La poesía ama el discurso
y a la vez lo odia. La poesía ama la música y a la vez la necesita. La poesía
puede y debe ser un rapto. Una intuición no exenta de cuido y laboreo, de mimo sabio.
La poesía, lo escribió en hexámetros Horacio, es incompatible con lo mediocre.
Y alguien debe decir que también repudia lo obvio, el descuido. En la
duermevela -que no remite y en ocasiones es frutal- de la noche pasada,
me recuerdo con ella en la sierra madrileña, ribera del Alberche. Y en el recuerdo
digo que dejamos caer los
antebrazos sobre una ganadera cerca de líquenes y losas de granito. Que el
compás de nuestras respiraciones prolongaba la tarde, su penumbra cernida, lo
blando del sosiego. Están ahí, atiéndelos, pon –me dijo entonces– en
ello tu cuidado; entre las zarzas, ahí, son los instantes, los ojos asustados que, cómplices, nos miran, los que callados piden estar en tu poema.
Entre las zarzas -me decía-,, ocultos a mi primer mirar, mas tan próximos que casi eran
roce, mas tan dificultoso, tan por captar. Sentí las llamas bíblicas. Por ese motivo, pensé, por lo que amagan, tal vez arden las zarzas en lo sagrado. Por esa razón, solo el auténtico
poeta es quien puede atravesar los daños sin daño, quien puede entrar en la maraña que protege de
los necios a la fugacidad necesaria de la belleza. Y no romperla ni romperse. Y
hacerlo antes que el fuego consuma. En mi ingenuidad pensé que tal vez entre las
zarzas tupidas del Alberche, esperando al poeta, estaba el olor tierramojada,
tan tenue como penetrante y lábil, del jueves. Desperté sobresaltado, pensé que
Bécquer prefirió decir arpa a decir zarza, y Rilke ángeles. Tomé un papel y
escribí de urgencia: ... la poesía nace de los deslumbramientos, llámese poetas a
quienes, asumiendo el riesgo, los recojan, los hagan crecer.