Hay en mi alma un pozo muerto, donde no se refleja el sol, y del que huyen los pájaros con terrores de virgen ante un misterio de cadáveres.
En 1921, Teresa Wilms Montt, poeta chilena, cae enferma de dolor en París. Se encierra en una habitación de la 'avenue' Montaigne y espera a que la muerte se lleve su
pobre alma. Apenas come, fuma sin parar y se atiborra de medicamentos hasta que, en diciembre, ingiere una fuerte dosis de veronal y su vida se consume.
Esta resolución radical responde, claro, a la voluntad íntima y última de la persona; pero también, por supuesto, a la sociedad ultramachista que le toca vivir, en donde el talento es cosa de hombres, el molde del 'eterno femenino' es trampa perfecta y arrancarse la vida es la única explosión de libertad que se puede permitir una mujer.
Mi alma es un palacio de piedra, donde habitan los ausentes, trayéndome la sombra de sus cuerpos para alivio y compañía de mi vida.
Mi alma es un campo desbastado donde el rayo quemó hasta las raíces, y donde no puede florecer ni el cardo.
Mi alma es una huérfana loca, que anda de tumba en tumba buscando el amor de los muertos.
Mi alma es una flecha de oro perdida en un charco de fango.
Mi alma, mi pobre alma, es una ciega que marcha a tientas sin apoyo y sin guía.
Anarquista, sindicalista, feminista, masona; casada a los 17 con un marido violento y alcohólico con quien tiene dos hijas y a quien engaña con un amante...; su vida, desde su juventud chilena, parece una protesta encarnizada contra su familia y los valores de la alta sociedad burguesa que ésta representa. Un 'Tribunal Familiar' castiga su rebeldía recluyéndola en un convento -¡esto ocurre en el siglo XX!-, donde hará su primer intento de suicidio.
Ayudada por Vicente Huidobro, Teresa escapa del convento. A partir de entonces viaja por el mundo (Buenos Aires, Nueva York, Madrid, Sevilla, París...); intenta trabajar de voluntaria para la Cruz Roja en la Primera Guerra Mundial, pero es arrestada por ser confundida con una espía nazi; frecuenta tertulias, antros y otros círculos literarios impregnándose de las vanguardias; convive con intelectuales (Valle-Inclán, Gómez de la Serna...); escribe artículos, memorias y libros de poemas…
Finalmente, tras un fugaz y doloroso reencuentro con sus hijas, se hunde en una profunda depresión y sus huesos terminan encajonados en la fatídica habitación de París. Tiene 28 años. Antes de morir confiesa a su diario:
Me siento mal físicamente. Nunca he tributado a mi cuerpo el honor de tomar su vida en serio, por consiguiente no he de lamentar el que ella me abandone. Nada tengo, nada dejo, nada pido. Desnuda como nací me voy, tan ignorante de lo que en el mundo había. Sufrí y es el único bagaje que admite la barca que lleva al olvido. Morir, después de haber sentido y no ser nada...