alimenta al Universo,
qué orbitales sofismas
o axiomas estelares
regularon los interminables
surtidores galácticos,
qué Peloponeso extraplanetario
circunda el cósmico abismo,
qué espiral o qué principio
explica la historia
primordial de los cráteres.
Vulcanianos motivos
inspiran este interestelar poema,
una retorcida bitácora
de astrales metáforas,
una lírica de protones
de virtuales ficciones,
una metafísica de láseres
jamás nunca para nada terrestres,
una égloga de agujeros negros
con versos-asteroides fecundando
las evanescentes páginas de mi galaxia
o supernovas arrítmicas
fluyendo de la desintegración
de un quásar de la literatura nuclear,
una hermenéutica, al fin,
a la velocidad de la luz
creada para destruirse automáticamente
arrebatada por un cometa gigantesco;
no propongo biblias siderales
ni plutonianas exégesis
cargadas de hipótesis atmosféricas,
sólo saber qué constelación me pertenece,
qué nebulosa se expande
entre los límites celestes
de mi cosmogónico cuerpo astral.
¿Por qué me siento tan solo
entre millones de enanas blancas
a evos de iridiscente distancia?
¿Por qué mi rumbo discrepa
de la elipse primigenia
que nutre a base de cúmulos estelares
el kármico zodiaco?
¿Po qué, subyugado al sistema tolomeico,
la dictadura absoluta de los cometas,
la heliocéntrica monarquía solar,
persisto en la invariable efervescencia
contra la Ciencia al afirmar
que no es infinito el espacio,
sino las alucinaciones fotométricas
de un Mercurio radioactivo
o de un miedo de elipses azules
estallando positrones
y éter de nostalgia vertiginosa?
¿Por qué mi piel es cromosfera
abandonada a la fluorescente inercia
de la gravedad cero?
¿Por qué no soy un astro
errando por siempre
sobre la concupiscencia
de un novilunio eterno
apagado por los siglos
de lunáticos anhelos
o un Copérnico asaltante
atravesando ruidosamente
en estéreo con los graves muy altos
las dunas marcianas
o las astronómicas junglas de electrones
sobre un Neptuno inexorablemente frondoso
de hidrocarburo hiriente?
¿Por qué conformarme con ser satélite
sin derrumbar los onomásticos versículos
de la estrella triple de Cáncer
y evitar así un nuevo cataclismo
de geocéntrica masacre
y espectrográfico asombro
ante mi individuo,
Titán del Universo,
centro pluridimensional
del observatorio de mi espíritu?
¿Por qué no follarme a la Osa Mayor,
a la Menor, a Orión,
por qué no follarme
a todas las constelaciones
bajo un plenilunio exacto,
milagroso, orgánico,
ascético, atómico,
perverso, aniquilador
mientras el hidrógeno
nos envuelve
y la Nada nos engulle
en un último acto
de desbaratarlo todo
conmigo en el mismo centro?
¿Por qué me siento tan solo?
Me pregunto nuevamente
si yo soy la galaxia,
una galaxia sin meridianos
atroz sin límite acaso,
sacudido de Gigantes Rojas
el núcleo neurálgico del abismo,
prendida de la inflorescencia de Andrómeda
o del dolor confundido de Casiopea,
sepultado tras la alambrada glacial
de cenizas de helio.
colonizadas por imaginarios cohetes
cuchillos de la bóveda estelar
que proponen submarinas factorías espaciales
en los océanos venenosos de la Luna,
una galaxia tan espesa
que ni desgarradoras radioondas
ni sondas maravillosas
descubren el horror sideral
que contienen acumulaciones
globulares de su materia.
Pero sigo sin entenderte,
sigo sintiéndome solo
por mucha corona boreal
que me ofrezca
y por mucha cosmonave
que me orbite,
Spock,
por qué me siento tan cansado
si mi edad no es comparable a nada,
por qué soy un microcosmos levitando
en la soledad del Universo
si no es palpable la tristeza de Erídano
o el rostro rabioso irascible
magnético de un replicante
ansioso de alma,
de geoestacionaria raíz umbilical,
una robótica crisis en la mecánica
del puente interestelar
de una nave nodriza arrolladora
perdida por siempre
en una nebulosa oscura
que no es otra cosa
que mi existencia ardiendo
en devoradoras grietas venusianas
convirtiendo en vértigo el silencio
de la termosférica armadura del vacío.
Qué terrible visión la del cosmos,
qué fantasmal firmamento
se yergue sin ser intacto,
multiplicado de púlsares parpadeantes,
retorcidos campos gravitatorios,
Antares a años-luz de Centauro,
una cúpula diluviada
de incandescentes espículas
o grabo ígneo desatado
en tormentas radioactivas,
qué magnética energía,
qué dínamo primigenia
no comprendida por ilusos radiotelescopios
descarga el movimiento de iones
y erupciones ciclópeas
desafiando al horror vacui del cielo
con laberintos astronáuticos
y difractantes vías lácteas.
Spock,
aún espero una respuesta,
cibernéticas ingenierías
mutilan la magia de Acuario,
Sirio B es una isla o un paraíso,
fluidos electromagnéticos forman parte ya
de la mitología del Universo,
alunizajes con rayos X
en Anaxímenes no son
imposibles épicas de neutrones,
estrellas fugaces termonucleares
no conceden ya deseos a nadie
ni es admirado el cuarto menguante,
ni son abstractas
las coreografías de androides,
ya no hay nada sagrado
en las centrífugas declinaciones
de las selenológicas espirales,
ni en las plúmbeas rotaciones de satélites,
ni en la espectral niebla
de la muerte del polvo meteórico,
y yo me siento solo,
solo de protoplasma milenario
a meses sidónicos
no calculados por clepsidras,
porque mi soledad es ultravioleta
y no hay planos paralelos
que me identifiquen
con otras galaxias
y la radiación de mi dolor,
Spock,
reside justamente
en la nunca oblicua clarividencia
de que no soy el cenit
de ninguna constelación
y de que no existe epicentro en mí
sobre el que orbitar
toda la rabia que me compone.
(Sergio R. Franco: Spock.
Árbol de Poe, Perdurable Materia Nº 10, Málaga, 1998. Viñeta de Sergio E. Robles)