No hicimos ningún pacto para andar juntos. Nunca nos separábamos. ¡Qué vitalidad de moza! No lloraba nunca. Gritaba de mil modos, llana de impulsos imprevistos. La veía correr sin freno y cuando se fatigaba era una leona dormida.
Se lanzaba al mar enloquecidamente y se ponía a nadar en las aguas alejándose hasta perderla de vista, si no fuera por el alga negra de su abundante melena, a lo lejos, flotando en las olas.
Nunca supe su nombre.
(Carlos Edmundo de Ory: La memoria amorosa. Visor, 2011)