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jueves, 5 de noviembre de 2015

ejercicio de endurecimiento del espíritu

 La abuela nos dice:

—¡Hijos de perra!

La gente nos dice:

—¡Hijos de bruja! ¡Hijos de puta!

Otros nos dicen:

—¡Imbéciles! ¡Golfos! ¡Mocosos! ¡Burros! ¡Marranos! ¡Puercos! ¡Gamberros! ¡Sinvergüenzas! ¡Pequeños granujas! ¡Delincuentes! ¡Criminales!

Cuando oímos esas palabras se nos pone la cara roja, nos zumban los oídos, nos escuecen los ojos y nos tiemblan las rodillas.

No queremos ponernos rojos, ni temblar. Queremos acostumbrarnos a los insultos y a las palabras que hieren.

Nos instalamos en la mesa de la cocina, uno frente al otro, y mirándonos a los ojos, nos decimos palabras cada vez más y más atroces.

Uno:

—¡Cabrón! ¡Tontolculo!

El otro:

—¡Maricón! ¡Hijoputa!

Y continuamos así hasta que las palabras ya no nos entran en el cerebro, ni nos entran siquiera en las orejas.

De ese modo nos ejercitamos una media hora al día más o menos, y después vamos a pasear por las calles.

Nos las arreglamos para que la gente nos insulte y constatamos que al fin hemos conseguido permanecer indiferentes.

Pero también están las palabras antiguas.

Nuestra madre nos decía:

—¡Queridos míos! ¡Mis amorcitos! ¡Mi vida! ¡Mis pequeñines adorados!

Cuando nos acordamos de esas palabras, los ojos se nos llenan de lágrimas.

Esas palabras las tenemos que olvidar, porque ahora ya nadie nos dice palabras semejantes, y porque el recuerdo que tenemos es una carga demasiado pesada para soportarla.

Entonces volvemos a empezar nuestro ejercicio de otra manera.

Decimos:

—¡Queridos míos! ¡Mis amorcitos! Yo os quiero... No os abandonaré nunca... Sólo os querré a vosotros... Siempre... Sois toda mi vida...

A fuerza de repetirlas, las palabras van perdiendo poco a poco su significado, y el dolor que llevan consigo se atenúa.

(Agota Kristof: Claus y Lucas.
El Aleph Editores, Barcelona, 2009)

viernes, 11 de marzo de 2011

la gran rueda


Hay alguien a quien todavía no he tenido nunca ganas de matar.

Eres tú.

Puedes caminar por las calles, puedes beber y caminar por las calles, no te mataré.

No tengas miedo. La ciudad no tiene peligro. El único peligro de la ciudad soy yo.

Camino, camino por las calles y mato.

Pero no tienes que temer.

Te sigo porque me gusta el ritmo de tus pasos. Te tambaleas. Es hermoso. Se podría decir que cojeas. Y que estás jorobado. Pero en realidad no lo estás. De vez en cuando te enderezas y caminas recto.

Pero a mí me gustas en las horas avanzadas de la noche, cuando estás débil, cuando tropiezas, cuando te encorvas.

Te sigo, tinieblas. De frío o de miedo. Sin embargo hace calor.

Nunca, casi nunca, quizá nunca haya hecho tanto calor en nuestra ciudad.

¿De qué podrías tener miedo?

¿De mí?

No soy tu enemigo. Te quiero.

Y nadie más podría hacerte daño.

No tengas miedo. Estoy aquí. Te protejo.

Pero aun así también sufro.

Las lágrimas –grandes gotas de lluvia– me resbalan por la cara. La noche me oculta. La luna me ilumina. Las nubes me esconden. El viento me desgarra. Siento una especie de ternura por ti. Eso sólo me sucede a veces. Muy raramente.

¿Por qué tú? No lo sé.

Quiero seguirte hasta muy lejos, por todas partes durante mucho tiempo.

Quiero verte sufrir aún más.

Quiero que estés harto de todo lo demás.

Quiero que vengas a suplicarme que te coja.

Quiero que me desees, que tengas ganas de mí, que me ames, que me llames.

Entonces te cogeré entre mis brazos, te estrecharé contra mi corazón, serás mi niño, mi amante, mi amor.

Te llevaré.

Tenías miedo a nacer y ahora tienes miedo de morir.

Tienes miedo de todo.

No hay que tener miedo.

Es sólo que hay una gran rueda que gira. Se llama Eternidad.

Yo hago girar la gran rueda.

No debes tener miedo de mí.

Ni de la gran rueda.

Lo único que puede dar miedo, que puede hacer daño, es la vida y tú ya la conoces.

(Agota Kristof: No importa.
El Aleph Editores, Barcelona, 2008)

domingo, 27 de febrero de 2011

ejercicio de mendicidad


Nos ponemos ropa sucia y desgarrada, nos quitamos los zapatos, nos ensuciamos la cara y las manos. Vamos a la calle. Nos quedamos quietos y esperamos.

Cuando pasa algún oficial extranjero ante nosotros, levantamos el brazo derecho para saludar y tendemos la mano izquierda. A menudo, el oficial pasa sin detenerse, sin vernos, sin mirarnos.

Al final uno de los oficiales se para. Dice algo en un idioma que no entendemos. Nos hace preguntas. No le respondemos, nos quedamos inmóviles, con un brazo levantado y el otro tendido hacia delante. Entonces se rebusca en los bolsillos, pone una moneda y un trozo de chocolate en nuestras palmas sucias y se va, meneando la cabeza.

Continuamos esperando.

Pasa una mujer. Tendemos la mano. Ella dice:

—Pobres pequeños. No tengo nada que daros.

Nos acaricia el pelo.

Nosotros decimos:

—Gracias.

Otra mujer nos da dos manzanas, otra unas galletas.

Pasa una mujer. Tendemos la mano, ella se detiene y dice:

—¿No os da vergüenza mendigar? Venid a mi casa, tengo trabajos fáciles para vosotros. Cortar leña, por ejemplo, o restregar la azotea. Sois bastante mayores y fuertes para eso. Después, si trabajáis bien, os daré sopa y pan.

Nosotros contestamos:

—No queremos trabajar para usted, señora. No nos apetece comer su sopa ni su pan. No tenemos hambre.

Ella pregunta:

—¿Y entonces por qué mendigáis?

—Para saber qué se siente y para observar la reacción de las personas.

Ella grita al irse:

—¡Golfillos asquerosos! ¡Qué impertinentes!

Al volver a casa, tiramos en la hierba alta que bordea la carretera las manzanas, las galletas, el chocolate y las monedas.

La caricia en el pelo es imposible tirarla.

(Agota Kristof: Claus y Lucas.
El Aleph Editores, Barcelona, 2009)

domingo, 6 de febrero de 2011

el ladrón


Cerrad bien vuestras puertas. Llego sin hacer ruido con las manos enguantadas de negro.

Mi estilo no es brutal. Tampoco voraz ni estúpido.

Si se os presentase la ocasión, podríais admirar el delicado dibujo de mis venas sobre las sienes y las muñecas.

Pero sólo entro en vuestras habitaciones cuando es tarde, cuando el último invitado se ha ido, cuando vuestras repugnantes lámparas de araña se han apagado, cuando todos duermen.

Cerrad bien vuestras puertas. Llego sin hacer ruido con las manos enguantadas de negro.

Sólo me quedo un momento, pero lo hago todas las noches sin descanso y en todas las casas sin excepción.

Mi estilo no es brutal. Tampoco voraz o estúpido.

Por la mañana cuando os despertéis, contad bien vuestro dinero, vuestras joyas, no faltará nada.

Sólo faltará un día de vuestra vida.

(Agota Kristof: No importa.
El Aleph Editores, Barcelona, 2008)