario. Alrededor de una realidad inexcusable, el autor deviene en consideraciones, no al estilo de tantísimos poetas –ya saben que la muerte es un universal en el corral poético- sino mirándola cara a cara y llamándola por su nombre. Sin miedo, sin respeto, negándole el carácter de juicio final, pero sabiendo lo que de pórtico a la nada significa. Divide al libro en 12 capítulos a los cuales acompañan doce citas, desde Séneca a Bukowski, pasando por Cioran y Derrida, con el fin de demostrar que la vida es un préstamo del cual debemos gastar hasta el último céntimo. Que, como un ejército que sabe administrarse, hay que ir ganándole batalla tras batalla hasta la derrota final. Sólo así es posible, sabiendo que llegará, aguardarla y permanecer cuerdos. Señaló que la pérdida de la inocencia es la peor de las muertes, porque es la de la infancia. Y que en ese morir de cada día que saludamos, hay veces en que el cielo acelera. El autor nos aclaró que con motivo de un infarto estuvo diez minutos en parada cardíaca. Que guardaba memoria, dijo, y que aquel momento no tuvo nada del mítico túnel. Y menos de mística. Tal vez por ello para enjugarlo, y conjurar los demonios del recuerdo, se repartió entre los asistentes unas cajas de bombones, que los sedentes agradecieron devorando. Vitruvio ha editado este libro en paz, este libro de reflexión y cántico, este buenísimo texto que llena de claridad, en lo posible, la zona oscura. Porque la negra existe/ será justo vivir/ leves, libres, banales y valientes, dice en el poema Porque la muerte. Ni tragi ni comedia, sino en el exacto punto de lo estoico. Por lo mismo, y por practicar, muchos nos fuimos luego a tomar unos tragos.     


 Céspedes
Alejandro Céspedes leyendo
Foto: José Luis Torrego


  

      Entre lo ajeno y la piel cabe el mundo y la nada, lo inmenso añora y busca su memoria de hormiga. En minúsculo recipiente se oculta la voluntad de vivir. Los afueras, los adentros, ecos de esa cajita de música que a la vez nos libera y nos engulle. La ciudad de los otros y el títere que es siempre el individuo. La fortaleza de lo débil. Y la fragilidad. Pero sobre todo la conciencia de que existir es caminar sobre un suelo inestable. Quiero decir sobre la sospecha de un suelo que finge. Sospecha que acompaña a pesar de todos los asideros. Solamente las formas, la representación. No hay fórmulas para construir lo real.  Sino incógnitas que los sabios plantean, escriben, duelen. La realidad y el sueño como en sábanas que se pliegan y confunden. Y dejan en sus dobleces atrapada la araña de la posibilidad. O la melancolía. Voces en off se presentó el viernes 11 en Casa del Lector. Vivir precisa actores, lugar. Dimensiones y luz. Escenario. Escribir es solamente un paso que apenas. Tinta de bruces. Vino desde Asturias Alejandro Céspedes. A releer sus “Voces…” de Amargord. Lo teatral, lo subliminal, la intención de lo bello. Cuatro actores, una niña: dibujan, leen, respiran pórtico. Hay un visillo rojo virtual que mueve el viento. Luego, el laberinto de la pantalla y el decir, tan caliente de Alejandro. Ciudades, plegamientos, rosebud, el envés de lo pensado, la soledad desmanejada, papel, papeles, kabaret, el gesto como única salida. Orquesta y solista frente a frente. Frente al fuego. Serenidad del diálogo. Textos, gota a gota, de Voces en off. Imágenes, imágenes como sabiduría robada a la redes. Fragmentadas, disueltas, laberintos que explosionan. La ruina como tentación. La poesía de Alejandro Céspedes abomina de mundos transitados, de los lugares dichos. Una luz-vela encendía su rostro en la penumbra. Y los textos, negados a la composición versicular, caían como aceros puntiagudos en los que escuchábamos. Lluvia en off. No una presentación sino una representación en donde el temblor y la violencia estética de la pantalla eran agentes provocadores. Y una pregunta ¿con qué palabra oculta calificar la obra creadora de Alejandro Céspedes? Valdría la de poeta. A secas. Pero ¿cómo volverla a emplear para otras realidades? Supe luego que Julio Mas había estado a los mandos de la proyección.
Un texto escrito para lectores no existentes aún, un texto que indaga, es preciso indagar, en la representación como la más auténtica realidad. Hay personajes que escapan de una a otra y que regresan. Algo que la humanidad viene haciendo desde milenios, casi siempre sin conciencia: tú, yo, nadie, el otro. Lo que somos.                  

domingo, 19 de junio de 2016

Un fragmento de Alejandro Céspedes en "Voces en off"

    


  Reescribiendo la cita de Wittgenstein podríamos decir que los límites de mi lenguaje son los abismos de mi mundo. Pero sólo después de haber concluido la lectura de Voces en off, la nueva propuesta de Alejandro Céspedes. Golpe de puño sobre el tablero de la conformidad poética. Alejandro abandona definitivamente, tal vez para siempre, el poema exento. Basta, parece decir, de cápsulas. Abre su voz al grupo, a los títeres que pueblan, a la niña que indaga. ¿El lenguaje es la frontera de la incomunicación o su posada? ¿El lenguaje nació del desamparo o el desamparo es su finalidad? Céspedes mantiene tensionado el planteamiento a lo largo de 171 páginas. Un texto escrito con hilo de guión para una propuesta escenográfica. La muerte del verso ya viene de su libro anterior. La poesía camina en lo telúrico, en una niña que borra en el encerado el relato y la fórmula de los sueños que el matemático escribe. Voces escritas sobre un filo. La poesía es un coro que advierte y sentencia. Lo estable está abocado al desequilibrio, lo inestable busca su reposo. La pugna, el accidente perpetuo, la catástrofe como identidad. El caos, los contrarios, la incomprensión y la herencia como elementos necesarios en la búsqueda permanente de un nuevo orden. Todo permanece al acecho, todo lo nuevo se pliega sobre lo que fue. Y lo que fue y todavía es sobre lo que será. El dentro dialoga con el afuera, son dos delirios, dos recuerdos superpuestos. Y lo observado no es sino el lugar donde la crisis germina y crece. Nada mas necesario, nada más inservibles en esta realidad que los sueños. Que ser sueño. Ese motor sin posible acomodo. Inasible. Invencible. Y sin return.

      Tras la lectura de Voces en off (Amargord. 2016), tras su provocación, uno sabe que todos los caminos están abiertos, porque hay poetas que no duermen ante su ordenador,  ni les distraen las nieblas, poetas que sufren y/o gozan la rebeldía.

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Página. 164

Pero en el escenario todas las casas que arden lo discuten.
                                                                   Dicen que no con gestos,
saben que la existencia son unos pies hechos con seres enredados 
que se apilan debajo, encima, a izquierda y a derecha y nunca 
hay entre ellos intercambio posible.

Hace tiempo que la verdad fue derruida.

El padre de la niña lleva puestos los zapatos del padre de su padre 
y por eso hace siempre el mismo itinerario.
–He aquí un hombre que se enfada con su calzado cuando la culpa 
la tiene el pie… (Murmura Estragón)

Un pantalón vacío y sin zapatos camina por las calles sin saberlo. 
Sombras sin propietarios se camuflan en los suburbios de la noche.

–Ven a mí, todos estos no son más que carcasas.
–Rosebud, Rosebud… ¡Ah…! ¡Cuándo, cuándo, cuánto falta!

–No tengas miedo. Ningún átomo de mí te pertenece. Yo soy el viaje.

martes, 26 de febrero de 2013

El placer de sentirse espiado


Nombrar es crear. Es bien sabido. Silenciar lo que existe ¿es destruirlo? El jefe lleva unos días rumiando la pregunta, remendando respuestas. Hablo en términos poéticos. Él sabe que es difícil distinguir, en ocasiones, caos y razón. Un solo nombre puede envenenar mil sueños. Otras veces callar es el mejor sinónimo de mentir. ¿Qué hacer? Cualquier sugerencia es al tiempo bienvenida y al tiempo rechazada. En esto se distrae. Mañana será peor. Los tiempos son convulsos. Mientras resuelve, procura por el redactor. Durante estos días, hemos sido estrechamente vigilados por la brigada poético-social que organiza el despacho de detectives Moralares, con el que ha contratado. Durante tres días consecutivos hemos sentido sus voces fraternales, sus sonrisas. A veces vigilancia y amistad son palabras que se llevan bien. Suelen terminar juntas en los bares hablando de revolución. Aplazada, claro. Como toda la vida. Nombrar o no nombrar es cuestión escolástica.

Primero

Antonio y Pilar
Este lunes, señalado con el 18, decidimos estar en el Ateneo. Fue algo íntimo, especialmente buscado. Ni siquiera la tozudez altisonante de Antonino Nieto pudo romper el ambiente. El poeta, el sevillano Antonio J. Sánchez, publica su segundo libro, que ha querido de homenaje amoroso a Madrid, a la ciudad que le deslumbró, que le deslumbra desde hace 4 años. Él vive en Móstoles, pero habla de Madrid. Ha publicado Leyenda Urbana, 58 páginas abiertas a la agitación de una ciudad, a sus señas de identidad callejera, a sus sabores y sonidos, a los trenes, a los meses robados, al azar de Sabina. Antonio estaba contento de presentar su libro en el Ateneo, tal vez por eso invitó a sus amigos a leer con él –una moda, parece- y en especial a Paco Moral y a Antonio Daganzo. La sorpresa final, de la que todo quedó impregnado, fue la lectura conjunta con Pilar. Pilar es su amor. Leyeron el poema que contaba la frescura del encuentro (primero). No ocurre muchas veces. Intimidad serena y compartida. Gracias.

Segundo


Alejandro Céspedes
Un hombre solo. Un poeta solo junto a una pantalla. Un lector frente a un libro. Una sala repleta. Expectación. Alejandro Céspedes y la libertad del títere. Sala Fernán Gómez II. Bajo Colón. Un aparte en el misterio, en la historia de un libro que fue negado. Topología de una página en blanco. Alejandro comenzó su escritura, le oí decir, tras una discusión sobre los límites de la creación poética. Sobre la capacidad del lenguaje para la concreción. Y del papel del lector para soportarlo. Dónde y cómo. Es la tarde en punto, las 20 horas de un martes 19. El vértigo y la desolación ocupan el territorio de un escenario oscuro y limpio. Un hombre solo durante 46 minutos. Un hombre como otro cualquiera. Un poeta. La sala es nuestro espejo. La voz es densa, instrumento, es un potente susurro. Una oferta. Lee mientras en la pantalla desfila el aire, personas, paisajes, cercado todo por la incomunicación. ¿También por el deseo? Planos horizontes, duros en su blancor. Hay un pozo.
¿Son un pozo las páginas? Un proyectil sin alma, lento, que atraviesa.  Alejandro lee y es exacto. Quietas miradas. La soledad como espejo en donde verse. Nadie respira. Como síntesis dialéctica de dos soledades. La voz transita también a nuestra espalda. Los pájaros caen tras ser ametrallados. Será difícil volver a escribir después de un texto como este. Él lo sabe. Y lee. Espera. Hay un plano final en el que un títere corta, ve cortados, uno a uno sus hilos, las palabras. Conoce su derrumbe. Un hombre solo para ordenar la nieve. La imposibilidad de ser. De ser feliz. ¿Por qué? ¿Para qué el engaño de escribirnos?  ¿Cuándo el apaciguamiento?   

Tercero

Elvira Daudet
El miércoles, 20, la colección Intravagantes organizó, en la cueva de la Librería Fuentetaja, una lectura de Cuaderno del delirio, esa crónica enamorada del desamor que Elvira Daudet escribió, guardó, y desde hace dos años es un caudal. Casi 60 cómplices bajo los rojos ladrillos de una bóveda. El alivio de un acto sereno en su presentación. Después leyó Elvira. A veces me pregunto cómo puede. Es un libro que desgarra el silencio. ¿Cómo puede narrar así un abandono, el frío de su instante? Lo presentido no disminuye, nunca, por ello su dolor. Sí queda, como en los versos de Wordsworth, belleza en el recuerdo, París. Pero también, y mezclada con ella, como detonaciones, aparece el rastro de la angustia rebelde, la insumisión y el daño de lo ido, los mimbres donde conspira el áspid de la memoria. Elvira, que en el poema sabe controlar el potente rigor de sus emociones, que lo dosifica para el lector, hizo una lectura adulta y viva. Apenas siete poemas le bastaron para contar lo que fuera esplendor en la hierba y cuánto hay de irrevocable en las balas de su final. Luego, apenas el aroma de las cosas que conocieron a los amantes, apenas el camino que regresa a los hielos de la vida, apenas lo que grita que la única vida posible es sentirse en la hoguera. Elvira, que dudó primero, que tembló después en la lectura de dos de los poemas, tienen el don de inquietar con la autenticidad de la belleza. Así me lo dijeron Paloma Corrales, Tomás Rivero, Alfonso Brezmes, Jorge Gartorrego. También los inspectores Paco Moral y Ana Ares una vez que agotaron su misión..

viernes, 18 de diciembre de 2009

Alejandro Céspedes presenta FLORES EN LA CUNETA


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Estuve. Diciembre y 16. La gente acude, llega, calla, mira. Igual que el día del accidente. Con la misma atención. Los redondos saludos. Saben que han sido convocados, pero no cómo les han de sorprender. El recolector, Alejandro, de asfaltos desgarrados por el tedio, de insatisfechas carnes fragmentadas, el azor, el poeta asturiano del millón de kilómetros, ha decidido traer, una a una, cada una de sus miradas, ha querido depositarlas sobre el zinc, sobre el mármol, sobre el hielo de quienes las han de diseccionar. Ha traído voces que llevan en sus dientes los poemas, los cuerpos entintados de sus provocaciones. La gente llega y nadie sabe. Llenan la sala. Nada.

La luz que disminuye. El olor a fiscal cuando interroga. Las primeras imágenes. El barco de las rosas. Los hilos. Los filos. Los bordes que confluyen, que confunden. El dolor del momento. Y el primer herido. Y el primer poema. Dos voces de dos padres que no entienden que no entienda el hijo las heridas de su instante. Alejandro y Fernanda interpretan el primer poema. Alejandro susurra sus sílabas concéntricas. Es su último libro, Flores en la cuneta. Y con su voz, tan creíble, las voces como brasas de Ana Lía, de Graciela, de Adolfo Simón, de Sergio. Confabuladas, dispuestas a poner sobre la mesa versos, anuncios de veloces voraces automóviles, imágenes, petas, fragmentos de memoria, derrapes sin balanza, autoemociones, anuncios sin zapatos, cuerpos sin luz en las cunetas.

Oscar es un ente virtual, Martín Centeno un ente que proyecta contradicciones, ansias de ser, volantes que nos vuelan, desconocidas falanges de semáforos, anuncios para ciegos, el dolor sin noticias. Las gentes callan. Sobre la mesa de autopsias van pasando los cuerpos, los días alquitranes, asesinos, de las carreteras. Alejandro pregunta ¿te gusta conducir? mientras las rosas, una a una, se van acumulando en las manos del último, de quien espera. Dos focos son dos ojos que te clhlaman. La gente acude, llega a presenciar la muerte, las heridas, que (como objetos poéticos) trajo Alejandro. Las mismas que nos deja, los mismos que nos deja.

Hay un poema final donde la luz pregunta su misión en la cueva, su por qué de ignorar los horizontes. Sergio ya tiene en sus manos las rosas, todas las que están dispuestas. Se levanta, amanecen ¿por qué no están? en una todas las preguntas, hay un ritmo obsesivo, de rap gallego, litoral y daño. Hay linternas que alumbran a las gentes, muy calladas. El lívido estupor de la belleza.

Vino
conmigo el libro.

Luego vi que el estilete de Julio Mas realiza también su autopsia. Sobre el murmullo de Adorno, Thomas Hardy, Camus, Wallace Stevens, Deleuze, Kandisnky, Derrida, Prieto de Paula, LA de Cuenca, Jaime Gil, Juan de la Cruz, Ricardo Reís, Mallarmé, Sartre Platón, Nietzsche, Paul Celan, Carlos Bousoño, Bonnefoy, Eliot, Yeats, André Breton, Bishop, Gorge Oppen, Ted Berigan, Andy Warhol, Ahmed Abdel Hijazi, Wole Soyinka, Ernestina de Champourcin, Alberti, Brines, Kierkegaard, James Ballard, David Cronenberg, Ramson, The Killers, JRJ, Claudio Rodríguez, Miguel Hernández, JA González Iglesias, Gamoneda, Benítez Reyes, Alberti, Terence Malick, que observan la disección a cierta distancia, se alza su voz epilogal, de cuña, para la descripción forense, para el análisis de los papeles hiperiones de un Alejandro en plena metamorfosis existencial y de redescripción, también readscripción, de su voluntad poética.

Julio Mas, lujo anglosajón de la noche madrileña, imprescindible ya en el spleen poético de la ciudad, mira perpendicularmente los restos esparcidos sobre el zinc y anota, gubia en mano, en su informe lo encontrado: residuos en vena de metáforas, la musicalidad abstracta, los prestamos buscados, secuelas de contactos con topos callejeros, el no abandono de los anteriores escenarios de yo, del no-yo, la ideografía caligramática como valor que añade, la repetición como flujo, mantra y reflujo, la multiplicidad sin adjetivos de sujetos, objetos, aristas y voces, la objetividad de lo amoral, la existencia de comunes nominadores reverberantes, repetidos. Todo lo encontrado. 16 páginas que absorben. Que cierran. Que dictan al lector cómo ha visto su escalpelo las flores cadavéricas que nos mostró Alejandro.

Estuve. Leo, leo.


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Cuando sueñas ¿qué coche conduces?

Lo primero, las piernas.

Los brazos sobre el pecho.

Poned bajo mi cuerpo alguna sábana.

Que en mi espalda este acero inoxidable no recuerde el frío del asfalto. Luego abridme la ropa poco a poco. No hagáis entrechocar los instrumentos. No vaya a abrir sus alas y se escape a través de mis heridas. Me dijeron que a veces tarda en salir del cuerpo varios días.

No me cerréis los ojos, sólo los desgarros.

Dejadme ver mi autopsia.

Así podré saber dónde se oculta el alma que hizo que me durmiese para poder marcharse antes de tiempo.


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